Se dirigieron hacia el norte, paralelos al río Mississipi.
Douglas Jeffers lo llamaba «la poderosa dama», y le impartió a Anne Hampton un breve curso sobre Mark Twain. Quedó claramente decepcionado al saber que ella había leído sólo Tom Sawyer, y además lo había hecho en el último año del instituto. Era una inculta, advirtió con profundo disgusto; si no conocía a Huck, es que no sabía nada. Y desde luego iba a resultarle más difícil entenderlo a él.
—Huck es Estados Unidos —insistió Jeffers—. Yo soy Estados Unidos.
Ella no respondió, pero anotó sus palabras en el cuaderno.
Aquello lo había dicho en voz grave. A continuación adoptó un tono pedante, de cátedra, y le dijo que en cierta época aquel río constituía la ruta más importante para el comercio de todo el país, que había sido el punto del que se partía para dar el salto hacia el oeste, que discurría por el centro del corazón de América del Norte, y que en el seno de sus aguas transmitía política, cultura, civilización y sustento. Entender al Mississipi, afirmó, era entender cómo se formó Estados Unidos, y que lo mismo sucedía con las personas: no había más que determinar qué río discurría por el interior de una persona, hombre o mujer, y a partir de ahí seguirlo hasta la cuenca del entendimiento. Anne Hampton mostró una expresión de desconcierto, de modo que Jeffers le gritó súbitamente:
—¡Estoy hablando contigo, maldita sea! ¿Es que no entiendes lo que digo? ¡Estoy intentando enseñarte cosas que no sabe nadie más en todo el mundo! ¡No te quedes ahí sentada como una seta!
Ella se encogió, esperando el golpe, pero Jeffers se contuvo, aunque ella vio que cerraba la mano en un puño y después, tras una pausa momentánea, continuaba meditando sobre el río.
Ocasionalmente se acercaban al río lo bastante con el coche como para que ella alcanzara a ver la ancha y reluciente superficie que reflejaba la luz del día, las aguas que fluían incesantes y firmes en dirección al golfo, que se encontraba detrás de ellos. Jeffers insistió en que apuntara por escrito todo lo que iba diciendo él, casi palabra por palabra, con el razonamiento de que algún día ella llegaría a comprender el valor inherente a aquellas frases y fragmentos y se sentiría agradecida de haber podido anotarlos debidamente.
Anne Hampton no entendió aquello, pero en los últimos días le había resultado consolador el hecho de que Jeffers hablase del futuro, aunque fuera vagamente, como si hubiera un mundo más allá de las ventanillas de aquel coche que recorría el paisaje a toda velocidad, una vida más allá de lo que alcanzaba el brazo de Douglas Jeffers. Así que obedeció y se aplicó a escribir letras y dar forma a las palabras lo más deprisa que pudo.
Cuando él le pidió que le leyera lo que había escrito, obedeció también.
Jeffers le indicó que hiciera una pequeña corrección y después un breve añadido. También obedeció.
Obedeció en todo. Negarse a algo le resultaba completamente ajeno.
Habían pasado varias noches —le costó trabajo precisar con exactitud cuántas habían sido— desde que Jeffers mató al vagabundo. «Desde que lo maté», pensó. Pero se corrigió: «No, desde que lo matamos». Todas las noches paraban en algún motel anónimo cercano a la carretera, uno de esos lugares que proclaman que tienen habitaciones vacías mediante rótulos de neón de color rojo que parpadean en la oscuridad, en los que los vasos de agua están envueltos en papel y la administración pone letreros en los cuartos de baño que aseguran que éstos han sido debidamente saneados.
Cuando entraban en la habitación de uno de esos moteles, Anne Hampton vio no muy lejos de allí a un hombre de pie delante de una máquina de bebidas. Iba vestido con un traje marrón de aspecto barato y se había aflojado la corbata por el calor. Pensó en Willy Loman y se dio cuenta de que éste era un viajante. La miró a ella con expresión lasciva mientras introducía monedas en la máquina. Se fijó en que extraía tres latas de refresco de naranja y vio que tenía una botella de vodka en el bolsillo. Se encogió un poco bajo la mirada de aquel hombre, amedrentada por lo que vio en sus ojos. Jeffers le gruñó al desconocido igual que si éste fuera un animal al que hubiera sorprendido a la entrada de su guarida, y el tipo se largó, protegiendo sus latas y su botella de alcohol y la promesa de feliz abandono que representaban. Jeffers le dijo:
—¿Para qué matarlo, a no ser que uno sea un matón que ande buscando pillar cincuenta pavos? Eso que bebe ya lo matará, tan seguro como una bala, aunque no tan deprisa.
Por la noche, en la cama, dormía con inquietud, dando tantas vueltas como se atrevía a dar, pero más a menudo en postura rígida, escuchando la respiración acompasada de su captor pero sin creerse que estuviera dormido. Él no dormía nunca. Él siempre estaba despierto y listo. Incluso cuando dejaba escapar un ronquido ella se negaba a creer que ello indicase que dormía. Cuando lo escuchaba intentaba permanecer completamente en silencio, como si el menor soplo de su respiración fuera a turbarlo. En aquellas ocasiones pensaba que ya no era capaz de oír ni sentir el funcionamiento de su propio cuerpo. A hurtadillas, se llevaba una mano al pecho e intentaba notar los latidos del corazón. Éstos parecían lejanos y débiles; era como si se hallara próxima a la muerte, mortalmente frágil.
Por la noche Jeffers no intentaba tocarla, aunque ella lo esperaba en todo momento. Había renunciado a la idea de contar con alguna intimidad, se vestía y se desvestía delante de él, no cerraba la puerta del baño cuando estaba dentro. Aceptaba aquellas cosas como parte del pacto que la mantenía con vida. También habría aceptado sexo, pero de momento no había tenido lugar. No se hacía ilusiones de que aquella pausa fuera a durar mucho.
En el tiempo transcurrido desde el asesinato del vagabundo, se había dado cuenta de que todo la asustaba: los desconocidos, Jeffers, ella misma, cada minuto que pasaba del día, cada momento de la noche, lo que podía sucederle a ella cuando estaba despierta o dormida. Cuando conseguía por fin dormirse, sus sueños eran con más frecuencia pesadillas; se había acostumbrado enseguida a despertarse huyendo aterrada de algo que estaba soñando, sólo para instalarse en aquel miedo constante que constituía el estado de vigilia. A veces tenía grandes dificultades para separar ambas cosas. Permanecía acostada en la oscuridad, recordando la visión del vagabundo de aquella calle de Nueva Orleans. Veía su boca cerrándose para recibir la botella, un acto seguro y familiar que le proporcionaba una sencilla dicha; sólo que aquella vez no fue el acostumbrado tacto de la botella húmeda lo que sintió en la boca, sino el sabor duro, seco y desagradable del cañón de la pistola. Percibió el destello de confusión en sus ojos cuando los levantó y los clavó en los suyos. Sus ojos eran como los de un perro que oye un ruido inusual y ladea la cabeza en un gesto de curiosidad. Fue una visión terrible: su mirada fija en la vista del vagabundo, su boca abierta, sus ojos expectantes, esperando con toda su alma como si fueran a besarlo.
Y a veces era peor, a veces era al revés. Veía al vagabundo llevándose una botella a los labios. Y cuando ella misma abría la boca por la sorpresa, preguntándose dónde estaba la pistola, la descubría allí mismo, enfrente de ella. Entonces intentaba cerrar la boca, pero el arma se movía demasiado deprisa y terminaba saboreando el gusto metálico de la muerte en su propia lengua.
Veía todo aquello, y lanzaba un chillido.
Al menos creía que lanzaba un chillido, y, con más frecuencia que lo contrario, tenía la sensación de haber chillado. Pero comprendía que en realidad no había emitido sonido alguno. Había abierto la boca, exigiendo un sonido, pero no había salido nada de ella.
Y aquello también la asustaba.
En las proximidades de Vicksburg, Mississipi, Jeffers aminoró la marcha y paró a un lado de la carretera. Señaló hacia la derecha y dijo:
—¿Ves eso de ahí?
Anne Hampton giró la cabeza y contempló una amplia pradera verde que tenía un montículo de hierba en el centro. En lo alto de dicho montículo se veía un roble de color pardo, curtido por la intemperie, un árbol viejo de ramas nudosas y frondosas que se alzaban hacia el cielo y que proyectaba sombra a su alrededor con el empeño y el deber que proporciona la edad.
—Veo un árbol —respondió.
—Te equivocas —replicó él—. Lo que ves es el pasado. —Jeffers quitó la marcha y apagó el motor—. ¡Vamos! Lección de historia.
La ayudó a saltar una desvencijada valla de madera y caminaron juntos hasta donde estaba el roble. Jeffers fue todo el tiempo mirando atentamente el suelo, como si estuviera midiendo algo.
—¿Este árbol? —preguntó Anne Hampton.
—Ha vuelto a crecer —comentó—. No imaginaba que fuera a pasar, pero es que han sido ocho años. —Tenía una expresión pensativa—. Siempre tuve la idea de que después de haberlo quemado con gasolina, este lugar quedaría carbonizado, que tardaría varias décadas en volver a crecer la hierba. ¿Recuerdas las fotos que tomaron los fotógrafos alemanes de guerra de la Segunda Guerra Mundial? ¿De Ucrania? Eran fotos muy impactantes. Se veían campos inmensos de trigo meciéndose a lo lejos, rodeando una gigantesca columna de humo negro. Uno siempre percibía la impotencia mediante aquella imagen, eso era lo que hacía que las fotos fueran tan buenas; uno sabía que ellos no podían hacer nada por apagar aquellos incendios provocados por los rusos en su retirada. Gasolina y trigo ardiendo. Tierra abrasada. Condenar el futuro para salvar el presente. —Luego dejó de hablar y señaló—. Fíjate bien… ¡Ahí! ¿Ves cómo cambia de color la hierba?
—Parece una serpiente —dijo ella.
—Es una línea recta. Una cruz.
—¿Ya ha estado aquí antes? —preguntó Anne Hampton. Le tembló ligeramente la voz; al ver el roble se había acordado del árbol perdido en la lluvia y el viento en la costa de Louisiana que no habían logrado encontrar.
