Martin Jeffers se encontraba despierto y solo.
Pero era una soledad ajetreada, poblada de recuerdos. En cierta ocasión, cuando eran pequeños y estaban de vacaciones en Cape Cod, su hermano encontró un joven halcón con una ala rota. Fue el verano del halcón, recordó. El verano del ahogamiento. Por un instante se preguntó por qué le había dado por pensar en el halcón, cuando era mucho más importante lo que sucedió después, aquel mismo mes de agosto. Pero su cerebro se llenó de imágenes traídas por el pensamiento. Doug había encontrado el halcón en un camino sin asfaltar, dando saltitos dolorosamente y arrastrando el ala. A lo largo de dos semanas, su hermano pasó cada minuto del día husmeando por el bosque, mirando debajo de troncos podridos, levantando piedras cubiertas de musgo, buscando sin cesar insectos, escarabajos, culebrillas y caracoles, los cuales llevaba diligentemente a casa para alimentar al halcón, el cual se los tragaba enseguida y chillaba pidiendo más. Martin Jeffers sonrió. Ese fue el nombre que el pusieron al halcón: Chillón. En el escaso tiempo libre que tenían, asaltaban la biblioteca local y se llevaban prestados decenas de libros sobre aves, tratados de cetrería y textos de veterinaria. Al cabo de dos semanas el halcón ya se subía al hombro de Doug para comer, y Martin Jeffers recordó la expresión de triunfo de su hermano el día en que posó al halcón en el manillar de su vieja bicicleta y fue a la ciudad y volvió otra vez con la rapaz a cuestas.
Martin Jeffers se apoyó una mano en la frente y se estremeció.
Qué cabrón. Doug hacía bien en despreciarlo.
Su padre le había ordenado que se deshiciera del halcón.
Doug no quería meterlo en una jaula, así que el halcón cagaba por toda la despensa. Aquello enfureció al farmacéutico, el cual terminó por plantearles un ultimátum a los dos hermanos: o lo encerraban en una jaula, o lo liberaban, o de lo contrario tendrían que atenerse a las consecuencias. Era la parte de «atenerse a las consecuencias» lo que sonaba amenazante. Su hermano se quejó diciendo que si no le funcionaba el ala, moriría al quedar en libertad. Recordó el rostro de Doug poniéndose rojo de ira. «¡Además, no se puede enjaular a un animal salvaje!», gritó Douglas Jeffers. «Se morirá. Se morirá sin remedio, de manera absurda, picoteando los barrotes con desesperación, sin comprender nada». Doug fue muy firme. Siempre lo ha sido. Martin Jeffers recordó que él fue detrás de su hermano, corriendo todo lo que daban sus cortas piernas, intentando mantenerse a su paso, un paso acelerado a causa de la indignación. «Mi hermano siempre se movía deprisa cuando estaba furioso —pensó Martin Jeffers—. Siempre controlado, pero deprisa».
El halcón permaneció tenazmente agarrado al hombro de su hermano, clavándole las garras en la camisa y en el músculo, con su orgullosa cara de halcón vuelta hacia el viento, mientras Douglas cruzaba a remo el lago que separaba la casa del camino que llevaba al mar. Dejó el bote en la orilla y echó a andar por una senda muy trillada. Llegaron a una ancha explanada de suelo arenoso, cubierta de hierbas de playa que alcanzaban hasta la cintura y de arbustos enmarañados. El mar se encontraba a cuatrocientos metros de allí, justo al otro lado de una barrera de altas dunas de arena, y Martin Jeffers recordó el murmullo de las olas en lo más hondo de su memoria. La brisa inclinaba la hierba alrededor de ellos, y daba la impresión de que su hermano estuviera nadando en medio de fuertes corrientes. Aquella tarde el sol brillaba con fuerza cayendo con intensidad estival sobre sus cabezas. Martin Jeffers vio que su hermano alzaba el brazo y sostenía al halcón en alto, como había visto en los libros de cetrería medieval. A continuación intentó lanzarlo hacia el cielo. Martin Jeffers vio que el ave aleteaba frenéticamente en el afán de levantar el vuelo, pero fracasó y cayó de nuevo sobre el brazo de su hermano.
—Es inútil —exclamó su hermano mayor—. No le funciona el ala. —Y después agregó—: Ya lo sabía yo.
Y no dijo nada más. Ambos regresaron tristes y silenciosos al bote. Él remó a toda prisa, obligándose a hacer un esfuerzo, como si pudiera cambiar las cosas a base de pura fuerza.
Los recuerdos de Martin Jeffers dieron un salto a la mañana siguiente. Doug se había levantado antes que él y se presentó de improviso junto a su cama, con el pelo revuelto y el semblante tenso, gris y furibundo.
—El halcón ha muerto —lo informó.
El muy cabrón lo había matado mientras todos dormían. Había ido a la despensa, había agarrado al pobre y confiado animal y le había retorcido el pescuezo.
Martin Jeffers se sintió invadido por una rabia propia. Le dolió el corazón al recordar la profunda pena que sintió en su infancia.
«Era un hombre cruel y desalmado, y me alegré de que le sucediera lo que le sucedió. ¡Ojalá le hubiese dolido aún más!». Recordó que gritó aquellas mismas palabras a su propia terapeuta, la cual le había preguntado en un tono de voz, irritante por lo calmoso, si aquello era cierto o no. ¡Naturalmente que era cierto! ¡Él mató al halcón! «¡Nos odiaba! Siempre nos había odiado. Era lo único coherente de su forma de ser, eso y salirse siempre con la suya. ¡De igual modo hubiera sido capaz de entrar sigilosamente en nuestros dormitorios y estrangularnos como a ese pájaro! ¡Quería hacerlo!».
Martin Jeffers recordó que se quedó mirando al halcón muerto en las manos de su hermano.
No le extrañaba que lo odiase tanto. Es imposible nacer con un odio semejante; es necesario cultivarlo poco a poco con crueldad y dejadez, eliminando primero todo el amor y el afecto. Eso fue lo que le dijo a la terapeuta. Le preguntó a aquella mujer ecuánime sentada detrás de él, donde él no podía verla: «Si usted hubiera tenido un padre así, ¿no querría convertirse en una persona que cuidara de los demás? ¿En alguien que intentara ayudar a la gente? ¿Para qué demonios se imagina que estoy aquí?».
Y, por supuesto, la terapeuta no dijo nada.
En el cerebro de Martin Jeffers bullían y se superponían los recuerdos.
«Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta».
Aquella noche nadie dijo nada. Nadie pronunció palabra. Todos se sentaron a cenar y actuaron como si no hubiera sucedido nada. Recordó que su madre los miró a Doug y a él y les dijo: «Lamento que el halcón se haya escapado». Los dos adoptaron la misma mirada de incredulidad, y ella terminó por desviar los ojos y ya no se dijo nada más. Ella nunca se enteraba de nada, le dijo a la terapeuta. Ella se limitaba a acicalarse y arreglarse, y siempre estaba tocándolos, sobre todo les daba unos besos húmedos que los desquiciaban, y nunca tenía ni puñetera idea de nada, y si uno intentaba contarle algo, simplemente se daba la vuelta.
Su padre se limitó a meterse comida en la boca.
«Hijo de puta».
Martin Jeffers se recostó en su asiento. Se vio de nuevo a sí mismo aquella mañana, cuando fue sacado de lo más profundo de su sueño por la voz de su hermano y despertó viendo el halcón muerto en sus manos. Estaba rígido y sin vida.
Entonces, en su recuerdo, vio las manos de su hermano.
Y entonces pensó: «¡Oh, Dios mío!».
Lo gritó en voz alta, aun cuando no había nadie para oírlo:
—¡Oh, Dios mío! ¡No!
Sintió el ímpetu de su recuerdo aplastado por el pensamiento, como si alguien hubiera descargado un peso excepcional sobre sus hombros.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Oh, no! —se dijo a sí mismo.
En un instante su mente se vio invadida por una avalancha de horror y desazón.
Y de repente comprendió, justo en aquel momento, quién había matado al halcón.
«Soy tímido», pensó Martin Jeffers.
«Todas esas cosas nos sucedieron a ambos, y yo me volví callado e introvertido, pasivo, solitario, mientras que él se volvió…».
Martin Jeffers se interrumpió antes de ponerle nombre.
Se imaginó la estampa de su hermano y pudo ver su rostro relajado, con buen color, sonriente. Se obligó a sí mismo a imaginárselo en los momentos de cólera y recordó la fuerza que tenían los silencios de Douglas Jeffers. Aquello siempre lo había atemorizado. En esos momentos suplicaba a su hermano que le hablara, que le dijera algo. Pensó en la detective y en las fotografías de su sobrina tomadas en la escena del crimen, e intentó conciliar las dos visiones.
Sacudió la cabeza en un gesto negativo.
«Doug no», pensó.
Entonces se le ocurrió una idea peor y se lo preguntó en voz alta:
—¿Por qué no?
Pero no pudo contestar a aquella pregunta.
Martin Jeffers se levantó y paseó un poco por su apartamento. Vivía en la planta baja de una casa antigua de Pennington, Nueva Jersey, una diminuta localidad situada entre las ciudades dormitorio de Hopewell y Trenton. Hopewell se encontraba justo al oeste de Princeton, y Martin Jeffers recordó con contrariedad que cada vez que alguien mencionaba Hopewell, aunque fuera el lugar donde se habían criado, su hermano siempre recordaba a cualquiera que lo escuchara que aquella localidad pequeña y soñolienta era famosa por una cosa: por ser el lugar en que habían raptado al hijo de Lindbergh.
El crimen del siglo, según creía Martin Jeffers.
Sintió frío y se acercó a la ventana. Apoyó la mano en la persiana y notó el calor de finales del verano. Aun así lo recorrió un escalofrío, de modo que bajó la ventana bruscamente y dejó tan sólo una rendija abierta.
Recordó que hallaron al niño en el bosque. El pequeño cuerpo en estado de descomposición.
Por un instante se preguntó si todos los estados marcarían su propia historia mediante crímenes. Se quedó perplejo al darse cuenta de lo mucho que sabía su hermano. Recordó a Doug hablar acerca del «asesino de Camden», que salió a la calle un caluroso día de principios de septiembre de 1949 y mató con toda calma a trece personas con una Luger que tenía de recuerdo de la guerra. Unos años atrás, Doug se sintió fascinado al enterarse de que su hermano solía ver con frecuencia a una persona que los periódicos describieron en una ocasión como un perro rabioso. Paseaba pacíficamente por los pasillos del hospital psiquiátrico de Trenton y llevaba más de veinticinco años siendo un paciente modelo, jamás discutía cuando llegaban los celadores con la dosis diaria de Thorazina, Mellaril o Haldol. Vitamina H, la llamaban los pacientes. El «asesino de Camden» siempre se tomaba la suya sin protestar. Sin proferir una sola queja.
