17

Doug Jeffers había anudado las cuerdas demasiado fuerte, y las hebras de nylon le cortaban las muñecas provocándole un intenso dolor. Anne Hampton había dejado de luchar contra él, pues se había dado cuenta de que cuando tiraba o se retorcía la cuerda se resistía y le abría las carnes. Intentó no hacer caso de la tensión que sentía en los brazos y conciliar el sueño, pero cuando cerraba los ojos no veía otra cosa que la rojez del sufrimiento, que resultaba imposible de eludir. Así que, pese a haber rebasado ya un límite indefinido de agotamiento físico y mental, permaneció totalmente despierta. La mordaza que tenía en la boca también le estaba causando problemas. Sólo podía respirar por la nariz, la cual él había hecho sangrar, y a cada inspiración el aire tenía que atravesar mucosa y coágulos de sangre con inmensa dificultad. Cuando él le puso la mordaza, le echó la cabeza hacia atrás violentamente y le apretó el nudo del pañuelo en la nuca sin prestar atención a lo que hacía. A continuación le puso encima de la boca una tira de cinta adhesiva gris. Dicha cinta olía a pegamento, y temió que pudiera asfixiarse, porque aquello podía matarla; si vomitaba ahora, debido al miedo y a la confusión, podía ahogarse. Se sorprendió a sí misma por el hecho de darse cuenta de aquel peligro, y a pesar de la nube que le provocaban las ataduras se sintió perpleja al descubrir lo mucho que había viajado, lo mucho que parecía saber a aquellas alturas. Aquel pensamiento se transformó en un miedo; experimentó una singular vulnerabilidad, al haber sobrevivido hasta aquel momento. Cerró los ojos ante la idea de que ahora él se disponía a matarla.

Anne Hampton no sabía por qué aquella noche Douglas Jeffers la había golpeado y maniatado, pero no la sorprendía.

Supuso que tenía algo que ver con el asesinato fallido de las dos chicas, ocurrido aquel mismo día. Pero Jeffers no había actuado como tenía por costumbre; había vuelto a desahogar su rabia sin más.

En cierto modo, ella ya se había imaginado lo que se le venía encima.

Jeffers se había marchado a toda prisa del circuito de carreras con un estado de ánimo taciturno, sin pronunciar palabra, sumido en un silencio que la asustó más que los discursos que solía soltar. La oscuridad se abatió sobre ellos, y aun así él no se detuvo hasta más allá de Nueva York, a medianoche, cerca de Bridgeport, Connecticut. Encontró alojamiento en uno de los espurios lugares de costumbre, se registró atendido por un empleado soñoliento y sin afeitar con el que apenas cruzó una palabra, y pagó la habitación, como siempre, en efectivo. Casi nada más cerrar la puerta de la habitación se abalanzó sobre ella, la abofeteó con las palmas abiertas y la arrojó al suelo. Anne Hampton levantó las manos para esquivar los primeros golpes, pero enseguida se resignó y recibió lo que a él se le antojó propinarle. Su pasividad tal vez decepcionó a Jeffers, pero casi tan rápidamente como los puños de él le vino a la cabeza la idea de que si intentaba resistirse era posible que pasara a ocupar ella el sitio de las dos chicas. Ellas habían salido vivas de aquello, y Anne Hampton no quería pagar el pato allí mismo.

Así que se quedó tirada en el suelo sin protegerse apenas y dejó que Jeffers se despachara a gusto.

La paliza fue como un espasmo, breve, aterradora pero con un fin rápido. Después Jeffers la empujó con desdén a un rincón, encajada entre las dos camas gemelas y hundidas de la habitación. No lo vio coger la cuerda; de repente la arrojó al suelo, y ella sintió las ataduras que la sujetaban con fuerza y la constreñían igual que una horrible boa. Aquello fue seguido de la violencia de la mordaza en la boca. Alzó la vista intentando verle los ojos, intentando discernir qué estaba sucediendo, pero no pudo. Jeffers la apartó con un último empujón, irritado, y salió del motel sin otra explicación que una críptica promesa:

—Volveré.

Con mucho, lo que más miedo le daba era la cuerda. Jeffers no la había empleado desde el primer día, y temía que fuera indicación de algún terrible cambio en la relación entre ambos. Una vez más ella era para él una posesión, en oposición, por algún motivo inusual que no alcanzaba a comprender, a compañera o socia. Había perdido identidad, importancia; y sabía que si también perdía relevancia Jeffers la abandonaría. Su cerebro hizo uso de la palabra «abandonar», pero sabía que se trataba de un eufemismo para no decir otra cosa. Se daba cuenta de que su posición era precaria y sumamente peligrosa. No pensaba que fuera a matar a Boswell, pero sí que podía asesinar fácilmente a una muchacha sin nombre y sin rostro, atada y amordazada, que lo molestaba con su presencia y le recordaba un fracaso. Recorrió con la mirada la habitación del motel lo mejor que pudo. Vio una vieja cómoda y un espejo, y dos camas con colchas de pana marrón que se veían baratas y gastadas, y pensó que era el lugar más horrible y miserable para morir.

Recordó a Vicki y Sandi, que se mostraron tan reacias a vestirse. Ella se sintió confusa; Jeffers había salido de entre el follaje sonriendo, bromeando, juguetón, como si no pasara nada malo, sin embargo ella sabía que algo había ocurrido que había desbaratado el plan, lo cual la aterrorizó todavía más. Jeffers hizo unos cuantos comentarios sobre lo guapas que estaban y les prometió que aparecería una estupenda foto suya en la mítica revista.

Recordó haber oído todo aquello como si le llegara de muy lejos. Permaneció rígida de expectación, levantó la vista y vio el arma en sus manos una docena de veces, pero al parpadear se dio cuenta de que no era más que la cámara.

Tras unas cuantas fotos más, Jeffers las instó a todas a regresar por el camino que atravesaba el bosque en dirección al coche. Acto seguido fue hasta el circuito de carreras bromeando todo el tiempo con las dos chicas, que no dejaron de decir entre risitas:

—No puedo creer la suerte que hemos tenido.

Ella también habría reído, si no estuviera tan aterrorizada.

Reflexionó que la ausencia de asesinato resultaba el doble de aterradora que el hecho en sí. No sabía qué era lo que había pasado, qué accidente o qué golpe de suerte había salvado la vida a las dos chicas. Lo único que sabía era que Jeffers volvió a depositarlas junto a las gradas, se despidió de ellas con un gesto de la mano y una carcajada y pisó el acelerador a fondo, de vuelta a la autopista. Aquella risa falsa resultaba de lo más impropio en Douglas Jeffers, salvo que indicara una rabia contenida.

Anne Hampton se relajó contra el dolor que le producían las ligaduras y reflexionó sobre lo sucedido.

Decidió que cuando volviera Jeffers lo obligaría a que la dejara libre. Se concentró en esa idea, diciéndose a sí misma: «no hay nada que importe más. No hay nada que tenga más importancia. Debes obligarlo a que reconozca quién eres. Y no lo reconocerá hasta que te quite las ligaduras». Tragó saliva y sintió que el estómago le daba un vuelco igual que un bote en medio de una tormenta.

Reprimió la náusea que le provocó el miedo.

«Estoy más cerca de la muerte ahora de lo que estuve al principio de todo».

«Oblígalo a que te necesite».

«Oblígalo».

«Oblígalo».

«Fuérzalo».

Aguardó a que regresara repitiendo aquellas palabras para sí una y otra vez, a modo de una nana de pesadilla.

Douglas Jeffers condujo sin rumbo por las calles a oscuras, buscando una salida a su frustración. Por un momento estudió la idea de adentrarse en la ciudad y simplemente asesinar en la calle a alguna persona con mala suerte. Pensó en buscar una prostituta; era el objetivo más fácil, casi acomodaticio en la creación de su propia muerte. También lo tentó la idea de parar en una gasolinera cié veinticuatro horas y volarle la cabeza al empleado; aquél era un gaje del oficio de servir gasolina por la noche a cambio de dinero. Con cierta frecuencia surgía alguien que quería el dinero y que estaba muy dispuesto a matar por conseguirlo. Douglas Jeffers se dijo que todas aquellas posibilidades poseían un encanto común: eran de lo que se alimentaban los registros de incidentes que realizaba la policía todas las noches. No ocuparían más de un par de párrafos en los periódicos del día siguiente. Constituían la norma de la desertización urbana, momentos de escasa importancia, rutina casi. El hecho de que terminara una vida apenas tenía trascendencia, era un añadido de última hora durante la noche que quedaba difuminado con la claridad de la mañana.

Aquéllos eran los tipos de crímenes a cuyo estudio un experto como él no precisaba dedicar más de un par de segundos.

Sacudió la cabeza negativamente. «En otra ocasión —se dijo—, lo habría hecho sin más». Quizás una tienda de bebidas alcohólicas que hubiera permanecido abierta sólo hasta un poco más tarde de los horarios habituales. Se coge un pasamontañas y una pistola grande. Un momento verdaderamente norteamericano.

Soltó el aire en un silbido lento y prolongado.

«Ahora no, cuando estás tan cerca del final».

«No la cagues».