—He estado ahí mismo. —Señaló un poco más allá del montículo—. Fue una foto magnífica. El fuego de la cruz rodeaba a todos los hombres, vestidos con aquel tonto atuendo de túnicas y gorros blancos de punta. Pero no fue eso lo que hizo que la foto fuera magnífica —prosiguió—, sino toda aquella multitud de negros…, espectadores, supongo, no sé exactamente por qué salieron. Sea como sea, todos contemplaban la escena en medio de un silencio sepulcral. Todos tenían la cara y los ojos vueltos hacia ese montículo. El resplandor del fuego también los iluminaba a ellos, de modo que pude incluirlos en la foto. Una foto fantástica. ¿Sabes por qué eligieron ese árbol? Porque hace cincuenta años el antiguo Ku Klux Klan ahorcó aquí a tres hombres de esa rama, la más baja.
»La simetría es importante —continuó—. La historia. Somos una nación de recuerdos. El antiguo Ku Klux Klan ahorcó a tres hombres de un árbol, así que el nuevo quiere evocar ese mismo terror.
»De modo que acudieron todos aquí, ataviados con sus túnicas, sus reclutadores, sus miembros destacados, sus grandes dragones con sedas y algunos no tan dragones portando las barras y estrellas, para celebrar una concentración. La verdad es que no eran muchos, pero tengo entendido que actualmente son cada vez más. Sea como sea, en aquella ocasión había casi tantos reporteros y fotógrafos como miembros del Ku Klux Klan. Y el doble de negros.
»Aquello me sorprendió, ¿sabes? Quiero decir que yo hubiera imaginado que a los negros no se les ocurriría acercarse por allí. Al fin y al cabo, ¿a quién le apetece escuchar un chorreo de retórica absurda e insultante? Pero ellos, no. Ellos acudieron en manada. ¿Y sabes qué fue lo más curioso? Que no eran personas cultas, y que no estaban organizados. Eran campesinos y aparceros, con sus mujeres y sus hijos. Vinieron en coches y camiones viejos, y yo vi a algunos llegar incluso en mulas.
»No lograba entender por qué estaban tan silenciosos. Cuanto más inflamados eran los discursos, cuanto más ultrajantes los insultos, tanto más callaban ellos. Era de lo más raro; uno tiende a pensar que el silencio es un absoluto, quiero decir, si no se hace ningún ruido es imposible guardar más silencio, ¿no? Pues aquella noche, no. Aquella gente se quedó de pie sin más, y no emitieron un solo sonido, y cuanto más tiempo permanecían allí, más silenciosos estaban. —Negó con la cabeza, reflexivamente—. Eso sí que era fortaleza. Demostraron que sus recuerdos seguían vivos. Una determinación excepcional. Una dignidad completa.
»Tienes que comprender lo mucho que admiro yo la verdadera fortaleza. Porque hacer lo que hago yo requiere una dedicación absoluta. Una solidaridad con la propia alma. —Sonrió un poco y luego ensanchó la sonrisa—. Me gusta eso —dijo—. Solidaridad. Hacer lo que hago yo.
Cerró el puño.
Miró a Anne Hampton.
Rompió a reír. Ella vio que tenía una cámara en la mano. Jeffers la levantó, giró rápidamente el objetivo y le hizo una foto a ella. A continuación se agachó para cambiar el ángulo y tomó otra.
Rió otra vez. Ella permaneció de pie frente a él, rígida, esperando una orden en una especie de posición de firmes.
—Lo que hago yo, naturalmente, es tomar fotos. Vamos. Voy a explicarte un poco más.
Anne Hampton se apresuró a seguirlo por la ladera del pequeño montículo.
Ya en el coche, él le preguntó:
—¿Qué es lo más importante de Estados Unidos?
Ella titubeó, pero su cerebro trabajó deprisa. Visualizó en grises de grano grueso y sombras oscuras las fotografías que había tomado Douglas Jeffers la noche de aquella concentración, miembros del Ku Klux Klan encapuchados y rabiosos y campesinos silenciosos con gesto de reproche. Y contestó:
—La libertad de expresión. La Primera Enmienda, ¿no?
Jeffers apartó la mirada de la carretera para posarla en ella, sonriente.
—¡Boswell está aprendiendo! —exclamó—. Correcto.
Ella asintió y sacó el cuaderno, extrañamente complacida consigo misma por haber respondido bien a una de las crípticas preguntas de su captor.
—Pero ¿se te ocurre una libertad de la que se haya abusado con más frecuencia?
Anne Hampton se dio cuenta de que en realidad no era una pregunta para ella, sino más bien el pie para un discurso que él se disponía a pronunciar.
—No.
—Piensa en el mal que se generó en lo alto de ese montículo. Piensa en la maldad que representó. ¿Y protegido por qué? Protegido por la más importante de nuestras libertades. Los nazis quieren hacer una manifestación en Illinois, ¿y quién se alza para defenderlos? La ACLU. Un grupo de abogados judíos. Es por principio, afirman. Y tienen razón. Los principios son más importantes que ninguna acción individual. Eso es lo absurdo. Somos una nación de hipócritas porque nos adherimos con todas nuestras fuerzas a conceptos rígidos. Lo que está bien y lo que está mal. La libertad de expresión. El Destino Manifiesto[2]. ¿Qué defendía Superman? La verdad, la justicia y las costumbres estadounidenses. Un boy scout ha de ser digno de confianza, leal, servicial, amable, cortés, bondadoso, obediente, alegre, ahorrativo, valiente, limpio y respetuoso. Nadie quiere mencionar siquiera al jefe de los scouts al que le gusta vestir pantalón corto, contar cuentos de fantasmas alrededor de la fogata y manosear a los chicos por debajo del saco de dormir… —Hizo una profunda aspiración, calló unos instantes y luego añadió—: ¿Quieres entender a este país a fondo? En realidad es sencillo. Sólo tienes que entender que de vez en cuando nos servimos de nuestras mayores fortalezas para crear los males más grandes. No siempre. Sólo a veces. Lo justo para que la cosa sea interesante, por supuesto.
Hablaba embalado. No estaba enfadado, sólo entusiasmado. Ella escribía lo más rápido que podía.
En eso, Jeffers se detuvo.
Soltó una risita.
—De la Primera Enmienda a los jefes de boy scout maricas… —Entonces echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír a carcajadas. Miró a Anne Hampton—. Debo de estar loco —dijo, sonriendo de oreja a oreja.
—No, no, quiero decir, creo que entiendo…
—Pues te equivocas —replicó Jeffers. Su tono de voz cambió bruscamente y volvió a ser áspero y duro, y la sonrisa de su rostro se evaporó—. Yo estoy loco. Estoy completa, terrible, totalmente loco. Lo estamos todos, en cierto modo. En realidad es nuestro pasatiempo nacional. Lo único que ocurre es que mi método por lo visto es peor que otros… Peor que la mayoría. —Después giró la cabeza y fijó la vista en la carretera—. Dime, ¿qué sabes acerca de la muerte?
Ella recordó una época en la que era jovencita e iba a ver a sus abuelos a la granja en que vivían. Fue antes de que falleciera Tommy. Era verano, y les apeteció bañarse en el estanque. Pero cuando se acercaron al borde del mismo descubrieron un manojo de plumas de ganso grises y negras, desperdigadas sin orden ni concierto. Su abuelo asintió con la cabeza y dijo: «Ha sido una tortuga. Una grande además, diría yo, para destrozar a ese ganso y hacerlo pedazos». El baño se anuló y el abuelo regresó al estanque con una escopeta que sacó de un armario cerrado con llave. Permitió que ella lo acompañara, si bien Tommy quedó relegado en el interior de la casa.
Entonces el abuelo colocó unas sobras de pollo junto al borde del estanque, se alejó unos pasos en la dirección en que soplaba el viento y aguardó.
Era un ejemplar de más de nueve kilos. Recordó la explosión de la escopeta, un ruido que le estalló en los oídos y la dejó sorda. El abuelo abrió las mandíbulas ensangrentadas con un palo, diciendo: «Una tortuga así de grande te rompería una pierna sin problema». La tortuga murió, y luego murió Tommy, y dos veranos más tarde también el abuelo. Anne Hampton pensó en el vecino del otro lado de su calle, que murió de un infarto en una húmeda mañana de verano intentando compensar demasiados años de caprichos saliendo a correr. Las luces de la ambulancia parecían sin brillo, como menos urgentes, bajo el ardiente sol. Recordó haber visto al vecino tendido en la hierba, blanco como la cal, rígido. Se le había desatado una zapatilla, y a ella se le ocurrió la insólita idea de que había sido una suerte que lo hubiera detenido algo antes de que tropezara y se cayera. También se fijó en que los calcetines que llevaba no hacían juego; uno tenía una franja verde, la del otro era azul. Aquello le pareció terrible. Ya era bastante malo morirse, pero sentirse avergonzado además era doblemente horroroso.
Recordó que a sus padres les entregaron una pequeña urna blanca que contenía las cenizas de Tommy, y vio que a su madre le temblaron las manos al cogerla. Todavía le pareció poder oír las voces incorpóreas de los invitados murmurando, exhortándola en voz baja: Sé valiente. Pero ¿por qué?, se preguntó ella. ¿De qué servía la valentía? ¿Por qué no abandonarse a sollozar de modo incontrolable? Eso tenía más lógica. Pero vio que su madre recobraba la compostura y ocultaba su pena. Un momento después se llevaron la urna y ella ya no volvió a verla. Se preguntó si también habrían quemado la ropa de Tommy; seguro que su hermano hubiera preferido ver convertido en humo el ceñido traje azul que le habían comprado para la iglesia. Todos los niños adoraban y odiaban su mejor ropa. Había un momento maravilloso, cuando se vestían y adquirían una apariencia adulta y solemne, bella y sofisticada; luego, de forma inevitable, se disolvían en la habitual mezcolanza de suciedad, manchas de hierba, faldones de camisa al vuelo y desgarrones en las rodillas. La tortuga era hembra, y ella ayudó al abuelo a buscar a las crías. Las recogió en un saco, pero no le dijo qué pensaba hacer con ellas.
Eso es la muerte. Cuando no te dicen nada. Pero tú lo sabes.
—No sé gran cosa —respondió—. Mi abuelo se murió. Y también un vecino, corriendo. Yo estaba presente y lo vi. —Titubeó un momento antes de mencionar a su hermano. No, con eso bastaba. Pero no pudo refrenarse—. Y también se murió mi hermano. En un accidente de patinaje. Se ahogó. —Calló unos instantes y después agregó—: No era más que un niño.
Jeffers aguardó unos momentos antes de contestar.
—También mi hermano está ahogándose. Sólo que no lo sabe.
Ella no supo qué decir, pero de todos modos archivó aquella información: tiene un hermano.
—¿No lo sa…?
—No lo sabe aún —continuó Jeffers—. Pero lo va a saber muy pronto.
