Anne Hampton estaba sentada en el coche, sola, observando cómo Douglas Jeffers trajinaba en el capó comprobando el aceite y el agua. Era por la mañana, temprano, y se encontraban frente al motel Sweet Dreams de Youngstown, Ohio, muy cerca de la carretera interestatal. Desvió la mirada y la posó en la pila de cuadernos que tenía junto al asiento. Cogió la pila y contó: once. Tomó uno del centro del montón y lo abrió por el medio. Vio los apuntes de una de las frecuentes lecciones de historia de Jeffers: enero de 1958. Charles Starkweather y Caril Ann Fúgate. Lincoln, Nebraska, y alrededores: «Asesina sin ningún plan establecido, sin mucho orden, sin pensar y sin prestar atención, de forma bastante aleatoria, a excepción de la familia de la joven. Una verdadera pesadilla americana, cuando nuestros hijos se vuelven contra nosotros. Charlie se consideraba un rebelde como James Dean y mató a diez personas, entre ellas a su hermana, que era muy pequeña. Fue a la silla eléctrica en el 59». Debajo de aquel apunte había escrito la sinopsis del escueto comentario de Jeffers: «Estaban enamorados, pero al final ella se volvió contra él. Tenía catorce años».
Cuando tenía que darse prisa, escribía con letra más grande y más infantil, observó Anne Hampton, no con aquel trazo más cuidadoso y preciso para tomar apuntes que recordaba de las clases en la facultad. Aquél era un recuerdo vago y lejano, como si su época universitaria hubiera sido años atrás, no meramente semanas.
Anne Hampton reflexionó: «… Pero al final ella se volvió contra él». Jeffers había dicho aquello amargamente, como si fuera aquel detalle lo chocante, y no los acontecimientos que lo precedieron. Pronunció la frase en voz alta, sin alzar el tono para que él no pudiera oírla:
—Al final ella se volvió contra él.
«Debió de desear vivir», pensó Anne Hampton.
«Debió de creer que la vida era algo caro y preciado y que a lo mejor podía llegar a ser una persona especial, o incluso una persona ordinaria, a pesar de la negrura, la sangre y la muerte, y que el hecho de vivir no se veía destruido por lo que le había sucedido. Sólo tenía catorce años, y sabía que podía haber algo más. Debió de experimentar algo mágico, maravilloso, intenso, y decidió vivir».
«A toda costa». Anne Hampton se preguntó dónde podría encontrar ella esa misma energía.
Contempló nuevamente aquellas frases escritas sobre el papel blanco rayado de azul. Hubo una ocasión en que Jeffers la observó escribiendo furiosamente, y comentó que le recordaba a muchos reporteros con los que había trabajado, hombres que tenían sus propios métodos de taquigrafía, que daban como resultado unos jeroglíficos ilegibles hasta para un criptógrafo experto pero que para su autor estaban tan claros como una hoja impresa.
La recorrió un escalofrío y recordó la sensación de vértigo que había experimentado dos noches antes, cuando él le anunció que necesitaba examinar los apuntes.
Fue un momento terrorífico.
Le hizo aquella exigencia tarde, después de registrarse ambos en otro motel olvidable, después de haber pasado demasiadas horas en la carretera, agotada por el ruido, la velocidad y los faros que horadaban la oscuridad y les herían los ojos. Jeffers agarró las bolsas y gruñó:
—Tráete los apuntes.
Ella los cogió con precaución, dolorida, como si no fuera lo bastante fuerte para sostener nada más.
—Aquí están.
Él abrió la puerta y dejó las bolsas encima de una de las camas gemelas.
—A ver —dijo.
Tomó asiento frente al pequeño tocador y fue pasando las hojas. Ella se quedó encogida en una silla del rincón, procurando dejar la mente en blanco. Pero los pensamientos fueron acudiendo uno tras otro a su imaginación. «No va a ser capaz de entender lo que pone —se dijo—, y se dará cuenta de que le he resultado inútil, y entonces, oh, Dios, estoy perdida», concluyó, aterrorizada. Cerró los ojos en un intento de protegerse del miedo, pero el crujido de las páginas al pasar se le hizo ensordecedor. Al cabo de unos minutos, Jeffers, después de hojear rápidamente los párrafos del final, lanzó los cuadernos a un lado y se estiró.
—Dios, estoy hecho polvo —dijo—. Bueno, no están mal. De hecho están bastante bien. Puedo leerlos sin problemas. Vale, hay algún que otro punto oscuro, como cuando intentaste escribir yendo por aquella carretera de Michigan llena de hojarasca helada del invierno pasado. Aquello era como una montaña rusa, de modo que la letra está llena de altibajos, de acá para allá. —Sonrió—. Pero en general yo diría que lo estás haciendo bien. Muy bien. Como ya me imaginaba.
Anne Hampton deseó sentirse menos complacida por aquellos elogios.
Jeffers le devolvió los cuadernos y a continuación le dio un toquecito en la coronilla de la cabeza, casi como si estuviera acariciando a un animal o concediendo una bendición. Al principio fue una sensación relajante y permaneció sentada, observando cómo Jeffers se ausentaba para entrar en el cuarto de baño.
Pero luego regresó otro miedo.
«Estás sola. No lo olvides».
«No confundas el placer del elogio con el dolor de un golpe». Intentó endurecer el corazón, acostada despierta en la oscuridad hasta que el sueño se apoderó de ella y ahogó tanto su confusión como su decisión.
Al día siguiente Jeffers le dijo cómo servirse de la memoria además de los apuntes; cómo anotar una palabra o una frase y después, mediante la concentración, recordar palabra por palabra lo que se ha dicho. Para su sorpresa, descubrió que aplicando aquellas técnicas su memoria pareció adquirir la precisión de una novela, lo cual la complació, fue como recibir un regalo. Jeffers le dijo también que anotara situaciones y horas concretas, que aquello la ayudaría a reconstruir lo escrito cuando fuera necesario. Sin embargo, ella dudaba que tal cosa fuera posible; le daba la sensación de que todo estaba inconexo, que cada lugar que visitaban era aislado y singular, que el único vínculo de unión entre unos y otros era la memoria de Jeffers.
Cada parada que hacían, como sus cambios de humor, era inesperada e igual de aterradora, y dependía sola y exclusivamente de sus razones particulares y su plan de actuación.
Lo más al norte que habían viajado era Hibbing, Minnesota, y lo más al oeste que habían llegado era Omaha, Nebraska, casi lo bastante cerca como para imaginar las Rocosas elevándose por encima de las llanuras, lo cual agitó recuerdos de su hogar y de su familia que le parecieron tan esquivos como la visión de las montañas. Kansas City, Iowa City, Chicago, Fort Wayne, Ann Arbor, Cleveland y Akron. Aquellas poblaciones se mezclaban en su cerebro formando un revoltijo de áreas rurales y trazados urbanos. Lo curioso era que tenía la suerte de que Jeffers insistiera en que tomara apuntes con tanto esmero, porque incluso con aquella nueva precisión, su memoria seguía haciendo una mezcolanza de los detalles del viaje.
Oyó a Jeffers canturrear fuera. A aquellas alturas ya sabía que él hacía eso siempre que se sentía feliz llevando a cabo tareas sencillas.
Cerró el cuaderno y los ojos e intentó hacer memoria. Sabía que en Chicago había sido la lección sobre Richard Speck y las enfermeras, y la teoría del gen defectuoso de los asesinos. Hombres delgados, huesudos, con acné y un desarrollo sexual incompleto, dijo Jeffers. Aquello le hizo gracia, y soltó una risita burlona. Después fueron a las zonas residenciales y echaron un vistazo a la casa de Wayne Gacy, en cuyo sótano el que en otro tiempo fue payaso infantil había enterrado a los treinta y tres niños. Jeffers la hizo salir del coche y pararse delante de aquella vivienda de listones de madera blancos, sin ínfulas. Luego se apresuró a tomarle una foto. Había llovido, y Jeffers le dijo «sonríe» mientras ella se acurrucaba nerviosa, temerosa, contra un árbol.
En cambio en el norte de Minnesota el aire era seco y hacía calor, y recordó el color tostado de los trigales, que parecían mecerse como el mar, invitándolos, mientras ellos pasaban por su lado. Aquello fue cuando iban de viaje a…, no consiguió acordarse del sitio. Pero Jeffers le había contado que el campesino loco que había destripado y disecado a sus víctimas había servido de base espiritual para la película La matanza de Texas, la cual él aborrecía, aunque reconoció admirar la capacidad del director de la misma para expresar el miedo mediante la imaginería visual. Ella no fue capaz de entender aquello, pero no le pidió que se lo explicara. Cuando Jeffers pontificaba, lo cual hacía con frecuencia, sabía que lo más sensato era dejarlo explayarse. Cosa contradictoria, cuando se metía en áreas más personales era cuando permitía que ella le formulara preguntas.