A Doug siempre lo interesaron esa clase de cosas.
Martin Jeffers meneó la cabeza.
Sí, pero también al periodista de temas policiales del periódico de Filadelfia que acudió con objeto de escribir un reportaje sobre el hospital. Y luego vas y lo sueltas en todos los putos seminarios y convenciones a los que vayas. Mucha gente recuerda ese crimen.
Ahí radicaba el problema, pensó. A la gente siempre le fascinan los crímenes. Y era lógico que a su hermano lo intrigaran. Caramba, llevaba tanto tiempo persiguiendo policías y ladrones con su cámara, que era natural que sintiera interés.
Hizo una pausa en sus reflexiones. Pero las preguntas acudían.
Pero ¿hasta qué punto?
Volvió a negar con la cabeza.
Era absurdo.
«Conoces perfectamente a tu hermano», pensó.
Hundió la cabeza entre las manos.
No pudo llorar. No pudo sentir nada excepto una confusión inconexa.
«¿De verdad lo conoces?», se preguntó ahora.
Pensó en los hombres que formaban su grupo de terapia. De pronto se imaginó a su hermano sentado entre ellos. Después, también de repente, se vio a sí mismo en el mismo círculo.
Se apartó de la ventana, como si el hecho de pasear por la habitación pudiera cambiar la imagen que se había formado en su cerebro.
—¡Maldición! —exclamó en voz alta—. ¡Maldita sea!
Pensó en su padre y en su madre.
«¿Cómo pudiste quererlos?», pensó.
Recordó a su terapeuta. Tenía un cuadro abstracto en una pared del despacho, una reproducción de un Kandinsky, todo colores vivos, ángulos y formas con puntitos flotantes sobre un fondo blanco como la nieve. En la pared de enfrente colgaba un grabado de Wyeth, una imagen muda de un granero captado en tonos marrones y grises a la luz mortecina de últimas horas de la tarde. Realismo estadounidense. Siempre lo había desconcertado la yuxtaposición de aquellos dos cuadros, pero nunca consiguió preguntarle a la terapeuta por qué los había escogido y los había colocado en aquel sitio.
—Bien —le preguntó ella—, ¿quería usted a sus verdaderos padres?
—¡Trabajaban en un circo! ¡Eran un borracho y una puta! —explotó él, furibundo—. ¡Se abandonaron el uno al otro y después nos abandonaron a nosotros! Yo no tenía más de tres o cuatro años…, no los conocía. ¿Cómo se puede querer a algo o a alguien a quien no se conoce?
Ella no respondió, naturalmente.
Aunque él conocía la respuesta de todos modos.
«Es fácil. El cerebro fabrica algo para amar sirviéndose del más mínimo recuerdo de un contacto, un sonido, una sensación». Luego pensó en el corolario.
«El cerebro también puede fabricar algo que odiar».
Fue hasta una pequeña mesa ubicada en un rincón de lo que pasaba por ser el cuarto de estar y que en realidad era una habitación atestada de papeles, trastos, novelas en rústica, novelas clásicas, textos e informes médicos, revistas, un par de sillones y un sofá, un televisor y un teléfono. Recorrió sus cosas con la mirada. Son baratas, las magras pertenencias de una persona que lleva una vida magra. Echó un vistazo a la mesa de escritorio y vio un sobre metido bajo una esquina del secante. Llevaba escrito de su puño y letra: «Llave del piso de Doug».
Se acordó de cómo su hermano le lanzó la llave con un gesto espontáneo. «Un viaje sentimental», dijo.
«Nada es accidental».
Todo forma parte de un plan. De manera consciente o inconsciente. Cogió el sobre con la llave y lo sostuvo en la mano. Pero negó con la cabeza.
«Todavía no —dijo—. No estoy convencido. No estoy persuadido. No quiero entrometerme. Todavía no».
—No.
Se dio cuenta de que aquel pensamiento era una mentira.
Entonces dejó el sobre de nuevo sobre el escritorio y se dio la vuelta para ir a sentarse en un sillón. Miró el reloj. Ya eran bastante más de las doce.
—Vete a la cama.
Se dejó caer en el sillón, sabiendo que no podría dormir.
Pensó en la detective.
Martin Jeffers intentó imaginarse las fuerzas que impulsaban a esa mujer. Pensó por un instante que era una persona pura, que su única motivación auténtica era hacer justicia. Aunque dicho empeño tomara la forma de la guerra, la venganza o la rabia, seguiría siendo un empeño honesto. ¿Incluso un asesinato?, se preguntó para sus adentros. No formuló una respuesta, pero la sabía: no se fiaría de nadie que ofreciera la otra mejilla. La psiquiatría moderna no reconoce ese altruismo carente de todo egoísmo.
Una vez más la detective se abrió paso hasta su conciencia. Vio su rostro serio, grave, irradiando una decisión que daba miedo, su cabello severamente recogido hacia atrás. Lo que resulta aterrador era el hecho de que no se comportaba como un hombre. Era una mujer. Debería estar tallada en granito, una persona de mediana edad, burocrática, con unas manos de campesina y una visión monocular del mundo. Pero la detective Barren vestía de seda y no calzaba zapatos sensatos, lo cual le daba todavía más miedo. Por regla general, las mujeres no persiguen a su presa por todo Estados Unidos; no se sienten motivadas por los absurdos y estúpidos egos del insulto y el ultraje, como les sucede a los hombres. Ellas tienen más mundo, son más comprensivas.
Sonrió y pensó que estaba siendo un tonto.
Lección primera del primer día en la facultad de medicina: No generalizar. No caracterizar.
Las palabras obsesión y compulsión saltaron a la vez al interior de su cerebro, pero se sintió momentáneamente confuso. Reflexionó sobre su hermano, sobre la detective, sobre sí mismo.
No era de extrañar, pensó entonces, que los antiguos griegos hubieran inventado a las Furias y que éstas fueran mujeres. Su recuerdo fue rodando por el mito y la fantasía. «Aunque quisiera ponerme una venda en los ojos, aún seguiría viendo».
Martin Jeffers dejó la mirada perdida en la habitación, contemplando el reloj, asustado de la noche, aguardando la mañana, deseando con desesperación volver a la rutina de su vida: la ducha matinal, el café rápido, el viaje en coche hasta el hospital, la primera serie de rondas del día, las sesiones habituales con su grupo y después sus pacientes, que llamaban con timidez a la puerta de su despacho. Deseaba que todo volviera a la normalidad, a ser como era antes de lo que había sucedido aquel día. Se dio cuenta de lo infantil que era aquel deseo y sonrió para sí. Ojalá se encontrara otra vez en Kansas, en Kansas, en Kansas… Cerró los ojos y rió a medias ante aquella broma de la memoria, pero sabía que no iba a cambiar nada cuando volviera a abrirlos. «No existen las zapatillas mágicas, pensó; no sirve dar tres golpes con los talones». De repente recordó la descripción que había hecho su hermano de su trabajo: Voy pisándole los talones al mal.
Se levantó, fue hasta un armario y extrajo de él un edredón de invierno. Se lo echó sobre los hombros y volvió a sentarse en el sillón. Apagó la brillante luz de la mesa auxiliar que tenía al lado y se quedó a oscuras, en silencio, deseando estar despierto, deseando estar dormido, atrapado entre ambas cosas, y cada una de ellas suponía una perspectiva igual de aterradora.
Fuera, en su coche, la detective Mercedes Barren vio apagarse la luz. Esperó quince minutos para asegurarse de que Martin Jeffers no salía del apartamento y después reclinó el asiento todo lo que dio de sí y se extendió por encima una delgada manta que se había apropiado de la habitación del hotel. Comprobó dos veces que las puertas estaban bloqueadas, pero dejó una ventanilla abierta para que penetrase el aire fresco de la noche. «Pennington —pensó—, es un lugar que goza de una seguridad absoluta, un lugar de familias, vecinos y barbacoas en el jardín». Recordó la época del instituto en que visitaba aquellas calles bordeadas de árboles los fines de semana de fútbol. «Él no lo sabe —pensó—; no sabe que yo también estoy en casa». Se aflojó el cinturón y, tras una última mirada cautelosa al oscuro apartamento, se relajó y permitió que sus dedos jugaran con la culata de la nueve milímetros que descansaba sobre su vientre, debajo de la manta. Como siempre, el peso del arma le procuraba tranquilidad. Se sentía segura. Desechó el pensamiento que llevaba preocupándola durante buena parte de la noche. Sabía que era un miembro de la policía y que era algo muy malo que se convirtiera en una delincuente.
«Pero sólo será brevemente. Algo expeditivo». Apartó aquella idea de su cerebro.
Entonces cerró los ojos a la noche.
Sin embargo, tuvo un sueño inquietante, repleto de incoherentes combinaciones de personas: su marido y Sadehg Rhotzbadegh, los hermanos Jeffers, sus jefes y su padre. Cuando, justo antes de que amaneciera, la despertaron los faros de un automóvil que pasaba, se sintió aliviada. Observó cómo se perdían en la luz gris los pilotos traseros del coche. Sólo consiguió distinguir la barra de luces azules y rojas en el techo, y por un instante se preguntó qué policía adormilado podía pasar sin ver a una persona sola que estaba dentro de un coche aparcado en una calle residencial. ¿Qué sentido tiene patrullar si uno no es capaz de ver cosas que se salen de lo común? Pero se alegró de que no la hubieran descubierto, aunque sabía que su placa y sus modales decididos habrían sido suficiente explicación.
Observo cómo desaparecían las luces rojas por una esquina a lo lejos. Destellaron un momento con mayor intensidad cuando el conductor pisó el freno y luego se perdieron de vista. La detective Barren se estiró y miró en derredor. Giró el espejo hacia ella y arregló su aspecto físico lo mejor que pudo. A continuación se agachó y buscó a tientas los termos de café y el bollo a medio comer que se había traído. El café estaba templado, pero era mejor que nada, de modo que se lo bebió lentamente intentando fingir que estaba ardiendo y era sabroso.