Condujo en silencio durante al menos un cuarto de hora antes de hablar de nuevo. Anne Hampton había vuelto el rostro y miraba a los coches que iban adelantando, viendo pasar familias, hombres y mujeres jóvenes, intentando imaginar quiénes eran, adonde se dirigían, cómo serían. De vez en cuando sus ojos se topaban con los de otra persona, aunque sólo fuera durante un segundo, y pensaba qué sorpresa se llevaría aquella otra persona si supiera el viaje que estaba realizando ella.
Douglas Jeffers estaba concentrado sólo a medias en la tarea de conducir. Su cerebro se hallaba absorto en problemas de expresión. El paisaje que iban atravesando parecía insulso: granjas agrícolas, campos de cultivo y pequeñas poblaciones que se mezclaban unas con otras formando un simple e interminable telón de fondo verde y gris. Tomó de nuevo la dirección de la interestatal, todavía hacia el norte, apenas consciente de la velocidad, la distancia, el destino, el tráfico. Durante un rato pensó en su hermano, luego en Anne Hampton, y luego en su hermano otra vez.
Marty carecía de pasión, pensó. Jamás actuaba. Lo absorbía todo en silencio, igual que aquellos negros.
Resultaba extraño que no se hubieran peleado nunca. Todos los hermanos se pelean, si no constantemente, por lo menos con frecuencia. Riñen por todo, en el intento de hacerse un sitio propio en el feudo de la familia. En su opinión, era esa tensión lo que creaba el vínculo existente entre hermanos. Cansados ya de sangre y cólera, lo único que quedaba era la dedicación mutua.
En todas las peleas que habían tenido con su padre, el padre falso, su hermano se había mantenido apartado. Hizo una mueca de disgusto y se mordió el labio, súbitamente invadido por una rabia de múltiples facetas: rabia contra el padre, rabia contra el niño, rabia contra sí mismo.
—Odio la neutralidad —declaró en voz alta—. La desprecio.
Advirtió en su visión periférica que Anne Hampton se había sobresaltado.
«Bueno, ya no va a poder seguir manteniéndose al margen».
Lanzó una mirada fugaz a Anne Hampton y luego volvió a mirar la carretera. Se imaginó mentalmente sus miembros, su cuerpo. Pero su cerebro enseguida regresó al pasado, y en vez de en su compañera de viaje pensó en la mujer del farmacéutico. Cuando se vestía por las mañanas, después de que el marido se hubiera ido a trabajar y antes de que los niños se marcharan al colegio, dejaba la puerta entreabierta. Era un proceso lento y parsimonioso. Ella sabía que él la estaba observando. Y él sabía que ella lo sabía. Cuando intentaba que Marty mirase también, su hermano se daba la vuelta y se iba sin pronunciar palabra.
—¿Querías a tu hermano? —le preguntó a Anne Hampton.
—Sí —contestó ella—. Aunque me resultaba una persona, en fin, no sé, extraña. Misteriosa.
—¿A qué te refieres?
—Yo era sólo tres años mayor que él. Y no teníamos, no sé, mucho en común. ¿No es un poco raro? Él era un niño y hacía cosas propias de niños, y yo era una niña y hacía cosas de niñas. Pero lo quería.
—No es tan raro. En realidad, yo creo que con los hermanos se comparten pocas cosas. Desde luego, se comparten recuerdos comunes porque el pasado de los dos es el mismo. Aunque en realidad no lo es. Todo el mundo recuerda una misma cosa de forma diferente, de modo que significa cosas distintas para personas distintas.
—Creo entender lo que dice usted —repuso Anne Hampton.
Jeffers asintió con un gesto.
Ambos guardaron silencio.
—¿Lo ves? —dijo Jeffers—. Hemos tenido casi una conversación normal. No ha sido tan terrible, ¿a que no?
Ella negó con la cabeza.
Pasados unos instantes, preguntó:
—¿Y su hermano?
—Es médico —respondió Jeffers—. Médico de la cabeza. Y es igual de desgraciado que los pacientes a los que trata. Vive solo y no sabe por qué. Yo vivo solo, pero al menos sé por qué.
Anne Hampton asintió. Jeffers se fijó en que estaba tomando apuntes.
Ella no dijo nada.
Pero la pregunta que no llegó a formular verbalmente fue la misma que la que le había hecho él, y la contestó:
—No, creo que no lo quiero —dijo—. No más de lo que pueda querer a otras personas. O cosas. —Negó con la cabeza—. Hace ya tiempo que renuncié al amor. Y también a la felicidad. Parezco un personaje de un culebrón. ¿Tú eres aficionada a verlos? —Lanzó una risa amarga.
—No —respondió ella—. En mi clase había mucha gente que sentía verdadera pasión por los culebrones. Supongo que era como una moda. Pero a mí nunca me dio por ahí.
—Ya me lo imaginaba.
Anne Hampton calló unos momentos y después dijo:
—Pero ¿ama su trabajo?
Jeffers sonrió.
—Amo mi trabajo.
La sonrisa de su cara reflejaba un súbito buen humor, y Anne Hampton experimentó una oleada de pánico. «¿En qué cree que consiste su trabajo?», se dijo a sí misma. Aquel pensamiento pareció propinarle un puñetazo en el estómago.
—Quiero decir —continuó— que usted habla de las fotos con mucho respeto. Tanto de las que hace usted como de las que hacen otros.
—Yo he hecho muchas fotos. De muchas cosas distintas. —Ella afirmó con la cabeza, y ambos continuaron en silencio. Douglas Jeffers pensó en sus fotos—. Siempre la muerte. Bueno, no siempre. Pero últimamente cada vez más. Fotografío la muerte. Hace no mucho compuse una serie, un trabajo para la revista Life. Sobre un turno de veinticuatro horas en la sala de urgencias de un hospital de una gran ciudad…
—Ah —lo interrumpió Anne Hampton—, las vi. Eran muy buenas.
—Hablaban de la muerte. Incluso las fotografías de los médicos, las enfermeras y los conductores de las ambulancias. De lo que se trataba era de captar cómo los iban desgastando toda aquella violencia y aquellos cuerpos destrozados y aplastados. Día tras día. Noche tras noche. La verdad es que cuando uno se roza constantemente contra algo horroroso, termina por convertirse en algo propio. Se te pega a la piel. —Hizo una pausa antes de añadir—: Eso fue lo que me sucedió a mí.
Ella afirmó, y por un momento experimentó una extraña solidaridad.
Entonces se acordó de la lluvia y del viento, del error al tomar aquella carretera y de las aguas del golfo, y tuvo una visión horrible de cómo sería yacer bajo tierra. Al instante sintió que se asfixia ba, y la siguiente bocanada de aire la aspiró con angustia.
—Ya he perdido la cuenta —dijo Jeffers en tono resuelto.
Ella sintió una fuerte opresión en el pecho y una dificultad al aspirar y espirar. Se sintió asmática, débil.
—¿De qué? —preguntó en un gemido.
—De cuántas muertes he visto. Antes lo sabía, podía contarlas. Pero ya no. Se me mezclan todas. Cuando estuve en aquella sala de urgencias, entró un muchacho, un adolescente un par de años más joven que tú. Iba sentado en el asiento del pasajero en un coche que fue arrollado por un camión. El otro muchacho, el que conducía, es que costaba creerlo, pero no tenía más que un par de hematomas y un brazo roto. Pero su compañero iba a palmarla, y lo terrible del caso era que no estaba inconsciente. Se daba cuenta de todo. Sabía que toda la gente que lo rodeaba, los artilugios, las agujas y las máquinas no iban a servir de nada. Conseguí una foto de sus ojos justo antes de que muriera. Pero no la publicaron; no tenía la suficiente nitidez, algún hijo de puta me empujó justo en el momento en que yo pulsaba el obturador… —Se encogió de hombros—. Cosas que pasan. Gajes del oficio. Cuando me fui a casa aquella noche me pregunté qué número hacía aquel chico. ¿Sería el número mil? ¿O el diez mil? En cierta ocasión conocí a un fotógrafo de la policía que llevaba un recuento, y lo imité. Pero el número se me terminó yendo de las manos. ¿En Vietnam? ¿Beirut? Estuve allí un par de veces. Hablando de lo poco que vale la vida… Cuando se estrelló aquel avión a las afueras de Nueva Orleans, se partió por la mitad y los cadáveres quedaron esparcidos por todas partes. Los equipos de rescate recogieron restos humanos hasta de los árboles, como si estuvieran retirando fruta prohibida…
—Sucedió así —dijo Anne Hampton—. Las cosas suceden porque sí.
—No, no suceden porque sí —replicó Jeffers irritado—. El chico murió porque su amigo bebía demasiado. El avión se estrelló porque el piloto decidió permitir que el copiloto probase a despegar sin hacer caso de la advertencia de la torre de control respecto de que había un viento muy fuerte. Los niños de Beirut murieron porque estaban jugando en la calle y las granadas cohete que se lanzan al azar suelen tener la virtud de acertar a los niños que juegan en la calle… Existen acciones y reacciones. La muerte es simplemente la más común. Mira, cuando yo mato a una persona es porque quiero matarla. Es la única manera que tengo de recordarme a mí mismo que sigo estando vivo.
A Anne Hampton le tembló la mano al escribir lo último.
Jeffers esperó.
Se hizo el silencio a su alrededor. Pero ella sabía que ya se encargaría él de romperlo.
—Más de… —Pero se interrumpió antes de añadir un número.
Ella cerró los ojos y procuró respirar despacio. Cuando volvió a abrirlos, vio que Jeffers sonreía.
Pero no le preguntó por qué concretamente.
Jeffers siguió conduciendo, sin decir nada, por espacio de dos horas. Cuando llegó el momento de repostar, paró en una estación de servicio de la interestatal, le dijo al empleado en tono hosco que llenara el depósito, pagó en efectivo y aceleró para salir de la gasolinera con rapidez pero con indiferencia, dando toda la impresión de que ambos eran una pareja normal, no agobiada por el tiempo pero que se dirigía con habitual prontitud hacia un destino conocido y una finalidad clara.
Por fin habló:
—Boswell, ¿no sientes curiosidad? ¿No tienes cientos de preguntas en la cabeza?
Anne Hampton se dijo que en la cabeza no tenía nada excepto miedo.
—Creía que no debía hacer preguntas —replicó—. Que usted ya me diría lo que quisiera.
Jeffers asintió.
—Eso parece sensato.
—Sí —pasados unos instantes continuó:
—Boswell, ¿no te preguntas por qué estamos haciendo esto?
Ella afirmó con la cabeza.
