La detective Mercedes Barren conducía sin pausa a través del resplandor verde grisáceo de las luces de la autopista, que intentaba combatir la oscuridad de la madrugada. Eran casi las tres de la mañana y circulaba prácticamente sola. A lo lejos se veía de vez en cuando algún tráiler avanzando penosamente, emitiendo un gemido que lo asemejaba a una enorme bestia malherida que caminase por la frontera que marcaban las luces de la carretera y la negrura de la noche. Pisó el acelerador a fondo, como si pudiera transformar el empuje del coche en energía para su cuerpo. Estaba exhausta, y sin embargo le resultaba imposible conciliar el sueño. Sabía que las ardientes imágenes que albergaba, vividas en su cerebro y en cambio tiradas con descuido en el asiento de al lado, iban a impedirle dormir durante algún tiempo.
Sentía a su alrededor el monótono zumbido del coche, e intentó obligar a aquel sonido a que penetrara en ella y se llevara los terrores de las pasadas horas. Se negó a pensar en el apartamento de Douglas Jeffers, aunque en su memoria tenía grabada una última visión: cristales rotos y decenas de marcos de fotos torcidos o rotos desperdigados por el suelo. En medio de su horror y de su pánico, finalmente había decidido romper las fotos para sacar las imágenes que escondían debajo. Los escombros de las obras de arte de Jeffers quedaron apilados en montones repartidos al azar por el salón del apartamento, rostros rasgados y momentos interrumpidos que la miraban fijamente tras ser profanados. Había cogido la bolsa de comestibles que formaba parte del ardid que sirvió para burlar al inquisitivo portero y la había volcado en el suelo; a continuación volvió a llenarla con las fotos ocultas, dobladas, arrugadas y manoseadas a causa de la impaciencia y la ansiedad. Cuando cerró la puerta del piso y echó la llave, y lo dejó atrás, fue como salir de una pesadilla y despertar aterrorizada, como desvelarse de un sueño inquieto en mitad de la noche por haber oído a un ladrón romper un cristal o el leve crepitar de las llamas en otra habitación.
La autopista describió una suave pendiente hacia arriba. A su derecha, un gigantesco avión de carga gimió mientras aceleraba para despegar del aeropuerto de Newark, y a su izquierda relucieron los focos que iluminaban los enormes depósitos de petróleo del puerto del mismo nombre. Le pareció una incongruencia, rodeada como estaba de tecnología, perseguir algo prehistórico. Cuando la autopista se separó de la costa y se internó en la oscura campiña, se sintió aliviada. Agachó la cabeza para contemplar el negro cielo, y vislumbró brevemente la luna, que pendía por encima de árboles y edificios.
—Una estupenda noche de luna —expresó en voz alta. Aquellas palabras procedían de un recuerdo antiguo que fluyó sin trabas—. Noche en mi habitación y un rojo balón, y las tres ositas en tres sillitas, noche en la casa y noche de ratas, chitón todo el mundo, chitón, a callar…
Intentó recordar cómo seguía la canción infantil del cuento, pero no estaba segura, después de tantos años. Se vio a sí misma, con su sobrina en brazos, la cabecita ladeada y los ojos cerrados y el biberón colgándole de la boca, cayendo en el sueño feliz de los niños. Recordó que las canciones del cuento siempre funcionaban, pero nunca las dejaba sin terminar; si Susan se quedaba dormida antes de llegar al final, ella continuaba leyendo.
—Una estupenda noche de luna —repitió.
Había encontrado la fotografía de su sobrina detrás de un retrato grande y a todo color de tres niños hambrientos de África cuyos ojos redondos y vientres hinchados lanzaban gritos de profundo sufrimiento. Fue tal vez la foto número quince o veinte que despegaba, en su frenesí. Había llegado al límite del autocontrol cuando atacó el marco y lo rompió con las manos. Saltó un trozo de vidrio que le causó un corte en el dedo pulgar, no grave, pero lo bastante para manchar la foto con un hilo de sangre fresca.
Al principio no reconoció a su sobrina. Había visto demasiados cuerpos destrozados en el apartamento para poder distinguirlo al instante. Pero de pronto la forma de aquellos miembros estimuló su memoria y el color rubio paja del cabello, algo de distinguir incluso en blanco y negro, incidió vivamente en mi recuerdo. Las facciones se veían serenas; el retrato había sido hecho desde un ángulo más bajo y desde un costado, con lo cual se había eliminado parte del horror que aparecía tan claro en las fotos de la escena del crimen que ella había estudiado tantas veces. De inmediato captó una diferencia entre la imagen acariciante que había tomado Jeffers, incluso en su prisa, y las estampas clínicas, atroces y sórdidas que tomaron el forense y sus compañeros especializados en escenas del crimen pocas horas después de que Jeffers se hubiera escabullido en la noche. En la foto que ella había sostenido en las manos, Susan parecía meramente dormida, y se sintió agradecida por aquel pequeño detalle.
Había contemplado largamente la foto. No sabía cuánto tiempo. No lloró, pero tuvo la sensación de que se le había vaciado el alma. Luego, con cuidado, casi con ternura, apartó la fotografía a un lado y continuó con la terrible tarea de mirar en los demás marcos.
Creía que era una persona calmada y controlada, pero cuando por fin depositó la foto de su sobrina en el enorme montón, junto con las demás víctimas asesinadas, y se dispuso a marcharse, le temblaban violentamente las manos.
Ahora conducía surcando la oscuridad.
«No sé quiénes sois, pero estoy aquí por vosotras».
«Estoy aquí. Estoy aquí. Y lo sé. Ahora lo sé todo».
«Y pienso hacer justicia».
Agarró el volante con fuerza y continuó avanzando veloz hacia la mañana que se acercaba.
Martin Jeffers no podía dormir. Ni tampoco quería.
Estaba sentado en el centro de su apartamento con una única luz que provenía de una pequeña lámpara de escritorio, en el rincón. Debatía consigo mismo la cuestión de si era mejor saber las cosas o no. Se cuestionaba, en caso de que desapareciera la detective, como suponía que había ocurrido, y en caso de que volviera su hermano, lo cual tenía seguro que haría, con su habitual estilo críptico y sabiondo, si él podría simplemente regresar al antiguo status quo, a la habitual paz difícil entre hermanos.
No sabía si tendría fortaleza suficiente para restaurar la normalidad en su vida.
Intentó imaginarse la confrontación con su hermano. En su imaginación se vio a sí mismo adusto, acusador, fuerte, investido de pronto con los poderes que acompañan al hecho de ser el primogénito, despreciando con toda facilidad las débiles bromas y chanzas de Douglas hasta que éste finalmente sucumbía a su implacable severidad y le decía la verdad.
¿Y luego qué?
Martin Jeffers hundió la cara entre las manos en un intento de esconderse de la fantasía que había imaginado. ¿Qué iba a decir? No podía imaginarse a su hermano confesando entre lágrimas el crimen que había hecho que aquella detective entrara en sus vidas. ¿Qué diría? «Lo siento, Marty, pero recogí en el coche a esa chica, y todo iba estupendamente hasta que ella dijo que no, y entonces la situación se me fue un poco de las manos, sabes, y a lo mejor me pasé un poco empleando la violencia. Soy fuerte, Marty, y a veces se me olvida, y de repente dejó de respirar, y en realidad no fue culpa mía sino de ella, y de todas formas cargaron a otro con el crimen, así que ¿para qué hacer nada? Es agua pasada, si se piensa bien, es como si no hubiera ocurrido nunca».
Se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación a oscuras.
«Lo sabía, lo sabía, lo sabía. Siempre fue un rebelde, siempre creyó que podía hacer lo que se le antojara. No era como yo, no era organizado ni paciente. Jamás, nunca jamás me hacía caso».
«¡Él mató a esa chica, maldita sea!».
«Y debe pagar por ello».
Martin Jeffers volvió a sentarse.
¿Por qué?
¿De qué serviría?
Se levantó otra vez y al instante, igual de rápido, volvió a dejarse caer en el sillón.
«¿Por qué sacas conclusiones precipitadas?». Se dirigió a sí mismo en segunda persona, igual que en un debate.
La detective había desaparecido. De todas formas estaba loca. «¿Por qué te das tanta prisa en creer lo peor de Doug? Llevas demasiado tiempo con los miembros del grupo de terapia. Has oído ya demasiadas mentiras, demasiadas evasivas, demasiadas reconstrucciones falsas. Has visto cómo se echan la culpa unos a otros para no asumir ninguno sus responsabilidades. Has oído un horror tras otro, año tras año, sin que haya cambiado nada, y al final eso ha terminado sesgando tanto tu manera de pensar que ahora estás dispuesto a lanzarte a una conclusión cualquiera, por ridícula que sea».
«Vete a la cama. Duerme un poco. Ya se aclararán las cosas».
Sonrió para sí. No es ésa precisamente la actitud que deberían propiciar cuatro años en la facultad de medicina y otros cuatro como interno y residente en el hospital psiquiátrico. ¿Dónde escribió Freud: «Ya se aclararán las cosas»? «¿Qué enfoque neojunguiano es ése? ¿Lo has tomado de una revista científica o de alguna conferencia? ¿Tal vez de Dear Abby o de Ann Landers? ¿Cuándo has visto tú que las cosas se aclaren solas?».