Le dijo que quería pasar por la granja Cluitter de Kansas, pero que se encontraba demasiado alejada del rumbo, aunque eso a ella le pareció insólito, dado que el viaje a Minnesota estaba más lejos todavía. Pero cuando se acercaban a Madison, Wisconsin, Jeffers le mostró el centro comercial en que él había recogido en el coche a una joven llamada Irene y dijo que su muerte había sido atribuida a un asesino-violador que al final de la década de los setenta asoló los centros comerciales y los campus de Minnesota y Wisconsin durante casi un año. En Ann Arbor le enseñó la carretera que discurría frente a la universidad y en la que media docena de jóvenes que hacían autoestop habían hecho el último viaje de sus vidas; esto último lo había dicho con un tono aterrador y apocalíptico. Él mismo se había encargado de una de ellas, y afirmó que le había resultado particularmente fácil. Hizo unos ocho kilómetros más por una carretera secundaria, atravesando zonas arboladas, y en determinado momento aminoró la velocidad y señaló el bosque para decirle a Anne Hampton que había depositado a la víctima doscientos metros hacia el interior del mismo.
—El «asesino del campus», así lo llamaban. Fue en 1982. Los periódicos inventaron para él el mismo apodo que para el tipo aquel de Miami.
Cuando enfilaron hacia South Bend, Anne Hampton creyó que era para hablar de otro asesino del campus, pero en cambio Jeffers se detuvo junto a una serie de anodinas viviendas de clase media que bordeaban una calle silenciosa y con árboles. En todos los jardines de las entradas vio carteles de «se vende». No le hizo falta consultar los apuntes para recordar con exactitud la larga descripción que hizo Jeffers:
—Esto sí que fue interesante. Quería verlo con mis propios ojos. Ocurrió hace sólo seis meses. Al parecer, la familia de la derecha era de lo más normal: madre, padre, cinco hijos y un san Bernardo. Por lo visto, uno de los adolescentes andaba muy metido en el panorama local de las drogas, lo cual jodía bastante a la policía. Esa es la clase de información interesante que espero utilizar algún día. Sea como sea, a un lado estaba la típica familia estadounidense de concursos de tartas, boy scouts e izado de bandera el 4 de Julio. Al otro, en fin… En fin, digamos que no se parecían en nada. Hijo único, malos tratos por parte de los padres. Al llegar a la adolescencia, el chico alberga sentimientos persecutorios bastante legítimos. Siempre odió a sus vecinos; ya sabes, pensaba que ellos lo tenían todo y él no tenía nada. ¿Sabes algo de psicología? Bueno, pues mi hermano te diría que la situación tenía todos los ingredientes necesarios para dar como resultado una personalidad paranoica con una vena psicótica. Y lo que sucedió fue más o menos lo siguiente:
»Un día los miembros de la familia típica estadounidense se van al trabajo y al colegio con la fiambrera del almuerzo, un besito en la cara y un hasta luego. El retorcido vecino penetra en la casa empuñando el cuarenta y cinco de su viejo y un par de cartuchos de balas. Lo primero que hace es cargarse al san Bernardo y arrastrar el cadáver al sótano. Buffy, se llamaba el perro. A continuación va disparando a todos los componentes de la familia conforme van llegando a casa y se lleva todos los cadáveres al sótano. Después sale, se va a su casa, guarda el arma de su padre y actúa como si no hubiera pasado nada. ¿Sabes qué fue lo que indignó en realidad a la gente, quiero decir, aparte de la idea de que hubiera un asesino loco en el barrio? El perro. El periódico local publicó tres fotos en la portada, pero la más grande, ancha y alta fue la de una ambulancia llevándose a aquel perro. Los lectores pusieron el grito en el cielo. Quisieron linchar al individuo que mató al perro. ¿Qué clase de monstruo era capaz de pegarle un tiro a un animalito tan grande, tan adorable, tan indefenso? Ya sabes a qué me refiero, eso es lo que dijeron todas las cartas al director. Los polis tardaron semanas en adivinar que quien había cometido el crimen era el maniático de la casa de al lado. Por fin, cuando se lo llevaron detenido, él lo contó todo. Estaba muy orgulloso de sí mismo. Lo cual es más o menos lo que cabía esperar. Quiero decir que, después de todo, tenía aquel odio y aquel problema y los resolvió. ¿Cómo no iba a sentirse satisfecho? Además, no le gustaban mucho los perros.
Anne Hampton cogió el cuaderno número diez. Cerca del final encontró los apuntes que había tomado acerca de aquel crimen, incluido el largo soliloquio de Jeffers. Cotejó con su memoria las apresuradas anotaciones que abarcaban media docena de páginas y encontró que coincidían bastante con lo que ella recordaba. Sentada en el coche, se acordó de una frase o dos que no aparecían en los apuntes, y procedió a escribirlas en el margen. Vio que había anotado literalmente el chiste con el que Jeffers había finalizado su exposición: «El periódico debería haberlo denominado el "asesino canino"».
Levantó la vista bruscamente cuando Jeffers cerró el capó de golpe.
Todavía se estremecía el coche cuando se metió de un salto en el asiento del conductor y le dijo:
—Hora de irse. Tenemos muchos kilómetros por delante antes de poder descansar y demás.
—Sí.
Un momento después le preguntó:
—¿Te gustan las carreras?
—¿Qué tipo de carreras?
—Las de coches.
—No sé. Nunca he visto ninguna.
—Hacen mucho ruido. Rugido de motores, chirrido de neumáticos. En las gradas huele a muchas cosas, a gasolina, a aceite, a crema para el sol, a cerveza y a palomitas de maíz. Te gustará. —Ella asintió con un gesto. Jeffers consultó el reloj—. Tenemos que irnos ahora si queremos pillar los primeros calentamientos. ¿Recuerdas haber ido alguna vez en un coche descapotable en verano, con un chico, escuchando la radio, cuando de pronto irrumpe un anuncio estridente, frenético?
—No, yo no…
Jeffers cambió la voz para imitar el sonido metálico y enloquecido de la radio:
—¡El domingo! ¡El domingo! ¡En el fabuloso circuito de carreras de Aquasco! ¡Coches trucados! ¡Estrafalarios cacharros con motor de inyección! ¡No se pierda la participación del Gran Papuchi en el Okie de Fenokee en una eliminatoria de tres carreras! ¡El domingo! ¡Vea a la Bruja de Mamá con su motor a reacción de dos mil caballos de vapor! ¡El domingo! ¡Aún quedan entradas! ¡El domingo!
Anne Hampton sonrió.
—Me acuerdo —dijo—. Pero el nombre del sitio era diferente.
—Aquasco está a las afueras de Nueva York, en Long Island, creo. En Nueva Jersey oíamos el mismo anuncio para la pista de carreras de Freehold. Y en verano la familia se trasladaba a Cape Cod y oíamos lo mismo pero referido al circuito de Seekonk, nada más pasar Providence. Mi hermano y yo hacíamos juntos una imitación bastante buena de ese anuncio, gritando a los cuatro vientos: «¡Vean los fabulosos Cacharros! ¡Coches trucados con motor de inyección! ¡El domingo! ¡El domingo! ¡El domingo!».
—Había olvidado qué día era.
—Un día de ocio para la mayoría. Pero para nosotros, no. Tenemos mucho trabajo.
Jeffers maniobró para tomar la interestatal.
Llegó el mediodía antes de que se aproximaran a la salida que conducía al circuito de carreras. La interestatal se hallaba casi vacía durante las horas de la mañana, y Jeffers se mantuvo a una velocidad constante, un poco por debajo de la media de los dieciocho ruedas que los adelantaban produciendo con sus motores de gasóleo un ruido inmenso que parecía amenazar con aplastar todo lo que encontraran a su paso y abofeteando el coche con la velocidad del viento. «Los camioneros que conducen los domingos por la mañana invariablemente llegan tarde. Encajan el palo de una escoba en el acelerador, dopan con café a un par de bellezones negros y tan pronto se te echan encima como te adelantan», pensó Jeffers.
