18

La detective Mercedes Barren aguardaba impaciente en el despacho de Martin Jeffers, sufriendo por el tiempo perdido. Tenía problemas para sentarse; cada vez que descansaba en una silla experimentaba como un impulso furibundo que la recorría de arriba abajo y le recordaba que el asesino no estaba precisamente esperándola a ella en alguna parte con los pies apoyados en una mesa. «Está ahí fuera —se dijo a sí misma—, poco más que al alcance de mi mano. Ha hecho algo».

Su cerebro estaba inundado de las imágenes que había robado en su apartamento. Hizo una mueca de disgusto y pensó: «Jamás me desharé de ellas; esas fotos estarán conmigo para siempre». Se frotó despacio los ojos y se acordó de una charla a la que había asistido en sus primeros tiempos en la academia de policía, cuando llegó un agente del FBI con los brazos, los bolsillos y la cabeza llenos de estadísticas de delincuencia. Había empleado modelos de reloj y un tono de voz lento y monótono para demostrar con qué frecuencia tenía lugar en Estados Unidos cada robo a mano armada, cada allanamiento de morada, cada asesinato. «Son las diez de la noche —pensó—; un partido en un gueto termina en una reyerta con navajas; once de la noche, una discusión de una pareja de la zona del extrarradio concluye con un tiroteo; medianoche, Douglas Jeffers convence con buenas palabras a otra jovencita para que entre en su coche». Le entraron ganas de coger algo y sacudirlo violentamente. Le entraron ganas de ver cómo se rompía algo y se hacía añicos. Sintió deseos de oír cómo se estrellaba algo. Pero lo único que la rodeaba era un silencio calmo, exasperante, y tuvo que consolarse paseando arriba y abajo, jugueteando con sus papeles, imaginando momentos pasados y otros que aún estaban por venir, intentando prepararse psicológicamente para una confrontación.

«Ocurrirá».

«Y estaré preparada».

Se imaginó a sí misma como un guerrero que se prepara para la batalla.

Recordó que Aquiles se untó el cuerpo de aceite antes de luchar con Héctor. Sabía que iba a vencer, porque era algo que estaba predestinado, pero también sabía que su propio fin se acercaba rápidamente, señalado por la victoria de aquel día. Luego desechó esa visión; Aquiles ganó, pero perdió. «Y no es eso lo que pretendes tú. Los caballeros de la Edad Media rezaban antes de una batalla implorando que la Providencia los guiara, pero tú sabes lo que tienes que hacer. No hace falta que te lo diga nadie, ni siquiera la Providencia. Por supuesto, Rolando era obstinado, no quiso soplar el cuerno y eso le costó la vida de su amigo y la suya propia, pero en cambio ganó la inmortalidad». La detective Barren sonrió para sí: mala idea. Luego se preguntó a sí misma si en realidad era diferente. No quiso conocer la respuesta. Pensó en los rituales de los samuráis y en el baile de los espíritus de los indios de las llanuras. Una vez que el espíritu penetraba en ellos, quedaban convencidos de que las balas de los soldados a caballo los atravesarían sin más. Por desgracia, acertaron. El único problema fue que aquellas balas les robaron la vida, además, de lo cual no los había advertido nadie. Toro Sentado era viejo y sabio, y sabía esas cosas, pero luchó de todas formas.

Reflexionó si John Barren habría hecho algo especial antes de una batalla. ¿Se habría vestido con especial cuidado, igual que un atleta supersticioso que se pone siempre los mismos calcetines para no irritar al dios que guía las victorias y evita las lesiones? Imaginó que sí, John era un romántico y estaba lleno de ideas absurdas acerca de los mitos y la caballería que probablemente impregnaban incluso las aguas y los pantanos de Vietnam. Sonrió al acordarse de que cuando remitieron sus pertenencias a casa, varias semanas después de enviar lo que había quedado de él mismo, lo que hizo que se le enrojecieran los ojos y le brotaran las lágrimas fue un manoseado ejemplar de Camelot.

Le gustaría saber qué fue lo que John dejó de hacer el día que murió. ¿Habría algún amuleto especial que olvidó llevar consigo? ¿Cambió el orden a la hora de vestirse en algún detalle insignificante pero letal? ¿Qué hizo para alterar el delicado equilibrio de la vida?

Y también le gustaría saber si John lo supo, si lo sabía cuando iba andando bajo el sol con los ojos bien abiertos y los sentidos alerta, pero consciente en lo más recóndito de su cerebro de que había algo que no estaba bien del todo en aquel día que olía y sonaba como otro día cualquiera.

Pensó que se lo habría sacudido de encima y habría seguido andando.

Seguir andando.

Eso diría él: «Haz lo que debas hacer. Haz lo que sea correcto».

Estiró las manos frente a sí.

Estaban serenas.

Les dio la vuelta para mirar las palmas. Secas.

«Es hora de prepararse», pensó.

A continuación cerró las manos en dos puños fuertes y sólidos.

—Elige el campo de batalla —dijo, dirigiendo sus energías mentales hacia el etéreo Douglas Jeffers—. Haz algo. Ponte en contacto con tu hermano.

Se imaginó a Martin Jeffers. Lanzó una mirada al reloj de la pared. «Está a punto de reunirse con ese maldito grupo suyo. Y yo aquí encerrada, esperando a que recuerde algo, o a que llame su hermano, o a que llegue en el correo una postal que diga: «¡Hola, me lo estoy pasando genial! ¡Ojalá estuvieras aquí!». Se sintió invadida por un sentimiento de furia, y recorrió el despacho por enésima vez, dándose cuenta de lo tenue que era el hilo que la unía con el hermano, de lo mucho que dependía de él y por lo tanto de lo impotente que era para hacer nada excepto lo más arduo y difícil de todo: esperar».

Martin Jeffers contempló el grupo de pacientes reunidos y cayó en la cuenta de que había estado equivocado en todo momento al compadecerlos por la debilidad de sus perversiones cuando su propia aquiescencia y su impotencia ciega eran infinitamente más depravadas.

«Edipo por lo menos se arrancó los ojos de la cara al contemplar el horror que había creado, su ceguera fue justa. Martin Jeffers hizo un esfuerzo para sonreír, reflejo del íntimo sentimiento de que el mito de Edipo era sagrado para su profesión. Pero no aceptamos lo que sucedió después, no nos acordamos de que tras el deseo y el acto, el que en otro tiempo había sido rey se vio obligado por su sentimiento de culpa a vagar por la vida ciego y vestido con harapos, impulsado a cada paso por la hondura de su desesperación». Se preguntó si aquellos mismos sentimientos serían tan claros en su propio rostro. Intentó adoptar su habitual mirada de ligero distanciamiento emocional fija en el centro de la sala, pero supo que no lo consiguió. De modo que miró a los hombres con expresión de cautela.

Los miembros integrantes del grupo de los «niños perdidos» estaban inquietos. Se removían en sus asientos y hacían ruiditos incómodos. Sabía que habían percibido su cansancio en la sesión del día anterior, y también sabía que había pasado otra noche más sin dormir y que aquel agotamiento se le notaba igualmente. Llevaba insomne y sonámbulo todo el lunes, después de regresar a altas horas de New Hampshire, y apenas había prestado atención a la habitual mezcla de quejas y dolencias triviales que formaban su vida cotidiana. Había creído que iba a agradecer de buena gana un día normal, que de alguna manera ello postergaría todos los sentimientos difíciles, pero había descubierto que éstos eran demasiado potentes. Su cerebro continuaba lleno exclusivamente de imágenes de su hermano.

De pronto lo embargó un sentimiento de rabia.

Vio a su hermano en una postura familiar, relajada, sonriente. Sin una sola preocupación por el mundo.

Luego aquella visión se oscureció y vio a su hermano con la mirada fija, letal. Era la imagen de un agresor, duro y pragmático.

Un asesino.

«¿Por qué has hecho esas cosas? —imaginó que le preguntaba—. ¿Por qué te has convertido en lo que eres? ¿Cómo puedes hacerlo una y otra vez, y que no se te note ni por un instante?».

Pero el hermano de su cerebro desapareció, negándose a responder, y Martin Jeffers comprendió que eran preguntas absurdas. Pero aunque resulte ridículo preguntar, debía hacerlo.

Sintió que sus manos se aferraban a los brazos de la silla y que su rabia se redoblaba, rebosando, floreciendo, y sintió deseos de gritarle al hermano que habitaba en su mente: «¿Por qué haces esas cosas? ¿Por qué? ¿Por qué?».

Y luego, todavía con más furia: «¿Por qué me has hecho estas cosas a mí?».

Respiró hondo y miró de nuevo al grupo de terapia, que estaba esperando. Sabía que tenía que decir algo, que tenía que iniciar la sesión, y entonces podría perderse en la monotonía de la conversación de ellos. En cambio, en vez de lanzar un tema o una idea para que sus pacientes se preocuparan de masticarla, pensó en New Hampshire y trató de recordar cuál había sido la última vez que había visto a su auténtica madre. La tenía clavada en la memoria, un rostro pálido enmarcado en la ventanilla de un coche, girándose hacia atrás una única vez antes de desaparecer para siempre de su vida. La vio tan nítida ahora como la noche en que sucedió. Jamás le describió a nadie aquella visión, y menos aún a su terapeuta. Sabía que aquello violaba una confianza fundamental, la que él mismo exigía hipócritamente a sus pacientes. «No soy libre. Y tampoco espero serlo. No lo seré jamás». Pensó de nuevo en su verdadera madre. «¿Qué hicimos mal?». Pero conocía la respuesta: nada. Los antiguos lo tenían muy claro. La psiquiatría ha demostrado que son los pecados de los padres los que recaen sobre los hijos. «Fuimos abandonados, y luego fuimos tratados con crueldad, sin amor, los dos pilares de la desesperanza. ¿Es de sorprender que Doug haya decidido, ya adulto, cobrarse venganza de un mundo que lo odió tanto?».