—Sé que tiene algún plan…
—Así es —respondió él—, y uno bastante específico, además. —No quiso darle más información. En lugar de eso dijo—: ¿Te parezco viejo, Boswell? ¿Me ves arrugas en la cara? ¿Tengo pinta de estar cansado y frustrado, de haberme vuelto cascarrabias con la edad? Yo me siento muy viejo, Boswell. Anciano. —De repente cambió su voz, y exigió en tono áspero—: ¿Qué día nos conocimos?
A ella se le cerró la garganta y estuvo a punto de ahogarse.
No se acordaba. Una parte de ella quería decir que le parecía llevar una eternidad dentro de aquel coche, que siempre había estado con él. Pero otra parte, más honda, como si hubiera despertado de un sueño, la obligó a tomar conciencia y le mostró imágenes de su apartamento, flores secas en un jarrón colocado en la ventana, estanterías de libros, la mesa, la cama y la mesilla de noche. Había fotos de sus padres y una acuarela en la pared que representaba unos barcos en el puerto que había visto en un viaje al Este efectuado años atrás. Fue una acuarela muy cara, pero tenía algo que la cautivaba, quizá la paz, el orden, la calma de aquellos barcos amarrados bajo el sol del final de la tarde. Se acordó de sus clases, del calor del verano que la despertaba por la mañana, de la sensación pegajosa del sudor al cruzar el campus caminando. Después, con la misma brusquedad, vio a sus padres en su casa de Colorado, sentados, viviendo apaciblemente sus vidas. «Si ellos supieran —pensó—, les entraría el pánico y se echarían a llorar. Sufrirían mucho». Y luego se preguntó si no serían personas de un sueño.
—No sé —respondió.
—Entiéndelo, esto no lo sabe nadie.
—Sí, lo entiendo —afirmó ella.
—No hay nadie buscándote.
Afirmó de nuevo.
—Nadie —dijo mecánicamente Anne.
—Aunque alguien sintiera curiosidad, no sabría dónde buscar. No sabría en qué dirección empezar a mirar. ¿Lo entiendes? No has dejado ninguna pista.
Ella afirmó por tercera vez.
—Ninguna pista…
—Continuamente hay gente que desaparece de la vida. ¡Puf! Se esfuman. Se desvanecen. Están aquí, y al minuto siguiente ya no están.
Ella bajó la cabeza aceptando, afligida.
—Ya no están…
—Eso es lo que te ha sucedido a ti. Te ha tragado la tierra. —Hizo una pausa—. Eso fue lo que les sucedió a todas.
«¿A cuántas más?», se preguntó Anne Hampton de pronto.
«Oh, Dios. Yo soy la siguiente. Sigo siendo la siguiente. Siempre he sido la siguiente».
Pero no tuvo tiempo para dejar que su miedo tomara forma en un chillido de pánico. Y al cabo de un momento se dio cuenta de que era el mismo miedo que la venía acosando desde el principio, y cuando le adjudicó aquel grado de familiaridad dejó de ser tan terrible. Por un instante se preguntó si sería una especie de reconocimiento de la muerte, si ella sería como esas personas que van a bordo de un avión que empieza a precipitarse a tierra. Había leído que los primeros gritos daban paso a la calma de la aceptación, a unos pacíficos momentos de oración. Como los segundos que uno vive delante del pelotón de fusilamiento. ¿Quiere un cigarrillo? ¿Le vendo los ojos?, pregunta el capitán. No, sólo una última mirada a la mañana.
Miró por la ventana protegiéndose los ojos de la claridad del sol estival. No sabía por qué, pero sentía una calma extraña, desconocida.
Jeffers canturreó una melodía.
—Me gustaría saber qué canción tocó en su flauta el flautista de Hamelín. ¿Sería la que tocó para las ratas la misma que tocó para los niños? —Pareció reflexionar brevemente sobre aquella cuestión—. Siempre he querido saber, incluso de pequeño, por qué los padres de los niños de Hamelín no hicieron nada. Se quedaron paralizados, como una pandilla de idiotas. Yo habría… —Su voz se perdió durante unos instantes—. Oye —preguntó—, ¿qué sabes acerca del asesinato?
Ella pensó en el vagabundo y respondió:
—Sólo lo que aprendí la otra noche.
Jeffers sonrió.
—Buena respuesta —dijo—. Eso demuestra cierta sangre fría, ¿eh? Boswell no es ni mucho menos tan tímida como lo hace parecer en ocasiones.
Pisó el acelerador y el coche saltó hacia delante. Luego, con la misma rapidez, levantó el pie y el automóvil volvió a la velocidad modesta y monótona de antes.
—Sí, sólo lo que aprendí la otra noche.
—El asesinato, como ya viste, resulta sumamente fácil. Tan sólo en las películas de Hollywood la gente se queda mirando el cañón de una arma, titubeando, debatiéndose en conflictos morales y sentimientos de culpa. En la realidad todo sucede de manera sencilla y rápida. Una discusión, y ¡pam! En el fondo no hay mucha diferencia entre la típica discusión en el gueto por el dinero de la asistencia social y una operación militar que requiere semanas o meses de preparación. El denominador común siempre es alguna disputa absurda. Hasta en mi caso, si llevara a cabo una introspección a fondo, seguramente encontraría la base, voy a decir la causa, de lo que hago. Algún sentimiento de ira sin resolver. Algún odio sin controlar. Ésa es la frase que emplearía mi hermano. Pero ¿qué es un sentimiento de ira sin resolver? Pues una disputa entre todas las distintas partes de uno mismo. La vida es siempre un debate entre nuestro lado bueno y nuestro lado malo. El lado malo quiere que te tomes ese postre de propina, ¿vale? Igual que esos dibujos animados de los sábados por la mañana que ponen para los niños, en los que aparece de pronto un diablillo que incita a hacer algo malo: Foghorn Leghorn, o al Pato Donald, o a Goofy, o uno cualquiera de esos animalitos peludos tan monos que utilizan hoy en día, y después surge el angelito e insiste en que deben elegir el camino verdadero… —Jeffers dejó escapar una risa breve, áspera, antes de continuar—. Sea como sea, ¿sabes por qué hemos cometido ese crimen con impunidad? Porque lo hemos cometido de forma aleatoria. Fíjate en nosotros; ¿somos las típicas personas que dan la imagen de ir por ahí volando los sesos a los vagabundos borrachos? ¿Parecemos personas que buscan emociones fuertes? ¿Asesinos fríos y despiadados? ¿Qué? No un fotógrafo profesional. Y ganador de varios premios, nada menos. No una estudiante universitaria de matrícula de honor. Como ves, no guardamos relación alguna con ese suceso. No nos vio nadie. Nadie sospecha de nosotros. Fue un evento simple, único, al azar, o por lo menos eso es lo que pensarán la policía y los jueces.
»De hecho, apenas ha sucedido siquiera. ¿Cuánto tiempo crees que va a dedicar un detective de Homicidios estresado y mal pagado al caso de un vagabundo muerto que probablemente ni siquiera tiene identificación? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Un día? Más, no. El tiempo suficiente para poder rellenar un impreso, presentárselo a su superior y pasar al caso siguiente. Algo que sea tal vez un poco más atractivo. Algo que dé lugar a titulares de prensa. Algo que esté muy valorado en nuestra sociedad. Un homicidio en las altas esferas sociales o un asesinato en un triángulo amoroso. ¿Y quién va a reprochárselo? En realidad lo nuestro ha sido de lo más insignificante. Un vagabundo desconocido muere de forma misteriosa. Lo pongo en un informe, miro a ver si hay otros casos de asesinato de vagabundos sin resolver que parezcan similares. Fin de la historia. Al menos ésa será la versión oficial. La versión política…
»Pero, por supuesto, nosotros sabemos que no ha sido así, ¿verdad? En cierto modo es una lástima, ¿no te parece? Algún policía pobre podría dar un salto en su carrera si conociera la verdad, si tuviera algún indicio de lo que ha sucedido en realidad. Porque no ha sido nada importante, ¿no? Para nosotros, no.
Al cabo de unos instantes Anne Hampton consiguió responder:
—Pero no puede ser siempre así, no sé, tan fácil…
Odiaba aquella palabra. Se dio cuenta de que para él era una verdad absoluta. Pero para ella era una completa falsedad. «Me niego, se dijo a sí misma de repente. Me niego a ser como él».
Se quedó sorprendida de aquella determinación suya.
—Claro que no. Si fuera así, no habría ningún reto, no habría aventura. ¿Has leído alguna vez El juego más peligroso?
—Me parece que no.
Él soltó un bufido.
—Vamos, Boswell, ¿dónde está tu cultura?
—He leído mucho —se defendió ella—. ¡He leído libros de los que probablemente usted ni habrá oído hablar! ¿Qué sabe usted de Middlemarch?
Se oyó exclamar a sí misma y le entraron ganas de taparse la boca con la mano. Cerró los ojos esperando una bofetada.
Pero en cambio Jeffers rompió a reír.
—Touché —dijo—. Pero insisto en la pregunta: ¿cuál es el juego más peligroso?
—El asesinato no es un juego. —¿No?
—No, no lo es.
Durante un rato ambos guardaron silencio.
—Está bien —dijo Jeffers al fin—. Voy a ser menos frívolo. Por supuesto que el asesinato no es un juego. Pero tampoco es un pasatiempo. Es un modo de vida. Mi modo de vida.
—Pero no entiendo cómo… —empezó ella, sin embargo Jeffers la interrumpió.
Estaba riendo.
—Vaya, por fin. ¡Pregunta por qué! ¡Pregunta cómo! Ya era hora. —Su voz se tornó siniestra—. Ahora voy a decírtelo.
En aquel momento, Anne Hampton se sintió igual que si hubiera tropezado tontamente con algo que tenía prohibido ver. Le vino a la memoria una ocasión en que, una noche en que no podía dormir, se asomó por la puerta del dormitorio de sus padres y los vio abrazados el uno al otro, haciendo el amor de forma delicada pero ruidosa. Se sonrojó debido a la misma mezcla de miedo y vergüenza. Se le cayó el lápiz y tuvo que agacharse para recogerlo. De repente comprendió que los conocimientos son peligrosos, que cuanto más supiera, más enredada estaría y más le costaría escapar. La invadió una negra aflicción y un deseo intenso de echarse a llorar como una niña, a solas, igual que había hecho tras aquella primera visión, con una parte de su inocencia ya perdida para siempre, sofocar sus lágrimas en la almohada, apartarse totalmente del mundo excepto del entorno delimitado por su dolor exclusivo y personal.