Deseó haber matado al joven guardia forestal, luego deseó haber matado a las dos chicas, pero sobre todo estaba furioso consigo mismo por no haber previsto todos los problemas que podía conllevar aquel crimen. Volvió a repasar mentalmente los detalles, se castigó amargamente a sí mismo. Siempre me he preparado como es debido para cualquier eventualidad, siempre he estudiado con antelación cualquier posible dilema. Debería haber descubierto un escondite mejor. Se reprendió a sí mismo por haber elegido aquel claro del bosque. Joder, me gustaba la luz y el entorno. Pensé como un fotógrafo, no como un asesino. De modo que todo aquel trabajo resultó inútil, ¡maldita sea!

Intentó apaciguar su furia pensando que la llegada del guardia forestal había sido casual, inesperada. Pero ese pensamiento se parecía bastante a una excusa, lo cual no le gustó nada.

Siempre consigo librarme. Siempre lo consigo.

Golpeó el volante con las manos y se removió con violencia en el asiento, manteniendo a duras penas el control del coche, incluso circulando a baja velocidad. Le entraron ganas de gritar, pero no pudo. Luego se acordó de Anne Hampton atada en la habitación del motel. «Que espere —pensó, furioso—. Que se preocupe. Que sufra».

«Que se muera».

Aspiró profundamente y contuvo un momento la respiración.

Lo sorprendió que aquellos pensamientos, tan duros, le causaran incomodidad, aunque leve.

Detuvo el coche en una calle desierta de un barrio industrial. Apoyó la cabeza en el reposacabezas y de pronto se sintió cansado.

«No ha sido culpa de ella. Ha sido culpa tuya. Ella ha hecho lo que le ordenaste».

Cerró los ojos.

«Maldición. El plan era defectuoso».

Lanzó un suspiro. «Bueno, queda demostrado que nadie es perfecto». De pronto toda su ira lo abandonó, y bajó la ventanilla del coche para que saliera el aire viciado y se mezclara con el frescor nocturno.

Entonces lanzó una sonora carcajada. La carcajada se transformó en una risita infantil.

«Nadie es perfecto. Exacto».

«Pero te has librado por los pelos».

Recordó a las dos chicas desnudas, haciendo poses. «No tenías por qué matarlas; lo más probable es que mueran enseguida de aburrimiento, estupidez y rutina, una vida que no promete nada y que da aún menos. Lo que era de verdad para morirse de risa, imaginó en aquel instante, era que acababan de experimentar el momento más singular, excitante y peligroso que iban a vivir en toda su vida, con independencia de los muchos o pocos años que vivieran. En una tarde sublime habían entrado en contacto con un genio y habían logrado salir vivas de la experiencia. Y las muy cerdas no lo sabían».

Rió de nuevo. El agotamiento empezaba a minarlo, y comprendió que era importante dormir un poco. «Bueno —pensó—, todo sigue estando en su sitio. Al día siguiente irían despacio y sin prisas a New Hampshire. Pensó en la posibilidad de llevar a Anne Hampton al monte Monadnock o al lago Winnipesaukee, o a algún otro sitio agradable, antes de prepararse para lo de la tarde. Algo apacible y relajado. Pensó en una ciudad que conocía en Vermont, un poco apartada pero muy bonita, y todavía a un breve trayecto en coche para acudir a la cita de New Hampshire. Luego tendría que ocuparse de unas cuantas cosas antes de dirigirse a Cape Cod».

De pronto el cerebro se le llenó de una música de sintetizador abrumadora, densa, electrónica, y también de una imagen del sonriente actor vestido con traje de paracaidista, casco negro, botas de saltar y una probóscide de pega. Un retazo de la ultraviolencia de antaño, se dijo. Una auténtica película de miedo.

Y luego la libertad.

Pensó de nuevo en Anne Hampton. «Lo más seguro es que Boswell esté muerta de miedo», se dijo. Se encogió de hombros.

Aquello no era terrible; era sensato hacerla sentirse todo el tiempo en la cuerda floja.

Pero aún experimentó una punzada de culpabilidad.

«Tendré que dejarla respirar —pensó—. Sigue siendo necesaria».

Aquel pensamiento le devolvió una sensación de contar con un propósito, y miró en derredor para orientarse, dispuesto a regresar directamente al motel. Empezó a pensar cómo iba a pedirle disculpas. Cuando estaba a punto de meter la marcha y arrancar, descubrió la furgoneta aparcada doscientos metros calle abajo. Al instante supo qué era: un almacén. Fuera de las áreas normales en las que patrullaba la policía. Pasada la medianoche. Una furgoneta. Era una ecuación sencilla, la suma de todos los factores daba como resultado un allanamiento. Se le ocurrió una idea y sonrió.

No, pensó. Pero a continuación dijo:

—¿Por qué no?

Le entraron ganas de echarse a reír, pero se impuso prudencia. «Ten cuidado».

No encendió las luces, y dejó caer el coche lo más silenciosamente que le fue posible en dirección a la furgoneta. Ésta era de color claro y aspecto anodino, y estaba adecuadamente plagada de golpes y arañazos. No vio movimiento alguno en el interior, pero mantuvo la pistola en la mano por si acaso. Cuando estuvo junto a ella, la luz de una farola distante arrojó el resplandor justo para poder leer el número de la matrícula. Se detuvo un momento y se fijó en que la jamba de la puerta del almacén parecía retorcida, aunque le costó trabajo distinguirlo sin apearse del coche. Tuvo la sensatez suficiente para no bajarse. No era que tuviera miedo de los individuos que pudiera haber dentro, pero es que entonces perdería el elemento sorpresa. Pasó junto a la furgoneta y no encendió las luces hasta que llegó a un punto situado a un par de manzanas de allí.

Se detuvo en la primera gasolinera en la que vio una cabina telefónica y marcó el 911.

—Policía de Bridgeport, bomberos —respondió la voz inexpresiva con su estudiada indiferencia a las emergencias.

—Quiero denunciar un allanamiento que está cometiéndose en este momento —dijo Douglas Jeffers.

—¿Está ocurriendo ahora mismo?

—Eso es lo que acabo de decirle —insistió Jeffers con el grado justo de indignación—. En este preciso momento.

Le dio al policía la dirección y una descripción de la furgoneta, junto con el número de la matrícula.

—Gracias. Enseguida vamos. ¿Puede darme su nombre, para el archivo?

—No —replicó Douglas Jeffers—. Ponga que ha sido un ciudadano preocupado.

Y colgó el teléfono. Un ciudadano preocupado. Eso le gustó mucho. Si ellos supieran. Se imaginó un par de ladrones vestidos con ropas oscuras, sorprendidos de repente por las luces de un vehículo de la policía. Se los imaginó maldiciendo su mala suerte, agitando las esposas con gesto de frustración mientras los agentes disfrutaban de aquellos breves momentos de éxito y felicitaciones que acompañan a un buen arresto. Si tuvieran la menor idea de quién era el que les había dado el chivatazo… O los malos o los buenos. Se imaginó la expresión de sus caras.

Y entonces se rió a carcajadas del escándalo que constituía todo aquello.

Anne Hampton oyó la llave en la puerta y se puso en tensión contra las cuerdas. Desde donde se encontraba tumbada no alcanzaba a ver la puerta, pero oyó cómo chirrió al abrirse. Emitió un sonido amortiguado a través de la mordaza cuando la puerta se cerró y las pisadas se acercaron a ella. Levantó la cabeza para poder mirar a los ojos a Douglas Jeffers. Se había concentrado mucho a fin de suprimir el débil pánico cerval que sentía en su interior y reemplazarlo por una mirada tenaz, desafiante, exigente. Ambos se sostuvieron la mirada, y Jeffers pareció sorprenderse.

—Vaya —comentó—, por lo visto Boswell está enfadada.

Se agachó y le arrancó la cinta adhesiva de la boca. El ruido que hizo ésta al despegarse le dio a Anne Hampton la misma sensación que si le estuvieran rajando las mejillas. Permaneció inmóvil mientras él le aflojaba la mordaza.

—¿Mejor? —preguntó Jeffers.

—Mucho. Gracias. —Mantuvo un tono de voz sereno y ligeramente airado. Douglas Jeffers rió.

—Así que Boswell está enfadada.

—No —repuso ella—. Sólo incómoda.

—Eso era de esperar. ¿Tienes alguna herida?

Ella negó con la cabeza.

—Estoy un poco entumecida.

—Bueno, eso podemos arreglarlo.

Douglas Jeffers sacó una navaja. Anne Hampton advirtió que la hoja reflejaba la luz de la lamparilla de noche. Respiró hondo. «Boswell, Boswell —pensó—, te ha llamado Boswell, no tienes nada que temer. Al menos por el momento». Jeffers apoyó la hoja de la navaja contra la mejilla de ella.

—¿Te das cuenta de lo difícil que es distinguir si un cuchillo está caliente o frío? Depende de la clase de miedo que experimente uno. El contacto puede parecer el de un hierro candente o el de un témpano de hielo, igual que la sensación que se tiene en el estómago y alrededor del corazón.

Anne Hampton no se movió. Continuó con la mirada fija frente a sí.

Al cabo de un momento Jeffers apartó la navaja.

Comenzó a cortar la cuerda, y las manos quedaron libres.

—No debería haberte pegado —dijo en tono despreocupado—, no fue culpa tuya. —Ella no contestó—. Digamos que fue un momento de debilidad. Un momento poco común.

La ayudó a incorporarse.

—Gracias.

—Eso es. Se te ve un poco inestable, pero no estás tan mal. Usa el baño para lavarte.