«Pero ¿por qué él sí, y yo no?».

«¿Dónde estará?».

—Bueno, doctor, ¿qué lo tiene preocupado? Tiene cara de tener un pie en la tumba.

—Sí. ¿Nos va a arrastrar a nosotros con usted?

Aquello provocó una carcajada general.

Martin Jeffers levantó la vista y vio que los que habían hecho aquellas preguntas eran Bryan y Senderling. Pero todos los presentes tenían la misma expresión interrogante en la cara.

Su primera reacción fue hacer caso omiso de aquellas preguntas e intentar llevar al grupo en otra dirección. Ésa habría sido la técnica apropiada. Al fin y al cabo, los miembros del grupo debían centrarse en ellos mismos, no en el líder. Pero al mismo tiempo lo invadió una insistente irritación que le decía que arrojase a un lado todas las preciadas normas de su profesión y se apoyara por un instante en la sagacidad de aquellos pacientes.

—¿Tan mala pinta tengo? —les preguntó.

Se hizo un momentáneo silencio. Aquella pregunta directa los sorprendió. Pasados unos instantes, rezongó Miller desde el fondo de la sala:

—Sí, está fatal. Como si tuviera algo en la cabeza…

Rió cruelmente.

—… Lo cual es un cambio, la verdad.

Una vez más se hizo el silencio entre los presentes, hasta que Wasserman farfulló:

—S-si no s-s-se s-s-siente con fuerzas, p-p-podemos volver mañana…

Jeffers negó con la cabeza.

—Estoy bien. Físicamente.

—¿Y qué le pasa, doctor? ¿Ha pillado una especie de gripe emocional?

Aquél era Senderling, y Bryan lo acompañó con una carcajada. Era un buen concepto: gripe emocional. Ya lo usaría en alguna ocasión, calculó Jeffers.

—Estoy preocupado por un amigo —dijo.

Hubo una pausa antes de que irrumpiera Miller:

—Usted está mucho más que simplemente preocupado —dijo—. Está hecho polvo. Mire, yo no soy médico, pero lo veo. Es mucho más, ¿a que sí? Más que una simple preocupación.

Jeffers no contestó. Recorrió las miradas de todos los pacientes del grupo, que estaban clavadas en él, y se le ocurrió que aquellos doce hombres eran como un maldito jurado que esperaba a que cometiera un error y se acusara él mismo con sus propias palabras. Posó los ojos en Miller.

—Dime —le dijo en tono autoritario—, cuéntame cómo empezaste.

—¿A qué se refiere? —replicó Miller, removiéndose en su asiento.

Al igual que todos los delincuentes sexuales, Miller odiaba las preguntas directas y prefería que lo interrogasen de forma oblicua para poder controlar por qué derroteros discurriría la conversación. Jeffers pensó que seguramente todos se habían quedado estupefactos ante semejante rudeza.

—Quiero saber cómo empezaste a hacer lo que haces.

—Se refiere a…, o sea…

—Exactamente. Lo que les haces a las mujeres. Cuéntame.

En la sala se había hecho un completo silencio. El vigor de la petición de Jeffers los había dejado a todos paralizados. Él sabía que estaba infringiendo los procedimientos establecidos, pero de pronto se sintió cansado de las reglas, cansado de esperar, cansado de la pasividad.

—¡Dímelo!

Alzó la voz hasta un tono que jamás se había oído en los confines de aquella sala.

—Diablos, no sé…

—¡Sí que lo sabes! —Jeffers taladró con la mirada a todos los presentes—. Lo sabéis todos. ¡Pensad! La primera vez, ¿qué os pasó por la cabeza? ¿Qué fue lo que os estimuló?

Aguardó.

Pope rompió el silencio. Jeffers miró a aquel individuo de más edad, el cual le devolvió la mirada con evidente odio hacia cualquiera que sondeara su memoria.

—La oportunidad —contestó.

—Explícate, por favor —pidió Jeffers.

—Todos sabíamos quiénes éramos. Sólo que quizá no nos lo habíamos dicho a nosotros mismos. A lo mejor no se había formado en la cabeza la manera de expresarlo, pero aun así lo sabíamos, ¿comprende? De modo que todo se reducía a esperar la oportunidad adecuada. La exigencia ya estaba, doctor. Uno sabe que va a hacer algo, lo sabe. Va a ocurrir. Sólo hace falta que…, no sé cómo lo llama usted…, que se den las circunstancias adecuadas.

Vio cabezas que empezaban a asentir, a modo de confirmación.

—Hay ocasiones —era Knight el que había interrumpido— que una vez que ya has tomado la decisión de ser lo que eres, como que eso se apodera de ti. Y empiezas a buscar. A buscar, y a buscar. No va a ocurrir nada que cambie las cosas, porque ya está todo preparado. Ya estás buscando. Y cuando encuentras lo que buscabas…

—Y-y-o lo od-d-iaba de todas formas —irrumpió Wasserman.

—Yo también —apuntó Weingartcn—. Pero eso no significaba nada.

—Exacto. —Era otra vez Pope—. No significaba nada…

Y luego Parker:

—Porque una vez que empiezas, ya no paras, tío.

Y después Meriwether:

—Da casi igual que odies lo que haces, o que te odies a ti mismo, o que odies a la persona a la que se lo vas a hacer.

Martin Jeffers absorbía todo lo que decían los miembros del grupo.

—Pero la primera vez… —comenzó a decir, pero lo interrumpió Pope.

—¡No lo entiende! ¡La primera vez no es más que la primera vez que ocurre físicamente! ¡En tu cabeza, tío, dentro de tu cabeza lo has hecho un centenar de veces! ¡Un millón!

—¿A quién? —inquirió Jeffers.

—¡A todo el mundo!

Jeffers reflexionó profundamente.

Vio que los hombres se inclinaban hacia delante en sus asientos, sentados en el borde, previendo sus preguntas. Estaban alerta, interesados, emocionados, más implicados de lo que los había visto nunca. Percibió el brillo depredador de sus ojos y pensó en todas las personas que habrían visto aquella misma mirada dura antes de ser estranguladas, o asfixiadas y apaleadas y después violadas.

—Pero tuvo que haber algo —preguntó despacio—. Tuvo que haber un momento, una palabra, o tuvo que suceder algo que hizo que os convirtierais en lo que sois… —Los miró fijamente—. Algo que os impulsó. ¿Qué fue?

Silencio de nuevo. Todos estaban estudiando la pregunta.

Wasserman tartajeó:

—Y-yo r-r-recuerdo que mi m-m-adre m-m-e dijo que yo nunca sería el hombre que f-f-ue mi p-p-adre. Es-s-o no se m-m-e olvidó nunca, y c-c-uando lo hice por p-p-primera vez, no p-p-ude p-p-ensar en otra c-c-osa.

Recorrió la sala con la vista y de pronto su farfullo desapareció:

—¡Y ya lo creo que lo fui!

—Bueno, en mi caso no fue nada de eso —dijo Senderling—. Simplemente terminé cansándome de esperar. Quiero decir, había una chica en la oficina, una auténtica calientapollas, ya sabe, y en fin, supongo que todo el mundo se la beneficiaba, así que yo también quise un trozo del pastel.

Bryan lanzó un bufido.

—Querrás decir que no quiso salir contigo.

—No, no, no fue así la cosa.

Los demás empezaron a lanzar silbidos.

Bryan insistió:

—Te dio calabazas, así que tú la esperaste en el garaje del edificio de su apartamento. Tú mismo me lo has contado.

—Era una putona —dijo Senderling—. Se lo merecía.

—¿Sólo porque te dijo que no? —preguntó Jeffers.

—¡Sí!

—Pero ¿por qué decidiste hacerlo esa vez? Ya te habían dicho que no otras mujeres, ¿no es cierto? —preguntó Jeffers.

—Porque… porque… porque… en fin… —Aguardó—. Porque me sentía solo. Mi hermana y el idiota de mi cuñado se habían ido por fin de casa, y me libré de tener que seguir manteniendo a ese pedazo de vago, y también a ella, porque lo único que hacían era pasarse el puto día follando como conejos mientras yo hacía todo el trabajo y llevaba a casa el puto dinero para que por lo menos pudiéramos comer. Así que los puse de patitas en la calle. ¡Y va esa zorra y no quiere salir conmigo! Mira, se lo tuvo bien merecido.

—¿Así que te sentiste libre?

—¡Sí! Exacto. Libre. Libre para hacer lo que me apeteciera, joder.

Jeffers recorrió la sala con la vista una vez más.

—¿Hubo algo que os liberó a vosotros? —Vio varias cabezas que iban asintiendo lentamente—. Habladme de ello.

Vio vacilación.

En eso, Knight dijo:

—Es diferente en cada caso.

Weingarten añadió:

—Puede que sea algo grande, o algo pequeño, pero…

Knight repitió:

—Es diferente en cada caso.

Martin Jeffers hizo una aspiración profunda. «Todo está perdido», pensó. Y seguidamente preguntó:

—Supongamos que hubiera algo más. Más de lo que habéis hecho. Supongamos que hubierais dado un paso más.

Todos parecieron alterarse con aquella sugerencia.

—Sólo hay un paso más —dijo Pope—. Y usted ya sabe cuál es.

—¿Y por qué no lo diste?

—Puede que algunos de nosotros sí lo hayamos dado —dijo Meriwether—. No yo, no estoy admitiendo nada. Pero puede que algunos de nosotros sí lo hayan dado.