Jeffers esperó lleno de seguridad en sí mismo y de una especie de emoción propia de un fugitivo, hasta que se dio cuenta de que Anne Hampton se encontraba sumida en los presentimientos que provocaban aquellas preguntas. Y pensó: por fin. Y las palabras le salieron en forma de un torrente de entusiasmo.
—Al principio pensé que había tenido muchísima suerte. Recoger a una prostituta en la calle con un coche de alquiler con el que fácilmente podían localizarme. Golpearla dentro del coche, de tal modo que la tapicería quedó manchada con su grupo sanguíneo. Abandonarla en una zona desconocida para mí. En cualquier momento podría haberme visto alguien. Cualquiera podría haber comprendido enseguida la situación. Un transeúnte, o su chulo. O un camionero que nos viera desde lo alto de su cabina. Dejé pisadas y huellas dactilares y Dios sabe qué más cosas que podrían utilizar los laboratorios forenses para localizarme. Muestras de fibras, de tierra, de cabello. Pero si hasta utilicé una tarjeta de crédito para comprar la pala para enterrarla. Lo hice todo mal. Fui un verdadero idiota, la verdad… —Miró brevemente a Anne Hampton, pero no esperó que le contestara—. ¿Sabes lo que experimenté después? Un miedo de lo más seductor. Esa sensación que le viene a uno cuando se da cuenta de que ha corrido un gran peligro. Esa clase de miedo que adquiere forma y se transfigura en las pesadillas.
«Caminaba en una especie de crepúsculo, pensando que estaba volviéndome paranoico, imaginando a cada minuto que cualquiera de aquellos errores de colegial iba a manifestarse en forma de un detective portando una orden de detención. No llegó a ocurrir, naturalmente, pero la sensación era como si estuviera electrificado en todo momento.
»Y también se notó en mis fotos. Se volvieron más definidas, mejores, más apasionadas. Suena extraño, ¿a que sí? Del miedo salió el arte. Iba de cabeza al éxito. Recuerdo una noche en que no podía dormir, un par de días después de lo sucedido. Estaba lleno de emoción, aquello se había apoderado de mí. Decidí salir a dar una vuelta en coche, sólo por ver cómo relucía la ciudad; a lo mejor aquello me ayudaba a refrenar lo que sentía. Estaba escuchando la frecuencia de radio de la policía. Todos los fotógrafos tienen muchas radios, eso no era nada inusual; uno siempre anda escuchando, porque nunca se sabe. Y aquélla era una de esas noches.
»Oí una voz concreta, en un canal que se cogía bien, excitada, cercana al pánico, gritando "socorro, socorro, agente herido, agente herido"…, y luego dieron la dirección. Estaba sólo a un par de manzanas de allí. Se trataba de un policía estatal que había parado a un coche que circulaba con un piloto trasero roto. Y por molestarse recibió varios balazos del treinta y ocho en el pecho. Eran cuatro tipos que acababan de atracar una tienda de bebidas alcohólicas. Yo llegué antes que nadie, antes que los otros policías, antes que la ambulancia. Sólo mi cámara y yo, y el chaval que presenció el tiroteo desde el otro lado de la carretera, pues casualmente estaba cambiando una rueda del coche y había llamado pidiendo socorro.
»El chaval tenía la cabeza del policía en el regazo. ¡Clic! ¡Clic! "Ayúdeme", dijo el muchacho. ¡Clic! "¡Ayúdenos! Pero ¿qué hace?" ¡Clic! "Por favor"… ¡Clic! Fueron treinta segundos, quizá. Después lo ayudé. Cogí la mano del policía y le tomé el pulso. Al principio lo encontré, pero enseguida, igual que el sol al ponerse, se debilitó y desapareció. Y entonces nos vimos rodeados de sirenas y luces por todas partes. ¡Dios! ¡Fueron unas fotos fantásticas! —Jeffers hizo una pausa. Su voz se tornó más lenta, más cauta—. Así que me convertí en un estudiante de los asesinatos. Tuve que hacerlo.
Anne Hampton dejó el lápiz suspendido en el aire, sin tocar el cuaderno, procurando barrer toda la angustia de su mente y concentrarse sólo en lo que estaba diciendo él. Se ordenó a sí misma pensar como si estuviera en una aula y aquello no fuera más que otra clase. Pero se dio cuenta de que era una estupidez.
Douglas Jeffers tenía la cabeza repleta de imágenes, y se preguntó ociosamente si debía empezar a contar anécdotas. Robó una mirada a Anne Hampton y vio que ésta estaba esperando, pálida, conmocionada, al borde del terror, pero esperando de todos modos. Sintió una gratificación momentánea y pensó que ya era suya.
Y entonces se lanzó.
—Tuve muchísima suerte, y no soy amigo de confiar en la suerte. Empecé a pasar el tiempo libre en bibliotecas, leyendo. Leí obras de literatura y obras de ciencia. Leí historias de casos legales y tratados médicos. Leí confesiones de asesinos e informes de prisiones. Leí las memorias de detectives, patólogos, abogados defensores de criminales, fiscales y sicarios profesionales. Compré libros de armas. Estudié fisiología. Me puse una bata blanca de laboratorio y asistí a clases de anatomía de la facultad de medicina de Columbia.
Necesitaba saber, ¿comprendes?, necesitaba saber con exactitud, con precisión, cómo morían las personas.
»Leí periódicos y revistas. Me suscribí a El verdadero detective y a Policía. Dediqué horas a estudiar lo que habían escrito varios psiquiatras forenses destacados. Aprendí cosas sobre delincuentes sexuales, asesinos en masa, asesinos profesionales, asesinos militares. Estudié masacres y conspiraciones de asesinato. Me hice íntimo de Sade, Barbazul, Albert DeSalvo y Charles Whitman, y de los cuatro de My Lai o de los campos de refugiados de Shatila. Conocí a Raskolnikov, Mengele, Kurtz, Idi Amin y William Bonney, al cual tú seguramente conoces como Billy el Niño. Sé mucho de la OLP y de las Brigadas Rojas. Podría hablarte de Charles Manson, o de Elmer Wayne Henley, o Wayne Gacy, o Richard Speck, o Jack Abbott, o Lucky Luciano y Al Capone. Desde el Día de San Valentín hasta los Asesinatos de la Autopista. Desde los juicios a las brujas de Salem hasta las guerras entre narcotraficantes de Miami y el caso sin resolver del zodiaco, en San Francisco. Lo sé todo del 007 de la ficción y el MI-5 de la realidad. Podría explicarte por qué Bruno Richard Hauptmann probablemente no fue un asesino aunque lo ejecutaran, o por qué Gary Gilmore era en realidad un perdedor que simplemente resulta que mataba, pero también terminó ejecutado. De hecho, estudié todas las ejecuciones que pude. Lo leí todo, desde el ensayo de Camus sobre la pena de muerte hasta la novela Deathwork de McLendon, y después leí el Informe del Comité Warren sobre testimonios en el Congreso, en el cual se exponía el funcionamiento del programa Phoenix en Vietnam…
»¿Sabías —prosiguió Douglas Jeffers— que en algunos estados las actas judiciales y los informes policiales pasan a formar parte del archivo de documentos públicos? Por ejemplo: hace no mucho tiempo estuve en el norte de Florida y leí el caso de un tal Gerald Stano. Un individuo interesante. Inteligente, simpático, extrovertido. No daba en absoluto el tipo de una persona introvertida y solitaria. Tenía un trabajo estable de mecánico. Le iba bien. Todo el mundo lo apreciaba, hasta los detectives de Homicidios. Sólo tenía un pequeño fallo…
»Cuando salía con una mujer, no se conformaba con un casto apretón de manos o un besito de despedida en la mejilla. —Jeffers rió—. No, el señor Stano prefería matar a las chicas con las que salía. —Dirigió una mirada a Anne Hampton para evaluar la expresión dolorida de su rostro—. Las descuartizaba y las partía en trocitos… Sus víctimas pudieron ser unas cuarenta. —Jeffers aguardó otra vez antes de continuar—. Hay que admirarlo, si no por otra cosa, por su constancia. Trataba a todo el mundo de la misma manera. A todas las mujeres, quiero decir…
—A todas las mujeres… —Anne Hampton esperó a que Jeffers siguiera hablando. Lo vio hacer una inspiración profunda.
—De modo que ya ves en qué me he convertido —concluyó Jeffers en tono despreocupado—. Me he vuelto un experto. Así pues —añadió respirando hondo—, ya estaba listo para ser un asesino. No un imbécil con suerte que consigue irse de rositas tras asesinar por casualidad a una prostituta, sino una auténtica máquina de matar, calculadora y profesional. Pero no un sicario a sueldo que recibe órdenes de algún mafioso de los bajos fondos o de un narcotraficante colombiano, sino un asesino que trabaja exclusivamente para sí mismo. Y eso es lo que soy.
Jeffers pasó varias horas conduciendo en silencio.
No dio más explicaciones. «Bueno, ya tiene bastante que asimilar», pensó. Y lo que tenía en mente hacer a continuación seguro que la elevaría a otro nivel.
Anne Hampton se sentía agradecida por aquel silencio. Intentó obligarse a sí misma a pensar en cosas sencillas, como el aroma de una tarta de manzana haciéndose en el horno o la sensación que se tiene al ponerse una blusa de seda, pero dichos pensamientos le resultaban esquivos.
En Memphis cruzaron el río cuando ya estaba oscuro. Vio las luces que se reflejaban en las aguas quietas y negras, y Jeffers le habló de la ocasión en que el río Cuyahoga se incendió en Cleveland. Le contó que los residuos tóxicos se vertieron al agua y se prendieron fuego. ¿Cómo hace uno para sacar un cadáver de unas aguas que están ardiendo? Describió las fotos que tomó de los bomberos por la noche, sus figuras recortadas contra el resplandor de las llamas. Pasaron un cartel que rezaba, en un tono alegre que contradecía la hora que era: «Está usted saliendo de Memphis. ¡Vuelva pronto!».
Jeffers se puso a cantar:
—Oooh, mamá, ¿es posible que esto sea el fin? Encerrado dentro de un Mobile otra vez con los Blues de Memphis… —Giró la cabeza hacia Anne Hampton y vio que ésta no reconocía la melodía. Se encogió de hombros—. Es de mi generación —aclaró, riendo—. No hagas que me sienta tan viejo.
Ella no supo qué decir.
Permanecieron circulando por la interestatal de Arkansas. Ya era bien pasada la medianoche cuando hicieron un alto en un Howard Johnson’s. A Anne Hampton, aquella mezcla discordante de naranja y azul celeste se le antojó impropia para aquellas horas de la noche, como si el conjunto de colores debiera cambiarse al oscurecer por algo más sombrío y menos estridente.