Se oyó a sí mismo reír, brevemente, y el eco de su risa rebotó por toda la casa. Con todo, uno de los principios de su profesión era el de esperar los acontecimientos más que provocarlos, y aquello no tenía nada de malo.
—Ya veremos —se dijo en voz alta—. Ya veremos qué tiene que decir la detective Barren…, si es que vuelve a presentarse. Ya veremos qué tiene que decir Douglas. Y entonces pensaremos qué conviene hacer.
Aquello le pareció un plan de acción, la decisión de aguardar a que sucediera algo. Lo complació, y de repente se sintió cansado.
«Dios, ¿cómo esperas llegar a alguna conclusión respecto de este embrollo si no descansas un poco?».
Nuevamente se puso de pie, y consultó un pequeño reloj digital que parpadeaba con los números en rojo. Eran las cuatro de la madrugada. Se estiró y bostezó. Se dijo que lo mejor que podía hacer era irse a la cama Y su cerebro respondió como si se tratara de una orden: «¡Sí, señor!».
Dio tres pasos en dirección al dormitorio.
«Ya se aclararán las cosas». En eso sonó el timbre de la puerta.
Fue un sonido agudo e irritante que le atravesó el pecho. Lo sobresaltó profundamente, e involuntariamente dio un brinco.
Respiró hondo.
«¿Quién será?», se extrañó.
«Dios mío», pensó.
Tomó aire de nuevo.
«¿Qué diablos? Son las cuatro de la mañana».
El timbre sonó otra vez, un zumbido insistente.
Su cerebro giró confuso. Fue hasta la puerta. Esta tenía una mirilla circular, y se asomó por ella.
Fuera, de pie, estaba la detective.
Se le cayó el alma a los pies y de pronto experimentó una sensación de vértigo y náuseas, y le entraron ganas de vomitar. Luchó para combatir el malestar y alargó la mano hacia la manilla.
En cuanto oyó que una mano había empezado a abrir la puerta, la detective Mercedes Barren se llevó una mano a la espalda, bajo la camisa, donde había escondido la pistola nueve milímetros, encajada en el cinturón de los vaqueros. La sacó y la sostuvo frente a sí, justo detrás de la bolsa de papel que llevaba en el otro brazo.
Levantó el arma a la altura de los ojos al tiempo que se abría la puerta.
Movió la pistola hacia delante de tal modo que quedó suspendida a escasos centímetros de la nariz de Martin Jeffers.
Vio que él palidecía rápidamente y retrocedía un paso, sorprendido.
—No se mueva —le dijo en un tono glacial, sin alterarse—. ¿Está aquí? Si me miente, lo mataré.
Martin Jeffers negó con la cabeza.
Sirviéndose de la pistola para gesticular, la detective penetró en el apartamento. Echó una rápida mirada a su alrededor. Presentía que estaban solos, pero no estaba dispuesta a fiarse de la primera impresión.
—Se lo ruego, detective, baje el arma. Mi hermano no se encuentra aquí, y sigo sin saber dónde está.
—Le creeré después de haber echado un vistazo.
Maniobró de forma que pudiera ver el interior de las demás habitaciones. Tras una rápida inspección, sin mover demasiado el arma en todo ese rato para que no influyera demasiado en Martin Jeffers, regresó al cuarto de estar y le hizo señas al médico para que se sentara.
—No puedo creer que… empozó Martin Jeffers, pero ella lo interrumpió bruscamente.
—Me importa un bledo lo que usted crea o no.
Ambos guardaron silencio. Al cabo de un momento habló el médico.
—Se suponía que habíamos quedado ayer por la mañana. No aquí, ni a estas horas. ¿Qué pasa? Y por favor, aparte ese cañón. Me está poniendo muy nervioso.
—Como debe ser. Lo apartaré cuando me dé la gana. —Continuaron mirándose fijamente el uno al otro—. ¿Dónde está?
—Ya le he dicho que no lo sé.
—¿Puede buscarlo?
—No lo sé. No. Quizá. No lo sé. Pero desde luego no…
—No tengo mucho tiempo. No lo tiene nadie.
Martin Jeffers consiguió recobrar la compostura e hizo caso omiso de aquella misteriosa afirmación.
—Oiga, detective, ¿qué está haciendo aquí en mitad de la noche? Teníamos una cita acordada a la cual usted no acudió, y de repente se presenta en mi casa a las cuatro de la madrugada amenazándome con una pistola. ¿Qué diablos ocurre?
La detective Barren tomó asiento en un sillón frente a él. La pistola todavía se agitaba en el aire entre ambos. Se sacó del bolsillo el sobre que contenía la llave del apartamento de Douglas Jeffers y se lo lanzó al hermano.
Martin Jeffers lo miró.
—¿De dónde demonios ha sacado esto?
—De su mesa.
—¿Ha entrado aquí por la fuerza? Dios, pero ¿qué clase de policía es usted?
—¿Me lo habría entregado?
—De ninguna manera.
Jeffers hizo ademán de levantarse, ultrajado y furioso.
Ella alzó la pistola.
—Siéntese.
Él la miró fijamente y volvió a sentarse.
—Las amenazas son algo infantil —dijo.
—He estado en el apartamento de su hermano —anunció la detective Barren.
—¿Y?
Había depositado la bolsa de papel a sus pies. Bajó la mano y sacó la fotografía de Susan. Se la lanzó a Martin Jeffers, el cual la estudió por espacio de varios segundos.
—Esa es mi sobrina —dijo en tono de amargura.
—Sí, pero…
—La he encontrado en el apartamento de su hermano.
Martin Jeffers giró la cabeza de pronto. La respiración se le volvió áspera. Dijo impulsivamente:
—Bueno, seguro que hay una explicación…
La voz de la detective Barren fue como el aire gélido de la mañana:
—La hay.
—Quiero decir que mi hermano debe de haber…
Ella lo interrumpió.
—No me venga con alguna excusa estúpida.
—Lo que quiero decir es que a lo mejor mi hermano obtuvo esta foto de alguna forma que… Al fin y al cabo, es un profesional.
La detective no contestó. Simplemente introdujo la mano en la bolsa y sacó otra foto, la cual dejó caer en el regazo de Martin Jeffers. Una vez más, él observó con atención las dos instantáneas.
—Pero no es la misma persona —dijo por fin.
Ella le lanzó otra foto.
Él separó las tres y las estudió detenidamente.
—Pero no lo entiendo, ninguna de ellas es…
La detective le tiró otra foto más.
El médico contempló esta última y luego se recostó en el sillón.
La detective Barren respiraba agitadamente, como si llevara corriendo largo rato.
Arrojó una foto más. Y después otra, y otra, hasta que por fin volcó la bolsa entera encima de las rodillas de Martin Jeffers.
—¿Que no lo entiende, dice? ¿Que no lo entiende? ¿Que no lo entiende? —repitió con cada sacudida de la bolsa.
Martin Jeffers miró frenéticamente a su alrededor, como si estuviera buscando algo a que aferrarse para conservar la calma.
—Ahora dígame —dijo ella, una vez desahogada toda la rabia reprimida—, ¿dónde está? ¿Dónde está su hermano? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?
Martin Jeffers hundió la cabeza en las manos.
Ella se puso a su lado de un salto y lo agarró violentamente por el hombro.
—Oh, no…
—Si se echa a llorar, lo mato —le dijo en tono agresivo.
Ella misma no sabía si lo decía en serio o no, es que de repente no pudo soportar la idea de que el hermano del asesino derramara una lágrima por sí mismo o por Douglas Jeffers, por alguien que no fueran las personas que tenía desparramadas frente a él.
—¡No lo sé! —exclamó el médico con la voz quebrada por la tensión nerviosa.
—¡Sí lo sabe!
—¡No!
La detective Barren lo miró fijamente. Después miró las fotos.
Su voz sonó teñida de furia controlada:
—¿Está dispuesto a buscarlo?
Jeffers dudó, pues dentro de su cabeza bullían dos respuestas.
—Sí —dijo por fin—. Es posible. Puedo intentarlo.
La detective se dejó caer en el sillón. En aquel momento sintió deseos de llorar ella misma.
Pero en lugar de llorar, ambos se quedaron sentados el uno frente al otro, con la mirada absorta en el espacio que los separaba.
La luz del amanecer los sorprendió a los dos sentados en medio del montón de fotos, en silencio. Fue Martin Jeffers, cuyo cerebro era un desastre de emociones aplastadas, el que habló primero:
—Supongo que ahora el primer paso consistirá en que usted se ponga en contacto con sus superiores y les diga a qué cree que se enfrenta…
—No —replicó la detective Barren.
—Bueno, tal vez deberíamos hablar con el FBI —siguió diciendo Jeffers, sin hacer caso de su negativa—. Tienen una oficina aquí, en Trenton, y yo conozco a un par de agentes. Están muy bien preparados para sernos de ayuda, supongo…
—No —repitió la detective Barren.
Jeffers posó la mirada en ella. Enseguida lo invadió la cólera. Intentó morderse la lengua, pero la tenía suelta debido a la extenuación y al dolor.
—Mire, detective, si cree que voy a ayudarla a dar caza a mi hermano a fin de satisfacer alguna venganza personal, ¡está muy equivocada! ¡Peor: está loca! ¡Olvídese y lárguese de aquí!
La detective Mercedes Barren lo miró.
—No lo entiende —dijo con calma.