—¿Qué os impulsaría a hacerlo? Los pacientes no respondieron. Jeffers aguardó. Él tampoco dijo nada.

—¿Para qué quiere saberlo? —le preguntó Meriwether. Él dudó un momento, intentando escoger las palabras.

—Necesito encontrar a una persona.

—¿Una persona como nosotros? —lo interrogó Bryan.

—Una persona como vosotros.

—¿Peor que nosotros? —Aquél fue Senderling. Jeffers se alzó de hombros—. ¿Una persona a la que conoce bien? —probó Senderling de nuevo.

—Sí, una persona a la que conozco bien.

—Y cree que se ha largado a alguna parte y no sabe adónde, ¿es eso? —preguntó Parker.

—Más o menos.

—¿Es una persona muy cercana? —volvió a preguntar Senderling.

Jeffers lo perforó con la mirada y no respondió.

—¿Y piensa que nosotros podemos ayudarlo? —dijo Weingarten.

—Sí —repuso Jeffers. Weingarten rompió a reír.

—La verdad es que opino que tiene usted razón.

—Esa persona —interrogó Parker— ¿está haciéndolo en este momento?

—Sí.

—¿Y usted necesita obligarla a que deje de hacerlo?

—Sí.

—O si no…

—Exacto —afirmó Jeffers—. Que lo deje, o si no…

—¿Es imp-p-ortante de verdad? —intervino Wasserman.

—Sí.

Miller rompió a reír a carcajadas.

—Que le jodan, doctor. Esto lo cambia todo.

—Sí, así es —admitió Jeffers. Miró fijamente a Miller, el cual dejó de reír al instante.

—Bueno, cuéntenos algo más.

Jeffers pensó unos instantes.

—Creo —dijo despacio— que está visitando los lugares donde se han cometido crímenes.

Miller rió otra vez, pero con menos malicia.

—¿El criminal regresa a la escena del crimen?

—Supongo.

Miller sonrió de oreja a oreja.

—Tal vez sea un cliché, pero no es tan tonto. Los crímenes también se transforman en recuerdos, sabe. Y a todo el mundo le gusta visitar sus recuerdos agradables.

—¿Agradables? —inquirió Jeffers.

Los miembros del grupo rieron y resoplaron.

—¿Es que no ha aprendido nada aquí? —preguntó Miller. La voz del violador llevaba un tinte de sarcasmo. Jeffers ignoró la pregunta, y Miller prosiguió—: ¡Para hombres como nosotros todo es distinto! Nosotros amamos lo que odiamos. Odiamos lo que amamos. El dolor es placer. El amor es dolor. Todo está torcido a un lado y a otro, vuelto del revés. ¿Es que no lo ve? ¡Por Dios!

Y de pronto lo comprendió.

—Sigue.

—Así que —continuó Miller, y los demás se sumaron a él afirmando con la cabeza— busque un recuerdo que esté lleno de todo lo peor. Y ése será el mejor de todos.

Jeffers aspiró profundamente, asustado de los pensamientos que habían empezado a formarse y juntarse en su cabeza, semejantes a nubes de tormenta. Levantó la vista cuando Pope, medio canoso y tatuado, rebosante de rabia y de odio e irrevocable en su antipatía hacia el mundo, exclamó en un tono grave y contundente:

—Busque una muerte o una separación. Son la misma cosa. Eso es lo que lo libera a uno. Muere alguien, y uno se siente libre para ser él mismo. Es simple. Es de lo más simple. Busque una muerte.

La primera imagen que le vino a la cabeza fue la de la oscuridad atrapada en los árboles la noche en que fueron abandonados en New Hampshire, «Yo he ido allí. He regresado a ese recuerdo, y no lo he encontrado a él. Era allí donde se suponía que debía estar, pero no estaba».

Pero de pronto hubo otra imagen que se abrió paso hasta su cerebro.

Otra noche.

Y no era una separación, sino una muerte.

Hundió la cabeza entre las manos e hizo caso omiso del silencio que fue rodeándolo poco a poco.

«Ya lo sé».

«Ya sé adónde se dirige mi hermano». Jeffers levantó la vista hacia el techo, y la pintura blanca del mismo pareció girar a su alrededor, mareante, sólo por un instante.

«¿Cómo has podido no darte cuenta?, se increpó a sí mismo. Está muy claro. Es evidente. ¿Cómo has podido estar tan ciego?». Rabia, tristeza, esperanza y desesperación; todas aquellas emociones lo recorrieron de arriba abajo. Supo que tenía que ir allí, supo que tenía que marcharse inmediatamente. De pronto el tiempo comenzó a pesarle como una losa y se sintió atrapado en su tenaza. Expulsó el aire lentamente, para rehacerse. Miró a los miembros del grupo, que lo contemplaban con expresión viva, expectante.

—Gracias —dijo. Y se puso de pie—. No va a haber más sesiones. Durante unos días. En los tablones de anuncios encontraréis la fecha de reinicio. Gracias otra vez.

Vio elevarse una gran oleada de desilusión entre los miembros del grupo. Pensó que sentían curiosidad. Que les gustaba el chismorreo y estar al tanto de todo, como a todo el mundo. No quiso pedir disculpas, y en vez de eso ignoró los murmullos y los ruiditos de excitación del grupo y se lanzó de cabeza a la oscura noche de su memoria.

«Ya lo sé. Ya lo sé».

En eso se acordó de la detective, que lo estaba esperando en su despacho.

«Estará vigilando. Estará alerta a cualquier cambio».

Por un instante sintió una terrible tristeza.

Acto seguido dio la espalda a sus pacientes y salió despacio de la sala. Cuando cerraba la puerta oyó voces excitadas hablando todas a la vez. Pero las apartó de su mente y se concentró en la importancia de las próximas horas. Hizo acopio de fuerzas en su interior.

«Ten cuidado. Que no se te note nada. Nada de nada».

Martin Jeffers se alejó rápidamente de la puerta, y las voces se perdieron a lo lejos. Apretó el paso mientras iba atravesando una sala tras otra hasta convertirlo en una marcha rápida y finalmente en un ligero trote que levantó un sonoro eco sobre el suelo de linóleo. No hizo caso de las miradas de sorpresa de los pacientes y el personal cuando empezó a correr en serio, jadeando, ajeno a todo excepto la revelación que vibraba en su cabeza.

—Ya lo sé —repitió una y otra vez—. Ya lo sé.

Aminoró el paso al entrar en el pasillo en que se encontraba su despacho. Aguardó un instante, recobrando el aliento y pensando de nuevo en la detective. Después, un poco más repuesto, recorrió los treinta últimos metros andando despacio y pensando cómo escaparse.

La detective Mercedes Barren estaba de pie, mirando por la ventana, cuando Martin Jeffers entró en el despacho y le preguntó a bocajarro:

—¿Ha ocurrido algo? ¿Alguna novedad?

Ella aguardó unos instantes.

—Eso iba a preguntarle yo a usted.

Jeffers negó con la cabeza, evitando momentáneamente su mirada. Cobró ánimos. «Mírala a los ojos», insistió para sus adentros. Así que levantó la cabeza y tomó asiento detrás de su mesa.

—No —le respondió—. No he sabido nada. Le he dicho a la operadora de la centralita que me llamara al busca si había cualquier llamada, estuviera dentro de una sesión o no. Pero de momento no ha habido nada.

La detective Barren se dejó caer en una silla frente a él.

—¿Y en su casa?

—Dejé conectado el contestador. —Levantó el teléfono y abrió el cajón de la mesa para sacar un pequeño artilugio de color negro—. Tiene uno de esos chismes que reproducen los mensajes —dijo—. Podemos escucharlos.

Marcó el número de su casa y puso el dispositivo electrónico sobre el auricular. Se oyó una serie de chasquidos y pitidos antes de que comenzara a girar la cinta.

Escucharon un mensaje de un fontanero y otro mensaje grabado del rollo publicitario de un candidato local. Después se oyó el siseo de la cinta vacía.

—¿Y aquí?

—Tampoco había nada en el correo de aquí —dijo Jeffers—, pero el de casa no lo reparten hasta aproximadamente las cuatro.

—A la mierda los correos —replicó la detective Barren sin comprender—. Su hermano no va a enviarle ninguna postal.

—Pues ya lo ha hecho en otras ocasiones.

—Y para cuando la recibamos nosotros, estaremos sólo cuatro o cinco días por detrás de él.

—Pero puede que nos indicara en qué dirección estaba viajando.

La detective Barren reconoció que aquello era verdad. Aun así, su frustración pudo más.

—A la mierda el correo —dijo otra vez, y lanzó un suspiro—. ¿Qué me dice de sus recuerdos? Eso me inspira más confianza.

—Yo creía que iba a estar en New Hampshire —repuso Martin Jeffers—. Estaba seguro de que estaría allí. Me pareció el sitio más lógico por el que empezar.

—Pues piense otra vez.

Martin Jeffers echó la cabeza hacia atrás.

—¿No está usted agotada como yo? —dijo—. Dios, es que no hemos parado. Cuesta trabajo pensar. ¿No quiere tomarse un respiro?

—Ya descansaré cuando haya terminado esto.

Martin Jeffers asintió. Sabía que la detective no iba a detenerse hasta que se detuviera su hermano…, y entonces hizo una pausa. No quiso llenar el resto con una palabra, aunque se dio cuenta de lo que estaba diciendo ella.

—Tiene razón —dijo—. Continuaremos adelante.

Vio que ella se relajaba, aunque sólo fuera ligeramente.

Al cabo de unos instantes dijo la detective:

—En el fondo no es una propuesta tan difícil.

—¿El qué?

—La idea de que en un momento dado uno deba saber dónde se encuentra su hermano. O su hermana, ya puestos.

A Martin Jeffers aquella idea le resultó provocadora. Pero dio una respuesta.