Adelantó a un par de policías del estado de Pensilvania con radar que estaban explorando la carretera, y decidió que la próxima vez que hiciera un viaje por carretera se haría con un buen detector de radares, de los que leen varias bandas del radar de la policía. Pensó también que al invertir en un escáner policial portátil podría seguir el tráfico de radio de la policía. Estudió la posibilidad de volar hasta Miami a fin de hacer una visita a una tienda de la que le había hablado un periodista que acababa de regresar de un viaje a Colombia para escribir un reportaje en relación con la droga. Según el periodista, aquella tienda era de las preferidas de los que trabajaban en el ramo. Estaba especializada en equipos de vigilancia y lo último en electrónica de alta tecnología. Aparatos que permiten saber si te han pinchado el teléfono. Aparatos que arrancan el motor del coche desde una distancia de cincuenta metros, perfectos para personas a las que tal vez preocupe qué más puede suceder al accionar el contacto de su coche. Prismáticos de visión nocturna y radios portátiles de canales invulnerables. Jeffers no estaba seguro del todo de que lo que tenía aquella tienda fuera a serle de utilidad, pero se dijo que estamos entrando en una era más tecnológica y es importante estar al día. Sabía que la policía estaría actualizada. Y luego pensó que en efecto aquella forma de pensar era derrotista. Todo su método se basaba en la suposición de que la policía jamás se pondría a buscarlo a él.
«Soy invisible».
«Anónimo. Mortalmente».
«Y eso es lo que me mantiene totalmente a salvo».
Lanzó una mirada a Anne Hampton y vio que parecía estar dando cabezadas.
—¿Boswell? —susurró, pero ella no contestó. De modo que decidió dejarla dormir.
«Va a necesitar fuerzas, pero no durante mucho más tiempo», pensó. Reflexionó sobre la carretera que se extendía frente a él y concluyó que las autopistas de Estados Unidos tenían algo intrínseco que resultaba reconfortante. Se extendían formando líneas interminables, trazando bucles adelante y atrás, cientos de miles de pequeñas conexiones que hacían una gran red del país, igual que las arterias en un organismo vivo. «No existe ni principio ni fin», pensó.
A su lado, Anne Hampton se revolvió.
Nada tiene fin.
Descubrió una valla publicitaria que indicaba el circuito de carreras y sintió una oleada de emoción. «Una lección de ventajas», pensó.
Una lección para ayudar a Anne Hampton a rematar su comprensión de las cosas.
Anne Hampton despertó cuando Jeffers paró en la cabina de peaje. Estiró los brazos todo lo que pudo dentro del reducido espacio del coche y empujó las piernas contra el habitáculo interior en un intento de infundir nuevo vigor a los músculos.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó.
—Casi. Nos faltan dos o tres kilómetros. Sólo hay que seguir las indicaciones y los bólidos.
En aquel momento pasó rugiendo junto a ellos un Chevrolet de diez años de color rojo fuego con el tubo de escape levantado. Anne Hampton supo que se trataba de un Chevrolet porque llevaba todas las ventanillas adornadas con enormes calcomanías blancas con la palabra «Chevy».
—¿Cómo hará ese tipo para ver algo? —dijo en un impulso.
Jeffers rompió a reír.
—No ve nada. Pero tienes que entender que eso no es lo más importante. Las apariencias son algo crucial, tienen prioridad por delante de cualquier consideración trivial, como la seguridad, por ejemplo.
—Pero ¿no lo para constantemente la policía por llevar las ventanillas tapadas? Y tampoco lleva silenciador.
—En primer lugar, sí que tiene silenciador. Probablemente un conjunto de celdas de vidrio. Por lo menos, eso es de lo que hablaba todo el mundo hace veinte años, cuando yo estaba en el instituto. Había que tener un silenciador de vidrio y un «hemi-motor», lo que quiera que eso sea. O que lo fuera entonces. Y la razón por la que la mayoría de los polis no detienen a un chaval que conduce uno de esos trastos es que no hace tanto que ellos eran también chavales como ésos. Y se acuerdan muy bien de lo mucho que mareaban ellos a la pasma de su pueblo hace un par de años, así que ahora que tienen pistola y placa, saben que es mejor dejar el asunto en paz. Ese chaval tendría que ir a ciento treinta para poder detenerlo. O el poli debería haber tenido una discusión con su mujer esa mañana, los niños que llegan tarde al colegio chillando como unos descosidos, el café que quema, los nervios de punta, todo su buen humor echado a perder. Sería como ponerle una multa a él por todo lo que te ha pasado a ti. —Jeffers miró a Anne Hampton, la cual sonrió y afirmó con la cabeza—. Como ves —concluyó—, todo termina volviendo.
Tuvieron que hacer fila tras casi una veintena de vehículos a la entrada del circuito. Anne Hampton bajó la ventanilla y absorbió los ruidos que provenían de las gradas. I a rugir y gemir de los motores al principio le sonó igual que el ruido de animales en busca de contrincantes a los que enfrentarse. Luego se dio cuenta de que cada motor emitía un sonido distinto, único en sí mismo, y que todos juntos se mezclaban formando un muro de diversos tonos y timbres. Era como una colcha tejida con muchos trozos de tela distintos.
El aparcamiento era una explanada polvorienta, repleta de varias hileras de coches y camiones de vivos colores que destacaban sobre el color marrón del suelo de tierra. Jeffers estacionó el suyo junto a un poste de teléfonos que estaba marcado con un signo escrito a mano que indicaba el área 12A.
—Aguarda un minuto —dijo.
Anne Hampton se quedó sentada en silencio, observando cómo Jeffers salía del coche. Lo vio correr por el pasillo que formaban los vehículos aparcados. Lo vio detenerse detrás de un par de coches deportivos. Escribió algo y seguidamente regresó. Pero antes de abrir la portezuela paró un momento junto al maletero y sacó varios objetos que ella no alcanzó a ver.
«Forma parte de un plan», pensó.
El alma se le cayó a los pies, y contempló algunas de las parejas y grupos de personas que cruzaban el aparcamiento y se dirigían a la pista de pruebas. La marea de gente era incesante, y calculó que iba a haber un público considerable.
Sintió calor, luego frío, y si hubiera podido vomitar, lo habría hecho. Se acordó del vagabundo y del hombre de la calle de San Luis.
«Vamos a hacerlo otra vez».
Movió la cabeza en un gesto negativo, temblando ligeramente. Por alguna razón, el hecho de visitar los recuerdos de Jeffers y los puntos que marcaban éstos, con independencia de lo macabro que fuera, al menos resultaba seguro, separado de la acción.
Jeffers le abrió la portezuela y ella salió.
Pero al ponerse de pie se le doblaron las rodillas, y Jeffers tuvo que sostenerla.
La miró fijamente durante unos instantes.
—¡Aaah! —dijo por fin, con cierto timbre de diversión pero con un horrible tono frío y calculador que ella no le había oído desde lo de San Luis—. Has adivinado que no estamos aquí sólo porque nos gusten las carreras…
No terminó la frase. En lugar de ello, la agarró por el brazo y la guió hacia la parte de atrás del coche.
En primer lugar sacó dos chalecos de fotógrafo de color caqui de una bolsa. Uno se lo puso a ella y el otro se lo puso él.
—Te queda bien —dijo.
—Esto, yo…
Acto seguido, Jeffers sacó media docena de tubos con carretes de película de un estuche y los introdujo en las trabillas de la pechera de ella. Después le colgó una bolsa fotográfica alrededor del cuello.
—Esto —dijo cogiendo un largo objetivo negro— es obviamente el teleobjetivo. —Volvió a dejarlo en la bolsa—. Este más corto es el gran angular. Cuando yo te pida uno u otro, o la cámara, tú me los entregas tal cual, como si fueras una experta.
—Sí.
Luego se colgó él mismo un par de cámaras del cuello. Una de ellas se la sujetó a un arnés del pecho, la otra quedó colgando suelta.
—Muy bien —dijo. Extrajo de su bolsa un montón de tarjetas de visita blancas, abrió el bolsillo delantero del chaleco de Anne Hampton y las guardó dentro de él—. Dale una a todo el que te la pida.
Tomó una y se la mostró. Decía lo siguiente:
JOHN CORONA
FOTÓGRAFO PROFESIONAL
Representante de Playboy, Penthouse
y otras publicaciones
Nuestra especialidad es la discreción
Oficina: 1313 Hollywood Boulevard, Beverly Hills
213-555-6646
—El nombre es una broma privada —explicó Douglas Jeffers—, sobre todo para los californianos. Por supuesto tú debes llamarme señor Corona. O John, si resulta apropiado. Eres mi ayudante. Ya te presentaré. Escucha atentamente y enseguida tendrás entendida la historia. ¿Preparada? —Ella afirmó con la cabeza—. Quiero oír tu voz —exigió en tono áspero.
—Preparada —se apresuró a contestar Anne Hampton.
—Quítate de la cara esa expresión de niñita asustada y prueba otra vez.