Vio que las ramas de los árboles iban dibujándose poco a poco en contraste con la claridad de la mañana. Primero un pájaro gorjeó sonoramente, luego otro. Las formas de las casas parecieron destacarse frías y desnudas conforme iba afianzándose el día.
Bajó la mano y se palpó el estómago en el lugar donde se encontraba la gruesa y redondeada cicatriz de la herida de bala, oculta bajo la camisa. El coche patrulla que pasó, el silencio que precedía al amanecer, todo ello desató sus recuerdos. Reflexionó sobre la experiencia de recibir un disparo. Todavía estaba oscuro, pero ocurrió muy cerca del final del cambio de guardia junto a la tumba. Había aspectos de todo aquello que aún seguían siendo un misterio para ella. Todo lo ocurrido parecía haber tenido lugar en otra esfera temporal; había partes que sucedieron muy deprisa, que transcurrieron a una velocidad vertiginosa; en cambio otras parecían ralentizadas, transformadas en un borroso movimiento a cámara lenta.
Ella había descubierto a los dos chicos.
Caminaban a paso rápido por la calle de enfrente, con una prisa y una decisión que resultaban eléctricas para cualquier agente de policía que tuviera más de unos minutos de experiencia.
—Esa pareja de ahí tiene que andar metida en algo raro —le dijo a su compañero. Los adolescentes iban calzados con unas zapatillas de plataforma elevada—. Llevan unas zapatillas que son lo más de lo más —agregó—, y a no ser que vaya a haber un partido ahora, a las cinco de la madrugada, del que nosotros no tenemos noticia…
Su compañero observó a los chicos durante unos segundos y asintió con un gesto.
—¿No hueles el B y E? —dijo, riendo—. Venga. Vamos a pararlos y entrar a saco.
Ella llamó por la radio:
—Central, aquí unidad catorce, cero, uno. Nos encontramos en el cincuenta y seis en la esquina de Flagler y la Veintiuno noroeste. Tenemos a la vista dos sospechosos en un dos-trece. Solicitamos refuerzos.
Siempre le había gustado la autoridad que adoptaba su voz cuando transmitía códigos al agente de patrulla. Por la radio no se oyó de momento nada más que estática, debido a que su compañero había efectuado un giro de ciento ochenta grados y había acelerado en pos de los dos chicos. Después la central respondió a su llamada y les dijo que los refuerzos ya estaban en camino.
Se encontraban sólo a unos metros de la pareja de adolescentes, que se habían girado al reparar en su presencia, cuando su compañero encendió las luces giratorias.
—Esto los despertará —dijo.
Y así fue. Ambos dieron un respingo y se quedaron parados en seco. La detective se fijó en que eran poco más que unos críos.
—Niños —comentó su compañero—. Por Dios.
Se apearon del coche y comenzaron a aproximarse hacia la pareja.
—¿Qué habrán robado? —dijo su compañero en tono ocioso.
Ella recordó aquellas palabras a menudo: tu vida.
No vio el arma hasta que ésta les apuntó directamente. Se hallaban tan sólo a unos metros de distancia. La detective recordó que se revolvió intentando echar mano de su arma reglamentaria, mientras su compañero levantaba las manos como si pudiera desviar el disparo. El cañón del arma lanzó un destello, y el brazo de su compañero la golpeó al caer hacia atrás. Recordó haber visto girarse la pistola, como si no estuviera sujeta a nada, y apuntarla a ella. En ocasiones le parecía poder ver la bala saliendo del cañón y atravesando el espacio que los separaba.
Luego se recordó a sí misma tumbada en el suelo, mirando hacia arriba, dándose cuenta de que pronto iba a hacerse de día y que con ello finalizaría su turno, y así podría irse a casa a leer el periódico mientras desayunaba tranquilamente. Aquel día tenía pensado hacer unas compras; tal vez se debiera a un cambio de temperatura, pero había decidido comprarse algo ajustado y sensual, aunque no llegara a ponérselo nunca. Le pasaron por la cabeza los nombres de las tiendas. Mientras pensaba en todas aquellas cosas, sus manos no dejaron de buscarse el estómago, y logró tocar la sangre caliente y pegajosa que manaba de ella.
Sus ojos se enfocaron en el cielo que lentamente iba clareando, y su respiración se volvió superficial. Recordó haber visto a los dos adolescentes erguidos sobre ella en medio del campo visual. La miraron fijamente, a los ojos. Vio a uno de ellos levantar el arma, y en aquel momento pensó en su familia y sus amigos. Pero en vez de disparar, el adolescente soltó la pistola, lanzó un taco y salió corriendo. Jamás olvidó el ruido de sus zapatillas al correr, perdiéndose poco a poco a lo lejos, al tiempo que la envolvía una cacofonía de sirenas que le prometían una oportunidad de vivir.
En el coche, dio la espalda a aquellos recuerdos y observó a un chico de los periódicos que iba haciendo su recorrido por la calle en su bicicleta, primero a la derecha, luego a la izquierda, arrojando los periódicos hacia los porches delanteros de las casas con la familiaridad y la seguridad que da la práctica. El chico descubrió a la detective Barren y, tras un primer instante de sorpresa, sonrió y la saludó con la mano. Ella bajó la ventanilla y le preguntó:
—¿Tienes alguno de más?
El chico detuvo la bicicleta.
—Pues sí, precisamente hoy tengo uno. Se me había olvidado que el señor Macy, en esta calle, está de vacaciones. ¿Quiere comprar su ejemplar?
Ella sacó un billete de un dólar del bolso.
—Ten —le dijo—. Guárdate el cambio.
—Gracias, señora. Aquí tiene.
Y se marchó pedaleando y saludando con la mano.
El titular principal se refería a más problemas en Oriente Próximo. Había una foto de unos bomberos sacando cuerpos de un edificio derrumbado, las víctimas de un coche bomba suicida. Debajo se encontraba el titular principal de noticias nacionales, sobre el tema de un proyecto de ley fiscal en el Congreso. En la primera plana había dos noticias de delitos, primer día del juicio de un famoso capo de la mafia, texto y foto del individuo en cuestión subiendo las escaleras del tribunal, y una nota sobre un delito local. Ésta fue la que leyó primero: El propietario de una vivienda había sorprendido a un ladrón allanando su casa, desarmado, y lo había matado de un tiro efectuado con una arma sin registrar y por lo tanto ilegal. El fiscal todavía no había decidido si llevarlo a juicio o concederle una medalla por su defensa de la propiedad.
Pasó a las páginas de deportes. La temporada de béisbol estaba empezando a calentar motores y los campos de entrenamiento de fútbol americano se acercaban a las últimas jornadas. Buscó una página interior para leer la letra pequeña de las estadísticas y ver si los Dolphins habían suprimido a alguno de sus jugadores favoritos, pero vio que no. Sin embargo, descubrió que los Patriots habían prescindido de uno de sus antiguos jugadores de línea. Se trataba de un individuo grande como un armario, procedente de algún estado potente del Medio Oeste, que siempre jugaba demasiado bien contra los Dolphins. Ella había llegado a admirarlo con el paso de los años por su constancia en el esfuerzo, que él llevaba adelante con anonimato y sufrimiento. Sabía que se haría el dolido, y lo respetaba, quizá más que los demás admiradores. De pronto se entristeció por aquella noticia, pues le recordó la mortalidad y la naturaleza cambiante de las cosas. Se dijo que iba a luchar con todas sus fuerzas para que su sustituto fracasara.
Con el tiempo todo termina cambiando. Todo el mundo pasa a otra cosa nueva, reflexionó.
Miró de nuevo hacia el apartamento de Jeffers, y se puso en tensión al ver que había vuelto a encenderse la luz. Vio moverse una sombra delante de la ventana, y se encogió involuntariamente en el asiento del coche, en realidad no preocupada por que la descubriera sino más bien debido a que sintió la urgente necesidad de ocultarse.
«Vamos. Vamos, doctor. Arranca de una vez».
Con un arrebato de emoción, bajó la ventanilla y aspiró el aire húmedo de la mañana como si temiera que sus pensamientos fueran a asfixiarla.
Martin Jeffers deambulaba por su apartamento, iluminado por la media luz matinal. Había dormido, de eso estaba seguro, pero no sabía cuánto tiempo. No tenía ninguna sensación de frescor, y seguía estando tan agotado por las emociones como al comienzo de aquella noche. Pasó al cuarto de baño y dejó caer la ropa al suelo. Se obligó a sí mismo a meterse bajo la ducha y se cercioró de que ésta fuera un poco más fría de lo que resultaba agradable. Deseaba desentumecer su organismo y ponerlo en marcha. Deseaba estar alerta y tener la mente despejada. Mantuvo la cara bajo el chorro de agua fría, temblando pero sintiendo cómo iban cobrando vitalidad sus huesos y sus venas.
Salió de la ducha y se secó vigorosamente con una toalla áspera hasta enrojecerse la piel. A continuación, todavía desnudo, se afeitó con agua fría.
Fue al dormitorio y puso sobre la cama una muda limpia, camisa, corbata y traje.
—Haz veinte —se dijo a sí mismo. De modo que se tiró al suelo y consiguió hacer diez flexiones rápidas. A continuación soltó una carcajada. Con eso bastaba. Se volvió y efectuó veinticinco abdominales con las rodillas flexionadas y sin soltar las manos de detrás de la cabeza. Recordó que su hermano le explicó que aquél era el único modo de que el ejercicio surtiera efecto. Doug nunca había tenido que preocuparse por hacer ejercicio, él siempre estaba fuerte, siempre en forma. Era capaz de comerse cuanto hubiera en casa y aun así no engordar ni un gramo.
Martin Jeffers se puso de pie y se contempló en el espejo de la cómoda. No estaba mal. Sobre todo si se consideraba que tenía un trabajo sedentario. «Puedes volver a correr o buscarte un amigo que juegue al tenis —se dijo—. Hazlo y recuperarás rápidamente la forma».
Se vistió deprisa, mirando el reloj.
Pensó en la detective Barren. No le había dicho cuándo debía acudir al hospital, pero sabía que acudiría temprano. Movió la cabeza negando.
—No —dijo—, no existen pruebas de nada. De nada en absoluto.
«Forma parte de la naturaleza de los hermanos exagerar siempre, tanto las cosas buenas como las malas. Es algo que viene de la infancia, de la constancia del amor, de los celos y de las emociones incontroladas inherentes a la relación». Así que Doug mató a un halcón cuando él siempre creyó —no, supuso— que había sido su padre. Se equivocó. Aun así, eso no convertía a su hermano en un asesino. En absoluto.