A la mañana siguiente se pusieron en carretera temprano y viajaron dos horas antes de detenerse a desayunar. Jeffers estaba muerto de hambre, y la obligó a ella a comer también de manera sustancial: huevos, tortitas, tostadas, salchichas, varias tazas de café y zumo.
—¿Para qué tanto? —preguntó ella.
—Va a ser un gran día —contestó él entre un bocado y otro—. Y una gran noche. Hay un partido en San Luis. A las ocho. Y después, algunas sorpresas. Cómetelo todo.
Ella obedeció.
Sin embargo, después de desayunar Jeffers no regresó inmediatamente a la interestatal, sino que se metió en el aparcamiento de un enorme centro comercial de las afueras. Anne Hampton lo miró.
—¿Por qué paramos?
Él disparó una mano y le agarró la cara hundiéndole en la mejilla el pulgar y el índice.
—¡Tú no te separes de mí, no digas nada y sé educada! —le siseó. Ella afirmó con la cabeza, y Jeffers la soltó y ordenó—: Mira, escucha y aprende.
Caminó a paso vivo por entre el gentío que llegaba al centro comercial. Ella tuvo que apresurarse para mantenerse a su altura. Las tiendas pasaban raudas a ambos lados de ella, y en un momento dado vio su imagen reflejada en el espejo de una boutique. Oía voces a su alrededor, en su mayoría de niños que chillaban y se escabullían de sus padres, de manera que estaba rodeada de gritos: ¡Jennifer o Joseph o Joshua, para ya de una vez! Pero los críos no obedecían. Oyó a parejas hablando de compras y a adolescentes hablando de chicos, chicas, discos. Aquellos retazos de vida le parecieron extrañamente lejanos, como si estuvieran teniendo lugar en otra parte de la historia. Apretó el paso para situarse al lado de Douglas Jeffers, el cual parecía ajeno a la multitud y avanzaba caminando con decisión.
Jeffers la llevó hasta una tienda de artículos deportivos, en la que escogió un par de gorras de béisbol de los Cardinals de San Luis. Señaló un gorro de plástico con forma de gran hocico y soltó una risa burlona.
—En los partidos de la Universidad de Arkansas se ponen esos gorros de hocico de cerdo. Proletarios. Lo único que se me ocurre decir es que si tus admiradores van a ponerse esas cosas, más te vale ganar.
Pagó las dos gorras en efectivo y a continuación emprendió el regreso por donde habían venido.
—Una parada más —anunció.
Dentro de los grandes almacenes Sears, se dirigió a la sección de material de oficina. Compró en el mostrador un paquete pequeño de folios de escribir a máquina y otro de sobres de tamaño comercial. Luego se acercó hasta una hilera de máquinas de escribir de demostración. Se giró hacia Anne Hampton y le dijo:
—Observa atentamente. No te separes de mí.
Con un movimiento rápido, extrajo de un bolsillo un par de ceñidos guantes de látex. Se los puso y abrió a toda prisa el paquete de folios. Sin la menor vacilación, entregó el paquete a Anne Hampton e introdujo un folio en una de las máquinas de escribir. Hizo una breve pausa para cerciorarse de que no había nadie cerca y de que nadie les estaba prestando atención. Una vez que tuvo la seguridad de que no se fijaban en ellos, se inclinó hacia la máquina y tecleó:
Sois tan memos que deberíais rendiros,
porque acabo de pillar otro pajarito
muchos besitos
ya sabéis de parte de quién
Acto seguido sacó el papel de la máquina, lo dobló tres veces y lo metió en un sobre. Aún con los guantes puestos, se guardó el sobre en el bolsillo. Después se quitó los guantes, echó una ojeada alrededor para cerciorarse una vez más de que no los había visto nadie y, sin decirle una palabra a Anne Hampton, se alejó de allí.
Ella, con la cabeza hecha un lío, corrió a ponerse a su lado, jadeando para poder seguirle el paso.
Jeffers no dijo nada cuando regresaron al coche, pero le indicó el cinturón de seguridad con un gesto. Ella se lo abrochó y guardó silencio.
Jeffers condujo con calma durante el resto del día y hasta que cayó la noche, manteniéndose obstinadamente dentro del límite de velocidad o adaptándose a la velocidad predominante, así que fueron adelantados por tantos coches como adelantaron ellos. Anne Hampton se maravilló de que Jeffers siempre pareciera saber con exactitud adonde se dirigían y cuánto tiempo iban a tardar en llegar. Se dijo a sí misma que deberían llegar al final de la segunda entrada, pero tuvieron que aparcar un poco más lejos del estadio de lo que Jeffers había previsto, de modo que para cuando llegaron a la puerta el partido ya iba por el principio de la tercera. Ambos llevaban puestas las gorras rojas adquiridas en el centro comercial. Jeffers enseñó dos entradas en el torno sacándolas de la billetera con un floreo.
Anne Hampton se quedó estupefacta al ver aquel gesto, y aún más al comprender que Jeffers había comprado aquellas entradas con mucha antelación.
—Va a ser un partido de primera —le comentó al empleado del torno.
—Sí, salvo por que ya llevan un par de ventaja y todavía nadie sabe cómo ganarle a ese tío.
Era un individuo ya mayor, con canas en los lóbulos de las orejas. En una de ellas llevaba un audífono. Anne Hampton advirtió que en la otra llevaba conectado el auricular de una radio portátil. El hombre los ignoró y se ocupó de tomar las entradas de otros espectadores de última hora.
Recorrieron rápidamente los pasillos chocando con la gente y esquivando a los vendedores.
Aquella ingente masa de público y el constante ruido perturbaron a Anne Hampton. Se sintió como si estuviera flotando en el espacio, ingrávida, y como si aquel sonido envolvente fuera a levantarla en vilo. Se apretó contra Jeffers; en un momento dado, cuando un grupo de adolescentes escandalosos intentó abrirse paso empujándolos, incluso buscó su mano.
A mitad del turno del equipo local de la quinta entrada, Jeffers anunció que volvía a tener hambre.
—Escucha —le dijo—, échate una carrera hasta el puesto de bebidas y tráete unos perritos calientes.
Ella lo contempló con expresión de incredulidad.
Alrededor de ellos flotaba una marea de ruido que lo inundaba todo. El imponente diestro de los Mets acababa de lanzar con su habitual estilo aplastante, y los Cardinals no obtuvieron más recompensa por sus esfuerzos que el breve final de una puntuación 2-0. Pero justo en el momento en que Jeffers dio aquella orden, el primer bateador echó a correr y el siguiente bateador rápidamente alcanzó una base a la derecha. Se elevó un clamor de emoción del público y el estadio entero tronó con una ovación rítmica cuyo fin era animar a los jugadores. Anne Hampton tuvo que gritar para que Jeffers la oyera.
—No puedo —le dijo.
—¿Por qué?
De pronto sintió la mano de él en la pierna, los dedos presionados contra el músculo, oprimiéndolo dolorosamente.
—Porque no —insistió, con lágrimas en los ojos.
Él la miró fijamente y pensó: perfecto.
—¿Qué pasa?
Ella sacudió la cabeza en un gesto negativo. No lo sabía. Lo único que sabía era que la aterraba el ruido, la gente y el mundo que de pronto él había dejado entrar en su vida.
—Por favor —suplicó.
Pero Jeffers no la oyó; el siguiente bateador había alcanzado la primera base y el corredor había puntuado desde la segunda, evitando el toque del catcher en medio de una nube de polvo. Pero vio la palabra que formaba con los labios, y eso le bastó.
—Está bien —dijo—. Sólo por esta vez.
Le soltó la pierna.
Ella le dio las gracias con un gesto de cabeza.
—Muchas gracias.
—Eso es lo que llaman una jugada bang-bang —dijo Jeffers.
—¿Bang-bang?
—Sí. Sucede así, todo seguido. El corredor resbala, ¡bang! El catcher toca ¡bang! ¡Está a salvo! ¡Bang! ¡O está eliminado! ¡Bang! Siempre me ha gustado ese cliché.
En eso descubrió a un vendedor de cacahuetes y le hizo señas como loco para llamar su atención. Éste le entregó una bolsita a Anne Hampton, y cuando ella hubo empezado a cascarlos y comerlos, él introdujo una mano en su omnipresente bolsa de equipo fotográfico y sacó su Nikon.
—Sonríe —le dijo, girando en su asiento hacia ella.
Disparó una serie de fotos.
Ella se sintió un poco violenta.
—Con estos pelos —dijo— y esta gorra tan tonta…
Pero él se limitó a señalar el campo de juego.
—Presta atención al partido —le ordenó—. Es posible que más adelante tengas que recordar ciertos detalles.
Aquello la asustó, e intentó concentrarse en la acción que tenía lugar frente a ella. «Entiendo de béisbol —se dijo—. En el instituto jugué en el equipo de béisbol femenino y aprendí las reglas».
Pero las figuras que se movían por el verde artificial del campo de juego le parecieron misteriosas, por más que se esforzó en analizar lo que hacían.
Se atrevió a observar a Jeffers. Parecía ensimismado en el partido y en la acción que se desarrollaba sobre el terreno de juego, pero ella sabía que aquella devoción ocultaba algún otro propósito. Aunque su cerebro se negó a buscar posibilidades concretas.
Sintió un escalofrío en medio de aquella humedad pegajosa.
Se notaba como mareada, y tragó saliva con dificultad. En un momento dado, al ver cómo Jeffers se inclinaba hacia la bolsa que tenía a los pies, estuvo a punto de ahogarse debido a un sentimiento de confusión.
Por fin, cuando los equipos estaban cambiando de lado, le preguntó en un tono de voz que le sonó hueca:
—¿Por qué estamos aquí, me lo puede decir, por favor?
Jeffers se volvió hacia ella y la miró fijamente. Acto seguido estalló en una fuerte carcajada.
—Estamos aquí porque esto es América, porque éste es el pasatiempo nacional, porque es un partido entre los Cardinals y los Mets y porque el banderín está en la línea. Pero, sobre todo, estamos aquí porque yo soy un entusiasta del béisbol. —Lanzó otra carcajada y la miró—. Así que ya lo ves —continuó—, ahora mismo no estamos matando a nadie. Excepto el tiempo.
Calló unos instantes.
—Sí.
—Más adelante —dijo.
Anne Hampton ya no hizo más preguntas.