—Quizá de niños. Cuando nos hicimos mayores, yo lo supe siempre. Incluso mientras estudiaba, en todo momento podía decir dónde se encontraba mi hermano. Pero cuando nos convertimos en personas adultas, en fin, los adultos hacen las cosas cada uno a su manera. Nos convertimos más en nosotros mismos y menos en el hermano de otro.

La detective Barren negó con la cabeza, irritada.

—No me dé lecciones. Eso no es verdad. Precisamente su profesión dice que la persona adulta se limita a enmascarar todos los deseos de la infancia con la edad, la responsabilidad, la moralidad y la ética. ¡Así que haga un esfuerzo y piense! ¡Piense como pensaba antiguamente, no como piensa ahora!

Lo miró con una expresión que contenía agotamiento y tensión a partes iguales.

Martin Jeffers se dio cuenta de que la detective estaba completamente en lo cierto.

De modo que se levantó de la silla y dio la vuelta a la mesa, nervioso.

—Lo intento, lo intento. Tengo un montón de posibilidades en la cabeza. Pero entre hermanos que se crían juntos existe un sinfín de momentos compartidos. Miles. ¿Cuál será el que lo impulsa en este momento?

—Usted lo sabe —replicó ella—. Sólo que lo tiene bloqueado.

Jeffers sonrió.

—Habla igual que yo.

La detective Mercedes Barren se llevó las manos a la cara e intentó masajearla para eliminar la fatiga. Sonrió débilmente.

—Tiene razón —dijo—. Perdone. A veces me paso un poco.

Aquella confesión la sorprendió a ella misma.

—Pero usted también tiene razón —continuó Jeffers—. Es probable que lo tenga bloqueado.

Esbozó otra leve sonrisa que se sumó a la de ella.

Martin Jeffers miró largamente a la detective. Se le encogió el estómago al pensar hasta dónde debía de llegar su desesperación. Por un instante pensó que ambos debían darse un abrazo y llorar juntos, el uno sobre el hombro del otro, llorar por los vivos, llorar por los muertos, llorar por todos los recuerdos juntos. Sintió deseos de tocarla, triste y enfadado al mismo tiempo por la razón que los había reunido en aquel pequeño despacho, en el mundo siempre cambiante que había creado y definido su hermano. Notó que su mano iniciaba un movimiento para tocar el brazo de ella, pero enseguida ordenó a los músculos que se detuvieran, y ocultó la mano en el bolsillo de su bata blanca de laboratorio. En vez de hacerlo, habló:

—Detective, ¿qué va a hacer usted cuando termine todo esto? —Alzó una mano para obligarla a esperar antes de responder—. Con independencia del resultado.

Ella rió, pero sin humor.

—En realidad no lo he pensado —dijo, negando con la cabeza—. Supongo que volveré al trabajo, como antes. Me gustaba lo que hacía. Me gustaba la gente con la que trabajaba. No tengo motivos para cambiar. —No le cabía duda de que aquello era mentira. Estaba segura de que ya nada iba a volver a ser igual. Miró al médico—. ¿Y usted, doctor?

Él asintió.

—Lo mismo.

«Juntos mentimos muy bien», pensó ella con ironía.

—La mayoría de las vidas no ofrecen tantas opciones —dijo—, ¿verdad?

—Cierto —repuso él tristemente—, no las ofrecen.

Pero ambos estaban perplejos por el hecho de que ambos conocían a una persona cuya vida parecía llena de opciones.

La detective Mercedes Barren miró fijamente a Martin Jeffers y por un instante intentó imaginarse a sí misma en el lugar de él. Luego, cuando ya inundaban su corazón los primeros sentimientos de empatía, se endureció.

«¡Concéntrate! ¡Recuerda!».

Advirtió las arrugas que mostraba el médico en los ojos, el tono pálido de su piel, y pensó que sin duda era presa del arrepentimiento. Lo que me ha sucedido a mí ha sucedido. Lo que me queda a mí es la justicia, que no es un sentimiento sino una necesidad. Pero él aún está sufriendo su pena.

La detective Barren sintió deseos de decir algo, pero no se le ocurrió nada que fuera siquiera remotamente apropiado.

Martin Jeffers era consciente del silencio que flotaba entre ellos y de la súbita disminución del grado de tensión. Reconoció aquel momento por lo que era, sabedor de que su duración sería breve. Se recostó en su silla y se estiró. Pero aunque por fuera parecía relajado, por dentro se sentía rígido.

¡Lanza la trampa, ya!

—Mire —dijo lentamente—. Usted tiene toda la razón. Tenemos que continuar con esto hasta que yo consiga dilucidar adonde ha ido mi hermano. Es posible que corra peligro la vida de alguien, no lo sabemos. Pero seguiremos, ¿le parece?

La detective Barren afirmó con la cabeza.

—Es lo que creo.

—Lo que opino es lo siguiente —dijo Jeffers, lanzando una mirada al reloj de la pared—: Ya está avanzada la tarde. La dejaré en su hotel para que me espere una hora más o menos. Deme tiempo para tomar una ducha y recargar las pilas. Luego reúnase conmigo en mi casa. Podemos tomar algo, y yo sacaré todas las fotos antiguas y cartas que tenga, e intentaremos asociar una respuesta a todo esto. Podemos fijar una especie de cronología. Tendrá que escuchar la historia de mi vida, pero es posible que si empiezo a hablar de ello en voz alta salga algo de verdad. Y de todas formas, si suena el teléfono los dos estaremos para cogerlo. Es mucho más probable que mi hermano me llame a casa que al trabajo.

La detective Barren reflexionó sobre el plan. La idea de bañarse en agua caliente le resultó seductora. Por un momento oyó una vocecilla que le pidió prudencia, y se obligó a fijar los ojos en Martin Jeffers. Se dio cuenta de que se revolvía ligeramente en su asiento. Buscó indicios de ansiedad, de nerviosismo, de cualquier cosa que no fuera el desánimo y el cansancio que ella misma sentía constantemente. Pero no vio nada. «Ya ha contado con un montón de oportunidades para echar a correr, pensó. Pero no va a hacerlo; hasta que tenga noticias de su hermano, no».

—Empezaremos con la cabeza más despejada —dijo el médico débilmente—. A ver qué surge.

—De acuerdo —contestó ella—. Iré a su casa a, digamos, las seis y media.

—A las seis está bien —repuso Jeffers—. Y trabajaremos sin parar hasta que tengamos al menos una idea de adonde debemos ir. Y entonces iremos. El hospital puede prescindir de mí durante un tiempo.

—Bien —dijo la detective Barren. Experimentó una sensación de aflojamiento en el cuerpo ante la idea de que iban a actuar en vez de esperar. Sintió que la inundaba una oleada de sangre caliente al pensar en Douglas Jeffers, al sentir de nuevo que estaba embarcándose en la tarea de perseguirlo. Aquello la reconfortó, y no le permitió captar el detalle de que el hermano del asesino de pronto había desviado el rostro para evitar su mirada.

Martin Jeffers detuvo el coche junto al bordillo del hotel de Trenton en que se alojaba la detective Barren. Quitó la marcha y se volvió hacia ella.

—Oiga, ¿qué tipo de sándwiches le gustan? Tengo pensado parar en el «deli» que hay camino de mi casa a comprar algo para más tarde.

Ella abrió la portezuela del coche y puso un pie en la acera.

—Me vale cualquier cosa —respondió—. Rosbif, jamón y queso, atún. —Sonrió—. Sándwiches de protestantes. Nada de carne de vaca en conserva, nada de mostaza, y sí mucha mayonesa.

Martin Jeffers rió.

—Y un poco de ensalada, si tienen alguna.

—No hay problema.

Consultó el reloj.

—Venga a casa a las seis —dijo—. Vamos a ponernos a trabajar.

Ella asintió.

—No se preocupe. Hasta luego.

—Muy bien —contestó él.

La contempló mientras cruzaba con paso decidido la entrada del hotel y desaparecía en el interior del vestíbulo. Se dijo que la trivialidad de su plan había sido el elemento más fuerte del mismo. La detective Barren estaba tan centrada en su presa y en el mal que ésta representaba, que descuidaba la posibilidad, más banal, de que Martin Jeffers pudiera abandonarla. Si se mezcla la obsesión con el agotamiento, todo está listo para que suceda cualquier cosa inesperada. Por un instante se arrepintió de su traición. «Va a matarme», pensó. Luego se dio cuenta de que aquella extravagancia probablemente no fuera imposible.

Razonó consigo mismo; quiso ser realista.

Sacó el coche a la calle.

«No te pares. No vayas a casa. Pasa sin cambiarte de ropa, sin el cepillo de dientes, sin nada. Vete sin más. Vete ya mismo».

Exhaló el aire con tuerza y reflexionó en su destino. «Si me doy prisa —pensó—, puede que llegue a coger el último transbordador». Su cerebro empezó a imaginarse a la detective en el momento de comprender que él había desaparecido. Aquí de lo que se trata es de salvar vidas, decidió; la de mi hermano, la de la detective, la mía.

«Con todo —se dijo—, va a enfadarse lo bastante como para pegarme un tiro cuando vuelva a verme».

No se le ocurrió que tal vez su hermano sintiera lo mismo.

Martin Jeffers se quitó preocupaciones de la cabeza y se concentró en conducir, luchando contra el tráfico de aquellas horas de la tarde.