—Vaya, detective, pues a mí me parece que se le da muy bien amenazar con esa jodida pistola suya… —Se sorprendió a sí mismo al pronunciar un taco—. Pero que no es precisamente muy comunicativa a la hora de proporcionar detalles. Si mi hermano ha cometido algún crimen, vale, existe un procedimiento concreto para investigarlo…
Experimentó la inquietante sensación de que ya había dicho antes aquella misma frase y había resultado igual de inútil.
—No funcionará —repuso la detective.
La derrota se burló de ella.
—¿Por qué diablos no?
—Por mí.
Suspiró profundamente y sintió insinuarse la fatiga por todo su cuerpo y su mente. Martin Jeffers la observó, pues había advertido súbitamente que había algo torcido, errado; adoptó sin esfuerzo su postura profesional y aguardó, sin decir nada, pacientemente, sabedor de que la explicación terminaría por llegar.
El silencio se tiñó de débil luz matinal.
—Por usted…
—Por mí —repitió la detective y respiró hondo—. Soy la mejor, ¿sabe usted?, siempre he sido la mejor. Una sola vez cometí un error, y tengo una cicatriz que da fe de ello. Pero eso es todo. Sobreviví, me recuperé y ya no cometí más errores. Con independencia de cuál fuera el caso, siempre he sido muy competente, la mejor. La información que consigo, las pruebas que entrego, las detenciones que hago, ¡todo! Siempre acierto. Siempre es verdad. Siempre es exacto. Cuando pongo las manos en un caso, sólo existe una conclusión: los malvados terminan detenidos, y luego van a la cárcel. No me importa qué clase de abogado puedan tener, qué clase de defensa les asista. ¿Una coartada? Olvídela. Yo se las quito de en medio. Todas…
»Yo era muy equilibrada, ¿sabe? Tenía que serlo. Durante toda mi vida la gente me robó cosas sin que yo pudiera hacer nada al respecto. Pero cuando me hice policía, no. Ahí ganaba yo. Siempre. —Echó la cabeza hacia atrás y levantó la vista al ciclo. Un momento después miró a Martin Jeffers a los ojos—. Tiene que entenderlo: no hay pruebas.
Martin Jeffers meneó la cabeza.
—¿Qué está diciendo? Mire las fotos.
—No existen.
—¿De qué diablos está hablando? —Tomó un puñado de fotos y las sacudió frente a la detective—. Viene usted aquí a decirme que mi hermano ha cometido estos… estos… —Se atascó en la palabra y finalmente la saltó y continuó—:… ¡Y ahora me dice que no existen! ¿Qué diablos es esto?
—No existen.
Jeffers se reclinó en el sillón y cruzó los brazos sobre el pecho con gesto de enfado.
—Bien, explíquemelo.
—Yo siempre hice las cosas como es debido, hasta esta vez. Y cuando por fin me encargo de un asunto que significa algo, que significa todo, para mí, la cago. Lo echo a perder.
Estiró el brazo y cogió unas cuantas fotos más.
—Entré en este piso sin autorización, cogí la llave, entré en el otro piso. Esto rebasa con creces la definición de registro ilegal…
—¡Es un tecnicismo!
—¡No! —chilló la detective Barren—. Son las reglas. Peor aún: es la realidad.
—En ese caso —dijo Martin Jeffers, procurando conservar una actitud serena y analítica—, ¿por qué no acudimos al FBI? Por lo menos para enseñarles las fotos.
—Usted no lo entiende —replicó ella—. Vamos al FBI y digo, hola, señor agente, quisiera enseñarle unas fotos de homicidios que he obtenido en el curso de una investigación. Lo primero que me preguntarán ellos es qué investigación. Y yo les diré, no, en realidad estoy de baja médica en mi departamento. Eso captará su atención, llamarán a mi jefe y éste les dirá que yo estaba trastornada y obsesionada y, «cielos, espero que no le haya pasado nada». Pero no les va a decir «créanle», porque no se lo creerá él mismo. Y después llamarán a los de Homicidios del condado, y allí les dirán, sí, no es la misma desde que asesinaron a su sobrina, y sí, ya resolvimos ese caso en su día y detuvimos al agresor, está cumpliendo un trillón de años en confinamiento solitario. Y entonces el señor agente se enterará de que yo tengo acceso a cientos de fotografías igualitas que éstas, bueno, no tantas, pero casi, y llegará a la conclusión de que estoy loca. Fin de la historia…
—Suponga que yo digo…
—Que dice, ¿qué? ¿Que yo lo he convencido de que esto lo ha hecho su hermano? El señor agente se imaginará que estamos pirados los dos. Pero aunque él pensara que quizá, sólo quizá, no estaría de más asegurarse, lo que hará será buscar información sobre su hermano en el ordenador, y lo que encontrará será cero. Bueno, cero no; descubrirá que su hermano, para empezar, posee una acreditación de seguridad para entrar en la Casa Blanca aprobada por el Servicio Secreto, porque eso fue lo que descubrí yo cuando hice esa misma puta consulta. ¿Y sabe qué hará a continuación? Ya se lo digo yo: escribirá un pequeño informe y lo archivará junto con los casos de personas trastornadas. Dicho de otro modo: nada.
—Bueno, ¿y no puede usted persuadir a su gente?
—Piensan que estoy trastornada y enloquecida. —Entrecerró los ojos—. Y tienen razón, naturalmente.
Martin Jeffers miró en derredor, preguntándose qué hacer a continuación.
—¿Y qué quiere hacer, entonces? —inquirió.
—Encontrarlo.
—¿Para poder matarlo?
La detective Barren hizo una pausa.
—Sí.
—Olvídelo.
—Podría haber mentido y contestar no.
—En efecto, podría haberlo hecho. Un punto por su sinceridad.
La miró con expresión hosca, y ella le devolvió una mirada de igual intensidad.
—Está bien —dijo la detective Barren—. Écheles otro vistazo a esas fotos, un buen vistazo, y piense un minuto en ellas. Después sugiera una solución intermedia.
El médico respondió enseguida.
—Lo encontramos, lo detenemos y le enseñamos las fotos, y él confesará.
—Y una mierda.
—Detective, poseo amplia excepción con personas que cometen múltiples crímenes. Casi invariablemente desean que se les reconozca el mérito de lo que han hecho…
De pronto se interrumpió.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Estoy hablando de Doug!».
Se levantó del asiento y paseó dando tumbos por la habitación, como si estuviera borracho de recuerdos.
—Esto es una locura…
—Creo que eso ya lo he admitido —replicó ella.
—Quiero decir, ¡se trata de mi hermano! ¡Es uno de los mejores en su profesión! Es periodista. Es un artista. ¡No es posible que haya hecho esas cosas! ¡No es propio de él! Nunca ha sido violento…
—¿No?
Se miraron el uno al otro. Ambos sabían que allí no había más que negaciones, incredulidad, ansiedad y confusión. De repente la detective Mercedes Barren pensó: ésta es mi única oportunidad. No va a regresar nunca a ese apartamento. Desaparecerá. Se lo tragará la tierra en cualquier parte del país y se perderá para siempre. Si el hermano no me proporciona el eslabón, no quedará eslabón ninguno.
Tragó saliva y obligó a su rostro a disimular la desesperación y la consternación que bombeaban por todo su organismo como un torrente de sangre.
También Martin Jeffers contempló a la detective Barren intentando evitar que su semblante no delatara lo que sentía. «No puedo perder de vista a esta mujer —se dijo—, porque en ese caso se saldrá por la tangente para cometer un crimen ella sola».
Y después acudió a su mente un pensamiento todavía más duro: «He de descubrir por mí mismo qué ha hecho Doug». Sentía un vínculo casi palpable que lo unía a la detective Barren, ambos empeñados en una búsqueda igual pero completamente distinta. Dijo bruscamente:
—Si la ayudo a encontrar a mi hermano, para que podamos solucionar esto de manera inteligente, debe prometerme una cosa.
—¿Cuál?
Martin Jeffers calló de pronto. No estaba seguro. Hizo una inspiración profunda.
—Prométame que no va a empezar pegando tiros. Prométame que escuchará. ¡Joder, prométame que no lo matará! ¡Es mi hermano, por el amor de Dios! De lo contrario, olvídese.
Ella no se precipitó a dar su consentimiento. «Que piense que estás recapacitando detenidamente sobre ese punto».
—Bueno, le prometo una cosa: antes le daré una oportunidad a usted. Después, en fin, pasará lo que tenga que pasar.
Dijo aquello con firmeza y seguridad.
Aunque sabía que era totalmente mentira.
—De acuerdo —contestó Jeffers con medida gratitud en el tono de voz—. Me parece justo.
Pero no se fiaba de ella ni lo más mínimo.
No hicieron nada tan absurdo como darse un apretón de manos para sellar el mortal asunto en el que se disponían a embarcarse. En vez de eso, los dos se acomodaron en sus asientos con la mirada fija, esperando a que llegara el siguiente momento con las novedosas revelaciones que pudiera contener.
Los envolvió la claridad de la mañana imponiendo un poco de razón, una pizca de nitidez en sus ideas. Finalmente la detective Barren rompió el silencio que habían mantenido hasta entonces con una pregunta metódica:
—Y bien —dijo directamente—, ¿por dónde empezamos? ¿Qué le dijo su hermano que tenía pensado hacer?
—No me dijo gran cosa. Que iba a iniciar un viaje sentimental. Ésas fueron sus palabras exactas. Yo señalé que no teníamos mucho sobre lo cual ponernos sentimentales.