Ella dio unos cuantos pasos inseguros sirviéndose de la pared para conservar el equilibrio. Una vez dentro del baño, vio que la sangre se le había coagulado alrededor de los labios y de la nariz, pero que desaparecía con sólo frotarse con un poco de energía. En aquel momento sintió que regresaba todo su agotamiento, y tuvo que aferrarse a los bordes del lavabo para no desplomarse.

Cuando salió, vio que Douglas Jeffers le había abierto la cama. Dejó caer los vaqueros al suelo y se metió en ella, agradecida. Él desapareció en el cuarto de baño, y se oyó correr el agua del grifo y luego la descarga de la cisterna. A continuación salió y se metió de un salto en la otra cama. Apagó la luz, y Anne Hampton sintió que la oscuridad la inundaba igual que una ola en la playa.

Jeffers guardó silencio durante unos momentos, y después habló:

—Boswell, ¿no has pensado nunca lo frágil que es la vida? —Ella no respondió—. No es sólo el hecho de vivir lo que resulta tan delicado, sino la totalidad de…, no sé, del equilibrio de la vida. Piensa en la madre que vuelve la espalda un instante y en ese momento su hijo cruza la carretera. O en el padre que, por una vez, no se toma la molestia de abrocharse el cinturón de seguridad de camino al trabajo en el coche de la familia. Accidentes. Enfermedades. Mala suerte. La muerte pone fin a la vida de algunas personas, en efecto. Pero, peor todavía, descoloca. Desequilibra el hecho de vivir, lo desbarata. Altera sus centros. Piensa en todas las personas que has conocido y que te han amado. Imagina por un instante lo que significará para ellos tu muerte…

Anne Hampton cerró los ojos, y de pronto todas sus intenciones de ser valiente se desvanecieron y sintió deseos de llorar.

—Todas las personas…

—… O de lo que significaría para ti la muerte de ellos. Un gran vacío. Un pequeño espacio desierto dentro de ti. Hay recuerdos que perduran. Tal vez un álbum de fotos que guardamos en alguna parte. Una lápida. Quizás una visita una vez al año. Todos estamos vinculados de muchas maneras, dependemos unos de otros para conservar nuestro equilibrio psicológico. Padres e hijos. Madres e hijas. Hermanos. Todo está unido por un tenue hilo. Hay demasiadas conexiones. Todo es completa, delicadamente frágil, como la porcelana. —Calló unos instantes y repitió la palabra—. Frágil. Frágil. Frágil. Eso es lo que más odio de todo —dijo. Su voz, teñida de amargura, contenía un levísimo control—. Odio que uno no escoja quién ser. Odio que no tengamos dónde elegir. Lo odio, lo odio, lo odio, lo odio…

Aun a oscuras, Anne Hampton alcanzó a ver que Douglas Jeffers estaba tendido de espaldas, pero que tenía ambos puños cerrados y suspendidos en el aire, frente a sí.

Jeffers dejó escapar el aire con fuerza en mitad de la noche.

—Todo el mundo es una víctima —dijo—. Excepto yo.

A continuación lo oyó girarse hacia un costado y entregarse al sueño.

Al día siguiente viajaron hacia el norte, buscaron en New Haven la carretera 91 y se dirigieron hacia Massachussets pasando de largo Hartford. Anne Hampton se dijo que Jeffers parecía estar actuando nuevamente de forma controlada; consultaba el reloj, calculaba las distancias, se preocupaba del tiempo que tardaba. Aquello la tranquilizó, de modo que se relajó a la espera de que sucediera algo nuevo.

Llegaron al sur de Vermont poco después del mediodía y continuaron hacia el norte a ritmo tranquilo. Anne Hampton se preguntó, casi de forma desganada, si no estarían yendo hacia Canadá. Intentó recordar algún crimen que se hubiera cometido en aquel país, pensando: «¿Qué puede haber allá arriba que quiere enseñarme?». No logró recordar ningún crimen, pero estuvo segura de que allí también se mataba la gente. «Allí hace frío, todo está oscuro y helado, y los largos inviernos deben de provocar que surja un horror u otro».

Pero antes de que le viniera a la cabeza ningún otro pensamiento, Douglas Jeffers dijo:

—Hay por aquí cerca un pueblo que deberías ver…

No continuó describiendo la población de Woodstock, y prefirió conducir varias horas en silencio. «Ya lo verá por sí misma», pensó. Repasó mentalmente los elementos del plan que seguía en pie. Quería buscar en su maletín la carta del banco de New Hampshire, pero sabía que no era necesario. «No te esperan hasta mañana —se dijo—. Será rápido y preciso, tal como debe ser».

Cuando salieron de la autopista para dirigirse al pueblo, dijo:

—¿Te has fijado en que casi todos estos viejos estados de Nueva Inglaterra tienen un Woodstock? Vermont, New Hampshire, Massachussets. Probablemente hasta Rhode Island, si le hace un poco de sitio. Rhode Island. Ellos pronuncian «Rowdilan». O «NeHampsha». Por supuesto, el Woodstock que importa es el del estado de Nueva York, y el festival que tuvo lugar allí. ¿Te acuerdas de él?

—Era muy pequeña —contestó ella—. No me enteré.

—Yo estuve presente ——anunció Jeffers.

—¿De verdad? ¿Fue tan grande como dicen los libros?

Él se echó a reír.

—En realidad no estuve…

Ella puso cara de no entender.

—Existen determinados acontecimientos conocidos que se convierten en recuerdos comunes gracias a la cultura popular. Woodstock fue uno de ellos. En cierta ocasión conocí a un tipo que trabajaba en la prensa escrita, que fue el que creó el mito de Woodstock. Estaba empezando en su carrera, era el corresponsal en el mundo universitario. Era verano, así que le dijeron que acudiera al festival por si ocurría algo fuera de lo corriente. No tenían ni idea de que la masa del público iba a ser, en fin, lo que fue.

»Sea como fuera, se presentó allí el día antes para observar los preparativos del festival, lo cual fue una verdadera suerte, porque a media mañana del día siguiente había ya una fila de coches de veinte o treinta kilómetros de largo. Acudieron riadas de gente. Melenudos. Hippies. Moteros. Universitarios. Es probable que hayas visto la película. Bueno, como ya sabes, se convirtió en una gigantesca mezcla de música y gente y terminó siendo un reportaje que apareció en todas las portadas. Y allí estaba mi colega, sentado detrás del escenario, hablando por teléfono con la sección de noticias locales del News, y un director de periódico le estaba gritando: "¿Cuánta gente hay? ¿Cuántas personas?", y por descontado él no tenía ni zorra idea. Adondequiera que miraba había gente, camionetas y helicópteros pululando por todas partes, conjuntos subiendo el volumen, qué se yo. Y va el director del periódico y le grita: "¡Necesitamos un cálculo oficial de la policía del número de personas que hay!", así que él se acerca a un poli y le pregunta cuáles son sus cálculos respecto del número de personas que puede haber allí, y naturalmente el otro lo mira como si fuera un completo imbécil y le dice que cómo diablos van a saberlo. Entonces vuelve al teléfono, y de pronto el director cae en la cuenta de que está corriendo un peligroso riesgo, porque ha dado con el reportaje más grande con el que se ha encontrado en mucho tiempo y ha cometido la idiotez de enviar a un corresponsal universitario a cubrirlo, y no puede llevar allí a un reportero de verdad porque las carreteras están bloqueadas por los atascos y no quedan helicópteros que alquilar porque los han acaparado todos las malditas cadenas de televisión.

»Y entonces mi colega tiene una inspiración. Decide mentir. Chilla por el teléfono: "La policía calcula que se han acercado hasta este pueblo soñoliento más de medio millón de personas. ¡Woodstock se ha convertido de repente en la tercera ciudad más grande del estado de Nueva York!" Y eso deja encantado al director del periódico. Lo deja encantado. Porque va a ser el titular de primera página al día siguiente. Cuando el News lo sacó en la portada, lo recogió el Times y después la Associated Press, y eso quiere decir el mundo. Y de pronto la mentira de mi colega se transformó en un hecho histórico… —Chasqueó los dedos—. Así, sin más. Y todo el mundo se quedó contento, y todo el mundo supone siempre que ésa es la cantidad de gente que hubo allí. Todo porque mi colega tuvo la buena idea de mentir a una persona que estaba desesperada por oír una mentira.

»Así que también miento yo. Sólo digo que estuve presente. ¿Quién va a comprobarlo?

Douglas Jeffers hizo silencio. Su voz, como tantas otras veces, pareció haber oscilado entre el placer de un colegial que narra una historia y un profundo odio.

Esbozó una amplia sonrisa y luego hizo una mueca.

Anne Hampton vio que había diluido el tono frívolo de su relato con algún pensamiento más serio. Entonces extrajo un cuaderno y escribió unas cuantas anotaciones rápidas acerca de Woodstock, del medio millón de personas y de un tipo de edad similar a la suya que se sacó una cifra cualquiera de la nada.