Las manos de Martin Jeffers quedaron suspendidas en el aire, sin terminar de hacer el nudo de la corbata. De repente se sintió casi abrumado por la fuerza del hecho de haberse mentido a sí mismo. Cerró los ojos, luego volvió a abrirlos, como si pudiera barrer de su mente el dolor que le causaba aquella idea. Entonces exclamó en voz alta, dirigiéndose firmemente a sí mismo en tercera persona:
—Bueno, sea lo que sea Doug, y demasiado bien sabes que no tienes ninguna prueba, ninguna prueba auténtica de nada a pesar de lo que diga esa maldita detective, sigue siendo tu hermano, y eso debería contar algo.
Sus palabras resonaron con fuerza en el vacío de la habitación, y aquello lo reconfortó momentáneamente. Pero también pensó irritado que llevaba suficiente tiempo siendo médico para saber reconocer una negación clínica. Incluso en sí mismo.
Aún debatiéndose entre los extremos de la incredulidad y la revelación, y sin fiarse de su memoria, de sus sentimientos ni de la verdad que había ido asentándose en su interior con los años, Martin Jeffers se puso en camino hacia el hospital. No vio a la detective aguardándolo y vigilándolo desde el otro lado de la calle.
Barren aguardó otros diez minutos, sólo para estar segura.
Pero, por el paso rápido que llevaba el médico y la expresión grave de su semblante, supo que se dirigía directamente al hospital y a la reunión que tenía con ella, la cual supuso que lo había tenido preocupado durante toda la noche.
Pues iba a tener esa reunión, pero no tan temprano como probablemente esperaba él.
Una vez más, la detective Barren experimentó una leve preocupación por lo que se disponía a hacer. Una parte de ella argumentó: «Ya sabes lo suficiente; él cederá y se ofrecerá a ayudarte». Pero su lado pesimista dudaba que el médico la ayudara a buscar a su hermano hasta que ella pudiera abrumarlo con la necesidad de hacerlo. «Aún necesitas ejercer un poco de presión, y ese apartamento constituye un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar a buscar algo». Además, no las tenía todas consigo en cuanto a Martin Jeffers. «Si lo sabe, puede que lo haya ocultado durante años». Recordó la expresión de sorpresa que Martin Jeffers se apresuró a disimular cuando ella le expuso por primera vez y sin ambages lo que necesitaba. «A lo mejor él también es un asesino. Puede ser, puede ser». Se sintió reforzada por lo que sabía y debilitada por lo que suponía, y comprendió que todavía necesitaba saber más. Hechos. Verdades. Pruebas.
Dio por terminado aquel debate mental y se apeó del coche. Tras mirar en derredor rápidamente, cruzó sin prisas la calle en dirección al apartamento. Pero en lugar de dirigirse a los escalones de la entrada, apretó el paso y dio la vuelta al edificio casi corriendo. Un minuto después descubrió la ventana, entreabierta para dejar pasar el aire fresco.
«No te pares. Hazlo sin más».
Agarró un cubo de la basura metálico y lo apoyó contra el costado de la casa. A continuación se subió encima y al mismo tiempo abrió un poco más la ventana. Sin titubear, empujó hacia dentro la frágil persiana y se lanzó de cabeza al interior de la vivienda, yendo a aterrizar como una torpe ave acuática en el suelo del cuarto de estar.
Se puso de pie a duras penas y se apresuró a cerrar la ventana de nuevo.
Se le ocurrió la insólita y graciosa idea de que acababa de llevar a cabo un allanamiento de lo más eficiente, por primera vez en su vida. Se imaginó las varias decenas de ladrones y rateros de todo pelaje a los que había detenido a lo largo de su carrera, puestos en fila, aplaudiéndola. «Ahora soy uno de ellos», pensó.
Miró a su alrededor y experimentó un momentáneo desagrado al ver aquel confuso desorden de ropas y mobiliario. Pero la sensación pasó deprisa.
Aquello le trajo a la memoria una visita que había hecho a John Barren cuando éste se encontraba en su primer año de universidad. Sonrió al recordar los calcetines fermentando en el rincón, los calzoncillos archivados en un armario archivador metálico junto con listas de lecturas y resúmenes de asignaturas. La reprendió: «Como mínimo, podrías meterlos en el cajón que lleva la etiqueta de ropa interior». John también vivía en medio de un completo desorden, como si para él fuera importante dejar la mente sin trabas y el entorno hecho una pocilga. Luego pensó que su memoria estaba siendo excesivamente benévola, que en realidad él era tan sólo un hombre como tantos, acostumbrado a tener una madre que fuera detrás de él recogiendo sus cosas; como si, aunque ya estuviera en la universidad y lejos de casa, su madre fuera a presentarse misteriosamente para recoger los calcetines del rincón y devolvérselos más tarde lavados y planchados. Y la verdad —sonrió de nuevo— es que tenía razón: casi fue lo primero que hizo ella, la maldita colada. Le dio un beso, después vino un rápido revolcón mientras sus compañeros de habitación estaban ausentes, y acto seguido le recogió la ropa sucia y se fue con ella a la lavandería.
«Las mujeres no aprendemos nunca». Y le entraron ganas de reír en voz alta.
En eso, oyó un ruido en el pasillo y se quedó paralizada de miedo.
Su cerebro se puso a repasar rápidamente las posibilidades de lo que podía haber sido aquello. ¿Una voz? ¿El ruido de una puerta al abrirse? ¿Pisadas? Tragó saliva y aguzó el oído, intentando captar algo por encima de las palpitaciones de su propio corazón.
«¡No puede haber vuelto!». Extrajo la nueve milímetros del cinturón y aguardó tensa, pensando: «Estás loca. Baja el arma. Si es él, dale una explicación rápida. Se enfadará, pero sabrá qué estás haciendo aquí».
Pero en vez de eso apuntó la pistola hacia la puerta y esperó.
De repente la invadió el pánico: «¡Es el hermano!».
Se sintió aplastada por un mal inmenso, incontrolable, como si su hedor hubiera inundado la habitación de pronto, igual que el humo de un incendio. «¡Oh, Dios! ¡Se oculta aquí! ¡Están juntos en esto! ¡Es él!».
Se agachó en cuclillas en un intento de aquietar los ruidosos latidos de su corazón y el temblor de su mano. Se exigió a sí misma dureza, la buscó dentro de sí. Las manos dejaron de temblar. La respiración se volvió uniforme y paciente. Miró hacia donde apuntaba el cañón de la pistola, tal como había hecho cientos de veces en la galería de prácticas de tiro.
«Aciértale al primer disparo», se ordenó con rabia.
«Apunta al pecho. Eso lo detendrá. Y luego lo rematas con un segundo disparo a la cabeza».
Cerró un ojo y respiró hondo. Aguantó la respiración.
Luego esperó a percibir otro ruido.
Pero no hubo ninguno.
Siguió en la postura de disparar. Se sentía incapaz de moverse y creía que sus músculos no iban a relajarse nunca. Transcurrieron treinta segundos. Luego se prolongaron hasta un minuto. El tiempo parecía alargarse con la tensión.
Pero el mundo continuaba sumido en un profundo silencio.
No quería permitirse respirar, hasta que por fin no pudo aguantar más y dejó salir el aire retenido en un largo suspiro.
Bajó lentamente el arma.
—Ahí no hay nadie —susurró en voz alta. Le resultó tranquilizador oír su propia voz—. Has perdido completamente la cabeza —continuó diciendo en voz baja—. Venga, deja de hacer el tonto, encuentra algo y sal de aquí de una vez.
Echó un vistazo somero al cuarto de baño y luego registró el dormitorio a toda prisa. Se dio cuenta de que no estaba siendo especialmente sistemática, pero también sabía que lo que tuviera Martin Jeffers que pudiera ayudarla a encontrar a su hermano no tenía por qué encontrarse precisamente escondido. Debajo de la cama halló dos cajas de cartón llenas de objetos personales. Las sacó, se sentó en el suelo y se puso a examinarlas lo más rápidamente que pudo. Se trataba en su mayoría de impresos de declaración de la renta, solicitudes de préstamos, documentos universitarios. Vio que en la facultad de medicina sus calificaciones fueron medianas, mientras que en los cursos preparatorios de la universidad habían sido de sobresaliente. Era como si una vez que llegó a su futuro hubiera dejado de aplicarse con la misma intensidad. Ello podía explicar por qué estaba en un hospital psiquiátrico estatal en vez de en uno privado y más lujoso. Pero eso sólo planteaba toda una nueva serie de preguntas, de modo que volvió a guardar los papeles en la caja y examinó algunos más. Se topó con una carta certificada del organismo estatal denominado Catholic Charities, que databa de seis años antes. La abrió con gesto distraído y leyó:
… Nos es imposible proporcionarle información acerca de su madre biológica. Si bien la adopción se llevó a cabo entre miembros de la familia, nosotros nos hicimos cargo de los trámites. Por desgracia, cuando en 1972 se quemó la parroquia de St. Stephen, muchos de los antiguos archivos que no habían sido trasladados a microfilme quedaron destruidos de forma irremediable.
La detective Barren miró fijamente aquella carta, pensando que constituía una información muy interesante pero sin saber exactamente por qué. Volvió a ponerla donde estaba y hojeó los demás papeles. Había una carta escrita con inconfundible letra femenina. «Querido Marty —decía—, lo siento mucho, pero lo nuestro no va a funcionar…». Y el resto eran sensibleras críticas a sí misma de una mujer llamada Joanne. La detective Barren reconoció el estilo: echarse la culpa a uno mismo cuando se sabe que lo cierto es justo lo contrario. Durante los años de la adolescencia había ayudado a una docena de amigas a escribir cartas iguales que aquélla. Le dio un vuelco el corazón al acordarse de aquella ocasión en que su sobrina, a la edad de dieciséis años, la llamó para pedirle el mismo favor.
Dejó la carta en la caja y extrajo una copia amarillenta y quebradiza de un periódico. Era el Vineyard Gazette, de Martha’s Vineyard, y llevaba fecha del mes de agosto de veinte años antes. Recorrió rápidamente con la mirada la primera plana; el titular principal rezaba: LAS AUTORIDADES PORTUARIAS ALCANZAN UN ACUERDO SOBRE EL NUEVO MUELLE PARA EL TRANSBORDADOR. En la otra cara, por encima del pliegue, había una fotografía y un texto: FLOTA DEDICADA A LA PESCA DEL PEZ ESPADA BATE EL RÉCORD DE CAPTURA EN UNA SOLA JORNADA CON 21 EJEMPLARES. Y al lado, en letras más pequeñas, se leía: «Un accidente de natación se cobra la vida de un bañista».