Se quedaron hasta el inicio de la octava entrada. Jeffers esperó hasta que los Mets marcaron cuatro puntos para romper el empate. Luego la agarró de la mano y ambos, junto con otros seguidores disgustados que también decidieron marcharse, salieron del estadio. En el momento en que salían al exterior les llegó otro fuerte rugido procedente del campo de juego, a su espalda. Jeffers oyó a una joven pareja que caminaba a unos metros de ellos escuchando la radio anunciar a nadie y a todos al mismo tiempo:
—¡Jack Clark ha conseguido una carrera completa con dos pun tos a favor! —Ella asintió—. Deberían saber —continuó Jeffers en voz baja— que una cosa no se acaba hasta que se acaba. Así lo dijo en cierta ocasión un gran estadounidense.
—¿Quién? —inquirió ella.
—Caryl Chessman —contestó Jeffers.
Jeffers se cercioró de que Anne Hampton tuviera el cinturón de seguridad abrochado y a continuación fue hasta el maletero del coche y lo abrió. Hurgó durante unos momentos en lo que él denominaba su bolsa de miscelánea y finalmente sacó un juego de matrículas de Missouri, a las cuales había unido previamente unos ganchos metálicos con el objeto de poder doblar éstos y colgarlas firmemente encima de las placas actuales del coche. Sacó un marco de matrícula barato que había adquirido en una tienda de repuestos del automóvil y lo fijó encima para que no se viera ningún resquicio del color amarillo de las matrículas de Nueva York, pero en cambio le fuera posible quitar el juego de las de Missouri, robadas hacía un tiempo. Acto seguido abrió la bolsa que contenía las armas y extrajo una automática barata del calibre 24. Dentro de la bolsa encontró pegado con cinta adhesiva un cargador de balas que había preparado expresamente. Se aseguró de que las blandas puntas tenían la muesca correspondiente y a continuación metió el cargador en la bolsa del equipo fotográfico. Buscó un poco más y tocó con la mano un sencillo maletín de cuero, el cual sacó del maletero antes de cerrarlo.
Ya dentro del coche encendió la luz interior.
Anne Hampton lo observó mientras él sacaba del maletín una pequeña carpeta ocre y la abría sobre sus rodillas.
La carpeta contenía un fajo de recortes de periódicos y revistas y encima una lista escrita a máquina. Distinguió las palabras: Pistola/Máquina de escribir/Acceso/Salida/Emergencia/Copia de Seguridad/Abogado/CD. Cada categoría tenía a su vez varias categorías inferiores enumeradas debajo, pero no fue lo bastante rápida y la luz era demasiado tenue para permitirle ver lo que decían. Había varios elementos que habían sido tachados, y otros estaban marcados con un signo de revisión. Unos cuantos llevaban anotaciones a un costado. Vio que la carpeta contenía dos mapas, uno dibujado a mano y otro de la ciudad. Mientras ella observaba, Jeffers parecía repasar las listas y los mapas. Anne centró la mirada en los recortes de periódico y vio un reportaje a media página de la revista Time. Correspondía a la sección de temas de ámbito nacional y el titular rezaba: «Asesino de homosexuales causa furor en San Luis». Vio que los otros recortes eran del Post-Dispatch de San Luis.
—Muy bien —dijo Jeffers con un ligero timbre de emoción en la voz—. Muy bien. Ya estamos listos. —Se giró hacia Anne Hampton—. ¿Preparada? —Ella no supo cómo reaccionar—. ¿Preparada? —exigió Jeffers en tono áspero.
Ella afirmó con la cabeza y repitió sin énfasis:
—Preparada…
—Bien —repuso él—. Comienza la caza.
Y se internó en la oscuridad de la ciudad.
En cuestión de segundos Anne Hampton se sintió completamente perdida y vuelta del revés. Tan pronto se encontraban circulando por una autopista de peaje, atravesando por entre rascacielos que parecían surgir súbitamente de la noche a su lado, como trazando círculos por calles sucias y mal iluminadas que reflejaban la luz de los faros del coche. Después de lo que a ella le parecieron por lo menos treinta minutos, Jeffers aminoró la marcha. Miró por la ventanilla y vio algún que otro grupo de hombres fuera de los bares al aire libre, en el calor de la noche, conversando y haciendo gestos. Jeffers observaba todo aquello sin pronunciar palabra.
«Pero todavía parece saber adónde se dirige», se dijo ella. Obligó a su cerebro a quedarse inofensivamente en blanco. Después de otra media hora trazando círculos por una zona que abarcaba diez manzanas, Jeffers tomó una calle lateral en penumbra y finalmente se detuvo junto al bordillo, cerca del final de la manzana. Parecía tratarse de un barrio residencial, compuesto no por casas sino por pisos sacados de edificios más antiguos, con árboles plantados en parterres cuadrados cortados en la acera. Pero reparó en que se encontraban a sólo unas cuantas manzanas de las luces brillantes de la calzada principal. Observó que Jeffers daba la vuelta al coche y se acercaba a abrirle la portezuela. Sus movimientos le parecieron similares a los de una araña, depredadores. En un instante se vio prácticamente levantada en vilo del coche y caminando por la acera codo con codo con Jeffers. Como siempre, se quedó asombrada de la fuerza de las manos y los brazos de su captor. Notaba sus músculos en tensión, rígidos por la emoción.
—No digas nada —dijo Jeffers en voz grave, horrible—. Evita todo contacto visual hasta que yo haya escogido. Pero sonríe y pon cara alegre.
Ella lo intentó, pero supo que sólo consiguió parecer patética.
En vez de eso, se concentró en caminar con paso firme.
Sabía lo que estaba ocurriendo, o por lo menos supo de repente que estaba a punto de añadir otra pesadilla más a la del vagabundo, pero se sintió impotente para hacer nada. Y es que además no se le ocurría nada que hacer, salvo cooperar.
«Mira el cielo —pensó—. Fija la vista en las pocas luces que te rodean».
Descubrió la luna suspendida por encima de las ramas de un árbol y de pronto le vino a la cabeza una canción de su niñez. «El zorro salió una noche fría… Y rezó a la luna que le diera luz… Porque aquella noche tenía mucho camino que andar…». Antes de llegar a la ciudad. La melodía inundó su cerebro igual que una ola de consuelo.
Dieron tres veces la vuelta al edificio, y en cada una de ellas se cruzaron con dos o tres hombres que caminaban con prisas en medio de la oscuridad de aquella calle secundaria. En la cuarta vuelta a la manzana, cuando se aproximaban a su coche, Anne Hampton sintió que Jeffers se ponía tenso. Notó cómo contraía los músculos y se dio cuenta de que había metido la mano en la bolsa de equipo fotográfico.
—Aquí podría ser —anunció Jeffers. Siguieron andando en dirección a un individuo solitario que venía hacia ellos—. Ve más despacio —ordenó—, quiero cruzarme con ese tipo en la sombra de ese árbol. —Ella vio que entre ellos y el hombre había, equidistante, un árbol de gran tamaño que aportaba más sombra a la oscuridad reinante—. Sigue sonriendo.
De pronto Anne Hampton tuvo una fugaz visión de sí misma levantada del mar por una violenta resaca. Se aferró al brazo de Jeffers, invadida por un súbito temor a tropezar o desmayarse.
Jeffers controlaba todas sus sensaciones. Sus ojos saltaban de un lugar a otro, recorriendo la zona, escrutando todos los rincones. Sus oídos estaban sintonizados con todos los sonidos, atentos a cualquier ruido que se saliera de lo normal. Incluso olfateaba el aire. Tenía la impresión de estar ardiendo, o de estar enamorado, y de que cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo se encontraba temblorosa y alerta. Bajo su mano, el metal de la pistola parecía estar al rojo vivo. Se obligó a sí mismo a moderar el paso, a ralentizarlo, para poder encontrarse a la altura de aquel hombre en el momento preciso, en el momento de mayor oscuridad. Una marcha fúnebre, pensó de repente.
Se movieron juntos.
Jeffers calculó la distancia: quince metros. Después, de súbito, seis metros; luego tres. Saludó al hombre con un movimiento de cabeza y sonrió.
Era un individuo joven, probablemente no pasaría de los veinticinco. «¿Quién eres? ¿Te ha gustado la vida que has vivido?», se preguntó Jeffers en un momento. El hombre tenía el pelo rubio y lo llevaba muy corto en las orejas y la nuca. Jeffers se fijó en que tenía un diminuto botón de oro en una oreja. Vestía una camisa deportiva y pantalón, con un jersey echado sobre los hombros que le prestaba una imagen de estudiada naturalidad.
Jeffers le hizo nuevamente un gesto con la cabeza, y él se lo retribuyó con una sonrisa leve y un tanto nerviosa. Jeffers le dio un fuerte apretón en el brazo a Anne Hampton y vio que ella también sonreía.
El individuo se cruzó de frente con ellos y siguió caminando.
Cuando hubo salido de la visión periférica de Jeffers, éste sacó la pistola de la bolsa con el dedo ya apoyado en el gatillo.
Sólo tuvo tiempo para recordarse a sí mismo que no debía ponerse nervioso.
Entonces giró en redondo, directamente detrás del individuo, y soltó el brazo de Anne Hampton para poder levantar la pistola con las dos manos. Cuando el cañón estuvo a la altura de la cabeza de su víctima, disparó dos veces.
El estridente ruido se propagó calle abajo.
El hombre cayó hacia delante y se estrelló contra la acera.
Anne Hampton se quedó petrificada. Intentó llevarse las manos a los ojos para tapárselos, pero permaneció inmóvil, contemplando aterrorizada la escena.
Jeffers saltó por encima del hombre, el cual yacía de bruces en medio de un charco de sangre cada vez más grande. Tuvo cuidado de no tocar el cuerpo ni la sangre. El hombre no se movió. Jeffers se agachó y le disparó otro tiro más en la espalda, a la altura del corazón. A continuación, en el mismo movimiento, continuo y fluido, metió la pistola en la bolsa y extrajo la Nikon. Se la acercó al ojo, y Anne Hampton oyó el zumbido del motor conforme iba avanzando la película. Después, con la misma rapidez, Jeffers volvió a guardar la cámara en la bolsa.
Agarró a Anne Hampton del brazo y se la llevó medio a rastras hacia el coche.
Abrió la portezuela y la arrojó al asiento. En un instante dio él la vuelta al coche para situarse en el asiento del conductor. No hizo rechinar los neumáticos, sino que arrancó con normalidad y eficiencia, pasó lentamente junto al cadáver tirado en la acera y se alejó por la calle desierta.
Anne Hampton se volvió y contempló el cuerpo inerte al pasar.
Segundos después habían desaparecido.