—Tuvo que decir algo más.
Martin Jeffers cerró los ojos un instante y visualizó a su hermano en la cafetería del hospital, sonriendo como siempre.
—Dijo que iba a visitar algunos recuerdos. No especificó de qué tipo.
—Bueno, ¿y cuál cree usted?
—No estoy seguro.
—No hace falta que esté seguro.
Jeffers hizo una pausa para reflexionar.
—Bueno, a mí me dio la sensación, suponiendo que todo esto sea verdad —agitó una mano en la dirección de las fotografías— de que tal vez se refiriera a dos tipos de recuerdos. El primero, obviamente, son los recuerdos que conserva de la infancia. Y el segundo grupo, por supuesto, son los recuerdos de estos… —dudó.
—Los hechos.
—Hechos —dijo la detective.
Jeffers creyó que su propio tono de voz había sido calmado y razonable. Se odió.
—O, más probablemente, una combinación de los dos.
De pronto la detective Barren sintió un vigor renovado, como si todo su agotamiento la hubiera abandonado de improviso. Su cerebro funcionó a toda velocidad. Se levantó y comenzó a pasear por la habitación, golpeándose el puño contra la palma, pensando.
—Por lo general —dijo—, el proceso de deducción de los policías consiste en averiguar por qué ha sucedido algo y cómo. Son dos cosas que suelen estar relacionadas… —Se dio cuenta de que había adoptado casi el mismo tono de erudición que había empleado Martin Jeffers. Pero no hizo caso y prosiguió—: Rara vez se nos pide que preveamos…
—Mi profesión no es muy distinta —apuntó Martin Jeffers.
Ella asintió.
—Pero ahora tenemos que hacerlo. —Vio en los ojos del médico que éste estaba de acuerdo—. Así que supongamos por un momento que tardásemos meses en averiguar qué fotografía corresponde a cada escenario…
—Lo cual es verdad. Y tampoco sabemos qué clase de prioridades asigna mi hermano a cada una, cuál puede afectar a su itinerario —intervino Jeffers.
—Así que tenemos que fijarnos en el otro tipo de recuerdos, los personales.
—Ya, pero ahí el problema es casi el mismo. No tenemos modo de saber qué prioridades da a las cosas. Ni tampoco sabemos en qué orden puede estar realizando el viaje.
—Pero al menos podremos hacer algunas suposiciones.
—Y eso es lo que serán: suposiciones.
—¡Es suficiente! ¡Al menos es hacer algo!
Jeffers afirmó con la cabeza.
—Bien, en primer lugar, nos dejaron abandonados en New Hampshire. Probablemente figurará en la lista de prioridades de mi hermano.
—¿A qué se refiere al decir que los dejaron abandonados?
Martin Jeffers explotó:
—¡Solos! ¡Desvalidos! ¡Echados a patadas! ¡En la calle! ¿Qué es lo que se imagina usted?
—Perdone —dijo ella, sorprendida por aquel súbito acceso de cólera—. No sabía a qué se refería.
—Mire —repuso él con firmeza—, en el fondo no es nada fuera de lo corriente. Nuestra madre era la oveja negra de la familia. Se marchó de casa con un individuo que acababa de salir de la cárcel. Trabajaban en un espectáculo de feria, ya sabe, uno de esos que van viajando por los pueblos. No llegó a casarse con él, que nosotros sepamos.
»Sea como sea, llegó Doug, y después yo. No creo que a ninguno de los dos le importasen mucho los niños. Primero se fue mi padre, y luego mi madre organizó que nos adoptaran unos primos de ella. Se suponía que debía traernos aquí, a Nueva Jersey, pero imagino que le entró la impaciencia, porque nos dejó en New Hampshire. En Manchester, para ser exacto. —Calló unos momentos—. Todavía me acuerdo perfectamente de la maldita comisaría de policía en que nos tuvieron esperando. Había poca luz, y las paredes estaban llenas de dibujos y pintadas que yo no podía descifrar pero que sabía que eran algo malo. Y además, todo el mundo parecía enorme; ya conoce esa sensación que tiene uno cuando es pequeño y el mundo entero está construido para gente grande…
—¿Y su hermano?
—Él me ayudó a superar todo aquello. Cuidó de mí.
—¿Cómo reaccionó él?
Jeffers respiró hondo.
—Odiaba a mi madre por habernos abandonado. La odiaba por no habernos querido. Y odiaba igualmente a nuestros nuevos padres. Eran unos padres falsos, decía.
—¿Y usted?
—Yo odiaba, pero no en el mismo grado.
En aquel momento Martin Jeffers se preguntó a sí mismo si no estaría mintiendo.
—¿Dónde terminaron?
—Aquí.
—No, quiero decir…
—Ya sé lo que quiere decir. Las aquí. Laos pi unos que nos adoptaron vivían en Rocky Hill, justo al otro lado de Princeton. Él era farmacéutico. Aunque en realidad era un negociante, y muy bueno. Era el propietario de una farmacia de la calle Nassau que terminó vendiendo a una cadena por un montón de dinero. Invirtió de forma inteligente. Era un tipo responsable. De clase media.
—No parece que usted…
—Yo no lo odiaba. Doug sí, mucho. Ese cabrón ni siquiera nos dio su apellido tras el proceso de adopción. Jeffers es el apellido de nuestra madre natural. ¿Se imagina lo duro que es eso, cuando uno se hace mayor? Uno se siente como si tuviera que explicar las cosas cada vez que se inscribe en un colegio o hace un amigo nuevo o lo que sea. Si él nos dio algo, nos lo ganamos nosotros.
—Pues lo han hecho bien.
—¿Eso cree?
La detective Barren no supo qué decir. El tono de voz de Jeffers se había tornado poco a poco furioso, amargo. Le gustaría saber cómo hacía frente a toda la rabia que llevaba dentro. El método de su hermano ya lo conocía.
—¿Por qué no probamos con Manchester? —sugirió.
—¿Y de qué va a servirnos? —Jeffers poco menos que escupió aquellas palabras.
—No lo sé —respondió ella calmadamente; sin embargo también empezaba a enfurecerse—. Pero por lo menos servirá para algo más que esperar sin hacer nada a que lo llame él por teléfono. Lo cual no ha hecho.
—Todavía.
—¿Cree que llamará?
Jeffers hizo una pausa.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque si está buscando recuerdos comunes a ambos, terminará recordando algo que deseará comentarme. O visitará un lugar que suscite en él la necesidad de expresar algo, y yo soy el único sitio lógico para expresarlo… aparte de ése… —Hizo un gesto en dirección a las fotografías—. Así es como funciona la mente. No es una garantía, pero sí una buena suposición. Una suposición informada.
La detective reflexionó unos instantes.
—No quiero esperar sin hacer nada.
Jeffers asintió.
—Hoy es sábado —dijo—. No tengo que volver al hospital hasta el lunes.
La detective Barren se puso de pie.
—Vamos a New Hampshire —dijo—. Podemos enseñar por ahí su foto, indagar un poco. —Pensó unos momentos y luego preguntó—: ¿Dónde se encuentran sus padres actualmente?
Vio que Martin Jeffers hacía una inspiración profunda, como si estuviera dando órdenes a su cólera para formar en fila militar. Cuando habló, fue en un tono bajo y a duras penas controlado. Su voz sorprendió a la detective Barren y le provocó un escalofrío. Se sentó en su sillón y observó cómo Jeffers luchaba con sus sentimientos y sus recuerdos, y por un instante se recordó a sí misma que no debía olvidar quién era, que no debía olvidar que eran hermanos.
—Nuestros padres adoptivos han fallecido —respondió Martin Jeffers con frialdad—. Nuestro padre natural… ¿quién sabe? Probablemente haya muerto en algún asilo del Estado. Nuestra madre natural, lo mismo, a no ser que…
Hizo una pausa.
—¿A no ser…?
—… A no ser que Doug se las haya arreglado para matarla.
En primer lugar pasó con el coche por delante de la farmacia, circulando despacio por la calle Nassau de Princeton. La universidad, con sus edificios cubiertos por la hiedra, se hallaba situada al otro lado de la calle, silenciosa, como si aguardara pacientemente la llegada del otoño, su emoción y su ajetreo, más allá de una gran verja negra de hierro y unos amplios céspedes de hierba. Martin Jeffers señaló que faltaban pocas semanas para que diera comienzo el semestre, lo cual transformaría la ciudad entera. La detective ya lo sabía; no quiso decirle lo bien que conocía toda aquella zona, no quería que supiera más de lo estrictamente necesario.
Al contemplar los edificios de piedra de las aulas y el área de residencia de los alumnos pensó en su marido. Sonrió al recordar lo cómodo que se había sentido en la universidad y lo raro que se le hizo tener que abandonarla para ir al ejército. Adoraba el mundo interno de las clases, se dijo la detective Barren. Se sentía cautivado por aquella falsa sociedad que daba valor a los libros y a las ideas y que medía los logros mediante exámenes eruditos y presentaciones habilidosas. ¿Logros en qué? En literatura, en matemáticas, en teoría política, en ciencias.
«También era ése el mundo de mi padre».
«Pero el mío, no».