—Medio millón de…

—Verás, en cierto sentido eso es lo que hacemos en el mundo de la prensa. Creamos una experiencia común. ¿Quién puede decir que no ha estado en Vietnam? Las imágenes nos invaden. ¿Y los disturbios de Watts? O algo más actual: Beirut. El terremoto de México. El secuestro de la TWA. Dieron una rueda de prensa, ver para creer. El colmo del absurdo. Delincuentes en medio de un delito buscando publicidad y recibiéndola. Y nosotros estábamos allí, allí mismo, con ellos. Todo depende, todo depende. —Volvió a callar unos instantes—. El negocio de la prensa es como el viejo dicho de un árbol que cae en medio del bosque. Si no hay nadie alrededor que pueda oírlo caer, ¿ha hecho algún ruido? Si mueren mil indios en la pluviselva, pero nadie informa de ellos, ¿ha sucedido? —Jeffers lanzó una sonora carcajada. Al principio se debió a la rabia, después fue más bien de liberación—. Hay veces que soy tan aburrido, que me sorprende que no me bayas matado.

Y volvió a reír.

Anne Hampton supo que su propia expresión era de estupefacción.

—Oh…

—Alegra esa cara, Boswell, ya casi hemos llegado al final. Era una broma. —Y sonrió—. ¿O no lo era? Pobre Boswell. A veces piensa que mis chistes no tienen gracia en absoluto. Y no puedo reprochárselo. Pero concédeme el capricho de sonreír, ríe un poco, por favor.

Lo último fue una exigencia.

Ella obedeció al instante, pero su risa le resultó enfermiza.

—Ja…, ja, ja…

—No es que hayas hecho un gran esfuerzo, Boswell, pero se agradece de todas formas. Sigue trabajando en ello, Boswell. Trabaja en todas esas pequeñas cosas que hacemos en la vida y que nos recuerdan quiénes somos. Concéntrate, Boswell. Pienso, luego existo. Río, luego existo… Si río, respiro. Si sonrío, siento. Si pienso, existo. —Fijó la vista en la carretera—. Boswell sigue viviendo —dijo. Ella sintió el corazón atenazado por la impotencia—. Pero Douglas Jeffers, también.

Con la vista fija en la autopista, salió por un lateral y tomó una carretera de dos carriles. Sobre ellos iba cayendo la tarde; los exuberantes verdes y marrones de las colinas de Vermont pasaban junto al coche y la creciente oscuridad se veía rota de vez en cuando por algún que otro débil retazo de luz diurna. Pasaron junto a la garganta Quechee, que se encuentra en la carretera que lleva a Woodstock, y Jeffers vio que Anne Hampton torcía la cabeza para ver el tremendo precipicio desde el coche.

Navegó por las calles silenciosas. Anne Hampton vio coquetas casas de tablones de madera blancos que se alzaban detrás de anchos jardines con cenadores cubiertos de hiedra y bordeados de pequeños canteros de flores.

—¿Lo ves? —dijo Jeffers señalando una iglesia blanca que se elevaba en fuerte contraste con el verde oscuro de la noche de Vermont—. ¿Ves lo relajante que es todo? ¿Quién iba a pensar que podría circular semejante horror por las calles tic noche, en un pueblo tan seguro? —Aparcó el coche.

—Bueno, pues hasta al horror le entra hambre. —Miró a Anne Hampton—. Es otra broma. Pero el mejor humor es el que está basado en la realidad.

Ella hizo un esfuerzo por sonreír.

La cogió de la mano y la condujo hasta un restaurante. Era un local con encanto, iluminado con velas, inundado por un resplandor dorado y acogedor. Anne Hampton percibió el aroma que provenía de la cocina, una mezcla de sensaciones que atacó su paladar. Todo aquello le provocó náuseas.

«¿Qué está pasando?».

«¿Qué sucede?».

«¿Qué estamos haciendo aquí?».

«¿Por qué parece todo tan normal cuando en realidad no lo es?».

«¿Qué me está pasando?».

La última pregunta fue como un grito dentro de su cerebro. A duras penas consiguió no derrumbarse.

«Estoy de pie, esperando una mesa en un elegante restaurante de un pueblo muy bonito. Pero todo va hacia atrás, todo está torcido. ¿Qué ocurre?».

Una vez más experimentó una sensación de malestar en el estómago.

—Podría comerme un caballo —comentó Douglas Jeffers.

Comieron en silencio, con eficiencia, sin alegría. Jeffers pidió vino y lo bebió lentamente, mirando a Anne Hampton por encima de la copa. Ella veía la luz reflejada en el cristal.

Después de pagar, Douglas Jeffers tomó a Anne Hampton del brazo y la llevó a dar un paseo nocturno por el área común del pueblo. Notó que la joven temblaba. El calor había huido del día y había sido reemplazado por la promesa del otoño de Vermont.

—Tranquila —le dijo—. Cálmate.

Pero ella no experimentó relajación alguna. Le costaba trabajo mantener el brazo levemente apoyado en el de Jeffers. Le entraron ganas de agarrarlo y chillarle: «¿Qué viene ahora?». Pero no lo hizo.

Jeffers la condujo de vuelta al coche. Momentos después ambos estaban inmersos en la oscuridad de las carreteras secundarias del estado, de camino a la interestatal. Douglas Jeffers conducía despacio, obviamente pensando, con la concentración disminuida por el vino, el estómago lleno y sus planes.

Empezó diciendo:

—Conozco un par de moteles agradables, un poco más adelante…

Su frase quedó hecha pedazos de repente por un claxon y unas luces brillantes que inundaron el coche.

Paró bruscamente en el arcén de gravilla derrapando de manera enfermiza, al tiempo que pasaba junto a ellos otro coche a toda velocidad. Anne Hampton tuvo la impresión de que el otro coche iba a empotrarse contra el de ellos, y lanzó un grito que fue a la vez de miedo y de aviso.

Lanzó una exclamación ahogada y chilló:

—¡Cuidado! ¡Oh, por Dios!

Fue consciente de la terrible proximidad del otro vehículo. En eso, oyó un par de voces gritando en la noche y vio pasar los pilotos traseros de un jeep. Era un modelo modificado, con neumáticos anchos y pintura de un color brillante, barra antivuelco y dos críos colgando de un costado, gesticulando como locos.

Jeffers maldecía de forma incontrolable.

—¡Adolescentes! —exclamó enfadado, en una desatada cacofonía de rabia y alivio—. Debe de faltar una o dos semanas para que empiece el curso, y están desahogándose un poco. Dios, he estado a punto de volcar… —Señaló con un gesto el borde de la carretera—. Conozco esta carretera. ¡Maldita sea! Ese lado desciende bruscamente hacia un terraplén y después un arroyo. Dios, podíamos habernos matado. Malditos cabrones. Han salido a dar una vuelta en un coche robado un lunes por la noche, por Dios. Podrían habernos matado. —Continuó conduciendo a baja velocidad—. ¿Estás bien? —preguntó.

—Oh, sí —contestó Anne Hampton—. Pero me han dado un susto de muerte.

—Ha sido culpa mía —dijo Jeffers en tono de pedir disculpas—. Debería haberlos visto venir detrás de nosotros, a esa velocidad. Lo siento. —Sonrió—. A mí también me han asustado. —Levantó una mano en el aire y la sostuvo horizontal, con la palma vuelta hacia abajo—. Fíjate. Me tiembla un poco. Por los nervios, imagino.

Sonrió otra vez.

—Sí, le tiembla un poco.

—Supongo que esto quiere decir que sea uno quien sea, no deja de afectarlo un accidente de tráfico que no llega a tener lugar por los pelos. Un momento de intenso miedo, y después la vida recupera su ritmo normal. —Al cabo de unos instantes añadió—: No hay nada, nada en el mundo, más odioso que un adolescente con un coche, seguro de sí mismo y con un par de copas encima. Dios, actúan como si fueran los dueños del mundo. Inmortales. Eso sí que me cabrea… Y hace que me sienta viejo.

Luego se echó a reír.

La oscuridad de la carretera se vio interrumpida por la casi deslumbrante presencia de una estación de servicio. Al pasar por delante, tanto Anne Hampton como Douglas Jeffers vieron el jeep aparcado junto a los surtidores.

—Mire —dijo ella, casi sin darse cuenta—, ahí están.

Acertó a ver dos chicos, de espaldas a ellos, de pie ante la máquina de los refrescos. Ambos eran altos y delgados, llevaban gorras de béisbol y caminaban con una actitud natural de indiferencia y rebeldía.

Jeffers pasó por delante de la gasolinera conduciendo muy despacio. Tras recorrer cuatrocientos metros aceleró bruscamente, con lo cual hundió a Anne Hampton contra el asiento. Ella levantó una mano para sujetarse.

—Tengo una idea —dijo—. La clásica fantasía de carretera. —De pronto su tono de voz llevaba un tinte de emoción—. Más adelante hay un sitio muy interesante —explicó—. La carretera se bifurca, y un ramal baja por un pequeño barranco y el otro lleva a la interestatal.

En cuestión de segundos llegaron a la bifurcación. Jeffers tomó el ramal que ascendía y cien metros más adelante aminoró. Encontró un camino lateral oscuro y estacionó allí el coche.

—¿Paramos?

—Sí —dijo Jeffers—, vamos a ver si tenemos la suerte de nuestra parte. Tú no te muevas.

Una vez más habló en tono autoritario. Anne Hampton no movió ni un pelo.

Douglas Jeffers corrió al maletero del coche y lo abrió de par en par. Introdujo una mano y la cerró en torno al pulido acero del rifle semiautomático Ruger. Luego Hurgó entre las demás armas hasta que encontró el cartucho de nueve casquillos largos. Lo introdujo en el rifle sintiendo la satisfacción que le produjo el chasquido que indicaba que había quedado encajado en su sitio.