Echó un vistazo al párrafo: «Robert Allen, que se encontraba de turismo en la zona, perdió la vida el pasado martes al verse atrapado por una súbita resaca mientras nadaba frente a South Beach a últimas horas de la tarde. La policía y el servicio de guardacostas supusieron que este comerciante de Nueva Jersey quedó físicamente agotado tras luchar contra la corriente y no logró alcanzar la orilla después de haber sido arrastrado a ochocientos metros de la playa». A la detective le llamó la atención el dato de que el protagonista del suceso fuera de Nueva Jersey, pero su nombre era otro, de modo que pasó al siguiente. A continuación de esa noticia venía otra: EL CANDIDATO ELECTO DE TISBURY RECHAZA LA PROPUESTA DE MODIFICACIÓN DEL PROYECTO DE LEY.
Contempló la hoja por espacio de unos instantes y pensó: «a lo mejor hay algo en el interior», así que empezó a pasar rápidamente las páginas. Pero no halló nada que llamara su atención. Era el surtido habitual de noticias propias de la temporada estival; ya estaba familiarizada con el estilo de los periódicos de las localidades veraniegas de pequeño tamaño. Unas cuantas bodas, temas agrícolas, quién ha visitado a quién, prudentes cálculos acerca de cuántas garrapatas había entre la vegetación. Advertencias sobre la contaminación de los moluscos. Texto y fotos de la tarta de manzana que había ganado el concurso en la feria de Tisbury. La mezcla habitual de temas cotidianos.
Regresó a la primera plana y estudió la fotografía que acompañaba al artículo sobre la captura de peces espada. No tenía pie de foto. Se fijó en la composición y se preguntó: «¿será éste?». Los ojos de los pescadores parecían arder sobre el papel, mientras que el ojo muerto de uno de los ejemplares capturados destacaba creando un vivo contraste por lo apagado. «Es su estilo», pensó. Pero ella era impaciente, lo cual admitió que era una característica horrorosa para una persona que está realizando una búsqueda no específica. Pero hizo caso omiso de ello y volvió a dejar el periódico en la caja. Metió otra vez ambas cajas debajo de la cama y las dejó donde estaban antes.
Hasta el momento, nada.
Fue al cuarto de estar y vio el edredón tirado sobre un sillón. «Ahí es donde ha dormido esta noche —pensó—. Si es que ha llegado a dormir algo». Advirtió que había un manojo de revistas en el suelo, alrededor del sillón. De modo que había intentado desconectar de las preocupaciones. «Bueno, pues estoy segura de que no le ha funcionado». Se disponía ya a pasar a otra habitación cuando de pronto atrajo su atención algo que vio en la pila de revistas. Se volvió y las miró otra vez.
—¿Qué ocurre? —susurró—. ¿Qué pasa?
Se concentró en la única revista que estaba orientada hacia ella.
La miró atentamente, y a continuación se reprendió a sí misma:
—Está pasada de fecha. ¡Maldita sea, pon atención!
Se arrodilló junto al fajo de revistas y tomó un ejemplar de Life con fecha de seis meses atrás. Pareció quemarle las manos. Ya sabía lo que iba a encontrar dentro. Dejó que la revista se abriera sola y al instante vio de qué se trataba. El renglón le saltó a la vista: FOTOGRAFÍAS DE DOUGLAS JEFFERS. Observó la página y vio el gris granulado de una fotografía. Mostraba a un médico de urgencias mirando de frente a la cámara con gesto de agotamiento. La palpable sensación de cercanía entre la cámara y el objeto le produjo una fuerte impresión, y tuvo que alejar el papel.
«Ya sé lo que buscaba el fotógrafo». Se imaginó al hermano médico sentado en el sillón, mirando aquellas páginas, intentando ver qué podían decirle aquellas fotos.
Esparció las revistas a su alrededor y buscó las fotografías que pudieran contener. Se le echó encima una explosión de rostros y formas que surgieron de aquellas páginas, pero ninguna de ellas le dijo nada que no supiera ya.
—Es muy bueno. Pero eso ya lo sabíamos. Ya sabíamos que era uno de los mejores.
«Pero ¿qué más hay que ver aquí?».
Por un momento experimentó la misma frustración que sabía que había sentido el hermano horas antes. «Hay mucho que ver, pero lo que revela es muy poco». Cerró las revistas y las ordenó aproximadamente en la misma posición en que las había encontrado.
Se quejó amargamente:
—¡Encuentra algo!
Fue hasta el escritorio, a examinarlo, y encontró escrito: «Llave del apartamento de Doug». Era tan obvio, que por un instante le costó entender lo que estaba viendo. Entonces su mano salió disparada, como si la manejara otra cosa que no era su mente consciente, y cogió el sobre. Palpó la llave que tenía dentro. Echó la cabeza atrás y reprimió a duras penas la exclamación de euforia que pugnaba por salirle del pecho. Se guardó el sobre en el bolsillo y acto seguido levantó las manos cerradas en dos puños por encima de la cabeza, como haría un atleta en el momento de la victoria. Pero la alegría se disipó al momento ante la necesidad de exigirse disciplina. «Domínate», pensó enfadada. Después, casi presa del pánico, se puso a mirar en derredor. «La dirección, necesito la dirección». Buscó por toda la habitación y descubrió una agenda negra junto al teléfono. Se abalanzó sobre ella y la abrió de golpe. La dirección del hermano, el Upper West Side de Manhattan, destacó en tinta negra. Buscó un bolígrafo y un trozo de papel, pero no vio ninguno. Así que arrancó la hoja de la agenda.
Seguidamente, sintiéndose acalorada, se dirigió a la puerta principal de la casa, la abrió y, después de mirar atrás brevemente, salió del edificio. No podía pensar en nada más que la sensación de electricidad que irradiaba la llave robada que llevaba en el bolsillo.
Ya en la calle, frente al apartamento, se cruzó con una anciana que paseaba a un perrito protegiéndose del sol cada vez más alto con una sombrilla pasada de moda.
—Buenos días —la saludó la mujer en tono jovial.
—Un día precioso —contestó la detective Barren.
—Pero caluroso —dijo la anciana. Bajó la vista hacia el sheltie que jadeaba al extremo de la correa—. Días de perros —añadió—. Demasiado calor en verano y demasiado frío en invierno. Así es la vida.
Aquello era un chiste, y las dos mujeres sonrieron. La detective Barren se despidió de ella con un gesto de cabeza y cruzó la calle. Por un instante se sintió abrumada por la claridad del sol estival y por la conversación de rutina que había tenido con la anciana. Todo era normal. Todo era simple, ordinario; todo está en su sitio cuando los pájaros cantan, los niños juegan, la brisa sopla suavemente, la temperatura sube, una mujer pasea al perro. La normal Norteamérica de Norman Rockwell. Los sencillos ritmos y melodías de siempre.
Movió la cabeza en un gesto negativo y pensó en la disonancia que representaba lo que llevaba en el bolsillo. Se estaba acercando.
Pennington se difuminó poco a poco a su alrededor, y vio mentalmente las duras calles urbanas de su próximo destino.
Entró de nuevo en su coche, y pocos segundos después estaba en la carretera de camino a Nueva York.
La marea de discusiones que rodeaba a Martin Jeffers comenzó a menguar.
Había iniciado la sesión formulando a los «niños perdidos» una pregunta sencilla:
—Todos vosotros tenéis parientes; ¿qué pensáis que opinan ellos de vuestra conducta? ¿Tienen alguna relación con los delitos que habéis cometido?
Se hizo un silencio incómodo, y Jeffers se dio cuenta de que había tocado una fibra sensible. Y también se dio cuenta de que aquella pregunta, formulada de manera no del todo inocente, le había salido del corazón. Al instante se imaginó a su hermano, y entonces expulsó aquella imagen de su cerebro mientras escuchaba cómo iban desplegando sus recuerdos los miembros del grupo. Se produjo una oleada de negaciones, casi en masa, lo cual, como siempre, él consideró que quería decir justamente lo contrario. Se trataba de una fórmula muy simple: lo que los «niños perdidos» negasen con más vehemencia sería lo que más se acercara a la verdad.
Acto seguido esperó a que las voces fueran apagándose para poder interponer algún comentario que les sirviera a ellos como pie para continuar la discusión. Pero su atención iba y venía, y le costó trabajo concentrarse en cómo iba avanzando el grupo. Por suerte, los «niños perdidos» estaban muy activos y por lo tanto necesitaban pocos estímulos por parte de él. Jeffers se sorprendió a sí mismo lanzando miradas nerviosas a su reloj, anhelando que finalizara la sesión. Se preguntaba dónde estaría la detective.
—¿Sabéis algo muy curioso? —El que hablaba era Meriwether, con su vocecilla aflautada—. Cuando me detuvieron y me trajeron a este club de campo, mi mujer se cabreó más que yo. Quiero decir —expulsó el aire por las fosas nasales en una risa ruidosa—, estuve a punto de creer que iba a divorciarse de mí. Mierda, hasta me entró miedo de que me pegara un tiro. Claro que es el doble de corpulenta que yo; con que me hubiera arreado un par de…
Todos los hombres rompieron a reír al oírlo.
«¿Qué querrá? —se preguntó Jeffers—. ¿Arrestarlo?». Recordó su mirada glacial.
—Sigue —dijo por oficio.
—… Pero no me hizo nada. Lloraba y se retorcía las manos. E incluso cuando me llevaron los guardias, ella todavía lo negaba. Era como si creyera que la vecina a la que violé, no sé, me hubiera seducido ella a mí. Debió de creer eso. —Meriwether hizo una pausa y añadió—: Diablos, esa niña tenía sólo once años…
En aquella pausa momentánea, el cerebro de Jeffers trabajó a toda máquina. «¡Él siempre me ha involucrado a mí! —pensó—. Yo siempre he formado parte de todo lo que ha hecho él. Siempre al borde, sin participar casi, pero conectado de todas formas. Él siempre lo ha querido así. Y siempre se ha salido con la suya. Ésa es la prerrogativa de ser el hermano mayor. ¿Qué hermano pequeño se atreve a negarle algo al mayor?». —Era una tía de lo más raro. Ahora viene a verme dos veces por semana y pide para mí la condicional.