Se había dado una ducha en su hotel mientras Martin Jeffers la esperaba fuera en el coche. Se cambió de ropa interior y se puso los vaqueros, se pasó un peine por el pelo y quedó lista, haciendo caso omiso de la falta de sueño, completamente despierta, pensando tan sólo en que estaba cada vez más cerca, en que estaba estrechando el cerco al mundo de Douglas Jeffers y en que iba a continuar acorralándolo hasta que dicho mundo no contuviera otra cosa que a ella y su pistola. Aquel pensamiento la obligó a esbozar una sonrisa amarga.
Se miró en el espejo de la habitación, pero en vez de examinar su aspecto físico alzó su arma y apuntó a su imagen reflejada. Entonces dijo en voz alta, a solas:
—Así es como va a ser.
Permaneció inmóvil en aquella postura y la fue asimilando en silencio.
A continuación metió en un pequeño petate varias cosas para hacer noche y guardó dentro la nueve milímetros. Encima de todo colocó también el autorretrato que Douglas Jeffers había tomado de sí mismo en la selva, junto con dos cartuchos de balas extra.
Martin Jeffers insistió en utilizar su coche, lo cual a ella le pareció bien. Pensó que él deseaba la esquiva sensación de control que le proporcionaba conducir su propio vehículo, como si de alguna manera él estuviera al mando de la expedición. Ella aceptó prontamente, pensando que la situación le permitiría relajarse, hacer acopio de energías, incluso dormir un poco, mientras él cargaba con el cansancio adicional que suponía tener que conducir.
Después de ver la farmacia, Martin Jeffers salió de la ciudad y al cabo de un rato estaba zigzagueando por carreteras comarcales estrechas y bordeadas de árboles. No tardaron en llegar a una sencilla urbanización de chalés que surgía de forma incongruente en medio de varias granjas. Se detuvo y señaló.
—La tercera casa hacia dentro. Ése era el domicilio de la familia. Hace diez años que no vengo por aquí.
La detective Barren vio una vivienda modesta, austera, de tres plantas, gris con marcos blancos, provista de un jardín verde y bien cuidado y un garaje. Delante de éste había un coche desconocido aparcado.
—Diez años…
—Cuando vivíamos aquí —prosiguió Martin Jeffers—, estaba pintada de marrón, un marrón soso, oscuro y feo. El interior era el reflejo del exterior, le faltaba imaginación. Nunca fue un hogar acogedor, abierto y extrovertido como debería ser el hogar de un niño. Fue siempre oscuro e incómodo. Pero era un hogar. No estábamos abandonados, como algunos niños de la calle. —Se encogió de hombros y continuó—: La gente a veces sobrestima los factores externos. Pero los internos son los que resultan críticos para los niños.
—¿A qué se refiere?
—Al amor, el contacto, el afecto, el orgullo, el apoyo. Con esas cosas se puede sobrevivir, e incluso florecer, en las circunstancias más horrendas. Sin ellas, el dinero, los estudios, las niñeras, lo que sea; todo es relativamente inútil. El niño de un gueto que consigue abrirse paso en los estudios y llega a ser abogado. El Kennedy de la última generación que muere por sobredosis. ¿Entiende a qué me refiero?
—Sí —contestó la detective Barren. Pensó en su sobrina, y se le encogió el corazón un breve instante. Se sacudió aquella sensación formulando una pregunta—: ¿Dice que sus padres adoptivos están muertos?
—Así es —respondió Martin Jeffers—. Nuestro padre adoptivo murió en un accidente cuando nosotros éramos adolescentes, y nuestra madre adoptiva falleció hace tres años de lo que a los patólogos les gusta llamar causas naturales, pero que en realidad son el resultado de un exceso de bebidas alcohólicas, tranquilizantes, comida rápida, tabaco, falta de ejercicio y un corazón demasiado agobiado por toda esa mierda para poder seguir así. En realidad, causas totalmente nada naturales.
—¿Dónde se encuentran enterrados?
—Los dos fueron incinerados. No se erigen monumentos a personas como ellos, a no ser que uno esté completamente fuera de… —Se interrumpió y pensó que aquello era precisamente lo que, en un sentido inusualmente indirecto y psiquiátrico, estaba haciendo su hermano.
La detective Barren absorbió la información, la archivó mentalmente y contempló la casa. He ahí un monumento, pensó, y de pronto se le ocurrió una idea.
—Espere aquí un momento.
—Ni hablar —replicó Jeffers.
Ambos se apearon del coche y se acercaron a la casa.
La detective Barren llamó al timbre. Al cabo de pocos segundos oyó unas pisadas rápidas en el interior y una voz joven que exclamaba:
—¡Ya voy yo! ¡Ya abro yo! ¡Seguro que es Jimmy!
La puerta se abrió de par en par, y vio a un niño de cabello muy rubio que tendría unos cinco o seis años. El pequeño miró a la detective Barren y a Martin Jeffers, puso cara de desilusión y se volvió, chillando hacia el interior de la casa:
—¡Mamá! ¡Son adultos! —Su voz llevaba un tinte de traición. Luego se giró hacia ellos y les dijo—: ¡Hola!
—¿Están en casa tu mamá o tu papá? —preguntó la detective Barren.
Antes de que el niño respondiera, oyó unos pasos presurosos y tímidos y surgió ante ella una mujer de aproximadamente su misma edad, vestida con vaqueros y llevando una paleta de jardinería en la mano.
—Perdonen —dijo, secándose la frente—. Estaba atrás y esperábamos a un amigo de mi hijo. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Hola —saludó la detective Barren. Mostró su placa dorada de detective—. Me llamo Mercedes Barren y soy oficial de policía detective. Estamos investigando la desaparición de este hombre… —Alzó la foto de Douglas Jeffers—. Hemos pensado que a lo mejor usted podría haberlo visto.
La mujer miró la foto, claramente desconcertada por el hecho de estar hablando con un detective en mitad de un caluroso sábado por la mañana.
—No —contestó—. ¿Por qué? ¿Por qué iba a haberlo visto? ¿Ocurre algo?
—Nada de qué alarmarse —mintió la detective Barren—. Ese caballero, que es familiar de mi compañero aquí presente, vivió en este mismo barrio. Se nos ha ocurrido que, dado que ha desaparecido, tal vez hubiera venido a echar una mirada al lugar en que se crió, eso es todo. Nada que sea motivo de alarma. Además, era una posibilidad bastante lejana, la verdad.
—Oh —dijo la mujer, como si el batiburrillo de mentiras y verdades de la detective Barren respondiera preguntas en lugar de plantear un millar de otras nuevas—. Oh —repitió. Volvió a mirar la foto—. Lo siento, pero no lo he visto nunca.
—Déjeme verlo —pidió el niño.
—No —replicó la madre—. Billy, vete de aquí.
—¡Pero quiero verlo! —insistió el pequeño.
La mujer miró a la detective Barren.
—Necesita a su amiguito —explicó.
La detective se agachó y le enseñó la foto al niño.
—¿Lo has visto alguna vez? —le preguntó.
El pequeño estudió largamente la imagen.
—Sí. A lo mejor ha estado aquí.
La detective Barren se puso interiormente en tensión, y notó que Martin Jeffers se apresuraba a dar un paso al frente.
—¡Billy! —exclamó su madre—. ¡Esto es serio! No es un juego.
—A lo mejor lo he visto —dijo el niño—. Y a lo mejor ha estado por aquí.
——Billy —dijo la detective Barren con calma, en tono amistoso—. ¿Dónde lo has visto? —El niño medio agitó la mano y medio señaló la calle—. ¿Dijo alguna cosa? ¿Qué hizo?
El pequeño se volvió tímido de repente.
—No. Nada.
—¿Viste el coche? ¿O alguna otra cosa?
—No.
—¿Cuándo fue?
—Hace unos días.
—¿Y qué pasó?
—Nada. A lo mejor lo vi, nada más.
En aquel momento la detective Barren oyó crujir la grava del camino de entrada de la casa, a su espalda, y vio que al niño se le iluminaban los ojos.
—¡Ya han venido! —le dijo el pequeño a su madre—. ¡Ya han venido! ¿Puedo salir, por favor?
La madre miró a la detective Barren, la cual se incorporó y afirmó con un gesto.
—Claro que sí —dijo la madre. El niño salió corriendo de la casa pasando junto a la detective y a Martin Jeffers. Su madre salió también y se situó junto a ellos para ver cómo su hijo y el amigo se ponían a jugar. Saludó con la mano a la otra madre, que estaba sentada detrás del volante del típico monovolumen—. No estoy segura de que se le pueda conceder mucha credibilidad… —empezó a decir.
—No se preocupe —la interrumpió la detective Barren—. Yo tampoco. Y no creo que haya visto a nadie.
—Ni yo —dijo la mujer.
—Gracias por su ayuda —se despidió la detective Barren. Ella y Martin Jeffers emprendieron el regreso al coche. Ella se detuvo un momento a despedirse del niño con la mano, pero éste se hallaba absorto en la emoción del juego y no la vio.
Ya en el coche, Martin Jeffers preguntó:
—¿Qué opina en realidad?
Ella reflexionó unos momentos.
—No creo que haya estado aquí —contestó.
—Yo tampoco —agregó él.
Ambos hicieron una pausa.
—Aunque podría ser que sí —apuntó ella.
—Podría ser. —Otra pausa—. Creo que ha estado aquí —dijo Jeffers.
—Yo también —confirmó la detective Barren.
Martin Jeffers asintió con la cabeza y metió la marcha. No se le había escapado con qué facilidad y sencillez la detective le había mentido a la madre. Acto seguido dio vuelta al coche y se alejó de la casa, así como de la esquiva y alucinatoria visión de la presa que perseguían y de los recuerdos combinados de ambos que ninguno había expresado en voz alta.