Dejó el rifle dentro del maletero abierto, y rebuscó unos instantes hasta que dio con un estuche de cuero alargado y cilíndrico. Lo cogió, dio media vuelta y echó a andar a buen paso por la carretera. Mientras corría, agudizó la vista procurando captar sombras destacadas en el negro de la noche. Escrutó la zona en busca de algún signo de vida. Escudriñó la oscuridad intentando distinguir el barrido de los faros de un coche a lo lejos. También aguzó el oído, intentando percibir algún sonido que indicase la presencia de otra persona o de un vehículo que viniera en dirección a él.

Todo estaba en silencio salvo el leve murmullo del viento en un bosquecillo de pinos cercano. Volvió la vista hacia lo lejos, hacia el barranco, e intentó captar el susurro del agua que discurría por el arroyo. De pronto recordó un adagio de su infancia: Si quieres poder ver de noche, come muchas zanahorias. «Yo comía montones de zanahorias. Todo el tiempo. Y veo muy bien de noche. Pero veo todavía mucho mejor cuando empleo un visor nocturno». Abrió el estuche de cuero y se llevó el cilindro al ojo. El paisaje adquirió un tono verde sucio, y lo pasó de un lado a otro para darse la satisfacción de comprobar que sus sentidos no lo habían engañado. Estaba solo. Se le ocurrió que a los ojos de cualquier persona que lo viera daría la impresión de ser un marinero viejo y abandonado que buscara tierra desesperadamente.

Escrutó la carretera, a lo lejos.

—Ajá —exclamó en voz alta—, tenemos compañía. —Vio el jeep modificado, que se movía de manera errática a través de la noche—. Bien, bien, nunca se acaban las sorpresas.

El panorama permaneció desierto, a excepción de él mismo y del vehículo que se aproximaba. Imaginó a los dos adolescentes en el jeep, riendo, con las cabezas inclinadas hacia atrás por la fuerza del viento que barría los costados y la capota convertible. El estéreo estaría funcionando a todo volumen y su atención sería reducida, por culpa de un par de cervezas.

Se dio la vuelta y corrió de vuelta a su propio coche. Vio la cara de Anne Hampton en la ventanilla, mirándolo. Notó que ella se encogía en el asiento, abrumada por el ímpetu de la acción. Jeffers se movió deprisa pero estudiadamente, agarró el rifle y lo sopesó en las manos. «No hay nada tan reconfortante como el peso de un rifle», reconoció. Volvió a la carrera, cruzando el negro intenso de la noche, a su puesto de antes y se apostó ligeramente inclinado hacia delante pero bien apoyado, igual que un soldado veterano que pretende evadir el fuego de armas más pequeñas.

Miró en derredor una vez más para cerciorarse de que estaba solo. Pensó en Anne Hampton, que lo esperaba en el interior del coche, y al momento la apartó de su mente. Alzó el rifle a la altura de la mejilla y situó la mira entre los dos faros del jeep, cuya trayectoria siguió con todo cuidado.

«Coged el ramal que baja», ordenó en silencio.

Así lo hicieron.

Quedó impresionado por la conexión casi eléctrica que los unía a él, con un dedo en el gatillo, y al objetivo que tenía en la mira. Apoyó el rifle contra la mejilla y acarició el gatillo con el dedo.

—Buenas noches, chicos —dijo.

Disparó siete tiros. Los estallidos le sonaron extrañamente celestiales, como si el rifle estuviera suspendido en el oscuro cielo, apuntando hacia abajo siguiendo un minúsculo eje que partiera de una estrella.

Al bajar el arma vio que el jeep comenzaba a hacer virajes en un intento de adherirse al asfalto. En cambio no oyó nada, salvo el eco de los disparos. Fue un sonido similar a la música que percibe uno en la cabeza procedente de una canción que recuerda con frecuencia. De pronto le vino a la memoria una ocasión en Nicaragua… ¿o fue en Vietnam?, en la que giró la cabeza al oír el potente estampido de una granada propulsada por un cohete al estrellarse contra un jeep. Hubo una explosión, y él se apresuró a levantar su cámara pulsando al mismo tiempo el disparador, intentando captar aquella gran bola de fuego y cuerpos destrozados saltando por los aires. Recordó lo poco que oyó en aquella ocasión. No hubo chillidos, ni explosiones, ni gritos de socorro; tan sólo los sonidos hermanos del obturador y el motor de la cámara. Empezó a levantar el rifle, luego se dio cuenta de que no era una cámara, y lo dejó descansar.

El jeep volcó sobre su costado. Sabía que estaría produciendo un fuerte chirrido de metal retorcido y neumáticos que protestaban. Vio cómo rebotaba hacia el borde del barranco, igual que un dinosaurio agonizante que buscase el refugio de aquellas oscuras aguas. Pensó en el milisegundo de tiempo que transcurre después de tocar la primera ficha de dominó y hasta que ésta cae y toca la siguiente.

Entonces el jeep dio una vuelta de campana y desapareció en la negrura.

Ya no pudo imaginarse a los adolescentes que iban dentro.

Desvió la vista, seguro de que el jeep se había estrellado contra el fondo del barranco. Experimentó una satisfacción completa. No se volvió al oír la onda expansiva de la explosión. Vio el rostro de Anne Hampton dentro del coche, horrorizada y con el resplandor de las llamas en los ojos. Caminó en dirección al coche con la firme disciplina de Lot.

Jeffers dejó el rifle en el maletero y lo cerró de un golpe.

Acto seguido se colocó detrás del volante y, sin prisas, metió la marcha y aceleró suavemente. Pocos momentos después doblaban la primera curva de la carretera, y más adelante la segunda.

Anne Hampton giró en su asiento y sintió un escalofrío.

—Ya te lo he dicho —comentó Douglas Jeffers—, la suprema fantasía de carretera.

Ella lanzó una última mirada fugaz hacia atrás y le pareció ver todavía el resplandor del accidente. Se volvió de nuevo y vio las indicaciones de la interestatal.

«Deprisa. Vámonos rápido de aquí. Por favor».

Jeffers tomó el carril de acceso y aceleró por la autopista.

—Somos —dijo— una nación de asesinos y francotiradores. John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald. Charles Whitman y la Torre de Texas. Contamos con una larga y variada tradición de experiencia en emboscadas.

—Ellos no tenían un…

—La verdad es que no. Eso es lo importante en un asesinato. Una emboscada en X, una emboscada en L. Pillados por sorpresa. Despeñados. Sin tener un sitio al que ir, al que recurrir, en el que esconderse. En eso precisamente consiste todo el ejercicio.

Anne Hampton no respondió. «Ningún sitio», pensó. Observó las cuñas de luz que arrancaban los faros del coche a la oscuridad. «Noventa y cinco kilómetros por hora. Un kilómetro y medio por minuto. Cada segundo nos aleja un poco más».

—¿Adónde vamos? —inquirió.

Ya conocía la respuesta: directo hacia el final.

—Al Estado de Granito[4] —contestó Jeffers—. Por suerte, nuestra pequeña aventura ha tenido lugar en Vermont. Y para cuando averigüen qué es lo que ha pasado, que no lo averiguarán, por cierto, nosotros ya seremos historia. Menuda foto. ¡Maldición! ¿Y sabes qué pensarán los polis? Nada. Encontrarán unas cuantas latas de cerveza dentro del jeep, y nada más. Lo considerarán un accidente, hasta que alguien recapacite un poco. Ojos que no ven, corazón que no siente. Además, ¿quién va a sospechar de un par de guapos turistas? —Se puso a canturrear—: «Habremos desaparecido, desaparecido…».

—¿Por qué Vermont? —preguntó Anne Hampton en tono inseguro—. ¿No puede matar a alguien en New Hampshire?

—Bueno —contestó Jeffers—, hace unos siglos el diablo lo pasó un poco mal en Marshfield. Y desde entonces limita su actuación a los estados vecinos. Mediante acuerdo, naturalmente. Así que yo hago lo mismo. —Sonrió—. Pero eso no significa que no podamos hacer una pequeña visita.

Y siguió conduciendo.

Esa mañana el sol calentaba bastante, y Anne Hampton se protegió los ojos con la mano. Por un instante aquello le recordó Florida, y se puso a buscar una palmera que se agitara en la suave brisa. Contempló la calle principal de Jaffrey, New Hampshire, y se preguntó si no lo habría soñado todo. Intentó recuperar datos concretos de su memoria; estaba el miedo que sintió cuando los chicos estuvieron a punto de sacarlos de la carretera; estaba la oscuridad de la curva; Jeffers internándose con el rifle en la densidad de la noche; el ruido de los disparos seguido del nauseabundo rugido del jeep al explotar. Examinó cada faceta de esa colección de sensaciones tal como estudiaría un joyero una piedra preciosa. Seguro, pensó, que había algún defecto que le demostraría que nada de eso no había sucedido, algo que demostraría que todo había sido un sueño, algo fingido, un trozo de cristal que reflejaba la luz.

Sacudió la cabeza negativamente y se obligó a imponer orden en sus recuerdos.