Recorrió el grupo con la mirada.
—¿Lo pide? —dijo una voz nada ingenua.
—Que alguien me lo explique —pidió Meriwether.
Jeffers pensaba sólo en unas palabras concretas: «un viaje sentimental». De repente se sintió invadido por un acceso de ira de lo más frustrante.
«¿Qué demonios había querido decir Doug con eso?, se preguntó a sí mismo, furioso. ¿Adónde habrá ido? ¿Qué sentimiento es el que hay en nuestras vidas? ¿Habrá ido a hacer una visita a la antigua casa familiar? Está justo en la puta carretera de Princeton. A lo mejor ha ido a ver la farmacia del viejo. Ahora es propiedad de una cadena comercial. ¡Pero para eso no tenía necesidad de salir corriendo! Entonces, ¿adónde se ha ido? ¿Qué quiere visitar? ¡Nunca me cuenta nada!».
Un millar de negros pensamientos inundaron el cerebro del doctor Jeffers.
Wasserman habló a toda prisa contestando a la pregunta de Meriwether:
—Mi madre es igual. Todas las semanas recibo un paquete de ella. No se creyó nada. Podría haber liquidado a cualquier tía debajo de sus narices, que ella se me habría quedado mirando y me habría dicho: «En fin, cariño, por lo visto te la has follado con demasiado ímpetu, porque le ha dado un infarto y se ha ido al cielo…».
Jeffers reparó en que Wasserman había perdido momentáneamente el tartamudeo que era habitual en él. «Mi hermano siempre ha sido directo a la vez que críptico, pensó. Me decía sólo lo que yo necesitaba saber. ¡Lo que él pensaba que debía saber! Y ahora que necesito saber algo, se va y me deja en blanco. ¡Sin nada! ¡Cero!».
Sin embargo, luego se dijo a sí mismo que ya lo sabía.
Negó con la cabeza. «¿Qué es lo que sabes?», se preguntó.
A su alrededor los hombres silbaban y lanzaban bufidos.
—A… a… a veces me daba la sensación de que mi… mi… mi madre estaba más lo… lo… loca que yo.
Los hombres confirmaron que eran de la misma opinión. Jeffers percibió que había vuelto el tartamudeo.
A continuación intervino Pope con su tono característico:
—Nunca quieren creer la verdad. No quieren creer que uno es capaz de sisar una chocolatina de una tienda. Cuando las cosas van a peor, simplemente lo niegan todavía más. Y cuando por fin te detienen por violar a alguien, como todos los que estamos aquí, se niegan en redondo a aceptarlo. Les resulta más fácil creerse otra cosa. Más simple.
—No siempre —intervino Miller. Los hombres se giraron hacia el duro delincuente profesional. Miller los recorrió a todos con la mirada como si estuviera evaluando una joya robada—. Pensadlo. Todos tenemos a alguien, probablemente un padre, quizás una madre, que sabía lo que éramos y nos odiaba por ello. Alguien a quien no podíamos dar el pego. Alguien que nos zurraba, quizás, o que nos abandonó porque no podía zurrarnos. Alguien que se largaba cuando las cosas iban bien… —Aquel comentario lo hizo reír, pero los demás se habían ido quedando callados, absortos en sus pensamientos—. Tal vez alguien de quien queríamos librarnos. O alguien de quien conseguimos librarnos, pero —esto lo dijo con una sonrisa burlona— del que no tienen ni idea aquí, el médico, ni las autoridades competentes…
Hizo una pausa, y Jeffers vio que estaba regodeándose en aquella opinión y en el efecto que había causado ésta en sus compañeros de grupo.
—Continúa —dijo alguien.
—Siempre hay una persona capaz de ver exactamente cómo somos por dentro. En el fondo no es para tanto. Lo único que hay que hacer es manejar a esa persona de forma un poco distinta, y ya está. Pero esas personas existen, eso lo sabemos todos.
La sala se llenó de murmullos y después se sumió en el silencio.
En aquel momento de silencio, Jeffers intentó abstenerse de formular la pregunta que le quemaba el cerebro, pero no fue capaz. Sus palabras eran como sus pensamientos: fugitivas, incontrolables, impulsadas por un motor propio. En aquel momento lo aterrorizaban profundamente, pero no tenía fuerzas para nada. Así que lo preguntó:
—Bien, vamos a darle la vuelta al asunto un momento. ¿Qué haríais si os enterarais de que una persona a la que amáis, un familiar vuestro, está cometiendo delitos? ¿Cómo actuaríais?
Hubo unos momentos de reflexión, como si todos los «niños perdidos» hubieran tomado aire al mismo tiempo. Y a continuación se vio rodeado por una cacofonía de opiniones diversas.
La detective Mercedes Barren condujo en dirección norte y pasó de largo la salida de la autopista de peaje Nueva Jersey que llevaba al túnel Holland, lo cual habría sido una ruta más directa. Enfiló hacia el puente George Washington, que tendía su enorme corpachón de color gris sobre el río Hudson. Tomó conscientemente la decisión de evitar el túnel, a pesar de la presión que ejercían sobre ella la emoción y la furiosa sensación de que el tiempo se iba acortando, que se iba comprimiendo en torno a ella. Siempre evitaba los túneles en la medida de lo posible; desde que era pequeña, la preocupaba el peso del agua que presionaba contra las baldosas y sobre el cemento por encima de ella. Todavía le parecía ver, con aquellos mismos ojos de niña imaginativa, cómo el túnel se agrietaba y se combaba y cómo se desplomaban sobre ella aquellas aguas oscuras. El confinamiento del túnel hacía que se le entrecortara la respiración y que le sudaran de modo desagradable las palmas de las manos.
«Es como un poco de claustrofobia. No es tan terrible. Disfrútalo».
Mientras aceleraba cruzando el puente, lanzó una mirada fugaz por encima del hombro para contemplar los acantilados. Vio cómo las caras de aquellos precipicios se hundían tumultuosamente en el agua. El sol arrancaba destellos a la superficie del río, y captó un breve vislumbre de unos veleros de rulot blanco que se bamboleaban adelante y atrás. Siempre había entendido, sobre todo en los días claros y diáfanos, por qué el bueno de Henry Hudson se quedó convencido, la primera vez que remontó el gran río, de que había descubierto el paso hacia el noroeste. Le resultaba razonable, si se eliminaban los edificios y los barcos y se miraba el río y los acantilados sin los estorbos del progreso, que cualquiera creyera que en la siguiente curva sin duda iba a encontrarse en China.
Contempló la ciudad, con su masiva falange de rascacielos erguidos y tiesos, como un gran ejército en posición de firmes. Aferró con fuerza el papel de la dirección y se abrió paso por entre el tráfico con actitud agresiva. Al penetrar en Manhattan mantuvo la vista al frente en todo momento, negándose incluso a mirar por el espejo retrovisor, centrada únicamente en llegar a su destino.
Para su sorpresa, descubrió una plaza de aparcamiento autorizado en la calle situada escasamente a una manzana del apartamento. Pero antes de aproximarse a éste hizo una parada en una delicatessen local para comprar unos cuantos comestibles. Después de eso, cargando con la bolsa y sosteniendo la llave en la mano, se encaminó hacia al hogar de Douglas Jeffers.
Jeffers vivía en un edificio antiguo de ladrillo, de tamaño mediano, ubicado en West End Avenue. Tenía un anciano portero que le sostuvo la puerta a la detective Barren para que pasara.
—¿A quién viene a ver? —le preguntó con una voz áspera de fumador.
—Me quedo en casa de mi primo mientras hago un poco de turismo. Él está fuera —repuso ella en tono jovial—. Es Doug Jeffers. El mejor fotógrafo que hay…
El portero sonrió.
—Cuarto F —dijo.
—Ya lo sé —replicó ella sonriendo a su vez—. Hasta luego.
Se subió a un ascensor viejo, cerró la puerta firmemente y pulsó el cuarto piso. Vio que el portero ya se había dado la vuelta. La cabina subió lentamente dejando escapar más de un crujido, y al final, con un rebote, pareció quedar emplazada en su sitio. La detective Barren salió de ella con cuidado.
Para gran alivio suyo, el pasillo se hallaba desierto.
Enseguida encontró la puerta F, y depositó la bolsa de la compra en el suelo. Cambió la llave a la mano izquierda para sacar del bolso la nueve milímetros. Escuchó unos momentos, pero no percibió ningún ruido al otro lado de la gruesa puerta negra.
Así que respiró hondo y dijo:
—¡Vamos allá!
Introdujo la llave en la cerradura y giró. Oyó cómo se soltaba el pestillo, y entonces empujó con fuerza.
La puerta se abrió de par en par. Ella se agachó y se metió dentro de un salto.
Movió la pistola hacia arriba, todavía agachada, apuntando, dejando que el cañón del arma la guiara. Giró a la derecha, a la izquierda, al centro, y no vio a nadie. Aguardó. No se oía nada. Entonces se irguió y bajó la pistola. Acto seguido recuperó la bolsa de comestibles y la depositó en el suelo, dentro del apartamento. Luego cerró la puerta y echó la llave, y también puso la cadena.
Entonces se volvió y, todavía empuñando la pistola, examinó de verdad el apartamento de Douglas Jeffers.
—Lo noto —dijo en voz alta.
De pronto la invadieron un sinfín de imágenes de un centenar de escenas de crímenes y de cadáveres ensangrentados y en estado de descomposición que había visto a lo largo de los años. Le vinieron a la memoria igual que un gran desfile de carnaval. Aquellas visiones macabras y aquellos olores pegajosos inundaron su cerebro, y por un instante llegó a pensar que allí dentro había un cadáver.
Sacudió la cabeza como para aclararse la mente y dijo:
—Bueno, vamos a echar un vistazo.
Fue entrando en todas las habitaciones de una en una, con precaución, sin soltar la pistola. Cuando por fin quedó convencida de que estaba sola, comenzó a estudiar lo que tenía alrededor. Lo primero que le chocó fue que el apartamento estaba limpio y ordenado. Todo parecía estar en su sitio. No organizado hasta el punto de resultar opresivo, sino recogido y colocado. El contraste con la vivienda de Martin Jeffers era muy llamativo.
No era un piso grande. Tenía sólo un dormitorio y un cuarto de baño, una cocina pequeña provista de un espacio que servía de comedor, y un salón amplio y de forma rectangular. Una parte de dicho salón había sido transformada en un cuarto oscuro fotográfico.