La detective Mercedes Barren salió desnuda de la ducha y se secó sin prisas. Después de frotarse todo el cuerpo hasta enrojecerse la piel, se envolvió en la blanca toalla de baño y se dejó caer sobre la cama, refrescada en parte por el agua pero también por disponer de un momento de soledad. Estiró el cuerpo sintiendo cómo se tensaban los músculos y luego se relajó lentamente. Permaneció tumbada y se pasó las manos por el cuerpo. Se sentía dolorida, como si hubiera sufrido un accidente o hubiera tenido una pelea y sus heridas fueran internas, escondidas bajo la superficie de la piel. Cerró los ojos y notó cómo la atraía el sueño. Luchó contra él abriendo primero un ojo, después el otro, parpadeando para no hacer caso de las exigencias de su cuerpo. Discutió consigo misma, hizo frente a todas las corrientes de su organismo que exigían descanso, primero engatusando, después negociando, y por fin prometiendo a nervios, músculos y cerebro que sí, que descansaría pronto, y con creces.

Pero todavía no.

Hizo acopio de fuerzas de su interior y se incorporó en la cama. Gritó órdenes al estilo prusiano a los brazos y a las manos, igual que un sargento en un ejercicio en el cuartel: «Coge la ropa. Póntela. Camina».

Aún batallando con las rebeldes exigencias de su cuerpo, se vistió con unos vaqueros y una camisa. Se esmeró en arreglarse el pelo y maquillarse un poco. Tenía la necesidad de parecer menos desaliñada, a causa de los acontecimientos, de lo que se sentía en realidad. Se negó a permitir que la venciera la frustración. Momentos después se miró en el espejo. «Bueno —insistió—, si no más fresca, por lo menos sí pareces más dispuesta».

Echó un vistazo al reloj de alarma digital que descansaba sobre la mesilla de noche. «Voy a llegar un poco temprano —pensó—. Así podremos empezar antes».

Condujo despacio a través de las sombras cada vez más alargadas y dejó atrás la pequeña ciudad para meterse en el tráfico del extrarradio y dirigirse al apartamento que el médico poseía en Pennington. Le vino a la cabeza la opinión que tenía John Barren sobre el estado de Nueva Jersey. Siempre le había gustado mucho, recordó la detective Barren, porque no existía ningún otro lugar que concentrara tan variadas formas de vida: la abyecta miseria de Newark, la increíble riqueza de Princeton, el vibrante Asbury Park, las tierras de cultivo de Flemington. Era un estado capaz de una belleza extraordinaria en unas regiones y de una fealdad excepcional en otras. Fue mirando a un lado y a otro, fijándose en la avenida bordeada de árboles que atravesaba verdes colinas. Ésa era la parte bonita, concluyó la detective.

Salió de la avenida principal y se introdujo de lleno en Pennington. Vio las escenas típicas de una tarde en las ciudades dormitorio: padres que llegan a casa vestidos de traje, niños jugando en las aceras o en los jardines, madres preparando la cena. De algún modo todo aquello le chirrió un poco; parecía demasiado normal, demasiado ideal. Descubrió a un par de chicas adolescentes riendo en una esquina de la calle, con las cabezas juntas en la típica actitud de complicidad. ¡Pero no estaban a salvo!… La idea la aterrorizó. Se le encogió el corazón y sintió que le faltaba el aliento. Experimentó la imperiosa necesidad de parar y gritarle a todo el mundo: «Sois felices, ¡pero no sabéis nada! ¡No lo entendéis! ¡Ninguna de vosotras está a salvo!».

Soltó el aire despacio y giró para tomar la calle de Martin Jeffers. Hizo un alto en mitad de la calzada, apenas mirando a su alrededor. No tenía ganas de ver más retratos de despreocupada felicidad. No quería más estampas de Norman Rockwell. Volvamos a Salvador Dalí.

Se bajó del coche y paró en seco.

De repente se le puso la carne de gallina.

«Aquí pasa algo —pensó—. Hay algo que no concuerda».

De pronto la cabeza le dio vueltas.

«¡Está aquí!».

Miró frenéticamente a un lado y a otro, pero no vio nada que no estuviera donde debía estar. Se informó a sí misma de que estaba mostrándose excepcionalmente paranoica, pero aun así escrutó las ventanas de las casas de la calle intentando detectar un par de ojos clavados en ella.

No vio ninguno.

Moviéndose muy despacio, se pasó el bolso al costado derecho. Procurando ser lo más discreta posible, bajó la mano por detrás de la solapa de cuero marrón. La nueve milímetros ocupaba casi todo el espacio del bolso. Asió la culata.

Experimentó un instante de pánico. «¿Tiene una bala en la recámara?». No se acordaba. Quitó el seguro y se dijo a sí misma que debía suponer que no había ninguna bala en la recámara. «Primero amartilla la pistola. Estás actuando como una neurótica, porque no pasa nada, pero de todas formas introduce un cartucho». Sin soltar la pistola, deslizó la mano izquierda al interior del bolso, echó hacia atrás el mecanismo y lo dejó cargado, listo para disparar. Notó que el corto vello de los brazos se le ponía de punta y se imaginó a sí misma como si fuera un perro, olfateando olores desconocidos, con el pelaje del lomo erizado, sin entender de verdad cuál era el peligro pero aceptando las exigencias de un instinto desarrollado a lo largo de muchos siglos.

Miró hacia el apartamento de Martin Jeffers y sintió la boca seca.

«¿Dónde está su coche?». Su cerebro gritaba alarmado.

Dio un paso a un costado, después otro, para asomarse al pequeño camino de entrada de la casa. No había ningún coche. Salió de nuevo a la calle para mirar mejor arriba y abajo.

No había coche.

Se dijo a sí misma que a lo mejor el médico había ido al «deli»; que seguramente eso era.

Pero todos los nervios de su cuerpo le decían que aquel pensamiento tranquilizador era falso. Se cercioró de poder sacar la pistola del bolso sin trabas cuando así se lo exigiera la situación.

Fue hasta la puerta principal y entró.

Lo que vio hizo que el alma se le cayera a los pies.

El correo de Martin Jeffers yacía sin recoger en el suelo, delante del apartamento.

—No. ¡No!

Fue hasta la puerta y sacó la pistola. Con la mano que le quedaba libre golpeó el marco de madera.

No hubo respuesta.

Aguardó un momento y luego volvió a golpear.

Nada.

No hizo ningún esfuerzo por ocultar el arma cuando salió al exterior y dio la vuelta al edificio. Miró por las ventanas y se detuvo delante de la que había abierto ella misma para colarse en el apartamento, hacía ya tanto tiempo.

No captó movimiento alguno. El interior permanecía oscuro.

Regresó a la puerta principal y golpeó otra vez.

Y una vez más le respondió el silencio.

Dio un paso atrás y se quedó mirando la puerta cerrada. Le pareció extrañamente simbólico.

«Me han dejado cerrada aquí fuera. Debería haberlo imaginado, y lo imaginé, sólo que me negué a aceptarlo, me negué a creer que fuera a dejarme aquí fuera. Ellos son hermanos».

Y entonces se derrumbó y se sentó en los escalones que llevaban a los pisos superiores del edificio.

—Se ha ido —se dijo a sí misma en tono inexpresivo—. Lo sabe y se ha ido.

Sintió una momentánea oleada de rabia que se evaporó tan rápido como había llegado. Permaneció sentada, sin sentir nada y sintiendo sobre ella una enorme y absorbente nube gris de derrota que hizo llover desesperación sobre su corazón.

Un camión enorme había quedado atravesado en la carretera 95, no lejos de Mystic, Connecticut, lo cual causó un atasco en el tráfico que abarcaba como diez kilómetros. Martin Jeffers se removió impaciente en su asiento, con el rostro bañado por las luces estroboscópicas azules y amarillas de una ambulancia y de los vehículos de la policía estatal. Cada pocos segundos se iluminaban los pilotos traseros del coche que tenía delante y se veía obligado a pisar el freno. Odió aquel atasco; se entrometía en la frenética presión de los recuerdos que acudían a él desde los recesos de su imaginación. Intentó pensar en los buenos momentos que habían compartido, instantes en el tiempo que crean la relación entre hermanos: una noche de acampada, la construcción de una casita en un árbol, una titubeante y embarazosa conversación sobre chicas que se transformó en una charla sobre la masturbación. Aquello lo hizo sonreír. Doug jamás reconocía nada, pero siempre tenía a mano los consejos de una persona que practicaba con frecuencia, con independencia del tema. Le vino a la memoria una ocasión, cuando él tenía seis o siete años, en que fue agredido por otros niños del barrio armados hasta los dientes con bolas de nieve. Fue incapaz de devolver con la misma intensidad los misiles y las burlas de los otros. Aquél fue un reto inocuo, provocado no por la competitividad o la animosidad, sino por los quince centímetros de nieve recién caída y por el hecho de que aquel día se hubieran suspendido las clases. Doug escuchó el relato que hizo él de la emboscada y el ataque y acto seguido se puso una bufanda, un chaquetón de invierno y unos chanclos de goma y salió por la puerta trasera de la casa. Su hermano se apresuró a seguirlo, ambos dieron la vuelta a la manzana y finalmente llegaron al lugar en cuestión desde atrás, recorriendo los cincuenta últimos metros arrastrándose por el suelo, por detrás de un seto cargado de nieve. Su ataque fue semejante al de un grupo de comandos y obtuvo un maravilloso éxito. Hubo dos lanzamientos que se estrellaron en las caras de un par de los agresores antes de que éstos tuvieran idea de dónde provenían las granadas.

Martin Jeffers pensó bruscamente que ya en aquel entonces su hermano Doug sabía cómo acechar a su presa.

Miró adelante y vio una hilera de bengalas anaranjadas que ardían en la carretera. Había un policía estatal armado con una linterna amarilla que hacía avanzar a los coches con grandes gestos. Aun así, la gente frenaba para contemplar el accidente.

«Siempre nos fascina el desastre».

«Retorcemos el cuello con tal de ver la pesadilla. Frenamos para investigar las desgracias».