Por supuesto que no había sido un sueño. Recordó la noche que había pasado, dando vueltas entre las sábanas empapadas de sudor. Los sueños son mucho peores. Se volvió y miró por el ventanal de la tienda de delicatessen. Vio a Jeffers en la caja, pagando el café y los donuts. Observó cómo se guardaba el cambio en el bolsillo y salía tranquilamente del establecimiento. Como siempre, sintió asombro; Jeffers iba silbando, libre del estorbo que suponía algo tan trivial como el miedo o el sentimiento de culpa.

—Te he comprado uno con mermelada —dijo cuando entró en el coche—. Y también café y zumo.

—Gracias.

Jeffers señaló la ciudad con un gesto.

—Es bonita, ¿a que sí? Está llena de antigüedades y de tiendas de oportunidades. La revista Yankee siempre publica fotos de Jaffrey. Mujeres blancas y felices delante de mesas repletas de tartas recién hechas. Percal. Ésta es la ciudad del percal. Percal, y en invierno lana. No es un sitio en el que la gente se fije en una pareja de turistas que conducen un coche con matrícula de otro estado. —Bajó la ventanilla—. Hoy va a hacer mucho calor. Aquí, a finales de verano el tiempo es totalmente imprevisible. De un día para otro puede llegar un poquito de aire canadiense y hacer que nieve. Y por el contrario, cuando las corrientes que atraviesan el país traen un poco de humedad del sur al norte, la temperatura se dispara. —Se sacó las gafas de sol del bolsillo y las limpió con el faldón de la camisa. Anne Hampton notó que penetraba calor en el coche y la atravesaba a ella, una sensación casi sensual. Bebió despacio el café mientras Jeffers abría un periódico. Rápidamente recorrió las páginas con mirada atenta.

»No, no, no, mira, te lo dije, ¡ajá! Aquí hay una cosa. —Hizo una pausa mientras leía. Después dijo en voz alta—: Dos muertos en un accidente ocurrido en Vermont. Dos adolescentes de la localidad de Lebanon fallecieron el lunes por la noche cuando su vehículo con tracción a las cuatro ruedas falló al tomar una curva en una carretera secundaria a seis kilómetros de Woodstock, Vermont. La policía sospecha que los dos jóvenes, Daniel Wilson, de diecisiete años, y Randy Mitchell, de dieciocho, habían estado bebiendo antes de estrellarse en la confluencia de la estatal ochenta y dos y el Camino del Barranco… —Posó la mirada en Anne Hampton—. Podría seguir. Hay dos párrafos más.

Ella bebió el café y paladeó el sabor amargo.

—No, gracias.

—¿No? Ya me lo imaginaba. —Jeffers dejó el periódico sobre las rodillas de ella—. Léelo tú misma.

Ella se enderezó de repente al percibir el tono de su voz.

—Sí, bueno…

—Bien, tengo cosas que hacer. Quiero que esperes dentro del coche.

Anne Hampton se apresuró a asentir con la cabeza.

Jeffers cogió su maletín y salió. Ella lo observó cruzar la calle y entrar en el Banco Nacional de New Hampshire. Experimentó un momentáneo pánico y miró frenéticamente a un lado a y otro. «¡Va a robar un banco!», pensó, pero enseguida se dio cuenta de que era una tontería. De modo que se recostó en el asiento y esperó. La idea de escaparse ni se le ocurrió siquiera, aunque en un momento dado pasó junto a ella un coche de la policía. El hecho de poder levantarse y hacer parar a un agente y poner fin a su situación desesperada le pareció simplista e imposible. No tenía la seguridad de que pudiera darse un desenlace tan obvio y tan fácil. Sabía que seguía siendo impotente, que Douglas Jeffers manejaba los hilos de los dos. De modo que, en lugar de eso, pensó tan sólo en el momento y dejó que el calor cada vez más asfixiante que la rodeaba se apoderase de su imaginación. Se preguntó qué sucedería a continuación, y cerró los ojos al mundo exterior para mirar hacia dentro y exigirse que debía extraer fuerzas.

Examinó su corazón buscando valentía, preguntándose si contendría alguna. Sabía que iba a necesitarla para sobrevivir.

Dentro del banco estaba oscuro y fresco, y Douglas Jeffers se quitó lentamente las gafas de sol. Se trataba de un edificio pasado de moda, con techos altos y suelos pulimentados que hacían resonar los tacones de los zapatos. Jeffers fue hasta una serie de mesas en las que trabajaban los empleados. Una secretaria alzó la vista y lo miró sonriente.

—Señorita Mansour, por favor. Soy Douglas Allen. Tengo una cita con ella.

La joven asintió y cogió el teléfono. Jeffers vio que en la mesa del fondo una mujer de mediana edad y rostro abierto levantaba el auricular y escuchaba. Un momento después le había estrechado la mano y estaba sentado en una silla situada junto a su mesa. Ella extrajo una carpeta que llevaba su apellido escrito en la tapa.

—Bien, señor Allen, nos disgusta ver marchar a un cliente tan antiguo. ¿Cuántos años lleva usted…?

—Diez.

—¿Podemos ayudarlo en alguna cosa? Tal vez abriendo una nueva cuenta en su… —Se interrumpió.

—En Atlanta —dijo él—. Un traslado de la empresa.

——Quiero decir que será un placer para mí llamar a alguien que…

Jeffers negó con la cabeza.

—Es muy amable por su parte —le dijo—, pero de casi todas esas cosas se encarga el servicio de traslados de la empresa. Sin embargo, me quedaré con su tarjeta, y si surge algún problema puedo decir que la llamen a usted…

—Perfecto. —La mujer examinó los impresos—. Bien, en su carta decía usted que deseaba cerrar la cuenta y cobrar los fondos en cheques de viaje. Se los tengo ya preparados, de modo que lo único que tiene que hacer es firmarlos y después firmar esta orden de anulación de cuenta. Por último, vacía la caja de seguridad, me entrega la llave y todo listo.

Le entregó un fajo de cheques de viaje, y él empezó a firmar. Contempló el nombre y le dio vueltas en la cabeza. «Durante diez años, aquí en New Hampshire he sido Douglas Allen. Se acabaron las limitaciones, se acabó el fingir. Vamos a expandir nuestros horizontes».

—Por favor, cuéntelos —rogó la señorita Mansour—. Son más de veinte mil dólares.

«Dinero ahorrado a lo largo de una década —pensó Jeffers—. Día a día».

A continuación acompañó a la señorita Mansour a la zona de las cajas de seguridad y ella le entregó su llave.

—Cuando termine, deme las dos llaves —instruyó—. Estaré en mi mesa.

Él le dio las gracias con un gesto de cabeza y se metió en un cubículo. Una secretaria le trajo la caja cerrada con llave y después salió y cerró la puerta. Jeffers esperó unos momentos, disfrutando íntimamente de la facilidad de su plan.

Entonces abrió la caja.

—Adiós, Douglas Jeffers —dijo.

Encima se encontraba la antigua copia de la desaparecida revista New Times, que había sido el germen de la idea. Abrió las gastadas páginas hasta llegar al artículo. Le pareció irónico que éste hubiera sido consecuencia del activismo de los años sesenta y setenta. La premisa era muy simple: ¿Cuán fácil era hacer que a uno se lo tragara la tierra? ¿Cuán difícil era crear una nueva identidad? La respuesta era que no mucho. Particularmente en un estado como New Hampshire, que tanto énfasis ponía en las libertades individuales y la privacidad. Siguió religiosamente las instrucciones del artículo, desde cómo obtener un número de la Seguridad Social hasta abrir un apartado de correos y adjudicarse a sí mismo una dirección. Después, la cuenta bancaria y un par de tarjetas de crédito, las cuales usaría sólo para mantenerlas activas. Al mismo tiempo que estableció dichas credenciales, se sacó el permiso de conducir con su nuevo nombre y su nuevo número de la Seguridad Social. Sin embargo, su mayor triunfo le llegó cuando arregló su propia partida de nacimiento con el nuevo apellido. «Las maravillas de las copiadoras modernas», pensó. Cuando presentó la maltrecha copia junto con todos los demás documentos en la oficina de correos, nadie abrió la boca para protestar. Seis semanas después, le llegó por correo su posesión más preciada. La sacó de la caja. Un pasaporte estadounidense recién expedido a nombre de Douglas Allen. Sin falsificación alguna.

Lo guardó en su maletín junto con el permiso de conducir, las tarjetas de crédito y la tarjeta de la Seguridad Social.

«Soy libre», pensó. Rió para sus adentros y dijo en voz alta:

—Bueno, no del todo. No puedo viajar a Albania ni a Vietnam del Norte.

El dinero en efectivo que había reservado para una emergencia, varios miles de dólares en billetes de veinte y de cien, se lo guardó en el pantalón. Miró el billete de avión, que descansaba en el fondo de la caja. Era un pasaje de primera clase, con la fecha abierta, sólo de ida, de Nueva York a Tokio. Sabía que desde Tokio podría desandar fácilmente el camino y dirigirse a donde se le antojara, y perderse al instante en el Lejano Oriente. Sidney, pensó. Perth. Melbourne. Aquellos nombres sonaban exóticos pero extrañamente familiares. «Será como ir a casa». MI último objeto de la caja de seguridad era un revólver Magnum 357 limpio y de acero azulado, el cual también fue a parar al maletín. Lo había comprado en Florida varios años antes, tan sólo unas semanas antes de que la legislatura de dicho estado aprobase una nueva ley que restringía parcialmente el uso de armas. Después, con sentido de la oportunidad, denunció que se la habían robado.