El mobiliario era cómodo y bastante refinado, pero no hasta el punto de que un decorador hubiera creado un diseño especial. Más bien indicaba que su dueño entendía de calidad y ocasionalmente compraba una que otra pieza. Había algunas antigüedades, y en todas las estancias se veían chucherías en las estanterías y en las mesas. La detective Barren tomó un casquillo de lo que le pareció que era un cartucho de mortero. Había pequeños objetos curiosos, una estatuilla de Centroamérica, una figura de la fertilidad de África. Vio un enorme diente de tiburón metido en un envase de plástico y una piedra antigua, también dentro de un estuche. Esta última tenía una leyenda: «Garganta de olduvai, 1977. Dos millones de años».
Vio que Jeffers tenía una mesa de trabajo, un banco de artesano más bien, situado junto a la hilera de ventanas que llenaban de luz la habitación. Observó la parafernalia típica de un fotógrafo: negativos, ampliadoras, papel; todo pulcramente colocado al lado de la mesa.
Había también una gran estantería para libros que cubría una pared entera del salón.
Las paredes eran blancas. Había dos carteles enmarcados: el Arte de la Fotografía, una exposición del Museo de Arte Moderno, y una Muestra de Ansel Adams de la Horn Gallery.
Todo lo demás pertenecía a Douglas Jeffers.
O por lo menos, así le pareció a la detective Barren.
Todas las paredes estaban cubiertas por decenas de fotografías, enmarcadas con diferentes estilos. Las recorrió con la mirada. «Son como las que vi en las revistas —pensó—; lo dicen todo y nada al mismo tiempo».
Pero lo que llamó su atención fue un marco de pequeño tamaño que había en un rincón. Se acercó a él y lo escrutó atentamente. Mostraba a un hombre que se encontraba al borde de la mediana edad pero que poseía una vitalidad juvenil claramente contradictoria. Iba vestido con un pantalón militar de color verde aceituna y una camisa azul, y estaba cubierto por todas partes de cámaras y objetivos. Al fondo se veía una jungla anónima; se distinguían sarmientos y zarcillos que caían de las ramas retorcidas de un millar de árboles entrelazados unos con otros. Él estaba sentado encima de una pila de cajas marcadas con números de munición, sonriendo a la cámara, con la mano en forma de una pistola de pega e imitando el gesto de disparar. En un ángulo de la foto había un papelito blanco que llevaba escrito a máquina: «Autorretrato 1984, Nicaragua».
—Hola, señor Jeffers —dijo la detective Barren. Cogió la foto de la pared y la sostuvo en alto—. Soy tu perdición, Jeffers —le aseguró.
Volvió a dejar la foto en su sitio y se ordenó a sí misma ponerse manos a la obra. Se dijo que en el apartamento de este hermano debía proceder de modo cuidadoso y sistemático.
Se volvió hacia el escritorio y vio, esmeradamente colocado en el centro del mismo, un sobre grande de color blanco. En él habían escrito con gruesas mayúsculas: PARA MARTY.
Su mano se lanzó a por él.
Había habido una gran dosis de discrepancia entre los «niños perdidos».
Había habido opiniones de todo tipo, desde la queja de Weingarten: «Joder, ¿y qué iba a hacer uno? ¿Decirles que dejasen de hacerlo? La gente hace lo que le da la gana, no se la puede obligar a hacer nada. Quiero decir, yo nunca he podido, y nadie ha podido impedirme nada a mí…», hasta la imperturbable actitud de Pope: «Si yo me enterase de que alguien de mi familia estaba haciendo lo que hago yo, le pegaría un tiro a ese cabrón, ya lo creo, rápidamente le libraría de su desgracia», a lo cual respondió Steele: «¿Tan mal lo estás pasando tú? Pues no lo parece, tío…». Y Pope replicó: «Ándate con ojo, maricón, porque podría acabar contigo sin despeinarme». Esto último, a pesar de constituir una amenaza real, hizo reír a todos los presentes. Matar a un hombre como Steele les parecía a la mayoría de ellos una gran pérdida de tiempo. Esta opinión era compartida con gran entusiasmo por todos los miembros del grupo.
Al parecer, ellos, que deberían ser los expertos, estaban tan desorientados respecto a qué hacer como podía estarlo cualquier otra persona.
«Como puedo estarlo yo», se dijo Martin Jeffers.
Se sintió inundado por la desesperación.
Estaba sentado a solas en su despacho, a oscuras. Fuera, había caído la noche sobre el terreno del hospital, arrojando sombras sobre el césped. De vez en cuando se oía un grito, un quejido aislado, lo cual era la norma cuando el hospital dormía. La noche despierta nuestros miedos, reflexionó, de igual manera que el día los apacigua.
Pensó en todas las cosas que habían dicho los «niños perdidos».
—Veréis —había interrumpido impulsivamente Parker a mitad de la discusión—, hay que hacer lo que es correcto. Pero ¿qué es lo correcto? Lo que es correcto para unos polis puede que no lo sea tanto para tu familia. Si uno va a la policía, ésta quiere enterarse de todo, y desde luego no van a hacerse amigos tuyos. Lo único que quieren es detener a quien sea. ¿Y qué, vas a entregarles a tu madre, tu padre, un hermano, hasta un primo si hace falta? La familia es más importante, tíos…
A lo cual contestó Knight:
—¿Entonces te conviertes en cómplice? Pues sí. Si no dices nada, ¿no eres igual de malo que la persona que comete el delito?
La sala se llenó de exclamaciones a favor y en contra.
Alguien dijo:
—Si tú sabes algo y no lo dices, eres igual de culpable. ¡Debería haber una cárcel especial para esa gente!
«Ya la hay», pensó Martin Jeffers con amargura.
Consentir en el conocimiento de un delito es casi tan malo como el propio delito en sí. Pensó en el Holocausto y recordó en particular los problemas que hubo en Núremberg a la hora de decidir qué hacer con las personas que se habían limitado a guardar silencio frente a la depravación del régimen nazi. A los perpetradores resultó fácil localizarlos y castigarlos, pero ¿y las personas que se habían vuelto de espaldas? Políticos, abogados, médicos, hombres de negocios…
Se preguntó qué les ocurrió a ésos.
Jeffers recordó el entusiasmo con que había acogido el grupo aquel tema. Se preguntó por qué no habría planteado antes aquella pregunta. Lo que le asombraba era la idea de que prácticamente el grupo entero había estudiado el problema que ellos mismos planteaban a sus familias. ¿Qué harían consigo mismos? No lo sabían.
Recordó el fuego cruzado de gritos que tuvo lugar en la sala iluminada por el sol. Se habían pasado veinte minutos del tiempo establecido para la sesión. Hasta que por fin él levantó una mano.
—Seguiremos con esto mañana. Que todo el mundo reflexione sobre su reacción, y lo debatiremos un poco más.
Los hombres se levantaron de sus asientos y comenzaron a salir formando los grupitos de costumbre, pero en eso Miller, el hombre que en opinión de Jeffers era quizás el menos perceptivo, se volvió y preguntó:
—¿Por qué nos ha preguntado esto? ¿Tiene algún motivo?
Todos se detuvieron y miraron a Jeffers.
Él movió la cabeza en un gesto negativo y se apresuró a adoptar su habitual expresión de leve y divertida curiosidad intelectual, y los «niños perdidos» continuaron desfilando en silencio sin hacer más comentarios. Pensó en que nadie se ha creído esa negación. Ni por un instante.
Contempló la oscuridad que se veía al otro lado de la ventana.
«¡Y yo me niego a creer que mi hermano sea un asesino! ¡Ya detuvieron a un hombre por el crimen por el que me está acosando esa detective! ¿Por qué está aquí?», pensó, furioso.
«Es que no está».
«Entonces, ¿dónde está?».
Cuando se hicieron las doce y la detective Barren no apareció, telefoneó a su hotel. En su habitación no contestó nadie. Entonces llamó de nuevo a la conserjería para asegurarse de que no había dejado el hotel.
Intentó hacer acopio de fuerzas en su interior. «Tú espera».
«Espera el siguiente paso. Esa detective tiene mucho que explicar. Espera a ver qué dice».
«No es la única persona que me debe una explicación».
Arrugó un papel que tenía en la mesa y lo tiró al suelo. Cogió un lápiz y lo rompió por la mitad. Buscó a su alrededor algo que golpear, pero no halló nada adecuado. Entonces se volvió hacia la pared y descargó una y otra vez la mano abierta contra la superficie blanqueada hasta que notó que comenzaba a enrojecerse, y aceptó de buen grado el dolor, una sensación que por un instante sustituyó a su frustración. Pensó en la detective y sintió una rabia incontrolable. Le entraron ganas de chillarle: «¡Quiero saber!».
«¿Dónde diablos estará?».
Estaba furioso.
Y después aquella rabia lo abandonó y le vino a la cabeza un pensamiento horroroso: «¿Dónde diablos estará mi hermano?».
La detective Mercedes Barren se hallaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, en el salón del apartamento de Douglas Jeffers, rodeada por la masa resultante de su búsqueda. Había encendido todas las luces de la casa, como si le diera miedo que la oscuridad de la noche se colara a hacerle compañía. Era tarde y estaba cansada. Había registrado sistemáticamente todo el piso, desde el inodoro del cuarto de baño hasta los archivos de negativos del cuarto de revelar. Había retirado el sofá y la cama, buscando armas, pero sin éxito. Había sacado todo lo que había en los armarios de la cocina, los había vaciado todos. Había revuelto la ropa, volcado los cajones, leído y desechado papeles. No había ni un recibo del billete a Miami. Ni una postal. Los restos de su búsqueda yacían en varios montones a su alrededor.
«Es inútil», pensó.
Sintió brotar lágrimas de rabia y desesperación en los ojos.
—Nada. Nada. Nada —se quejó en voz alta.
Sabía que el fotógrafo debía de tener una caja de seguridad, o una consigna, o una habitación en alguna otra parte, en algún lugar donde juntaba los restos de un crimen. Algo que lo relacionara con su sobrina.
Apenas lograba soportar la tensión que sentía en aquel lugar. Sabía que estaba muy cerca del asesino, lo presentía, lo olía, penetraba en su cuerpo por todos sus poros y orificios, la cubría, la absorbía por dentro. Reconocía la sensación, porque era la misma que había experimentado en el centenar de escenas del crimen que había visitado.