Vio que Jeffers seguía una ruta preestablecida. Notaba la fuerza de su concentración, como si él creara una sensación palpable nacida de su inteligencia. Al cabo de quince minutos vio que habían llegado a un descampado situado en una zona de almacenaje de la ciudad. Jeffers detuvo el coche y se apeó sin pronunciar palabra. Ella esperó a que la hiciera salir, pero no fue así.
Jeffers fue a la parte de atrás del coche y quitó la matrícula de Missouri, la limpió con un trapo y la metió en una bolsa de plástico. Acto seguido tiró la bolsa a un contenedor e incluso se subió a él para cerciorarse de que hubiera quedado bien situada entre el resto de la basura.
Luego regresó al coche, y atravesaron la ciudad para dirigirse a una área del extrarradio. Jeffers hizo una parada en una tienda de veinticuatro horas y se sirvió de los focos de la fachada del edificio para poder ver lo que hacía. Primero volvió a ponerse los guantes de látex. A continuación sacó el sobre con la carta que había escrito aquel mismo día. Después abrió la carpeta y extrajo un pequeño sobre marrón de papel manila. Lo abrió, y Anne Hampton vio que contenía palabras recortadas de un periódico. Jeffers sacó un tubito de plástico de pegamento corriente y pegó las palabras en el sobre. También utilizó el pegamento para cerrar el sobre.
Entonces habló.
—Toda precaución es poca. Bien, sé que no pueden obtener huellas dactilares de un papel a no ser que yo tenga los dedos manchados de tinta. Pero el FBI tiene un montón de equipo espectrográfico, que ya estoy empezando a conocer, capaz de descomponer las enzimas y Dios sabe qué más. Por eso no he utilizado la saliva. Si hubiera cerrado el sobre humedeciéndolo con saliva, podrían sacar mi grupo sanguíneo, por ejemplo. Joder, y hasta mi número de la Seguridad Social. Así que hay que ser muy prudentes. —Miró a Anne Hampton. Había dicho todo aquello en una espiral de emoción, casi de placer infantil—. Oye —le dijo—. No te preocupes. Ya hemos terminado. Y no nos ha pasado nada. Sólo queda atar unos cuantos cabos sueltos, y seremos libres como pájaros.
Terminó con el sobre y volvió a meter la velocidad en el cambio de marchas. En un momento llegó a un enorme edificio de correos. Se apeó de un salto e introdujo el sobre en uno de los buzones.
De vuelta en el coche, dijo:
—Ya sólo falta la pistola y las balas, y lodo terminado. Pero eso no vamos a hacerlo hasta mañana. Cuando nos convenga.
Aún inundado por la adrenalina, maniobró para volver a tomar la interestatal. Anne Hampton se giró una sola vez en su asiento para mirar por el parabrisas trasero las luces moribundas de la ciudad.
Jeffers la vio temblar.
—¿Tienes frío?
Ella afirmó con la cabeza.
—Sí, tengo frío.
Él no hizo nada.
—¿Estás cansada?
Ella cayó en la cuenta de que estaba agotada. Afirmó otra vez.
—Sí, cansada.
—¿Tienes hambre?
Sentía ganas de vomitar.
—No sé.
—Yo estoy famélico —dijo él—. Sería capaz de comerme un elefante.
«Esto no va a acabarse nunca —pensó—. Es eterno».
Al cabo de un momento Jeffers habló de nuevo.
—La verdad es que resulta de lo más raro —empezó en tono calmo—. El homófobo ese que ha matado a todos esos maricas en San Luis, creo que han sido siete antes del de esta noche, siempre escribe textos rimados. Por lo menos eso dice el Post-Dispatch. —Meneó la cabeza negativamente—. Los periódicos no le han puesto un apodo, lo cual me resulta bastante extraño. Quiero decir que, por regla general, cuando tienen un número de asesinatos sucesivos que son obra de un mismo autor, le cuelgan algún mote al pobre tipo. Algo así como el «Asesino Gay» o el «Homo Homicida», o algo igualmente idiota y ofensivo para los tíos límite. —Miró a Anne Hampton y apreció el cansancio que delataban sus ojos—. ¿Entiendes lo que acaba de ocurrir? —le preguntó.
—Sí —respondió ella sin emoción.
En eso, Jeffers alargó la mano y le propinó una bofetada, aunque no demasiado enérgica, pensando que probablemente estaba muy cansada.
El sopapo en la mejilla la sacó del estado de lasitud y apatía que se había apoderado de ella desde los disparos en la calle.
—¿Entiendes lo que ha ocurrido en realidad? —le preguntó Jeffers de nuevo.
Ella negó con la cabeza. Y, ahora, dijo:
—No.
—Pues que hemos llevado a cabo una imitación bastante fiel de varios crímenes que vienen cometiéndose en esa bonita ciudad en el último año y medio o más o menos. Lo que hemos hecho es lo que la policía llama asesinato de emulación. Verás, siempre le ocultan algún detalle a la prensa, y así pueden saber quién está haciendo qué. Los asesinatos de emulación les causan una frustración tremenda. Hay que verlo como lo ven ellos: mientras están ocupadísimos en buscar a un maníaco, aparece otro pirado que les echa a perder todo el trabajo. Les lleva tiempo, estamos hablando de horas trabajadas, separar unos asesinatos de otros. De modo que para cuando la brigada especial que hayan asignado a ese asesino descubra por fin lo que ha sucedido, nosotros ya habremos desaparecido. Sin pruebas. Sin pistas… —Anne Hampton vio que sonreía, igual que un gato de Cheshire—. Oh, no es que no corramos ningún peligro en absoluto, cuidado. Podría ser que nos haya visto alguien desde uno de los apartamentos de la zona. O a lo mejor a mí se me ha caído algo, o a ti, sin que nos hayamos dado cuenta. Algo que pueda llamar la atención de un detective duro y curtido. Eso forma parte de la emoción. El estado de esperar a que alguien llame a tu puerta.
Tamborileó con los dedos sobre el volante, y el ruido que produjo sobresaltó a Anne Hampton.
—¿Alguien que llame…?
—Eso es lo que llegué a descubrir con todo lo que estudié. Por lo general, la policía da con los asesinos porque éstos y las víctimas guardan entre sí alguna relación anterior al crimen. La policía sólo tiene que averiguar qué relación ha conducido al homicidio. Eso es lo que ocurre en la mayoría de los casos. Luego están los asesinatos en serie, en los que los crímenes adoptan una pauta distintiva. Son muy difíciles de resolver, naturalmente, porque los asesinos se mueven de un lado para otro. Cuando uno pasa por jurisdicciones diferentes, los departamentos de policía se entorpecen unos a otros. Pero yo siento un gran respeto por la policía; ha resuelto más casos de ésos de los que te imaginas. A menudo porque el pobre idiota la caga en otra cosa y los polis se le echan encima como tiburones. No hay que subestimar la capacidad intuitiva de un policía, en mi opinión. Pero, con todo, lo que más les cuesta explicar, obviamente, son los asesinatos aleatorios, sin una pauta fija.
»Durante una temporada pensé que ése era el tipo de asesinato al que debía dedicarme. Simplemente ir a una ciudad, elegir a un pobre tipo al azar y volarle los sesos. Pero me di cuenta de que eso en sí ya era una pauta y que con el tiempo, en algún lugar, un policía terminaría descubriéndola. Es la teoría del millón de monos con un millón de máquinas de escribir; con el tiempo, alguno termina por escribir las obras completas de Shakespeare. Así pues, ¿qué me quedaba?
Anne Hampton no esperaba en realidad que él quisiera una respuesta por su parte.
—No sé.
—No sabes. Necesitaba combinar el elemento aleatorio con una pauta. Reflexioné mucho. Cavilé, hice cálculos. ¿Y sabes qué se me ocurrió al final? —Ella guardó silencio una vez más. La voz de Jeffers resultaba hipnotizante—. Un plan de gran simplicidad, y por lo tanto de gran belleza. —Sonrió—. Copio cosas. Sigo estudiando. Averiguo todo lo que hay que saber acerca de un «asesino de la autopista» o un «asesino del campus» o un «asesino de las verdes montañas». La prensa me ayuda mucho con esos nombres. Luego simplemente salgo y organizo un facsímil razonable. Y después, la policía, que está buscando a alguien totalmente distinto, se encuentra con un asesinato aberrante en las manos en medio de algo más grande y, según creen ellos, más importante. De modo que lo ignoran. Lo apartan a un lado. Lo tiran a la papelera. Archivado. —Hizo una aspiración profunda—. A la mayoría de los asesinos los cogen porque, en su arrogancia y su necesidad, ponen su firma en el crimen. Yo soy más humilde. Para mí, lo importante es el acto en sí, no la firma al pie del cuadro. Así que, para asesinar, me transformo en otra persona. Me meto en la cabeza de esa otra persona. Hago uso de los detalles que conozco y de los que puedo conjeturar y creo mi propia obra perfecta. Llego. Mato. Me voy. Y nadie, salvo yo mismo, se da cuenta de nada.
—Nadie…
Jeffers aguardó unos momentos antes de proseguir.
—Pero he ido haciéndome más perfeccionista, demasiado cuidadoso. Demasiado listo, demasiado perfecto. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo—. ¿Una llamada en la puerta? ¿Una orden judicial? Jamás ha ocurrido nada de eso. Y no estoy fanfarroneando. Es pura eficiencia y seguridad en mí mismo. —Anne Hampton creyó percibir tristeza en su voz—. En realidad, esto ya ha perdido emoción. —Jeffers se volvió hacia ella—. Para decirlo sin ambages, se ha vuelto demasiado fácil. Por eso estás aquí tú —explicó en tono resuelto—. Estás aquí para ayudarme a llevar todo esto a una conclusión correcta, apropiada, suficientemente volcánica. Ya puedes echarte a dormir —le dijo—. Yo estoy un poco tenso, creo que prefiero conducir un rato.
De repente Jeffers experimentó una placentera liberación. «Ya está —pensó—. Ya se lo he contado a alguien. Ahora todo el mundo está enterado».
—Nos vamos a casa —anunció—. Por el camino lento, eso por descontado, pero a casa. Buenas noches, Boswell.
Ella oyó su voz y aquella palabra se le grabó en el cerebro: casa. Por más que se esforzó, no logró visualizar una imagen sólida de su casa y de sus padres. En cambio, lo que acudió a su mente pareció vaporoso y distante, como si se hallara oculto tras un rollo de película, y tuvo dificultades para distinguir lo que era, sin bien sabía que era algo que le daba miedo.
Notó que el coche aceleraba la marcha. Cerró los ojos y dio la bienvenida a su nueva pesadilla.