Una buena parte del camino hasta New Hampshire transcurrió en completo silencio, tan sólo interrumpido por los sonidos de la carretera que se colaban en los pensamientos de cada uno. Hicieron algún que otro esfuerzo por hablar de trivialidades. Nada más pasar New Haven, Martin Jeffers inquirió:
—¿Está casada, detective?
Ella pensó en mentir, en ofuscar, pero luego se encogió de hombros para sus adentros y se dijo que sería un esfuerzo demasiado grande.
—No. Soy viuda.
—Oh —repuso él—. Lo siento. —Era un convencionalismo.
—Fue hace muchos años. Me casé joven, y mi marido murió en la guerra.
—Por lo visto, la guerra afectó a todo el mundo de un modo u otro.
—¿Estuvo usted en ella?
—No, cuando me llegó el momento instituyeron el reclutamiento por sorteo, y yo extraje el número trescientos cuarenta y siete. Por lo general no soy una persona con suerte, pero esa vez la tuve. No llegaron a llamarme a filas.
—¿Y su hermano?
—La verdad es que fue muy curioso. Él estuvo en la guerra un par de veces, pero siempre trabajando para alguna revista o periódico. Y además abandonó los estudios universitarios. Debería haber sido un tipo con muchas posibilidades de ser reclutado, pero nunca lo llamaron. No sé por qué. —Hizo una pausa y después se atrevió a preguntar—: Usted parece joven. ¿No volvió a casarse?
Ella sonrió a pesar de sí misma.
—Mi marido era mi novio del instituto. Me resultó muy difícil encontrar a alguien que pudiera competir con todas esas emociones desbocadas de adolescente y con la manera en que se traducen en recuerdos de persona adulta.
Martin Jeffers rió levemente.
—No le falta razón —dijo. Y continuó preguntando—: ¿Y por qué le dio por trabajar para la policía?
—Fue accidental, supongo. Cuando llegué a Miami, justo entonces estaba teniendo lugar un juicio por la igualdad de oportunidades. Vi un anuncio en el periódico porque estaban obligados, por orden judicial, a contratar a más mujeres y miembros de minorías, y pensé que no estaría de más probar… —Rió otra vez—. ¿No es ése el estilo estadounidense? Pues eso, respondí al anuncio, casi por diversión, la verdad. Y entonces descubrí que era algo que se me daba bien. Finalmente resultó ser algo que se me daba mejor que a nadie. ¿Y qué me dice de usted?
—¿Lo de ser psiquiatra? Bueno, en realidad hubo dos razones. Una, lo cierto es que no me gustaba la sangre, y para ser buen médico hay que tratar a diario con sangre; y dos, no soportaba la idea de perder a los pacientes. Eso hizo que me alejara de muchas ramas de esta profesión. Y supongo que también hay un tercer motivo: que siempre es interesante. La gente fabrica infinitas variaciones de varios temas comunes…
—Eso es verdad —convino ella.
—Ya lo ve —replicó Jeffers—, otra vez estamos diciendo las mismas cosas.
Ella afirmó con la cabeza. Pensó en la carta encabezada con un «Querido John» que había leído en los archivos de Jeffers.
—¿No tiene a nadie con quien compartir todo eso?
Vio que él ordenaba sus ideas antes de hablar.
—No…, en realidad, no. No estoy seguro de por qué, pero he desarrollado una vida bastante encerrada, y además el trabajo en el hospital me exige mucho tiempo. Y luego, en psiquiatría como en cualquier rama de la medicina, hay mucho de estudio y de esfuerzo para mantenerse actualizado que requiere un tiempo considerable. Así que no, en realidad no hay nadie.
La detective asintió. «Y además tienes terror de ti mismo», pensó.
La conversación se desvaneció entre el rítmico rozar de los neumáticos sobre el asfalto y el constante zumbido del motor. La detective Barren se dijo que ambos rivalizaban bien. Concedió al médico un grado significativo de capacidad para impresionarla; había sufrido un estrés considerable, y sin embargo controlaba su lengua. Ella había tratado con muchos hombres resabiados, criminales en su mayoría, los cuales, cuando se los sometía a un grado de presión bastante menor del que había soportado Jeffers, se abrían igual que una flor.
No estaba segura de que Jeffers estuviera en lo cierto respecto de su hermano; si se enfrentara a la verdad y a las pruebas, a lo mejor confesaría. Aquello lo consideraba un problema; una confesión, aunque fuera egoísta y jactanciosa, podría ser suficiente para acusarlo de los crímenes. Se imaginó el cadáver de su sobrina tendido bajo los helechos y las sombras oscuras de las palmeras. Quizá no todos, pero seguro que algunos sí. La literatura policial está repleta de confesiones de hombres que, cuando se los detenía por imprudencia al cruzar la calle, de pronto empezaban a reconocer haber cometido asesinatos en serie. Se acordó de un individuo de Texas que admitió haber cometido más de doscientos o trescientos. Era un vagabundo que tenía una peculiar tendencia al suicidio. Lucas, se llamaba. Recordó haber visto una foto de él en una edición de noticias, de pie junto a un detective tocado con un sombrero tejano, delante de un mapa del sudeste de Estados Unidos. El sombrero era de color blanco, lo cual le hizo pensar que así era como se hacían las cosas en Texas. Quizá los malos debían vestir de negro. El mapa de la pared que tenían los dos hombres a la espalda estaba salpicado de puntos, que correspondían a pequeñas chinchetas de colores, y tardó unos momentos en comprender la conexión existente entre el mapa, las chinchetas y el hombre que sonreía obscenamente a la cámara.
«Todos los artistas son egoístas —reflexionó—. Y también todos los asesinos». Se imaginó mentalmente a Douglas Jeffers.
«Tal vez su hermano tenga razón. Tal vez admita sus crímenes para así obtener cierto grado de satisfacción con la publicidad». Se lo imaginó sonriente, posando, aceptando esa extraordinaria y perversa celebridad americana que acompaña a los crímenes que causan sensación. Seguro que disfrutaría inmensamente con toda aquella atención.
Se vio inundada de imágenes; Charles Manson en un tribunal, mostrando de pronto el Times de Los Ángeles para que lo vieran los miembros del jurado que se ocupaba de los casos Tate-LaBianca, con aquel gigantesco titular que gritaba: MANSON CULPABLE, AFIRMA NIXON; David Berkowitz entrando en la sala donde lo juzgaban, canturreando: «Stacy era una puta, Stacy era una puta», arrastrando la «u» como si fuera un mantra obsesivo, con la familia de la pobre víctima enfurecida y forcejeando, intentando echarle la mano encima a su atormentador. Al día siguiente, el New York Times publicó un notable retrato a lápiz y tinta, el cual ella y los demás detectives de la unidad contemplaron con tristeza e incredulidad; el doctor Jeffrey McDonald diciendo a un periodista que era absolutamente falso que hubiera matado su esposa v sus dos hijos pequeños, y mucho menos en un ataque casi psicótico de furia, y que el hecho de que lo hubieran acusado de asesinato era una equivocación o, peor aún, una conspiración.
Imaginó a otros individuos convertidos al instante en celebridades gracias a un delito y una acusación. Recordó al aristocrático Claus von Bülow con una sonrisa satisfecha e irónica en la cara, posando para un fotógrafo de famosos de Vanity Fair con un traje de cuero negro y en compañía de su amante, en los días posteriores a que fuera exculpado del crimen de inyectar insulina a su mujer y causarle un coma irreversible. Vio a Bernhard Goetz parándose delante de una colección de micrófonos, mirando con expresión inofensiva por encima de sus gafas y diciendo a un sinfín de cuadernos y flashes y a las noticias de las seis que él no había hecho nada malo al disparar a los cuatro adolescentes que lo agredieron en el metro.
Vio a Douglas Jeffers sumándose al mismo desfile, y aquel pensamiento la puso enferma.
Bajó la ventanilla de su lado y aspiró una profunda bocanada de aire.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Martin Jeffers.
—Sí —repuso ella—. Es que necesitaba un poco de aire fresco.
—¿Quiere que paremos?
—No —respondió ella con firmeza—. No quiero parar hasta que lleguemos.
Y continuaron el viaje.
Ya hacía tiempo que había oscurecido cuando llegaron a las inmediaciones de Manchester. Se habían detenido una vez a poner gasolina, y la detective Barren había corrido a entrar en el restaurante estilo cafetería y al servicio que se encontraba al fondo del mismo mientras Martin Jeffers llenaba el depósito y miraba el nivel de aceite. Ella compró café, un par de refrescos y dos sándwiches, de atún y de jamón y queso. Los sándwiches eran de pan blanco y gomoso, y venían sellados en envases de plástico transparente. Cuando regresó al coche, le ofreció los dos a Jeffers.
—Escoja —le dijo.
—Dirá más bien que escoja un veneno —replicó él, mirando los sándwiches. Tomó el de jamón y queso y enseguida lo atacó—. Me encanta el atún —afirmó.
Ella se sumó a la carcajada.
En aquel momento Martin Jeffers pensó que hacía mucho tiempo que no oía a una mujer reír sin ambages. No creía que volviera a oírla reír de nuevo. Recordó por qué la detective estaba con él y qué pensaba hacer si se le presentaba la ocasión.