De repente deseó estar él por encima de la curiosidad, pero comprendió que no lo estaba, fa también frenó al pasar, y acertó a captar un breve vislumbre de una figura cubierta por una manta, tendida en el asfalto, en la inmovilidad de la muerte.

En la Antigüedad, se acordó, el viajero que descubría un augurio tan inoportuno le daba la espalda, agradecido de que los cielos le hubieran enviado una señal que presagiara la tragedia que lo aguardaba.

«Pero yo soy moderno, yo no soy supersticioso».

Siguió conduciendo. Consultó su reloj de pulsera y comprendió que iba a perder el último transbordador de Woods Hole.

—Maldición, voy a tener que coger el primero de por la mañana.

Esperaba que la empresa transbordadora todavía tuviera en funcionamiento el barco de las seis. Se acordó de que había un buen motel cerca, desde el que se podía ir andando al embarcadero. Por un momento acarició la idea de llamar a la detective cuando se hubiera registrado en el mismo; no para comunicarle dónde estaba, sino para pedirle disculpas e intentar explicarle que estaba haciendo lo que tenía que hacer, lo que le dictaban los vínculos familiares. Quería que ella lo perdonase. Quería que ella se perdonase a sí misma. «Se reprochará a sí misma haberme dejado solo, aunque sólo haya sido durante unos minutos. Debería comprender que ha habido muchas ocasiones en las que yo podría haberla abandonado». Sabía que aquélla era justo la racionalización que la pondría furiosa. «Bueno, te equivocaste con lo de New Hampshire. Puede que también te equivoques ahora con Finger Point. El cerebro engaña al corazón».

—Puede que no esté ahí —expresó Martin Jeffers en voz alta—. Puede que esto no sirva más que para ponerme yo solo en ridículo llamando a la puerta de una familia que está de vacaciones y que se imaginará que estoy loco, y nada más.

Salió de su mente la detective Barren y fue sustituida por su hermano. Experimentó un gran vuelco en su interior. Se vio atrapado en un fuerte conflicto de sentimientos. Dos partes iguales, una que exigía que se enfrentase a su hermano, y otra que abrigaba la esperanza de que no tuviera que hacerlo.

La noche había ido asentándose, y se sintió más solo de lo que se había sentido nunca desde aquella noche en New Hampshire, ya más de tres décadas atrás.

La detective Mercedes Barren permaneció inmóvil en los escalones de la entrada del apartamento de Martin Jeffers, dejando que la envolviera poco a poco la oscuridad.

Estaba llena de recuerdos propios; de su marido, de su sobrina. Vio mentalmente un retrato de Susan, pero no de la Susan que había sido estrangulada, agredida sexualmente y arrojada debajo de unos helechos del parque, sino la Susan que venía a cenar, a poner la música a todo volumen y a bailar a su casa, inundada de ruido, a duras penas capaz de contener toda la vitalidad de la joven. Luego aquella imagen se disipó y la detective Barren la recordó de niña, toda vestida de rosa y con lazos, corriendo a su encuentro, haciéndola sentirse, aunque sólo fuera por un instante, completamente llena, completamente amada. Pensó en John Barren, volviéndose hacia ella en mitad de la noche con exigencias amorosas, y en la cálida y familiar sensación de recibirlo en su cuerpo. «Si lo hubiera sabido —pensó—; si alguien me hubiera dicho "procura que cada momento sea especial, porque te queda poco tiempo"».

Luego se vio a sí misma de pequeña, aferrada de la mano de su padre.

Volvió la vista hacia la puerta oscura del apartamento de Martin Jeffers. «Bueno, utiliza la lógica de tu padre. Es lo único que te ha dejado en herencia. Ya te ha ayudado en otras ocasiones. ¿Qué haría él?».

«Examina los hechos. Investiga cada elemento».

—Muy bien —se dijo con sensatez—. Procedamos con simplicidad.

Jeffers le había dicho que se encontrarían allí.

Una mentira.

Había sido una mentira fantástica. Simple, amable, sobre todo el detalle de los sándwiches. Se había servido de la familiaridad de los últimos días.

Pero ¿cuándo había empezado a mentir?

Repasó el último encuentro entre ambos, en el despacho de él. Jeffers no señaló que hubiera cambiado nada, pero era evidente que sí había cambiado algo. No había recibido llamadas telefónicas, no había correo, Estaba claro que no había regresado a su apartamento y sin embargo decidió marcharse. Dicha decisión tuvo que tomarla antes del encuentro en el despacho. La detective repasó la situación una vez más. No, pensó rápidamente, no había ningún indicio de Douglas Jeffers.

Así que tuvo que haber sido algo que el médico había recordado de golpe.

Se recostó en la oscuridad y reflexionó profundamente.

Jeffers hizo las visitas de pacientes individuales y después acudió a la sesión con aquel horrendo grupo de degenerados. Luego regresó al despacho y empezó a mentir, y después desapareció. La detective Barren se incorporó y por fin se puso de pie. Se puso a pasear por la entrada, en honda concentración. Su agotamiento desapareció barrido por la furia de su cerebro, que trabajaba a toda velocidad. Sintió una embestida de adrenalina que la recorrió de arriba abajo.

«De vuelta al caso. Estás otra vez de vuelta en el caso. Actúa como una detective. Claro que ahora tienes dos presas en vez de una».

—Muy bien —dijo en voz alta—. Empecemos por el hospital. Empecemos por los pacientes que visitó. Hay que pedirle la lista a la secretaria. Si ella no quiere dármela, se la robaré.

Aquellas últimas palabras levantaron eco en el pequeño recinto.

Respiró hondo. De nuevo vio a su sobrina, a su marido, a su padre. Sonrió y apartó aquellas imágenes de su cabeza. «Al trabajo», se dijo. Y reemplazó aquellas visiones con retratos de Martin y Douglas Jeffers.

«Voy por vosotros. Os estoy siguiendo los pasos».

La débil luz del amanecer iluminaba la proa del transbordador, y Martin Jeffers sintió cómo lo envolvía el frío de la madrugada. Se subió un poco más el cuello de la bata de laboratorio y dejó que lo azotara la brisa. Veía ante sí varias millas de un liso océano verde grisáceo que resplandecía bajo las primeras luces. Se volvió de espaldas al viento y contempló la isla que se erguía a lo lejos. Distinguió la costa bordeada de bonitas viviendas de verano y también, un poco más allá, el blanco resplandor de Vineyard Haven, donde se detendría el transbordador. El sol incidía sobre una hilera de media docena de depósitos de combustible que había junto al embarcadero. En el puerto, decenas de veleros cabeceaban en sus amarres. Pensó en el leve ruido de chapoteo que hacían las olas pequeñas contra el casco de un velero.

El transbordador avanzaba con rapidez por el mar. Cuando comenzó a aproximarse a la rampa, hizo sonar una sola vez la estridente bocina de aire. Martin Jeffers vio que algunos pasajeros daban un respingo, sobresaltados por el ruido.

El transbordador se detuvo con un leve topetazo y sus enormes motores de gasóleo terminaron de acercar la proa al embarcadero. Se produjo una pausa momentánea mientras se abatían las pasarelas y empezaba a bajar la gente. Martin Jeffers se abrió paso por entre aquella muchedumbre de madrugadores. Los coches que aguardaban para subir al transbordador ya estaban alineados a lo largo de la calle. Aquello le recordó a Jeffers lo cerca que estaban de que finalizara el verano, ya que el barco en el que había venido él se encontraba casi vacío. De regreso al continente iría lleno.

Miró brevemente a su alrededor al descender del transbordador y echó a andar por la zona de carga, más allá de la taquilla. «Todo está igual —pensó—, pero al mismo tiempo distinto. Hay más edificios, tiendas y un aparcamiento nuevos. Sin embargo todo sigue estando igual».

«Creía que no iba a volver aquí nunca más».

Empezó a contar los años, pero se detuvo. Sabía que la casa seguiría estando donde siempre, junto a la charca, en línea perpendicular respecto del mar. Sus ojos escrutaron las gentes y los vehículos. «Seguirá estando aislada y salvaje, se dijo. Habrá permanecido tal cual». No basaba aquella conclusión en ningún dato, sino más bien en una abrumadora sensación de familiaridad.

Era el lugar mejor y peor.

Se acordó de lo que habían dicho los «niños perdidos». Había venido al lugar donde ellos le dijeron que buscara.

Que buscara una muerte.

«En fin —se dijo—, aquí estoy».

«Éste es el lugar para los dos».

Cruzó la calle para dirigirse a la oficina de alquiler de automóviles, y barrió de su mente todo lo que no fuera el insistente miedo de que tal vez hubiera acertado.

El empleado estaba tomándose un donut con un café.

—¿En qué puedo servirle?

—Soy Martin Jeffers. Anoche hice una reserva, cuando estaba el otro empleado.

—Sí, esta mañana he visto la nota. Ha venido en el primer transbordador, ¿verdad? Y quería un coche para un par de días, ¿correcto? ¿Unas pequeñas vacaciones?

—Trabajo, más bien. Puede que dure poco, o puede que se alargue.

—Lo único es que tiene que devolver el coche en viernes. Este fin de semana es el Día del Trabajo, ya sabe. Está todo reservado, en todas partes.

—No hay problema —repuso Jeffers.

—¿Tiene una dirección en la isla para ponerla en el impreso?

El médico pensó unos instantes.

—Sí. Chilmark, al lado de Quansoo. Lo siento, pero no hay teléfono.

—Pero tendrá una playa fantástica, supongo.

—Exacto.

—La verdad —dijo el empleado mientras rellenaba el impreso— es que yo no suelo ir mucho por ahí. No se me da muy bien nadar, y con esas olas y la resaca y todo eso me da un miedo de muerte. Pero a los surfistas les encanta. No será usted surfista…

—No.