Ella tragó saliva.
—Estoy preparada —dijo con firmeza.
—Bien. —Jeffers la miró fijamente—. No debería tener que recordarte estas cosas.
—Lo haré bien —aseguró ella.
—Demuéstramelo.
Aquello fue más una amenaza que una petición. Ella asintió.
Douglas Jeffers dio media vuelta, y ella se apresuró a seguirlo.
Cuando llevaban recorrida la mitad de la zona de aparcamiento, Jeffers empezó a hablar de nuevo, pero por su tono de voz parecía distraído.
—Una cosa que siempre me ha extrañado es por qué nos intrigan tanto determinados comportamientos animales. No logramos entender por qué los lemmings se arrojan al mar. Los científicos pasan años estudiando por qué las ballenas de repente se embarrancan en la playa y se dejan morir abrasándose al sol, lo cual, si se piensa un poco, debe de ser una muerte horrible. Los ecologistas las devuelven al mar, y ellas, las muy tontas, nueve de cada diez veces regresan a la playa. Y eso que son animales inteligentes. Y muy saludables, además. En cierta ocasión yo fui a fotografiar a un grupo de ballenas en una costa de Carolina del Norte, para la revista Geo, que pagaba bien y no tardó en quebrar. Pero las ballenas eran preciosas, negras como el azabache y muy poderosas, con un cuerpo que se parece a una bala gigantesca. Son capaces de comunicarse a través de enormes distancias gracias a una habilidad para oír y producir sonidos que los humanos sólo podemos emular electrónicamente. Son una especie antigua y orgullosa, emparentada con los animales más grandiosos. Entonces, ¿por qué de vez en cuando, misteriosamente, se suicidan en masa? ¿Qué motivos tienen? ¿Enfermedad? ¿Engaño? ¿Confusión? ¿Histeria colectiva? ¿Locura? ¿Aburrimiento? ¿Por qué llegan a cansarse de la vida? No tiene mucho sentido. Y sin embargo se suicidan. A menudo, o por lo menos con la frecuencia suficiente para suscitar interés y consternación. Lo mismo sucede con las personas. —Pareció absorto en su reflexión—. ¿Tienes idea de la frecuencia con que la gente se deja morir en la playa? No estoy hablando de las típicas personas solitarias o abatidas, clínicamente depresivas y suicidas por naturaleza, de ésas ya hay muchas. Hablo de personas que aceptan su propia muerte. De cómo contribuyen a que les ocurran las peores cosas.
»Caminaban ordenadamente hacia las cámaras de gas. A ninguno se le ocurrió nunca decir: "¡Que os jodan! ¡No pienso entrar ahí!" y asirse por un momento a su propia humanidad. ¿Sabías que el primer día de la batalla del Somme los británicos perdieron sesenta mil hombres? Y, sabiendo eso, al día siguiente, cuando sonaron los silbatos, los soldados aún se lanzaron contra una pared de ametralladoras y posiciones fortificadas. Eso sucedió en 1916. ¡En el mundo moderno! ¡Imposible!
»En el corredor de la muerte, prácticamente en todos los estados, los presos a los que se va a ejecutar son estrechamente vigilados la noche anterior. Se teme que encuentren un modo de matarse ellos mismos. Al Estado —dijo con amargura— no le gusta que lo engañen, ¿sabes? Pero en el fondo, ¿qué más da? Yo creo que en última instancia el suicidio es el mayor acto de libertad. Eso es lo que quizá podríamos aprender de las malditas ballenas. Ellas están enfermas, aunque no sepamos de qué. Habrá un sida para las ballenas, o algo semejante. Así que abrevian el proceso de morir, ellas mismas se hacen cargo de su vida, asumen el control y toman la decisión. Y nosotros nos preguntamos por qué. Es inexplicable, afirman los científicos. Están desconcertados. Lo que resulta inexplicable es que nosotros no podamos entender por qué hacen algo así cuando parece ser tan obvio. —Jeffers apretó el paso. Sacudía la cabeza adelante y atrás—. Boswell —dijo en un tono que tenía resonancias de soledad—. Estoy mezclando dos cosas distintas. Dependerá de ti desgajar una de la otra.
—¿A mí?
Tras una breve pausa Jeffers añadió:
—La lección de hoy en realidad trata de la aquiescencia. De los lemmings. De observar atentamente cómo las personas se aferran a aquello que va a provocar su muerte. Notable. Recuerdo haber leído en alguna parte lo de ese fotógrafo de Florida. ¿Te acuerdas tú? Fue hace sólo un par de años. Se llamaba Wilder[3], y supongo que eso debió de dar lugar a bastantes bromas en las redacciones de los periódicos de todo el país. Sea como sea, ese tipo secuestró a una chica en el grand prix de Miami. Luego a otra en Daytona, me parece. Hizo un viaje por todo el país, matando gente a su paso y empleando siempre la misma técnica: acude a un acontecimiento deportivo o a un centro comercial, saca la cámara y empieza a tomar fotos de las chicas. No tardando mucho ya tiene a alguna detrás de él, y lo siguiente que recuerdan ellas es que están dentro de su coche y… —Se volvió hacia Anne Hampton—. El resto rellénalo tú.
—Lo recuerdo —dijo ella.
—Pero ¿sabes qué era lo más fascinante de todo? —prosiguió Jeffers—. ¡Que todo el mundo lo sabía! El FBI, la policía local, los periódicos, las cadenas de televisión, ¡todo el mundo! La foto de Wilder circulaba por todas partes, en todas las portadas, en todas las gasolineras. Se describía su modus operandi, se discutía, se diseccionaba, se hacía de todo. ¡Estaba por todas partes! No se podía formar parte de la cultura popular y no estar enterado. No había una sola conversación durante la cena ni una charla en los baños del instituto para echar un pitillo entre clases en que las chicas no dijeran: «Si se te acerca un tipo con barba que quiere hacerte una foto, ¡no te metas con él en el coche!». Pero ¿sabes qué ocurrió?
—Que murió.
—No antes, sin embargo, de que se le metieran en el coche otra media docena de chicas, buscando que las mataran. Notable. ¿Sabes una cosa? Ni siquiera se tomó la molestia de afeitarse la barba, que era el rasgo que dominaba en todas las descripciones que aparecían en los periódicos. Ese sí que es un fenómeno que merece ser estudiado.
—Murió en el Nordeste, creo.
—Sí, en New Hampshire. Dentro de poco iremos allí.
—Le disparó un policía, y la última chica logró sobrevivir —insistió Anne Hampton.
—Fue estúpido y poco cuidadoso —replicó Jeffers en tono tajante.
«Pero la última chica sobrevivió», pensó ella.
Se acercaban a las gradas de la pista.
—No te separes de mí —ordenó Jeffers—. Y mantente atenta a la palabra mágica.
Funcionó.
Una vez dentro de la zona de las gradas, una borrosa mezcolanza de gente, máquinas, vivos colores y ruido incesante, Jeffers demostró ser un experto en acercarse a las bandas laterales. Maniobró por entre la multitud de espectadores y los mecánicos y conductores de los coches escogiendo mujeres jóvenes, solas o en parejas, y empezando por hacerles la foto desde lejos para después acercarse poco a poco hasta conseguir no sólo su atención, sino también que posaran para él. Anne Hampton se sentía casi superada por aquella avalancha de hombros erguidos, mejillas metidas para dentro, perfiles de costado y sonrisas perfectas que saludaban al objetivo de Douglas Jeffers. A éste lo oyó contar la misma historia repetidamente, una y otra vez, mientras ella repartía tarjetas de visita con un entusiasmo ciego que hería su dolido corazón.
Jeffers les decía a las jóvenes que trabajaba para Playboy y que iban a hacer un reportaje titulado «Las chicas de las carreras». Estaba tomando una serie de fotografías preliminares, explicaba. Él y otro par de fotógrafos fotografiaban chicas en circuitos de carreras de diversas ciudades, y luego los editores de Chicago examinaban las fotos y decidían dónde realizar el reportaje completo.
Anne Hampton y él tomaban el nombre y el teléfono de algunas chicas; ella lo hacía con dudas, muy afectada, sabiendo que aquello no era más que una parte de la mascarada general. El público vitoreaba a los coches y a sus conductores, pero con frecuencia el ruido proveniente de la pista era tan estridente que ahogaba los gritos de las gradas. Anne Hampton levantó la vista cuando un coche trucado en particular, uno inmenso y de color negro, perforó el aire con el rugido de su motor, para ver cómo los espectadores se ponían en pie para aclamarlo. Pero no pudo oír lo que decían, y de pronto le vino a la cabeza la imagen de una hilera de puestos de pescado en la feria, colocados sobre el hielo picado con los ojos y la boca abiertos, como si estuvieran animados, y las luces y los sonidos ocultando el hecho de que en realidad estaban muertos.