«Gracias a Dios —pensó—, que tenemos la Asociación Nacional del Rifle».

Se quedó unos instantes mirando la caja de seguridad ya vacía, y recordó lo reconfortante que había sido saber que estaba allí todo aquello, por si acaso lo necesitaba alguna vez. «Mi válvula de emergencia». Se reclinó en la silla. Australia. Un lugar maravilloso para empezar desde cero. «A ver quién echa el lazo a este canguro». Regresó a la mesa de la señorita Mansour tarareando en voz baja Waltzing Matbilda.

—¿Todo bien? —le preguntó ella en tono jovial.

—Todo en orden —contestó él.

Firmó unos cuantos papeles más. Contempló su firma y se sintió satisfecho de ella. Se saludó a sí mismo: «Hola. Encantado de conocerte. ¿A qué has dicho que te dedicabas? A lo que te apetezca. Absolutamente a lo que se te antoje».

El sol lo iluminó de lleno cuando salió de la penumbra del banco, y sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la claridad. Confirmó la presencia de Anne Hampton en el interior del coche, esperando.

«Ya no falta mucho, Boswell».

Canturreando satisfecho para sí, cruzó la calle. Saludó a una anciana que pasó por su lado y dio los buenos días a un par de niños que probablemente no tendrían más de seis o siete años y que estaban saboreando los últimos días de asueto antes de que comenzaran las clases con sendos cucuruchos de helado de chocolate.

Anne Hampton levantó la vista hacia él cuando regresó al coche.

—Vamos a la playa —anunció Jeffers.

Anne Hampton pasó una buena parte del día dormitando mientras Douglas Jeffers atravesaba el estado de Massachussets en dirección a Cape Cod. Parecía ensimismado, pero sin estar preocupado. Encendió la radio y encontró una emisora que ponía música de los años sesenta y rock and mil, la cual, según le había dicho Jeffers, era la única música que merecía la pena oírse por la radio. Insistió en tono ligero en que el único tipo al que él prestaba atención era el de Nueva Jersey, y eso porque llevaba dos décadas comportándose como un refugiado. Le habló de una ocasión en la que le encargaron hacer fotos de un concierto de rock.

—Es la única vez en toda mi vida que he pasado miedo de verdad. Nos tenían allí abajo, enfrente del escenario, y cuando salieron aquellos cuatro individuos con leotardos, maquillaje fosforescente y boas de plumas, Dios, la masa del público que estaba detrás de las barreras se puso a empujar hacia delante. Yo ya me veía aplastado por una falange de adolescentes de ojos llorosos.

»Todos los fotógrafos luchaban por un poco de aire y de espacio, y de pronto vi en el escenario a un tipo de melena rubia que le llegaba hasta el culo y ojillos brillantes agitando los brazos y dando saltos para animar al público. Muerto a causa del rock and roll… —Douglas Jeffers rompió a reír—. Y allí estaba yo, empujado contra el escenario, sin espacio para moverme, con niñas chillando por todas partes, y lo único en que pensaba era que aquello era contra lo que nos habían advertido nuestros padres. Una conspiración de los rojos. Por lo menos eso era lo que parecía en aquella época.

Conducía sin prisas, permitiendo que lo adelantaran los demás coches. Anne Hampton advirtió que Jeffers no parecía sentirse presionado, sin embargo se veía a las claras que seguía un plan establecido.

Ya caía la tarde cuando llegaron al desvío para tomar la carretera 6, la cual lleva a Cape Cod. Ella nunca había estado en aquel lugar, y contempló detenidamente las hileras de destartaladas tiendas de antigüedades, los puestos donde vendían melaza de agua salada y los emporios de camisetas, que se mezclaban con restaurantes de comida rápida y gasolineras a un lado de la carretera.

—No lo comprendo —dijo—. Tenía entendido que Cape Cod era muy bonito.

—Y lo es —replicó Jeffers—. Al menos en el lugar al que vamos nosotros. Pero nadie ha dicho que fuera bonita la carretera. Que no lo es. De hecho, bate el récord mundial de fealdad.

Pasaron por el puente Bourne con las últimas luces del día. Anne Hampton vio barcazas allá abajo, surcando lentamente el canal. Más adelante había una rotonda, y Jeffers hizo bromas acerca del elemento de libertad para todos y supervivencia del más apto que regía en el tráfico del estado de Massachussets. Tomaron un rápido almuerzo en una cafetería de Falmouth y después continuaron carretera adelante hacia el muelle del transbordador de Woods Hole. Anne Hampton vio una lancha guardacostas atravesando la oscuridad con su casco pintado de un blanco reluciente. El transbordador en sí se hallaba bañado por la luz de las farolas de la calle y los faros de los coches. Había una fila de vehículos alineados en la calle y un adolescente con una gorra de visera que sostenía un radiotransmisor. Jeffers bajó la ventanilla.

—Tengo una reserva en el transbordador de las ocho treinta —dijo.

—Muy bien —respondió el adolescente. A Anne Hampton se le ocurrió que seguramente aquel chico era exactamente igual que los jóvenes que habían visto la noche anterior—. Sitúese detrás de ese monovolumen.

Jeffers avanzó un poco. Apareció otro muchacho que le pidió los billetes.

—¿Sabes qué es lo que me ha gustado siempre de este transbordador? —dijo Jeffers, pero no esperó la respuesta—: Que tiene un diseño completamente funcional. No tiene parte delantera ni parte trasera. Se puede decir que lo de delante es como lo de atrás. Uno entra con el coche en Woods Hole y sale en Vineyard Haven. Tiene el mismo portón en ambos extremos, y se limita a ir y venir como un yoyó entre los dos muelles.

Anne Hampton miró a su alrededor y contempló cómo entraba y salía gente de la achaparrada oficina del transbordador ubicada junto al muelle. Vio una hilera de ciclistas con mochilas que se colocaban delante de la fila de coches. Vio que los encargados del transbordador iban haciendo entrar a los coches por un portón que tenía el barco, que se alzaba blanco y negro contra el cielo del ocaso. Desde donde se encontraba no alcanzaba a ver el mar abierto, pero lo notó en el aire que penetraba por la ventanilla de Jeffers.

—¿Adónde…?

—A la isla de Martha’s Vineyard —contestó Jeffers—. La residencia de verano de la clase alta. Ricos de toda la vida, nuevos ricos, todos vestidos con vaqueros y camisas corrientes. En donde rodaron la película Tiburón… —Se puso a imitar la conocida e inquietante música—. También han venido aquí todos los Kennedy. ¿Recuerdas aquella ocasión en que Teddy cruzó a nado desde Chappaquiddick hasta Edgartown? Por lo menos afirmó haberlo hecho. Jackie tiene allí una casa, y también Walter Cronkite, la mitad de la plana mayor del New York Times y más poetas y novelistas por metro cuadrado de los que se pueden contar. John Belushi fue propietario de una casa en Chilmark durante unos cinco minutos, antes de que se las arreglara para que lo asesinaran en Los Ángeles, y ahora está enterrado aquí, en un lugar sorprendente denominado la Colina de Abel. Su tumba está siempre rodeada de críos que acuden a verla. Es una isla muy inofensiva —afirmó Jeffers—, está llena de la sofisticación de la elite de la Costa Este. Es tranquila, agradable, bonita y relajada. Para los que viven en ella, argumentos de polémica serían una escasez de filetes de pez espada o un exceso de ciclomotores en las carreteras. Sus habitantes son simpáticos y aprecian las cosas buenas de la vida asequibles para todo el que tenga un porrón de dinero, envueltos en una visión descafeinada de la vida cotidiana. Un montón de gente guapa que vive en armonía intelectual. Desde el uno de junio hasta la fiesta del trabajo. —Calló unos instantes—. El lugar perfecto para que suceda algo indeciblemente horroroso.

Jeffers condujo un poco al azar alrededor de la isla, recorriendo sus carreteras estrechas y sin iluminar. Los faros del coche arrancaban formas caprichosas a la tenue bruma y los árboles vecinos. Al doblar una curva se toparon con un gran búho cornudo que estaba devorando un conejo o un ratón almizclero que no había logrado cruzar la carretera con éxito. El animal extendió de pronto sus enormes alas blancas y graznó irritado por aquella inoportuna interrupción. Pareció erguirse como un espectro frente a ellos, justo encima del capó del coche, y por un instante Anne Hampton creyó que iba a chocar contra ellos, y dejó escapar una exclamación de miedo ahogada que la sacó de su agotamiento.

No sabía qué hora era, pero sí que era más de medianoche y que iban adentrándose en la madrugada. Jeffers parecía infatigable, con la adrenalina a tope y la voz alerta y jovial.