—Bien. Esos chavales alquilan coches y se meten en la playa con ellos, se quedan atascados y rompen las transmisiones.

Cogió un manojo de llaves que colgaba de la pared que tenía detrás.

—¿Necesita un mapa? —preguntó.

—No, a no ser que hayan cambiado mucho las cosas en un par de años.

—Las cosas siempre cambian. Así es la vida. Pero las carreteras no, si se refiere a eso. —El empleado le acercó el impreso a Martin Jeffers para que lo firmase—. Ya está todo. Es el Chevy blanco que está aparcado en la puerta. Devuélvalo con el depósito lleno, ¿de acuerdo? Antes del viernes.

—Hasta entonces.

Martin Jeffers arrancó el coche y avanzó con dificultad por entre el tráfico de la mañana, cada vez más intenso. Cayó en la cuenta de que no tenía ningún plan, aparte de trabar conversación con la gente que hubiera allí. «¿Qué vas a decir? —se preguntó a sí mismo—. ¿Qué vas a decirles? "Perdone, señor o señora, pero ¿no habrá visto por casualidad a un hombre que guarde un parecido familiar conmigo goteando sangre por el barrio?" ¿Qué otra cosa puedes decir, sino la verdad?».

Comprendió que era imposible. Aquella verdad en concreto se alejaba demasiado de la realidad para poder absorberla a las ocho de la mañana de un día de verano, cuando uno está desayunando placenteramente antes de bajar a la playa.

Así que pensó que era mejor que les dijera que su hermano se había perdido y que él estaba intentando encontrarlo. «Di que se ha fugado, que anda deambulando perdido en sus recuerdos, desconectado de la realidad, igual que la tía Sadie loca que todo el mundo tiene, que un día se fue de casa y tomó un tren a San Luis. Di que es un ser inofensivo. Di que estás preocupado. Di cualquier cosa». Toda invención que se le ocurrió se le antojó igual de descabellada.

«Diles simplemente que estás buscando a tu hermano y que tiempo atrás los dos vivisteis en esa casa y has pensado que a lo mejor ha venido a hacerle una visita». «Diles lo que desean oír». «Pero eso va a resultar imposible». En cambio se dio cuenta de que aquella sensación de embarazo era, con mucho, lo menos terrible que podía llegar a suceder.

Condujo surcando las primeras horas de la mañana, atravesando a toda velocidad las sombras que los verdes árboles proyectaban con tanta naturalidad sobre el pavimento. Conducía de forma automática, permitiendo que sus recuerdos se hicieran cargo de llevar el coche. Las distancias parecían extrañamente distintas, primero más largas, luego más cortas. Vio las casas que recordaba, y también otras nuevas que no recordaba. Lo complació, cosa extraña, ver que la tienda de comestibles del pueblo de West Tisbury no había cambiado. Pasó por delante, en dirección al desvío.

Siguió sin descanso la trayectoria marcada por su pasado. «El hospital está por ahí —pensó—. Pero no teníamos por qué darnos prisa, porque no había esperanza».

Vio a su derecha la gran entrada al camino de arena y redujo la velocidad. Le sorprendió haberlo encontrado, y le sorprendió igualmente que aún conservaba el mismo aspecto. Dudó sólo un momento antes de empezar a avanzar por él. La desigual superficie sin asfaltar hacía dar nimbos al coche, y oyó ruiditos que indicaban que la pintura de los costados estaba arañándose debido a las zarzas que se inclinaban sobre el camino. Recordó el motivo por el que aquella senda no había sido asfaltada: la gente que vivía al final de la misma quería desalentar a los posibles turistas. Chocó contra algo y oyó el violento roce de los bajos del coche contra las piedras y la arena. Siempre les había salido bien.

Llevaba recorridos varios kilómetros cuando llegó a los árboles pintados con las flechas de colores. No se molestó en mirarlas; ya sabía qué dirección tomar, incluso después de tantos años. Sintió que se le aceleraba el pulso al meterse entre el ramaje de los árboles.

«Jamás imaginé que iba a regresar aquí», pensó.

Emergió del bosque y vio por primera vez la charca, a un lado del camino. Allá a lo lejos distinguió a duras penas el brillo del sol en la superficie del mar. Destacaban media docena de velas triangulares de pequeños bajeles que ya cruzaban la charca en dirección a la playa. Sus ojos se fijaron en una casa de campo situada al otro lado de la charca, varios centenares de metros tierra adentro. El viejo Johnson. Aquel viejo cabrón. «¿Todavía se dedicará a disparar a los chicos que se meten con el coche en las dunas de arena?». Hizo un alto y bajó la ventanilla. Oyó el rumor del oleaje a lo lejos y se preguntó cómo podía ser que un sonido tan constante y tan violento resultara también tan balsámico.

Entonces volvió la vista al camino y descubrió la casa.

El mejor y el peor de los sitios.

Cerró los ojos e intentó pensar qué iba a decir, y se dio cuenta de que simplemente tenía que confiar en lo que le saliera de forma espontánea. «Lo importante —se dijo—, es parecer abierto, simpático e inofensivo».

«Tú acércate hasta la puerta y a ver qué pasa».

Recorrió los doscientos últimos metros y metió el coche en un pequeño camino de entrada. Se apeó del mismo y contempló el edificio. Advirtió que le habían puesto varias piedras grises de más y que algunas ventanas parecían nuevas. Era una vivienda alargada y de una sola planta, al estilo tradicional de Cape Cod, con una puerta principal que daba al camino y otra trasera orientada hacia la charca y el mar a lo lejos.

Finger Point, pensó. Un brazo de tierra que se introduce en la charca apuntando hacia el océano. No era un método precisamente interesante para poner nombre a una propiedad, pero sí preciso. Contempló cómo se agitaban las hierbas a causa de la brisa en la otra orilla, en la propiedad de Johnson, y recordó cómo corría él de pequeño entre aquellas hierbas que le arañaban la piel, ajeno al dolor, intentando seguir el ritmo de su hermano. Cerró los ojos y notó el sol en la cabeza y en los hombros. Por un momento se sintió como un completo idiota, y al momento siguiente experimentó un agudo terror. Le entraron ganas de volver al coche y marcharse de allí.

«Doug no está aquí. Está en otra parte, perdido por el país, haciendo cosas atroces. Se ha ido para siempre. Da media vuelta y vete, y no vuelvas a pensar en él».

Pero sabía que aquello era imposible, de modo que abrió los ojos.

«Has llegado hasta aquí sin mirar atrás. Bien podrías ponerte totalmente en ridículo».

Fue hasta la puerta principal y llamó haciendo un ruido manifiesto.

«Lo siento —se dijo—. Espero no sacar a nadie de la cama». Oyó unas pisadas en el interior de la casa, y entonces se abrió la puerta.

Se trataba de una mujer joven y guapa, de veintipocos años, calculó Jeffers, con una melena rubia que se veía contrarrestada por su atuendo, negro y mecánico.

—Disculpe —empezó Martin Jeffers. Le pareció que la joven iba vestida de modo insólito para una mañana de verano, pero no tuvo tiempo de evaluar aquella idea—. Ya sé que es muy temprano, y lamento muchísimo molestarla, pero…

De pronto se interrumpió.

La joven lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, como si su presencia le hubiera causado una fuerte impresión. Vio que sus ojos absorbían los detalles de sus rasgos faciales.

—Disculpe… —empezó de nuevo.

—Pero ¿por qué? —dijo a su espalda una voz terrible, burlona, pero totalmente familiar.

Los componentes del grupo de los «niños perdidos» fueron desfilando lentamente al interior de la sala bañada por el sol y ocupando sus asientos habituales. Hacían aquello por costumbre y por cumplir las normas de la programación del hospital, las cuales dictaban que a aquella hora del día debían estar en esa sala, recibiendo la consabida terapia. Se recomendaba no desviarse de la norma cotidiana. Así que acudían, sabiendo que la norma cotidiana ya se había roto. Pero todos ellos estaban lo bastante versados en burocracia para entender que, aunque no fuera a haber sesión, sin duda las normas exigían que todos acudieran a la sala hasta que se les ordenara explícitamente lo contrario. Sabían que Martin Jeffers no iba a asistir, porque él mismo lo había dicho. Sabían que la siguiente sesión iba a consistir en permanecer sentados mientras algún otro médico, llamado a causa de la precipitada marcha del suyo, vendría a ocupar su lugar. Y también sabían que al médico nuevo no iban a decirle nada de nada.

Aguardaron fumando, conversando en voz queda unos con otros, con ociosa curiosidad respecto a lo que iba a pasar.

Todos a una se quedaron estupefactos cuando entró por la puerta la detective Barren.

En el silencio que acompañó a su entrada, la detective Barren recorrió la sala con una mirada pétrea. «Éstos son mis enemigos naturales», pensó. Notó que se le ponía la piel de gallina.

En la sala no se oyó el menor ruido.

Esperó unos instantes y después dio unos pasos para situarse enfrente del grupo. Sintió todas las miradas sobre sí. No sabían quién era, por supuesto, pero ella supo que suscitó un odio instantáneo, profundo.

El mismo que sintió ella.

Giró y se encaró con el grupo.

Poco a poco, exagerando los movimientos, introdujo una mano en el bolso y sacó su placa dorada. La sostuvo en alto para que todos pudieran verla con claridad. La chapa reflejó la luz del sol y relumbró en su mano.