—Boswell —dijo la voz de Jeffers amortiguada por el ruido del coche circulando por la pista— dame otro rollo, haz el favor. Señoritas, ésta es mi ayudante, Anne Boswell. Saluda, Annie…
Ella inclinó la cabeza hacia una pareja de chicas jóvenes que probablemente tendrían su misma edad. Una de ellas era rubia, la otra morena, y ambas vestían unos tops muy ajustados y vaqueros azules recortados. No le parecieron especialmente guapas, la rubia tenía unos dientes que parecían haberle salido en la boca sin orden ni concierto, así que su sonrisa se veía ligeramente torcida, y la morena tenía una nariz demasiado respingona para ser mona de verdad, pues se le despegaba de la cara como si fuera una rampa de esquí. Anne Hampton se dijo que seguramente aquella chica tenía una madre que siempre le decía que era preciosa, de modo que ella sólo aspiraba a serlo y no se daba cuenta de que esa aspiración la llevaría a ser animadora en el instituto y luego a convertirse en una simple mujer casada con familia y vivir en una pequeña vivienda del área rural de Pensilvania o de Ohio, viendo la televisión por las noches y yendo todas las semanas al salón de belleza para mantener el palmito en la medida de lo posible tras los estragos causados por la maternidad. Trató de acordarse de su propia madre, que le hablaba en tono sereno pero entusiasta y le cepillaba el cabello con largas pasadas diciéndole lo preciosa que iba a ser cuando fuera mayor, lo cual, a los doce años, le parecía verdaderamente imposible. Recordó el gesto de consternación de su madre cuando regresó a casa después del primer semestre en la universidad con el pelo cortado a la altura del hombro.
«Siempre me he empeñado mucho en distanciarme», pensó Anne Hampton. Incluso cuando el cabello volvió a crecerle, algo había cambiado. Una pérdida de confianza. En sus recuerdos se coló una voz:
—… Debe de ser emocionante, ¿eh?
Era una de las chicas. La rubia.
—Perdona —contestó Anne Hampton—. No he oído lo que has dicho.
—Oh —repuso la joven agitando las manos—, sólo he dicho que supongo que ser la ayudante de un fotógrafo debe de ser emocionante. Es un trabajo especial de verdad. Yo trabajo en un banco, y eso no tiene nada de especial. ¿Cómo has conseguido este empleo?
Douglas Jeffers interrumpió:
—Oh, la escogí entre varios cientos de candidatas. Y hasta ahora lo está haciendo muy bien, ¿verdad, Annie?
Ella asintió.
—Vaya —dijo la joven—, pues seguro que es de lo más emocionante.
—Es diferente —replicó Anne Hampton.
La morena estaba examinando una de las cámaras de Jeffers. Anne Hampton reparó en que se había guardado la tarjeta de visita en el bolsillo delantero.
—Bueno —dijo—, supongo que salir en Playboy sería total. Quiero decir, me encantaría que saliera mi foto en esa revista, y a Vicki también. —Señaló con un gesto a la rubia—. ¡Y a mi novio le parecería alucinante! ¡Pero seguro que a mis padres les daría un ataque!
Anne Hampton vio que Jeffers sonreía.
—Bueno —respondió él—, como ya he explicado, estas fotos son sólo preliminares. Pero en ocasiones a las chicas guapas de verdad como vosotras las llaman para el reportaje…
—¿No hay alguna forma de que podamos, no sé, contribuir a que se fijen en nosotras? —preguntó Vicki, la rubia—. Quiero decir, a lo mejor usted podría hacernos unas cuantas fotos extra a Sandi y a mí.
Jeffers contempló fijamente a las dos jóvenes.
—Bueno —dijo—, no puedo garantizaros nada. A ver, poneos juntas un momento…
Extendió los brazos y después los cerró para dirigir a las chicas. Acto seguido levantó la cámara, y Anne Hampton oyó el avance del motor de la misma a medida que él sacaba una serie de fotos moviéndose alrededor de las chicas, agachándose y levantándose de nuevo, enmarcándolas ágilmente.
—… La verdad es que dais la imagen adecuada —les dijo—. Pero, veréis, están buscando algo más que una imagen, no sé si me explico…
—¡Oh! —profirieron las chicas al unísono.
Anne Hampton vio que las dos jóvenes juntaban las cabezas y soltaban una risita. «No estoy aquí —pensó de pronto—; esto no está sucediendo; no puede estar sucediendo».
Y luego percibió de nuevo la voz de Jeffers.
—Mirad, lo más que puedo hacer, y no quiero que os hagáis ilusiones, es tomar unas cuantas fotos que sean, no sé, ligeramente más reveladoras, que puedan impresionar a los editores. Otras veces ha funcionado, pero por supuesto no existen garantías de nada.
Oyó que las dos chicas reían juntas otra vez y afirmaban con la cabeza.
—Sí, sí.
—En fin —siguió diciendo Jeffers con su tono de voz más alegre e inofensivo—, si os interesa de verdad, ¿por qué no nos vemos más tarde en mi coche, en el sector 13A, dentro de media hora? Os pido que no le digáis a nadie lo que os disponéis a hacer, porque les he dicho a todas esas otras chicas que no iba a hacer nada especial por ellas, y no quisiera que se corriera por ahí la voz de que os hago un favor a vosotras… —Las dos chicas se apresuraron a afirmar con la cabeza—. Así que si sabéis guardar un secreto, os escaqueáis de aquí y os reunís conmigo, y vemos qué se puede hacer. Boswell, dame el teleobjetivo, por favor.
—El teleobjetivo…
Jeffers miró a las dos jóvenes.
—Tengo que hacer un par de fotos en acción para que los editores se hagan una idea, ya sabéis a qué me refiero. Al fin y al cabo, quiero que elijan este lugar para el reportaje.
Las chicas asintieron nuevamente, Jeffers se despidió de ellas con un leve gesto de la mano y comenzó a abrirse paso entre el público. Anne Hampton se volvió y miró atrás una vez, y vio a las dos chicas charlando animadamente. Por un instante se sintió confusa: Jeffers les había indicado mal el sitio donde se encontraba el coche.
—¿Cómo van a hacer para encontrar el coche? —preguntó.
—No lo encontrarán. Irán a un punto situado a cincuenta metros de él.
—Pero…
—Venga, Boswell, utiliza el cerebro. Si se lo mencionan a alguien más, o si alguien las acompaña, yo, desde la posición en la que tengo el coche, tengo la posibilidad de salir sin armar jaleo. Y sin que me vea nadie. Pero —agregó— va a dar lo mismo. En realidad ésta es una precaución innecesaria, según mi experiencia. Esas dos están deseando hacerlo, no se lo van a decir a nadie y se escaquearán tal como se lo he pedido yo. Estarán allí puntuales, listas y deseosas, ¿no crees?
—Sí, creo que sí.
—Son lemmings —dijo Jeffers. Reflexionó unos instantes mientras empujaba por entre la masa de gente—. Boswell, ¿no te resulta contradictorio que en este país podamos tolerar por una parte la mojigatería religiosa más fundamental y más virtuosa, y que por otra lo más fácil del mundo sea convencer a alguien para que se quite la ropa? Observa.
Ella fue detrás de Jeffers mientras éste daba una sencilla vuelta a las instalaciones y hasta se detenía de vez en cuando a tomar una foto, y después se encaminaba de nuevo hacia el aparcamiento. Le vino a la memoria una noche, cuando estaba en el primer año de instituto. Ella y el chico con el que había quedado estacionaron el coche en una calle desierta. Todavía recordaba el tacto de aquellas manos torpes que le exploraban el cuerpo; la falta de astucia del muchacho y su excitación apenas reprimida fueron las cosas que la obligaron a ceder…, al menos en parte. No era un chico que le gustara demasiado, pero era lo que había, y además era una persona agradable y ella tenía muchas ganas de experimentar alguna de las cosas de las que siempre estaban hablando en clase, de modo que le permitió que la tocara y descubrió que los beneficios resultaban placenteros.