Jeffers cruzó la isla de un extremo a otro varias veces, lo cual desorientó completamente a Anne Hampton a pesar del hecho de que durante todo el tiempo fue siguiendo un folleto de viajes. Escogía diversos puntos y los vinculaba a un recuerdo, igual que una persona que visita un lugar favorito al cabo de muchos años. Anne Hampton intentó tomar apuntes, pero descubrió que la atención de Jeffers iba saltando de un recuerdo trivial a otro, nada que tuviera que ver con la muerte o con morir. En vez de eso, hablaba de cuál era el mejor sitio para buscar arándanos silvestres o de los senderos secretos que conducían a las mejores playas de la isla. La llevó a los acantilados de Gay Head y la dejó asomarse al borde para contemplar el océano. Ella vio espuma blanca allí donde las olas chocaban contra la playa, e incluso en la oscuridad logró distinguir el lento movimiento de las grandes ondas que surcaban el negro mar. Soplaba una suave brisa que le azotaba el rostro, y por un momento se imaginó a sí misma precipitándose por aquellos gigantescos acantilados grises y rojos y perdiéndose en el olvido. Sintió la mano de Jeffers en el brazo y vio que estaba señalando hacia alta mar.

—Allá a lo lejos —dijo— hay una isla llamada Tierra de Nadie, utilizada por la Marina para ensayar armas. Se puede ver en un día despejado, y si el viento es el adecuado, de vez cuando se puede oír el retumbar de los explosivos. Siempre he querido ir, desde que era pequeño, no por las prácticas que realiza la Marina, que son interesantes, a veces se ve el humo de los reactores, sino para ver cómo está después de llevar tantos años sufriendo bombardeos. Es como una visión del futuro, diría yo…

»Pero nunca he ido. En una ocasión estuve a punto, cuando era pequeño, una vez que fuimos a pescar. Estábamos de lo más ajetreados, y de repente apareció encima de nosotros un helicóptero de los guardacostas que nos dijo que nos fuéramos de allí cagando leches. —Rió—. Y obedecimos.

—¿Venía aquí a menudo? —inquirió Anne Hampton.

—Unos cuantos veranos, cuando era pequeño. Dejamos de venir cuando, en fin, cuando me hice mayor. —Miró en derredor—. Ha cambiado. Es lo mismo, pero diferente. Hay algunas cosas nuevas y muchas otras viejas. Hay estabilidad, continuidad. Pero también crecimiento. Todo cambia. Todo sigue igual. Como la vida.

Rió otra vez.

Pensó en el pasaporte, el billete de avión y el dinero que aguardaban dentro del maletín.

Volvieron a subirse al coche y Jeffers enfiló de nuevo hacia el centro de la isla. Anne Hampton no se tomó la molestia de preguntar qué planes tenía ni dónde pensaba parar a dormir.

Jeffers se preguntó por qué, en lugar de su habitual actitud de rígida satisfacción, sentía una especie de placer relajado, casi de lasitud. Notaba un leve mareo, como si se hubiera pasado de la raya bebiendo un vino excelente y no estuviera borracho como una cuba pero sí un poco achispado. Después de haber respetado de forma tan estricta ideas y conceptos, de haberlo planificado todo, hasta los billetes de ida y vuelta en el transbordador, ahora no tenía prisa alguna. Se dijo que quería paladear aquel último acto, ejecutarlo hasta el final. Sintió una oleada de sangre en las venas, caliente, excitante. Escuchó su corazón y se dijo que iba a resultar difícil despedirse de su antigua identidad.

«Pero, piensa en la creación de la nueva». Sonrió para sus adentros.

Pasaron por el pueblecito de West Tisbury, y Jeffers se llamó a sí mismo al orden.

«Ya no falta mucho», pensó.

Cobró ánimos mentalmente y se concentró en los problemas que tenía entre manos.

Anne Hampton se volvió hacia Jeffers y vio que de pronto éste parecía muy atento. Se había inclinado hacia delante en el asiento, y sabía que aquello quería decir que iba a ocurrir algo. Hizo que todo su cuerpo se pusiera en tensión, y se escurrió hacia el borde del asiento. Jeffers había mencionado algo acerca de un final, y sospechó que estaba empezando a producirse. Notó que su sensación de adormecimiento huía de ella, y gobernó sus sentimientos igual que una reserva militar que se mantiene bajo control en ese momento crítico de toda batalla en que está en juego la victoria o la derrota.

Jeffers giró para tomar una arenosa carretera secundaria, y de inmediato comenzaron a transitar dando tumbos por un camino sin asfaltar y lleno de altibajos. Los arbustos y los retorcidos árboles de la isla parecieron envolverlos como si fueran por un túnel, y Anne Hampton enseguida tuvo la sensación de haberse apartado de la civilización para adentrarse en un entorno más salvaje, prehistórico. El coche bostezaba y gemía obedeciendo a las manos de Jeffers, que lo conducía lentamente por el camino. De vez en cuando los neumáticos resbalaban brevemente en la arena y el habitáculo interior se llenaba con el ruido áspero y rasposo de los matorrales que rozaban los costados. Tras recorrer dando botes lo que a Anne Hampton se le antojó más de un kilómetro y medio, internándose cada vez más en aquel bosque de la playa, llegaron a un cruce de cuatro minúsculos senderos. Había unas pequeñas flechas de diferentes colores que apuntaban cada una a una ruta distinta. Los cuatro senderos parecían todavía más pequeños, más angostos y más oscuros.

—Esas flechas señalan las diferentes viviendas —explicó Jeffers—. Es muy rebuscado. Hay que saberse el color que lleva a la casa que uno quiere. De lo contrario termina en el lado opuesto de la charca.

Tomó el camino de la izquierda.

El constante bostezar y rebotar del coche empezaba a causar náuseas a Anne Hampton. Intentó ver algo entre las ramas de los árboles que colgaban y alcanzó a vislumbrar la luna, en lo alto del cielo.

Viajaron durante otros diez minutos. Por lo menos un kilómetro, calculó. Puede que más.

En eso, como si alguien hubiera cortado el bosque con un cuchillo, salieron de la espesura y desembocaron en una zona abierta. Jeffers apagó los faros al emerger de entre los árboles y manejó el volante despacio guiándose por la luz de la luna.

Anne Hampton vio a su derecha una amplia extensión de agua.

—Ésa es la charca —anunció Jeffers—. Aunque charca no es la palabra acertada, porque en realidad es tan grande y tan profunda como un lago. —Detuvo el coche y bajó la ventanilla—. Escucha —dijo.

—Escucho.

Anne Hampton distinguió el oleaje que rompía contra la costa, a lo lejos.

—La charca separa las casas de la playa —explicó Jeffers—. Para cruzar, nosotros teníamos que tomar un pequeño bote fueraborda o uno de remos. Había mucha gente que utilizaba pequeños veleros. También canoas, kayaks, tablas de windsurf. Bien, mira atentamente. ¿Ves aquello de allí?

Señaló la otra orilla.

—Sí, lo veo.

—Es un terreno virgen. La única persona que vive ahí es un viejo pastor de ovejas que se llama Johnson. Está loco. En sentido literal. Roba motores de embarcaciones a los veraneantes que traen barcos que a él no le gustan. Dispara con su escopeta a la gente que mete el coche en las dunas. En una ocasión fabricó una mina terrestre casera y una trampa para los niños y los turistas que intentaban usar su camino para llegar hasta la playa. Una vez, el muy cabrón me hizo salir de su propiedad a punta de escopeta. Eso sucedió hace veinte años, pero no ha cambiado un ápice. Lo expulsaron del ejército por incapacidad mental, y no ha mejorado nada. Está loco de atar, pero es un viejo isleño, así que le permiten salirse con la suya. Por supuesto, los veraneantes opinan que es un tipo pintoresco. —Jeffers hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, fue en tono furioso—. En un principio, le echarán a él la culpa de lo que vamos a hacer nosotros. —Luego señaló la continuación del sendero—. Este territorio termina en un espigón que se proyecta hacia dentro de la charca, llamado Finger Point. Por este camino, a ochocientos metros, hay una casa. Si te fijas con atención, verás apenas la línea del tejado. Es lo único que hay por aquí. La gente paga grandes sumas de dinero por disfrutar de la soledad. Sea como sea, ahí es a donde nos dirigimos nosotros.

De repente Jeffers subió la ventanilla y metió la marcha atrás. El coche retrocedió en dirección al bosque botando de forma pronunciada. A continuación giró bruscamente el volante y se metió por una pequeña senda lateral en la que ella no había reparado antes. Y por fin apagó el motor.

—Bien —dijo—. Aquí nos quedamos. Tú espera.

Jeffers fue a la parte trasera del coche y cogió el petate en que guardaba las armas. Abrió la cremallera y extrajo un par de monos de trabajo negros y otras cuantas cosas más. Se vistió uno de ellos y se metió una pistola en el cinturón. Luego volvió a cargar el rifle con un cartucho nuevo y se echó el petate a la espalda.

—Muy bien —dijo—. Sal del coche. —Ella obedeció al instante—. Ponte esto.

Ella se vistió el mono negro mientras se decía que pronto formaría parte de la noche.

Jeffers elogió su aspecto.

—Bien, bien. Estás casi en tu papel. Sólo te falta esto.

Le entregó un pequeño gorro de punto. Ella lo contempló con expresión interrogante.

—¡Así! —exclamó Jeffers a punto de perder los nervios. Se acercó a Anne Hampton, agarró el gorro y se lo encajó en la cabeza. Acto seguido, con un movimiento violento, le bajó el borde y le cubrió la cara. Era un pasamontañas. Ella creyó asfixiarse bajo aquella presión. Vio que Jeffers también se tapaba la cara con el suyo.

—Cui…

—Una auténtica película de miedo —dijo él.

A continuación dio media vuelta y se alejó trotando por el camino. Ella tuvo que correr para no perderlo de vista.