Así que se advirtió a sí mismo que debía actuar con cautela. «Nada de ir a tumba abierta; cuestiónalo todo para tus adentros». «No confundas un poco de risa con un síntoma de confianza. Ni tomes una sonrisa por un gesto de afecto». «No te fíes de nada, permanece alerta». Cobró ánimo contra la fatiga provocada por la carretera y las emociones y siguió conduciendo sin pausa, adentrándose en la creciente oscuridad.
En el extrarradio de Manchester descubrió el cartel de un Holliday Inn que resaltaba en fuerte contraste con la negrura de la noche de New Hampshire. Gesticuló y preguntó:
—¿Qué le parece ese sitio? Esta noche ya no vamos a poder hacer nada, y los dos llevamos muchas horas sin dormir…
Ella asintió; una parte de ella se negaba a reconocer que estaba extenuada, la otra exigía que lo aceptase.
—Bien.
Rellenaron dos hojas de inscripción individuales y cada cual utilizó su propia tarjeta de crédito, lo cual pareció tomar por sorpresa al empleado. Cuando les entregó las llaves, la detective Barren sacó de pronto la fotografía de Douglas Jeffers y se la enseñó.
—¿Lo ha visto? ——exigió—. ¿Ha estado aquí durante las últimas semanas?
El empleado observó la foto.
—No puedo decir que recuerde su rostro —respondió.
—Revise el registro —dijo Martin Jeffers—. Busque Douglas Jeffers. Es mi hermano.
—No puedo hacer eso… —se defendió el otro.
La detective Barren extrajo su placa dorada.
—Sí que puede —le dijo.
El empleado miró la placa.
—No tenemos registro —dijo—. Todo está informatizado. Los nombres se borran todas las semanas…
—Mire de todas formas —insistió Martin Jeffers.
El empleado afirmó. Pulsó varias letras en un teclado de ordenador.
—Nada —dijo.
—¿Ese ordenador está conectado con los de otros Holliday Inn? —quiso saber la detective Barren.
—Pues sí, lo está —contestó el empleado—. Sólo para los tres que existen en esta zona.
—Pruebe en ellos —exigió otra vez.
—Bueno, no estoy seguro de cómo se hace, pero voy a probar de todos modos. —Estuvo enredando con el teclado, pulsando rápidamente diversas combinaciones de letras y números—. ¡Ya está! —exclamó de pronto.
—¡El nombre! —dijo Martin Jeffers.
—No, no, lo siento —dijo el empleado—. Es que acabo de averiguar cómo se hace. Ahora voy a examinar los nombres. —Pulsó más letras, y después sacudió la cabeza en un gesto negativo—. No aparece en los siete últimos días —declaró.
—Gracias por intentarlo —dijo la detective Barren.
—¿Tiene algún problema esa persona? —inquirió el empleado.
—Podría denominarse así —replicó la detective Barren—. Pero por el momento es tan sólo una persona desaparecida.
El empleado asintió.
Martin Jeffers llevó el petate de la detective Barren hasta la habitación. Ella le permitió hacerlo para dar un aspecto de inocencia a dicha acción. Sabía que si hubiera insistido en transportarlo ella, él habría deducido que era allí donde guardaba el arma. Sabía que probablemente lo descubriría de todas maneras, pensando un poco. Pero a lo mejor no, y ella siempre buscaba la menor ventaja que pudiera obtener.
Al llegar a la puerta de sus respectivas habitaciones, los dos se miraron el uno al otro.
—¿Quiere que intente buscar algo de comer? —ofreció Martin Jeffers.
Ella negó con la cabeza.
—Bien —repuso él.
Ambos guardaron silencio.
—Necesito que me dé su palabra —dijo Jeffers.
—¿Cómo dice?
—Prométame que, una vez que yo entre en la habitación, no se marchará sin mí.
Ella estuvo a punto de sonreír. Aquello mismo era lo que ella temía de él.
—Si usted me promete lo mismo.
Jeffers afirmó con la cabeza.
—¿Entonces estamos de acuerdo?
Ella asintió también.
—Por qué no salimos a las nueve —sugirió Jeffers—. Pediré en conserjería que nos despierten.
—A las ocho —repuso ella con firmeza—. Hasta entonces.
Moviéndose a la misma velocidad, cada uno abrió la puerta de su habitación y penetró en la misma. Pareció un extraño ballet, oculto a la vista, pero, gracias a las delgadas paredes del hotel, no necesariamente oculto al oído. Los dos se detuvieron y aguzaron los sentidos por si percibían algún sonido procedente de la habitación del otro. Acto seguido avanzaron hasta el centro de la habitación, y cuando se dieron cuenta de que el otro estaba al lado y probablemente escuchando con la misma desconfianza, tras unos momentos de actividad se metieron en la cama.
Manchester fue en otro tiempo una ciudad industrial, y aún conservaba una sensación de mugre de oficina y trabajo duro, con imperturbables edificios de ladrillo y fábricas que quedaban sólo parcialmente disimulados por el intenso verdor de finales del verano de New Hampshire. La detective Mercedes Barren y Martin Jeffers desayunaron brevemente y en silencio y a continuación partieron abriéndose paso entre los que madrugaban para ir a la iglesia y el fuerte sol. Hablaron poco, y tampoco llevaban un plan establecido; se limitaron a navegar por las calles deteniéndose en los restaurantes de comida rápida, gasolineras, otros moteles y hoteles, cualquier lugar en el que Douglas Jeffers hubiera podido pasar un rato y hubiera hablado con alguien lo suficiente como para que se acordaran de su rostro.
La detective dudaba que, incluso aunque lo recordara alguien, dicho conocimiento valiera la pena; pero, tal como apuntó Martin Jeffers, si habían de dar con su paradero, aunque sólo fuera por una vez, al menos tendrían una cierta idea de adonde se dirigía.
Ella se mostró escéptica. Él también. Pero ambos concedían, para sus adentros, que se sentían mucho mejor haciendo algo, aunque sólo fuera ilusionándose por creer estar haciendo algo, que habiéndose sentado a esperar.
Y ambos anhelaban lo mismo: algún ligero contacto que los pusiera al alcance de Douglas Jeffers. Era como si al llegar al mismo lugar en que había estado su presa consiguieran captar su olor.
Con todo, la detective Barren se sentía un poco tonta. Sabía que las probabilidades de tener éxito eran muy escasas; pero, nunca le había disgustado esta parte del trabajo policial. Algunos detectives odiaban la monotonía que implicaba el tener que formular la misma pregunta una y otra vez, intentando registrar el pajar entero, y preferían con mucho saltárselo. Por el contrario, ella se daba cuenta de que una buena parte de su éxito se debía a su tesón, y era capaz de sentirse perfectamente contenta, feliz de verdad, haciendo una pregunta tras otra. Martin Jeffers sentía de modo parecido; una gran parte de su trabajo consistía en repetir lo mismo una y otra vez, los mismos recuerdos, las mismas circunstancias, los mismos hechos, hasta que a fuerza de persistir quedaban desactivados.
Ya era por la tarde cuando Jeffers preguntó:
—¿Por qué no probamos en la comisaría de policía? Sólo por ver si ha estado allí.
—Lo estaba reservando para el final —replicó la detective Barren.
—Ya hemos llegado al final —dijo él—. Si mi hermano ha estado aquí, desde luego no ha armado mucho escándalo.
—No creo que haya estado aquí —dijo la detective—. Y eso sólo significa que puede que aparezca en cualquier momento.
Jeffers asintió.
—Pero yo todavía tengo un trabajo y compromisos que me esperan tras un viaje de regreso de ocho horas a Nueva Jersey. Si usted quiere quedarse por aquí…
—No —respondió ella. «Estamos juntos en esto», pensó al mismo tiempo—. No, continuaremos juntos hasta que…
Jeffers la interrumpió.
—Hasta que lo resolvamos.
—Exacto.
—Bien, vamos a la comisaría.
Martin Jeffers consultó la dirección de la Comisaría Central de Policía mientras la detective Barren enseñaba la foto a otro empleado de gasolinera, pero sin resultado alguno. Siguiendo las indicaciones que le dieron, recorrió una serie de deprimentes calles de la ciudad, cada una de ellas más ruinosa que la siguiente. La comisaría se encontraba en la zona más mugrienta del centro urbano. La detective Barren se fijó en el número de coches patrulla que pasaban por aquel barrio y supuso que debían de estar cerca. Por fin descubrió a su izquierda un edificio grande de ladrillo rojo.
—Ahí está —dijo, señalando.
Martin Jeffers reflexionó un instante.
—Ése no es —anunció—. Ése es nuevo, o sea, relativamente nuevo. El edificio que yo recuerdo era antiguo. —Detuvo el coche cerca del edificio—. Fíjese en la piedra de la esquina —dijo.
La detective Barren se volvió y siguió su mirada. «Erigido en 1973», leyó en una losa gris ubicada en la esquina del edificio. Martin Jeffers aparcó el coche y dijo:
—Vamos a preguntar.
En el interior todo eran luces fluorescentes y diseño moderno, pero ligeramente ajado por el uso. Se acercaron a un sargento que estaba detrás del mostrador y la detective Barren sacó su placa. El oficial era un individuo corpulento, probablemente feliz de ocuparse de la recepción e igual de ducho en evitar la polémica que en eludir una misión en la calle.