Cuando el chico intentó quitarle la ropa interior fue cuando ella tomó conciencia de la necesidad de parar, una exigencia moral, eso estaba claro, una necesidad que al recapacitar más tarde le pareció tonta. Recordó un momento de pavor cuando se resistió, y él la resistió a ella, y ella se dio cuenta de que él era mucho más fuerte. Todavía recordaba la súbita sensación de aquella fuerza que la atenazó y de la horrible impotencia que la embargó en aquellos instantes. Tembló al recordarlo. Aquello le había dejado una fuerte impresión, aquel instante de terror al saber que era débil y que podía ser forzada. Pero cuando, invadida por el pánico, exclamó un ahogado ¡No!, el chico respetó su petición y de repente relajó los músculos. Su gratitud no tuvo límites. Seis semanas después, ya mentalmente preparada, le permitió continuar. Fue algo doloroso un momento y exultante al momento siguiente, y descubrió que ese recuerdo le procuraba un extraño consuelo. Se preguntó dónde estaría ahora aquel chico; esperaba que fuera feliz.
Jeffers llegó al coche y abrió la portezuela.
—Vamos a meter eso aquí atrás —dijo.
—Vale.
Los recuerdos de Anne Hampton se evaporaron, y le entregó la bolsa del equipo fotográfico y el chaleco, que él guardó en el maletero.
—Sube al coche y espera —ordenó. Ella advirtió que su tono de voz había recuperado aquel timbre acerado.
Hizo tal como le decía. Su cerebro trabajaba a toda prisa, imaginándose a las dos chicas y lo que estaba a punto de suceder. Intentó cerrar la mente y expulsar aquellos pensamientos de su cabeza. «No puedo pensar en nada —se dijo a sí misma—. No ocurre nada a mi alrededor». Permaneció sentada en el coche, con los ojos cerrados, procurando concentrarse en el ruido distante del circuito de carreras, dejando que aquellos sonidos la invadieran y excluyeran todo lo demás.
—¡Hola!
—¡Hola!
Levantó la cabeza abriendo los ojos rápidamente, y el sol la cegó.
—¿Pasamos al asiento de atrás?
—Si no os importa —dijo la voz de Jeffers—. Está un poco apretado, lo siento.
—Oh, no hay problema. Mi novio tiene un Firebird, que es bastante parecido, y he pasado mucho tiempo en el asiento de atrás… —Rieron las dos, Vicki y Sandi—. No me refería a eso —elijo Vicki—. De todas formas, ¡va a alucinar de verdad!
Las dos chicas se apretujaron en el asiento de atrás. Estaban arreboladas y emocionadas, y no dejaban de hacer risitas, al límite del control.
Jeffers se sentó al volante.
—Conozco un parque pequeño, aunque en realidad es casi un bosque, que está no muy lejos de aquí. Vamos hasta allí, hacemos unas cuantas fotos en algún lugar agradable, idílico, y después Boswell y yo os volvemos a traer aquí, ¿de acuerdo?
—Suena genial —contestó Vicki.
—Por mí, vale, siempre que estemos de vuelta para las seis.
—No hay problema —dijo Jeffers.
Las chicas rieron de nuevo.
Jeffers sacó el coche del área del circuito de carreras.
El cerebro de Anne Hampton gritaba a las dos chicas: «¡Por qué no preguntáis! ¡Preguntad cómo es que conoce un parque desierto! ¡Cómo es que sabe exactamente adonde va! ¡Ya lo tenía preparado de antemano!». Pero no dijo nada.
Jeffers rompió el silencio.
—Ten el cuaderno a mano —le dijo en voz queda. Ella buscó instantáneamente papel y lápiz. Luego Jeffers alzó la voz para decir con un soniquete gregario—: Bueno, chicas, no quiero que os pongáis nerviosas, van a ser unas fotos de lo más inocente. Pero tengo que preguntaros una cosa: las dos tenéis más de dieciocho años, ¿verdad?
—Yo tengo diecinueve —respondió Sandi—, y Vicki veinte.
—¡No los cumplo hasta la semana que viene!
—Eh —dijo Jeffers—. Bueno, pues entonces feliz cumpleaños con una semana de adelanto. A ver si podemos hacer algo para que este cumpleaños sea algo especial que celebrar, ¿vale?
—¡Y tanto!
—Señor Corona —preguntó Sandi tímidamente—, no quisiera entrometerme ni, no sé…
—Adelante —la animó Jeffers en un tono de voz tan bondadoso como le fue posible—. ¿En qué estás pensando?
—¿Playboy paga las fotos que publica?
Jeffers rió.
—¡Naturalmente! No creerías que íbamos a hacerte pasar por toda esa pesadez que supone una sesión fotográfica sin pagarte, ¿no? Una sesión fotográfica es un trabajo duro. El maquillaje, el posado, la intensidad de los focos; y además siempre hay algo que sale mal. En ocasiones, conseguir una foto adecuada para la revista puede llevar horas. Creo que la tarifa habitual, por lo menos la última vez que yo hice algo así, era mil dólares por sesión…
—¡Vaya! ¡La de cosas que podría hacer yo con eso!
—Pero esto es más bien informal —continuó diciendo Jeffers—. No creo que la revista pague más de un par de cientos de pavos por lo que vais a hacer vosotras hoy.
—¡Nos van a pagar! ¡Fantástico!
Las dos jóvenes empezaron a hablar entre sí, emocionadas. Anne Hampton permaneció ciegamente en su sitio. Jeffers le dijo en voz baja:
—Boswell, te pido que hagas un esfuerzo para hacer esto. —Su voz fue como un manto negro que se abatió sobre ella. Después, con fingido entusiasmo, exclamó jovialmente—: ¡Ya casi hemos llegado! Conozco un sitio perfecto anunció.
Estaba internándose en un parque.
—¡Genial! —respondió Vicki o Sandi desde el asiento de atrás, Anne Hampton no estuvo muy segura de cuál de las dos había sido, pero lo oyó de todas formas—. No me puedo creer que esto me esté pasando a mí.
«No pienses en nada —se dijo a sí misma—. Haz exactamente lo que te ordenen. Conserva tu vida».
—Ya estamos —dijo Jeffers—. Conozco un punto concreto…
Anne Hampton vio que estaban internándose en una zona más frondosa, sin salirse de un pequeño camino que atravesaba las sombras que proyectaba el tupido follaje. Había un letrero marrón del Servicio de Parques Nacionales que decía que aquel parque en concreto estaba abierto desde el amanecer hasta la puesta del sol. Vio que cruzaban una amplia zona de grava que servía de aparcamiento y que después continuaban hacia el centro del bosque. Avanzaron lo que calculó que sería aproximadamente otro kilómetro más y luego torcieron para tomar un camino secundario de tierra por el que avanzaron varios minutos más sorteando baches, hasta que llegaron a un recodo en el que los árboles se abrían de pronto y dejaban al descubierto un pequeño claro bañado por el sol. Había una cadena floja que atravesaba el polvoriento sendero de lado a lado y otro pequeño cartel que rezaba: «Sólo personal autorizado».
—Por suerte —dijo Jeffers en tono de triunfo—, yo tengo autorización del servicio del parque. Como la mayoría de los fotógrafos profesionales. Aguarden un momento, señoritas, mientras me encargo de la cadena.
Jeffers saltó del coche dejando a las dos chicas riendo en el asiento de atrás y a Anne Hampton con la mirada imperturbable y fija en los colores del bosque. Experimentó una punzada de preocupación; la muchacha parecía abstraída. Aunque estaba de espaldas al coche, mentalmente se la imaginó allí inmóvil, sujeta al asiento por los miedos superpuestos de saber lo que estaba sucediendo y de no poder decir ni hacer nada, atrapada en aquella situación e igual de inmovilizada que si la hubiera atado con una soga. Por un instante se preguntó si lograría dominarse. Quiero que consiga llegar hasta el final; no quiero tener que abandonarla aquí con las otras. Reflexionó si ella comprendería el peligro (]ue corría y pensó que sí, porque parecía haber entrado en un estado de distanciamiento, como un maniquí de un escaparate o una marioneta manejada por los hilos.
Se dio cuenta de que aquello era exactamente como tenía que ser.
«Los hilos los manejo yo. Baila, Boswell, baila. Y cuando yo tire de los hilos que te sostienen, tú salta».
Sonrió.
«Que todo siga en orden —se dijo a sí mismo—. Boswell representa tiempo, esfuerzo e inversión».
Oyó más risas procedentes del coche.
«Ellas, no».
La cadena estaba exactamente igual que la había dejado él la última vez que estuvo en aquel parque, el mes anterior. Se agachó y la agarró un poco por encima del punto donde estaba sujeta a una pequeña estaca de color marrón. Acto seguido, con la mano libre, desprendió unas cuantas astillas de dicha estaca. Se había podrido con el paso del tiempo. Dio un pequeño tirón a la cadena, y ésta se soltó. Seguidamente la llevó hasta el otro lado del camino para dejar el paso libre.