Que él era el asesino resultaba evidente. Lo supo al echar una mirada a la estantería de libros. Prácticamente todos los volúmenes trataban de un aspecto u otro de cómo matar. Novelas, manuales, ensayos de no ficción, todos alineados fila tras fila. Muchos de ellos los conocía ya, le sonaban los títulos. Aquello la impresionó profundamente.
—Es un hombre que conoce su oficio —dijo.
Pero tener un interés literario por el crimen no constituía una prueba.
Era algo que podía enseñar al hermano, y éste simplemente negaría que fuera nada más que una afición ligeramente morbosa, y desde luego nada fuera de lo corriente para una persona que había fotografiado tanta desgracia y tanta muerte. Desde el suelo donde estaba sentada, levantó la vista a las fotografías que cubrían las paredes y se preguntó irritada cómo podía alguien soportar verse rodeado de tantas imágenes violentas y perturbadoras. No tenía nada. Golpeó el suelo con los puños. Luego recogió la carta dirigida de un hermano al otro y la leyó por enésima vez:
Querido Marty:
Si recibes esta nota, habrá ocurrido una de varias posibles situaciones. Supongo que estarás esperando algún tipo de explicación.
No necesitas ninguna.
Ya la tienes.
Aun así, lamento las molestias que te he causado.
Pero era inevitable.
O quizás inevitable.
Te veré en el infierno.
Con cariño, tu hermano,
Doug
P. D. ¿Qué te parecen las fotos? Intensas, ¿no?
La detective Barren dejó caer la nota en su regazo. No le decía nada. Se sintió devorada por un odio masivo, furibundo. El corazón pareció quemarle el pecho. Le subió a la garganta una bilis con sabor amargo. Sintió deseos de escupirle al asesino a la cara. Le entraron ganas de echarle las manos al cuello, igual que había hecho él con su sobrina.
Quiso decir algo en voz alta, pero lo único que le salió de la garganta fue un gruñido, animalesco y salvaje. Por fin pudo pronunciar:
—Esto no ha terminado. No he acabado contigo. Pienso atraparte. Te atraparé. —Se acordó de su sobrina—. Oh, Susan —gimió. Pero fue una exclamación menos de tristeza que de furia.
La rabia le dio fuerzas, y se levantó para quedar de rodillas en el centro de la habitación. De repente sus ojos se fijaron en el autorretrato que colgaba en el rincón. Lo único que llegaba a ver era la sonrisa burlona, como si se estuviera riendo de la futilidad de los esfuerzos que hacía ella. Entonces alargó la mano de pronto y cogió el estuche de plástico que guardaba la piedra de la garganta de Olduvai y, sin pensarlo, sin darse cuenta de nada salvo de la rabia que la envolvía, aún arrodillada en el suelo, le arrojó el estuche al fotógrafo.
El ruido de cristales rotos la tranquilizó al instante.
Cerró los ojos, hizo varias inspiraciones profundas y miró la pared. Vio que la antigua piedra no había acertado al retrato de Douglas Jeffers, el cual seguía sonriéndole con una actitud esquiva que resultaba exasperante, sino que se había estrellado contra una de las otras fotografías enmarcadas, había hecho añicos el cristal y había tirado la foto al suelo.
Lanzó un profundo suspiro y se puso de pie.
«¿Ya te sientes mejor?», se preguntó a sí misma con cierta sorna.
Fue hasta donde yacía el marco destrozado de la foto.
—Bueno, juntaremos esto con lo demás —dijo entre dientes.
No tenía la menor intención de limpiar nada. Removió los pedazos con el pie. Era una fotografía a todo color de un motín en la calle de una ciudad. Al fondo se veía una columna de humo y fuego, y en el primer plano un batiburrillo de policías, bomberos y sus respectivos vehículos, las luces parecían confundirse de forma hipnótica. Le dio una patada.
—Buena foto —dijo—. No es de las mejores que has hecho, pero es muy buena.
Cuando ya se disponía a girarse, se fijó en que una esquina de la foto había quedado despegada cuando el marco se combó y se soltó tras la caída.
Se detuvo y lo miró.
No supo exactamente qué fue lo que llamó su atención. Tal vez fuera el peculiar contraste entre los vividos colores de la foto y el gris apagado del papel que había detrás. Todavía no estaba segura de qué era lo que estaba buscando, pero le pareció que allí había algo fuera de lo habitual. Trató de recordar si alguna vez había oído comentar que alguien montara una foto encima de otra, igual que algunos artistas pintan de nuevo encima de otros lienzos que han pintado con anterioridad. Pero no recordaba nada así.
Sin permitirse abrigar esperanzas de ningún tipo, se agachó y recogió del suelo el marco roto y la foto. Fue hasta la mesa y los puso bajo la luz. Examinó la esquina que se había despegado. Tocó el papel y vio que parecía haber un doble grosor. Entonces asió la foto de encima y tiró suavemente de ella.
Esta se despegó otro par de centímetros, revelando un fondo de color gris oscuro.
Tocó el papel de abajo y palpó el exterior satinado de una fotografía.
Aspiró profundamente.
«Procede con cautela», se dijo a sí misma.
Tiró otra vez de la foto y ésta se despegó un poco más, igual que la piel de una manzana.
Un centímetro, después otro. Las dos láminas de papel fotográfico no habían sido encoladas sólidamente. Fue tirando con mucho cuidado, cerciorándose de no rasgar ninguna de las dos. Cuando se atascaba, mojaba un dedo con saliva y separaba suavemente el papel superior.
Sólo cuando la fotografía entera quedó despegada se atrevió a mirarla. Pensó en aquel instante en la sensación que experimenta un niño cuando se arranca la costra de una herida: que le va a doler, pero que sentirá un gran alivio cuando se la quite.
Bajó la vista y vio que había una foto debajo de la foto.
Dejó la escena del motín en el suelo y contempló la otra. Era en blanco y negro.
De pronto se quedó sin respiración cuando la imagen tomó forma en sus ojos.
Era un cuerpo casi desnudo.
Era una mujer joven.
A la detective Barren le temblaron las manos. Notó que al instante se le humedecía la frente de un sudor frío.
—Susan —dijo.
Pero entonces miró de nuevo.
La joven de la foto tenía las piernas más regordetas y el cabello más corto. Estaba acostada en una postura distinta que su sobrina. Y además, la vegetación, iluminada por el flash que perforó la oscuridad, era diferente, no mostraba las frondas y las palmas de Florida. La protagonista de esta foto parecía yacer en un bosque propio del Norte. La detective Barren sintió que la cabeza le daba vueltas, y se sintió invadida por una sensación de vértigo resultante de frenar de pronto su imaginación desbocada. Lo que alcanzaba a ver de los rasgos de aquella joven parecía completamente erróneo.
—No es Susan —dijo.
Durante una fracción de segundo se sintió derrotada. No era más que otra de las malditas fotos de Douglas Jeffers.
Pero entonces lo comprendió: era una instantánea improvisada. En ella no se veía la composición, el cuidado, la atención y la reflexión que se apreciaban en el resto de la obra de Jeffers. Aquélla era una foto tomada con prisas, bajo presión. Bajo el fuego.
La sostuvo en alto.
—Tú no eres Susan —le dijo a la foto—. ¿Quién eres?
Volvió a mirar y vio una gran mancha oscura en el pecho de la joven. «Sangre», pensó.
Escudriñó rápidamente la foto en busca de signos de que el cadáver hubiera sido examinado, de presencia policial, de investigación oficial.
No había ninguno.
Y entonces, de forma espontánea, le vino a la mente una idea que no quiso tomar en cuenta siquiera. Dejó la fotografía en la mesa y levantó la vista, sobresaltada. A su alrededor había docenas de fotos, la galería doméstica de Jeffers. Saltó de la silla y arrancó de la pared una foto grande que mostraba a dos agricultores del Lejano Oriente con un búfalo de agua, recortados contra el cambiante cielo del ocaso. Arrojó el marco violentamente contra el suelo.
Sacó la foto de entre los cristales rotos. Palpó el doble grosor del papel. Intentó despegar la foto, pero esta vez parecía estar bien adherida. La dobló y la plegó, se tomó muchas molestias con ella, hasta que por fin cogió una pequeña cuchilla que había en la mesa y raspó una parte.
Debajo había otra instantánea en blanco y negro.
Distinguió una pierna desnuda. Luego un brazo desnudo. Mostraba regueros de algo oscuro; había visto demasiada sangre en demasiadas escenas de crímenes para no saber de qué sustancia se trataba.
Hizo una pausa y miró las paredes con una expresión de pánico.
—Susan —dijo de nuevo, en un tono de voz que reflejaba un intenso dolor—. Susan, oh, Dios mío, Susan. Tienes que estar aquí, en alguna parte.
Una vez más su mirada se centró en la galería de fotos. De pronto se sintió tonta, y avergonzada de sentirse así.
«Oh, Dios mío, Susan, no estás sola».
Aquello resultaba tan obvio, que la aterrorizó aún más.
—Oh, Dios, estáis todas aquí —les dijo a todos los ojos de todas las fotos que la miraban fijamente—. Todas.
Sintió náuseas. Se imaginó a Douglas Jeffers sentado con naturalidad en su cuarto de estar, contemplando la imagen que tenía ella en las manos, los dos agricultores y el búfalo de agua. Sólo que él no vería aquella imagen, sino la que se hallaba oculta detrás.
Se dejó caer en el suelo, abrumada por los rostros que la miraban desde las paredes. Pasó del reino de la desesperación a otro de agudo sufrimiento. «Soy una persona racional —pensó—. Utilizo la lógica, la precisión, la ciencia. Mi vida es ordenada, organizada. Trato con hechos que llevan a conclusiones lógicas. Desempeño mi trabajo con eficacia y devoción. Las cosas están en su sitio». Pero sacudió la cabeza. «Se me da muy mal mentir —pensó—. Sobre todo a mí misma».
Entonces habló en voz alta, con la esperanza de que el sonido de su propia voz ahuyentara el miedo y la consolara en cierta medida.
Pero no fue así.
—Oh, Dios mío, estáis todas aquí. No sé quiénes sois ni cuántas sois, pero sé que estáis todas. Todas vosotras. Oh, Dios mío, estáis todas. Dios mío, Dios mío, Dios mío. Estáis todas aquí. ¡Oh, no, oh, no!
Y entonces le vino a la mente otro pensamiento que comprendió que era aún peor. «Y ahora depende de mí», pensó.