—Ah, Miami —dijo el sargento en tono de satisfacción—. Mi cuñado tiene un bar en Fort Lauderdale. Fui a verlo en una ocasión pero tiene demasiados críos, ya sabe lo que quiero decir. ¡Y qué calor hace! Bueno, ¿y qué puedo hacer por usted, detective de Miami? ¿Qué necesita de Manchester?
Pronunció el nombre de la ciudad con un acento que hizo sonreír a la detective Barren.
—Dos cosas —respondió, sonriendo—. ¿1 la visto a este hombre? ¿Y no había en otro tiempo una comisaría de policía antigua en el centro de Manchester?
El sargento estudió la foto.
—No, creo que no lo he visto. ¿Quiere que haga unas fotocopias y las distribuya cuando se pase lista? Si se busca a este tipo, deberíamos saberlo. ¿Qué opina usted?
La detective Barren reflexionó rápidamente acerca de aquel ofrecimiento. «No. Es mío».
—No —respondió—, en este momento sólo se le busca para interrogarlo y en realidad no tengo suficientes motivos para que ustedes intenten detenerlo. Sólo estoy realizando ciertas indagaciones, ya sabe.
El sargento afirmó.
—Como quiera —dijo—. Era sólo por ayudar.
—Se agradece —repuso ella.
El policía sonrió.
—Bueno —añadió—, respecto a eso de la antigua comisaría, de hecho hubo dos. Hasta mediados de los años sesenta éramos como un conjunto de pueblecitos. Teníamos comisarías por todas partes. Después se agruparon todas en este único y bonito edificio que está viendo… —Señaló a su alrededor con las manos antes de proseguir—. La mayoría de ellas fueron derruidas. Una pasó a ser un montón de bufetes de abogados, la que estaba más cerca del juzgado. Me parece que otra fue convertida en un bloque de pisos. Ésa se encuentra en la otra parte de la ciudad, la parte bonita… —Rió—. A veces me da por pensar que eso es lo que nos va a pasar a todos cuando nos vayamos al otro barrio, que nos convertirán en un bloque de pisos. Directo hacia el cielo, supongo. —Rió nuevamente, y tanto Martin Jeffers como la detective Barren sonrieron con él, reconociendo que había algo de verdad en aquella queja.
—¿Cuál se transformó en la Comisaría Central? ¿La más grande de todas? —inquirió Jeffers.
—La que está situada enfrente del juzgado.
—¿Cómo se va a ella?
—Infringiendo la ley.
—¿Perdón?
—No era más que una pequeña broma. ¿Que cómo se va al juzgado? Pues infringiendo la ley… Bueno, ya digo que no era más que una broma. Vayan recto por esta calle, y pasadas seis manzanas giren a la derecha para tomar Washington Boulevard. Esa calle lleva al juzgado.
Le dieron las gracias al sargento y se fueron.
—Vamos a pasar por delante un momento —sugirió la detective Barren.
Jeffers se mostró de acuerdo.
—Bufetes de abogados. Resulta muy apropiado. Es como reciclar basura.
Ella sonrió.
—Otra bromita —dijo Jeffers.
Encontraron el edificio sin dificultad. Jeffers guardó silencio durante unos momentos, contemplándolo.
—La fachada parece ser la misma —terminó diciendo. La detective Barren tuvo la impresión de que su voz había adquirido súbitamente un tinte de falsa determinación, como si al hablar con voz fuerte él lograra serlo también. Aparcó el coche enfrente y se quedó mirando el edificio por la ventanilla—. Hacía viento, estaba oscuro y llovía —dijo—. Recuerdo que aquella noche este sitio parecía malvado y condenado, como si tuviera un cartel encima de la puerta que dijera: Abandone toda esperanza aquel que entre en este lugar…
Sin esperar a la detective Barren, se apeó bruscamente del coche y subió a zancadas un ancho tramo de escaleras que conducían a la puerta principal. Agarró el picaporte y tiró.
—Está cerrado con llave. Es domingo, y las oficinas están cerradas. —La detective Barren lo miró—. Gracias a Dios —dijo Jeffers. Ella vio que se estremecía ligeramente—. ¿Sabe lo que se siente cuando se es un niño y se está solo? Los niños son capaces de adaptarse maravillosamente a miedos concretos, como un dolor, una enfermedad o una muerte. Es lo desconocido lo que les resulta aterrador. Ellos no cuentan con una base de conocimientos de cómo funciona el mundo, así que se sienten completamente vulnerables.
»¿Sabe lo que recuerdo de aquella noche? Oh, lo siento todo vivido y atroz, pero también me acuerdo de que me apretaban mucho los zapatos y necesitaba otros nuevos, y pensé que ya no iba a poder tenerlos jamás y que tendría que hacerme mayor sin tener zapatos nunca más. Recuerdo que estaba sentado y que tenía tantas ganas de ir al baño que ya me dolía, pero estaba demasiado asustado para decírselo a nadie. Lo único que sabía era que no debía moverme de aquel banco en el que nos habían ordenado esperar. Doug cuidó de mí. Por alguna razón, él sabía más. No sé, de pequeño siempre tuve la sensación de que él sabía lo que yo estaba pensando antes de pensarlo siquiera. Supongo que todos los hermanos menores adjudican las mismas propiedades mágicas a su hermano mayor. Es probable que yo estuviera revolviéndome demasiado. Sea como fuere, él me llevó al cuarto de baño, y también me dijo que iba a cuidar de mí y que no me preocupase, que siempre lo tendría cerca. No sé hasta qué punto lo dijo en serio, pero el hecho de oírle decir aquello me dio una gran seguridad. Creo que pensé que aquella noche me iba a morir, hasta que él me cogió de la mano…
El sol estaba empezando a ponerse, y la voz de Martin Jeffers fue deslizándose hacia las sombras.
«En eso consiste la infancia —pensó la detective Barren—, en buscar refugio de un miedo tras otro hasta que uno se hace lo bastante fuerte, mayor y experto para ahuyentar dichos miedos. Claro que hay algunos miedos que no se vencen nunca».
Miró a Martin Jeffers, que estaba contemplando el edificio.
—Doug es mi hermano —dijo—. Ahora ya somos adultos y él está haciendo esas cosas tan terribles y yo tengo que detenerlo. Pero aquella noche me salvó la vida. Estoy seguro. —Martin Jeffers desvió la mirada del edificio—. Vámonos ya. Vámonos de aquí de una vez.
»Tiene que detenerlo…
Agarró del brazo a la detective Barren y bajó las escaleras medio llevándola a rastras. Ella no se resistió.
—Vámonos del todo, de vuelta a Nueva Jersey. Ahora mismo —insistió.
La detective Barren no contestó nada, pero asintió con la cabeza. Percibió que el semblante del médico volvía a mostrar aquella expresión de conflicto y profundo dolor. Por un instante experimentó una especie de tristeza doble, una por el recuerdo del niño abandonado que continuó buscando a su madre durante toda la vida, otra por el adulto destrozado por conocer cosas terribles. Entonces pensó, extrañada, que había sido mala suerte que hubiera conocido a Martin Jeffers de aquella manera tan horrenda, que en otras circunstancias distintas probablemente habría llegado a caerle bien. Y aquella reflexión la hizo sentirse triste también por sí misma. Pero rápidamente se sacudió dicho sentimiento y pasó a su lado del coche.
«Lo siento, Martin Jeffers. Lo siento muchísimo, pero tienes que seguir adelante. Llévame hasta tu hermano». Estaba segura de que así lo iba a hacer, pero también tuvo la seguridad, en aquel preciso momento, justo cuando Jeffers le daba la espalda al edificio manteniendo la cabeza en una postura con la que esperaba que ella no pudiera ver las lágrimas y se dejaba caer detrás del volante, de que jamás traicionaría a su hermano.
Ya era cerca de medianoche, cerca del final de otro viaje en silencio, cuando cruzaron el puente George Washington, dejaron a su izquierda la ciudad de Nueva York con su constante iluminación y se alejaron rápidamente de ella. La detective Barren, en el asiento del pasajero, tenía los ojos cerrados, y Martin Jeffers supuso que estaba dormida. Maniobró por entre el tráfico nocturno, todavía denso. Sus ojos captaron las series de enormes indicadores de carretera de color verde que dirigían a los viajeros hacia una docena de direcciones distintas, y reflexionó sobre la gran convergencia de personas y máquinas que se juntaban en el puente: carreteras 4,46 y 9W, el Palisades Parkway y la gran cinta que forma la interestatal 95 que discurre norte-sur y la cinta negra, igualmente grande, que es la interestatal 80, que va de este a oeste. Las luces de los coches que venían en contra perforaban la oscuridad cegándolo brevemente con una ráfaga luminosa y después desaparecían. Cuando volvía la vista hacia los carriles contrarios, apenas alcanzaba a distinguir la forma de los otros coches, y se le ocurrió la extraña idea de que su hermano se encontraba entre ellos. «Podría estar en cualquier parte —se dijo—. Podría estar en cualquier parte, pero yo sé que está aquí. Podría ser cualquiera de esas luces que pasan. Ésa, o esa otra, o aquella de allí, pero seguro que es una de ellas». Sintió deseos de llamarlo a voces, pero no podía. «Estás ahí. Lo sé. Por favor».
Después meneó la cabeza para sacudirse aquel pensamiento y comprendió que era una tontería, que estaba agotado y probablemente sufría alucinaciones, y siguió conduciendo sin saber que además estaba en lo cierto.