Regresó al coche arrastrando los pies por la superficie polvorienta del sendero. No tenía sentido dejar huellas de sus zapatos.
—Todo listo —les dijo a las tres que aguardaban dentro—. Allá vamos.
Hizo avanzar el coche con prudencia y recorrieron otros doscientos metros más llenos de baches hasta que doblaron una curva y se detuvieron. Anne Hampton se dio cuenta entonces de que no podía verlos nadie desde el camino principal.
—Muy bien, todas fuera —exclamó Jeffers con entusiasmo—. No nos conviene entretenernos demasiado, y todos queremos regresar a tiempo para ver la última carrera, así que vamos a darnos prisa.
Anne Hampton vio que Jeffers se había echado al hombro la bolsa marrón del equipo fotográfico. Titubeó unos instantes y observó cómo las dos chicas seguían a Jeffers al interior del bosque.
«Están ciegas —pensó—. ¿Cómo pueden echar a correr detrás de él de esa manera?».
Luego sintió que sus propios pies la instaban a caminar, y corrió a ponerse a la altura de él.
—La verdad —dijo Vicki o Sandi, ya las confundía a ambas—, esto es de lo más emocionante.
—Siempre es así —replicó Douglas Jeffers—. En más de un sentido.
Y las dos chicas rieron otra vez.
Anne Hampton pensó que si se detenía se pondría a vomitar. Notaba la respiración entrecortada y sentía que la cabeza le daba vueltas. El calor se le pegaba al cuerpo igual que una manta de lana, áspera e incómoda, y se sentía mareada. Vicki oyó su respiración trabajosa y se giró hacia ella… ¿O era Sandi?
—¿Tú fumas? ¿No? Bien. Pero por lo que se ve estás en baja forma. Un paseo de nada por el bosque no debería…
—He estado un poco enferma —replicó Anne Hampton. Percibió que le temblaba débilmente la voz.
—Oh, lo siento. Deberías tomar vitaminas como yo. Todos los días. Y hacer ejercicio. ¿Has probado a hacer aerobic? Eso es lo que hago yo. O a lo mejor deberías correr un poco, para coger fondo. A mí me gustaría dejar el empleo del banco y trabajar dando clases de baile en el gimnasio. Eso estaría genial. ¿Te encuentras bien?
Anne Hampton afirmó con la cabeza. Ya no se fiaba de su propia voz.
—Prueba a correr un poco —continuó la joven—. Empieza suave, quizás un par de kilómetros al día o así. Y después vas aumentando gradualmente. Verás qué diferencia.
De pronto Douglas Jeffers dejó de andar.
—Bueno, ¿qué tal aquí? Es bonito, ¿a que sí?
Se puso debajo de un pino al borde de un pequeño calvero en el bosque. Hasta a la propia Anne Hampton, en medio de su creciente terror, le pareció un lugar hermoso. Y eso la hizo sentirse peor.
En medio del claro había una roca enorme y aislada. A su alrededor se derramaba la luz del sol, lo cual hacía resplandecer el pequeño parche de hierba. La zona entera estaba rodeada por imponentes pinos que daban la impresión de recortarse contra el cielo a modo de silenciosos centinelas. Cuando puso un pie en el claro, Anne Hampton tuvo la sensación de penetrar en una estancia reservada cuya puerta se hubiera cerrado tras ella.
—Muy bien, señoritas, colocaos junto a la roca, por favor. Boswell, tú a mi lado.
Se situó al lado de Jeffers y ambos observaron cómo las chicas tomaban posiciones sobre la piedra. Cada una de ellas adoptó una pose lo más lozana e insinuante posible. Jeffers salió al sol y echó una mirada al alto cielo.
—Luminoso —dijo—. Hace un día perfecto y soleado.
A continuación fue hasta las dos chicas y sacó un fotómetro. Anne Hampton lo vio efectuar unos ajustes en su cámara y después empezar a accionar el disparador. Durante todo el rato las animaba sin cesar, en una corriente continua que resultaba hipnótica:
—Eso es, ahora sonreíd, ahora fruncid un poco los labios, ahora echad la cabeza hacia atrás, bien, muy bien, genial. Ahora giraos un poco, no dejéis de moveros, así, muy bien…
Contempló la actuación que tenía lugar ante ella, preguntándose dónde tendría la pistola, o si se trataría de una navaja. «Debe de estar en la bolsa del equipo», pensó. ¿Cómo ocurriría? ¿Deprisa? ¿O lo haría lentamente?
«No va a darse ninguna prisa —se dijo—. Estamos solos y en silencio, tardará lo que haga falta».
El calor del sol incrementó su sensación de vértigo, y temió que fuera a desmayarse. Cerró los ojos y los apretó con fuerza. Sigo siendo yo —se dijo a sí misma—. Estoy sola y aislada, y soy yo misma, y seré fuerte y voy a superar esto. Lo superaré. Lo superaré. Lo superaré. Se repitió aquella frase una y otra vez, como un mantra.
Levantó la vista y vio que Vicki y Sandi intentaban parecer seductoras.
—Eso está muy bien —oyó decir a Jeffers—. Pero me resulta un tanto, no sé, cohibido quizá…
Vio que las dos chicas se miraban la una a la otra y que sus risitas se mezclaban entre sí. Estaban divirtiéndose. Odió aquello, se sintió profundamente culpable. Así que cerró los ojos de nuevo.
—¡Ah, eso es mucho mejor! —oyó exclamar a Jeffers—. ¡Verás cuando los editores vean esto!
Abrió los ojos y descubrió que las chicas se habían quitado la ropa. Tenían unos cuerpos de líneas estilizadas, animalescas. Ambas estaban muy bronceadas, y ello hacía resaltar las zonas blancas de los senos y el pubis. Las contempló mientras ellas se estiraban y, en cuestión de segundos, perdían la última brizna de pudor que pudiera quedarles. Ofrecieron sus pechos a la cámara; se abrieron de piernas cuando el objetivo giró hacia ellas. Jeffers brincaba a su alrededor, girándose y contorsionándose, acariciándolas con la cámara. Anne Hampton oía el incesante zumbido del motor.
Todo aquello se le antojó una especie de ballet enfermizo.
Jeffers maniobró alrededor de las dos chicas, acercándolas entre sí, hasta que por fin quedaron abrazadas la una a la otra en la roca, todo brazos, piernas, nalgas y pechos. Anne Hampton contempló sus cuerpos, que a ella le parecían fuertes y terriblemente, horriblemente llenos de vida. No soportó seguir mirándolos, y desvió el rostro.
—¡Eh, Boswell, ven aquí! —Titubeó un instante y después se apresuró a obedecer. Advirtió que las chicas estaban sonrosadas y excitadas—. Ponte ahí para que pueda hacer una foto de las tres.
Se colocó entre las dos jóvenes desnudas.
—¡Tía, qué sensación de libertad! —exclamó Vicki o Sandi—. Me siento más guapa que nunca.
—A mí me pone cachonda —dijo la otra, un poco falta de resuello—. Ojalá estuviera aquí mi novio.
—Seguro —susurró su amiga— que el señor Corona se lleva un montón de sorpresas inesperadas cuando hace fotos.
Anne Hampton sintió un codo que la empujaba. De pronto comprendió que aquella última afirmación era una pregunta.
—Le va bien —contestó—. Le gusta hacer fotos.
—Vale, Boswell. Ya puedes apartarte. A ver, Vicki, pon una mano en el pecho de Sandi, bien, muy bien, sigue acariciándolo, así, y ahora baja la mano por el muslo, bien, eso es, pon ahí la mano, ¡perfecto! Genial. Es excitante, ¿eh?
Anne Hampton oyó a las dos jóvenes afirmar lanzando una exclamación. Se situó al lado de Jeffers y vio que ambas continuaban acariciándose la una a la otra a pesar de la pausa que hizo el motor de la cámara. Apreció un brillo de sudor en sus cuerpos y comprendió que estaban excitadas sexualmente.
—Bueno —dijo Jeffers—, dentro de un segundo va a ser más excitante todavía. Dejadme un momento que cambie el carrete…
Anne Hampton vio que Jeffers introducía una mano en la bolsa de equipo.
«Es ahora. Oh, Dios, es ahora». Sintió deseos de huir, de dar un salto en el aire y salir volando como un pájaro asustado.
Pero se quedó petrificada en el sitio. Rígida bajo el sol.
«Oh, Dios. Lo siento, lo siento mucho. Ojalá estuviera en otro lugar, de repente, en cualquier sitio menos en éste, en este preciso instante. Oh, Dios, lo siento, lo siento muchísimo».