—Me llamo Mercedes Barren —dijo en tono firme—. Soy detective, del departamento de policía de la ciudad de Miami. —Hizo una pausa—. Si yo hubiera llevado los casos de ustedes, ahora estarían todos entre rejas. —Esto último lo dijo como un hecho indiscutible. En la sala reinó el silencio. Le cupieron pocas dudas de que aquellos individuos habían asimilado cuidadosamente lo que acababa de decir. Ahora vamos a sorprenderlos con un giro inesperado—: El médico que suele ocuparse de este grupo es el doctor Martin Jeffers. Pero ayer por la tarde abandonó súbitamente el hospital, poco después de la sesión con ustedes… —Hizo otra pausa—. ¿Dónde está?

La sala explotó en una cacofonía de voces; los miembros del grupo juntaban las cabezas y hablaban todos a la vez.

La detective Barren alzó una mano, y los doce pares de ojos se posaron de nuevo en ella.

Alguien murmuró:

—Que la follen.

La detective hizo caso omiso.

—¿Adonde ha ido?

Se produjo otro revuelo de conversaciones que rápidamente fue acallándose y dando paso a un silencio beligerante. Por fin uno de los presentes, un individuo fornido, picado de viruela y con una mueca burlona en la cara, dijo:

—Jódase, señora.

—¿Cómo se llama usted?

—Miller.

—Miller, cuando se le acaben estas pequeñas vacaciones, se enfrenta a una temporadita en prisión, ¿verdad? ¿Qué le parecería ir a pasarla a una cárcel de máxima seguridad?

—Puedo hacerlo —replicó Miller.

—Eso espero.

Una vez más el silencio volvió a apoderarse de la estancia, hasta que un hombre pequeñajo y redondeado llamó la atención de la detective Barren agitando la mano. Ella lo instó con una inclinación de cabeza, y él dijo en un tono sarcástico y afeminado:

—¿Por qué, detective, debemos molestarnos en ayudarla?

—¿Cómo se llama usted?

—Soy Steele —repuso él—, pero mis amigos me llaman Petey.

—Si tuvieras alguno —dijo otra voz. La detective no pudo distinguir quién había sido, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Se elevó un murmullo de risas.

—Muy bien, Steele, voy a decirle por qué deben ayudarme. Porque todos ustedes son delincuentes. ¿Y quién cono cree que ayuda a la policía? Así es como funcionan las cosas, ¿sabe? Los malvados saben donde están los otros malvados.

—¿Está diciendo que el doctor Jeffers es uno de los malvados? —El que hablaba era Bryan.

—No, no estoy diciendo eso. Pero ha ido a buscar a un tipo malo de verdad.

—¿A quién? —Esta vez fueron Senderling y Knight al mismo tiempo.

Ella titubeó. Bueno, ¿y por qué no?

—Si me ayudan, se lo diré. Pero antes quiero que acepten.

Recorrió la sala con la mirada. Vio que todos juntaban las cabezas unos con otros.

—De acuerdo —dijeron Knight y Senderling juntos—. La ayudaremos. —Rieron ligeramente—. No tenemos nada que perder.

—Excepto quizá la c-c-onfianza del doctor Jeffers —tartamudeó Wasserman.

Aquello logró que todos hicieran una pausa.

—¿Y qué ganamos nosotros? —preguntó Miller.

—Nada tangible. Sabrán un poco más. La información siempre vale mucho.

Miller lanzó un bufido.

—Es usted como todos los polis, aunque no esté equipada como es debido. Quiere obtener algo a cambio de nada.

La detective Barren no respondió.

—Mire —dijo Parker—, si la ayudamos un poco, ¿nos promete que al doctor Jeffers no le va a pasar nada? Quiero decir legalmente, no sólo en el aspecto físico.

—El doctor Jeffers no es el objeto de mi investigación —repuso la detective Barren—. Pero él conoce a la persona que sí lo es. Y lo que quiero es evitar que se meta en más problemas. ¿Le basta con eso?

—No me fío de los polis —dijo Miller.

—Bueno, ¿y corre peligro el doctor Jeffers? —inquirió Bryan.

Pude que sí. Puede que no. La detective Barren no lo sabía. De modo que mintió.

—Sí. Sin duda alguna. Pero él no lo sabe.

Aquello provocó nuevos murmullos entre los presentes.

—Voy a decirle una cosa —propuso Knight—. Usted nos dice en qué consiste el trato, quién es ese colega peligroso, y nosotros decidimos si la podemos ayudar o no.

La detective Barren se encogió de hombros. Sabía que si quería extraer alguna información al grupo tenía que mantener viva la conversación. Si se ponía a la defensiva, ellos harían lo mismo.

Respiró hondo y contestó:

—Es su hermano.

Se produjo un instante de silencio, y a continuación Steele empezó a lanzar silbidos y batir palmas. Saltó de su asiento y se puso a bailotear.

—Lo sabía, lo sabía. ¡A pagar! ¡A pagar! Tú, Bryan, dos paquetes de tabaco. Tú, Miller, tres paquetes. Todos los imbéciles que habéis apostado contra mí… ¡Os dije que era un familiar! ¡Tenía que serlo! ¡Hala, a pagar todos!

La detective Barren vio que los miembros del grupo gruñían entre sí.

—Y bien —exigió—, ¿adónde se ha ido?

—N-n-no lo dijo —respondió Wasserman.

—No fue nada concreto —intervino Weingarten—. Lo único que dijo fue que ese tipo, sin mencionar el nombre, era peor que nosotros. Dijo que estaba visitando recuerdos. No creo que nosotros le dijéramos gran cosa que pudiera ayudarlo.

—Sí, excepto que de repente va y se las pira. —El que habló fue Parker.

—En cualquier caso lo tenía todo muy revuelto —refunfuñó Miller—. No estaba seguro de cuál era el recuerdo que andaba buscando. Tuvimos que aclarárselo nosotros. Le dijimos que buscase el recuerdo peor, porque ése sería el mejor para un tipo como nosotros.

—¿Qué le dijeron exactamente? —La detective Barren se inclinó hacia delante.

—Mierda, vete tú a saber. Dijimos muchas cosas.

—Sí, pero entre ellas hubo una que le hizo acordarse de algo.

Todos los presentes volvieron a hablar unos con otros.

—Dijimos muchas cosas —insistió Miller.

—¡Venga, maldita sea! ¿Qué dijeron?

—Quería saber qué ocurrió para que nosotros nos sintiéramos libres, ya sabe, libres para hacer lo que se nos antojara.

—¿Qué?

—Nos preguntó qué fue lo que nos hizo empezar. Ya sabe, el chispazo que nos hizo arrancar.

La detective Barren respiró hondo. Aquello le resultó perfectamente lógico. Él había exigido la llave. Y ellos se la habían entregado.

—¿Y qué dijeron? ¿Qué fue, exactamente?

Los presentes la miraron irritados. Ella percibió la intensidad del odio que sentían hacia ella, no meramente como policía, sino también como mujer. Les sostuvo la mirada con toda la intensidad que pudo encontrar en su interior.

El silencio reinante era como el aceite, se extendía por todas partes.

Sintió deseos de chillar.

«Díganmelo —gritó mentalmente—. ¡Díganmelo!».

—Yo lo sé —dijo una voz grave desde el fondo de la sala. Era Pope.

La detective Barren se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos. «He aquí, pensó para sus adentros, un hombre verdaderamente terrorífico».

De pronto tuvo una visión horrible de aquel individuo haciendo presa en ella y desgarrándole la ropa. Le gustaría saber cuántas mujeres habían tenido aquella pesadilla en la realidad.

—Yo sé lo que dije. Y eso le recordó algo.

—¿Qué?

Pope calló unos momentos. Después se alzó de hombros.

—Espero que muera todo el mundo —dijo en voz baja. Miró a la detective Barren—. Dije: busque una muerte o una separación. Esto siempre empieza con lo uno o con lo otro. En ocasiones son una misma cosa.

La detective se reclinó en su silla. «Una separación —pensó—. Nosotros hemos ido allí, a New Hampshire».

—¿Eso fue todo? —preguntó. Ocultó la sensación de derrota en el tono de voz.

—Eso fue todo. Después se levantó y se largó.

—Pe… pe… perdone, de… de… detective…

Ella miró fijamente al tartamudo. Se preguntó cuántas muertes habría esparcidas por aquella sala. Cuántas vidas destrozadas. Sintió un escalofrío interior.

«Una muerte pensó; una vida destrozada».

Esa idea que tomando forma poco a poco, como un ciclón a lo lejos, pero aumentando de potencia y de peso a cada segundo que pasaba. Notó que se sonrojaba, como si la temperatura de la sala se hubiera incrementado de repente, y le vinieron a la cabeza dos frases que había pronunciado Martin Jeffers de paso unos días antes: «Ese cabrón ni siquiera nos dio su apellido… y murió, en un accidente».

Apoyó la mano en la frente como si quisiera comprobar si tenía fiebre. Observó los ojos brillantes de los hombres que la rodeaban. Entonces se puso en pie, sin darse cuenta de que estaba repitiendo lo mismo que había hecho Martin Jeffers.

—Gracias —les dijo—. Me han sido de gran ayuda.

«Ya lo sé. Ya lo sé».

Quizá, quizá, quizá. Al menos es un sitio por el que empezar.

Visualizó el ajado periódico que guardaba Martin Jeffers en aquella caja bajo la cama.

«¡Ve! —gritó una voz dentro de ella—. ¡Ve! ¡Te dirá adonde se ha ido!». Sólo gastó un momento en reprenderse a sí misma por no haber caído en algo que era obvio la primera vez que allanó el apartamento de Martin Jeffers.

«En esta ocasión —se dijo—, ya sabes lo que estás buscando».

Dio media vuelta y dejó al grupo murmurando a su espalda.

Salió del hospital con tanta prisa, que los tacones de sus zapatos sonaron igual que una ametralladora a ritmo staccato.