Vio que Jeffers había guardado la cámara en la bolsa y que había cerrado la mano en torno a la culata de una pistola.
«Ojalá pudiera hacer algo —pensó—. Lo siento, Vicki y Sandi, seáis quienes seáis. Lo siento mucho».
Cerró los ojos.
Oyó a las dos chicas reír y percibió el roce de sus cuerpos al tocarse. También oyó una pareja de pájaros que gorjeaban en la espesura del bosque, un chillido estridente y áspero. Oyó la respiración de Douglas Jeffers a su lado; era uniforme y rápida, pero a ella le pareció gélida, y detrás de sus párpados cerrados creyó incluso ver el vapor que despedía. A continuación, todos los sonidos parecieron esfumarse y se sintió engullida por el silencio. Aguardó el primer ruido de confusión y pánico por parte de las dos jóvenes. Se preguntó si exclamarían, gritarían, si llorarían.
El tiempo se volvió vacuo, y esperó el primer momento de comprensión y terror. Pero éste no llegó.
En su lugar percibió una bocina lejana.
Fue un sonido extraño, sin relación alguna con el claro donde se encontraban. Ajeno. En un principio no supo ubicarlo. Entonces sonó otra vez.
Abrió los ojos.
Jeffers permanecía de pie a su lado. Estaba escuchando.
Transcurrieron unos instantes.
—Que no se mueva nadie —ordenó. Su voz se había revestido de autoridad. Anne Hampton vio que las dos chicas alzaban la vista, sorprendidas—. Es probable que no sea nada —añadió—, pero tengo que comprobarlo. —Se volvió hacia Anne Hampton y le dijo en voz baja—: Diles que se vistan. Actúa como si no hubiera pasado nada. Espérame aquí mismo. No digas nada. No hagas nada.
Jeffers levantó la bolsa del equipo fotográfico y, tras una sonrisa y un gesto de la mano hacia las dos chicas, se internó en el pinar. Anne Hampton pensó que fue como si de repente se lo hubieran tragado las sombras.
Se giró hacia las dos jóvenes. Éstas estaban mirando el hueco de la vegetación por el que había desaparecido Jeffers. Aún estaban abrazadas, en actitud natural, la una encima de la otra.
«¡Corred! ¡Escapad! ¿Es que no veis lo que está pasando?».
Pero en vez de eso dijo:
—¿Por qué no os vais vistiendo? Creo que ya prácticamente hemos terminado.
—Oh —dijo una de ellas frunciendo el ceño—, podría pasarme el día entero haciendo esto.
Anne Hampton no pudo decir nada. Se sentó, bloqueada por el miedo, esperando a que regresara Douglas Jeffers. Se miró las manos y se dijo a sí misma: «oblígalas a hacer algo».
Pero fue incapaz.
Douglas Jeffers sentía cómo el frescor del bosque iba secándole el sudor que le corría por la nuca. Se alejó del claro y avanzó despacio unos tres metros. Cuando supo que ya no podía verlo ninguna de las chicas, apretó el paso. Primero adoptó un suave trote y después echó a correr atravesando las sombras, brincando igual que un corredor de vallas por encima de algún que otro tronco o piedra que le cortaba el paso. Con una mano sujetaba la bolsa para que no fuera rebotando sin control, y con la otra se apartaba las ramas de los ojos. Sus pisadas hacían crujir las agujas de pino del suelo del bosque. Recorrió los últimos metros a toda velocidad y emergió de la luz moteada de los árboles al sol del camino en el que había dejado el coche.
Junto al mismo se había detenido un jeep verde oscuro del servicio de mantenimiento del parque.
Sobre el capó estaba sentado un guardia vestido con el uniforme del parque.
Estaba desarmado y solo.
Jeffers se ordenó a sí mismo que debía darse prisa. Evaluó rápidamente la situación. No había nadie más alrededor. Se fijó en el jeep; no vio que tuviera antena de radio de onda corta ni descubrió ninguna escopeta adosada al salpicadero. Examinó al guardia y vio que no llevaba ninguna radio de mano a la cintura. «Está aislado y no sospecha nada», pensó. Se acercó unos pasos a él y vio que en realidad se trataba de un muchacho. Un estudiante universitario desempeñando un empleo de verano. Introdujo una mano en la bolsa y sintió el tacto sólido y metálico del cañón de la automática.
«Podrías hacerlo. Podrías hacerlo y no se enteraría nadie».
«¡Contrólate! —pensó—. Pero ¿qué eres? ¿Un matón y asesino de pacotilla?».
Retiró la mano de la bolsa sacando en ella su Nikon. Saludó al guardia, que le devolvió el saludo.
—Hola —dijo Jeffers—. He oído la bocina. Lo cierto es que me ha estropeado la foto.
—Oh, perdone —respondió el guardia. Jeffers vio que era un individuo nada prepotente, con unas gafas de montura metálica. Tenía una constitución débil, y supo que aquel joven no era rival para él. Ni física ni mentalmente—. Pero se supone que esta área es restringida. No puede entrar aquí con un coche. ¿No ha visto el cartel?
—Sí, pero cuando encontré el nido de búho el ranger Wilkerson me dijo que no pasaba nada.
—¿Perdón?
—El ranger Wilkerson. De las oficinas centrales, en la capital del estado. Es la persona con la que hablamos todos los fotógrafos de animales cuando queremos penetrar en áreas restringidas. La verdad es que no es para tanto. ¿Sabía usted que el año pasado encontré un nido de águila?
—¿Aquí dentro?
—Sí, bueno, exactamente aquí no, sino un poco más allá. —Jeffers gesticuló ampliamente con el brazo, señalando hacia un lugar indeterminado—. Para mí también fue una sorpresa. Llevé las fotos a la revista Wild Life, y entonces vino la Audubon Society en masa, fue un auténtico desfile por el bosque. Montaron un pequeño espectáculo, ya sabe. ¿No estaba usted aquí por entonces?
—No, éste es el primer año que estoy.
—Bueno —repuso Jeffers—, pero me extraña que no haya oído hablar de ello. Creo que una de las fotos la pusieron en las oficinas centrales.
—¿Obtuvo…, esto…, un pase o algo así?
—Claro —contestó Jeffers—. Tiene que estar en el archivo de fotografía de sus oficinas. Probablemente justo debajo de la foto del águila.
—Tendré que comprobarlo —dijo el guardia—. No sabía que tuviéramos un archivo.
—No hay problema. Busque por mi nombre: Douglas Jeffers.
—¿Es usted profesional?
—No —respondió Jeffers—. Ojalá. Bueno, he vendido algunas fotos, incluso le vendí una a National Geographic, pero no llegaron a publicarla. La verdad es que es sólo una afición. Yo me dedico a los seguros.
—Bien —insistió el guardia—, aun así tengo que comprobarlo.
—Claro. ¿Y cómo se llama usted, para que yo pueda llamar al ranger Wilkerson si surgiera alguna confusión?
—Oh, Ted Andrews, ranger Ted Andrews. —Sonrió—. Para cuando termine de acostumbrarme a ese título, ya habrá llegado la fecha de volver a las clases.
Jeffers sonrió.
—Oiga, de todas formas estaba ya a punto de dar por finalizada la jornada. Quisiera regresar a ver si no me he dejado ningún carrete de película ni nada por ahí tirado. No quisiera provocar un desastre.
—Se lo agradecemos. No se imagina la de cosas que deja la gente por el suelo. Y el que termina limpiando soy yo.
—¿El último de la fila?
El guardia rió.
—Exacto.
—No es necesario que me espere —dijo Jeffers—. Vaya a mirar en el archivo, y la próxima vez me pasaré por la oficina y verá que todo está en orden.
—Me parece bien —repuso el joven.
Se dio la vuelta para regresar al jeep, y Jeffers se lo quedó mirando fijamente a la espalda. «Podría hacerlo ahora, y sería muy fácil». Calculó la distancia. «Un solo disparo, y nadie oiría lo más mínimo». Nadie iba a enterarse. Su mano se cerró en torno a la culata de la pistola, pero la dejó caer de nuevo en el interior de la bolsa. Agitó la mano para despedirse del chico y observó cómo el jeep pasaba junto a su coche y viraba rebotando para tomar la carretera secundaria.
—Maldita sea —dijo fríamente Jeffers para sí—. Maldita sea.
Por un momento sintió un arrebato de furia y el impulso abrumador de aplastar algo con las manos. Hizo una inspiración profunda. Después otra. Escupió en el suelo para quitarse de la boca aquel sabor amargo a bilis. «Alguien va a pagar por esto», pensó.
Y a continuación exclamó en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular:
—Van a salir vivas de ésta.