12

Martin Jeffers atravesó a la carrera la sala C haciendo ondear tras de sí los faldones de su bata blanca. Apenas hizo caso de los pacientes que se apartaron de su camino como buenamente pudieron, dividiéndose como inocentes animales en un redil, dejando sitio a uno que iba con paso decidido. Se las arregló para saludar con la cabeza a los que conocía, los cuales le devolvieron el saludo con el acostumbrado surtido de miradas, sonrisas, bufidos, desvío de ojos y algún que otro juramento que constituía la norma cotidiana de las salas cerradas. Sabía que aquella prisa suya daría lugar a más de una conversación a su paso, pero era inevitable. En un mundo que reflejaba la constancia de la rutina, cualquier conducta que indicara una necesidad o una fuerza externa se convertía en motivo de conversación, debate e inquebrantable curiosidad.

La intriga que sentía él mismo también era desbocada. Mientras corría por los pasillos, especuló sin vergüenza alguna acerca de la llegada de la detective de Homicidios; reflexionó repasando los pacientes que formaban el grupo de los «niños perdidos», intentó deducir cuál de ellos podía haber mencionado que estuvo en Miami en los últimos años, qué miembro del grupo podía haberse mostrado extrañamente reacio a hablar de un acontecimiento reciente. En un conjunto de personas que dedicaba una gran parte de sus energías a la ocultación, Jeffers se había vuelto experto en reconocer disimulos y tabúes. Registró rápidamente su memoria, pero no logró encontrar una respuesta de urgencia. Reconoció la súbita emoción en sí mismo; había algo atrayente en la expresión «detective de Homicidios» que le prestaba un aire de misterio y fascinación. Intentó formarse una imagen mental de una mujer investigando un asesinato y calculó que ésta debía de ser desaliñada, agresiva y decidida. Se preguntó por qué pensaría que la idea de investigar la muerte tenía que ser un territorio masculino, como si la índole de los cadáveres ensangrentados y destrozados fuera algo intrínsecamente varonil, una violación que pertenecía, extrañamente, al terreno de las partidas de póquer o los vestuarios deportivos.

Se le llenó la cabeza de imágenes de violencia. Se sobresaltó al ver retratado a su hermano, vestido con chaqueta de fotógrafo y pantalón sport, listo para marcharse a uno de sus frecuentes viajes a alguna guerra, algún desastre u otra representación de la insensatez del ser humano.

Pensó en las fotografías que hizo su hermano de Saigón, Beirut y Centroamérica. Le vino a la cabeza una foto tomada por su hermano, una que había visto en una de las publicaciones semanales del país. Mostraba a otro fotógrafo, de pie en medio de un montón de cadáveres en Jonestown, Guyana. Los verdes y marrones intensos de la selva formaban un telón de fondo para la figura del centro, que destacaba con absurda incongruencia en contraste con la frondosa vegetación que se veía detrás. El fotógrafo tenía un pañuelo rojo sobre la nariz y la boca; sólo hacía falta mirar la instantánea un momento para comprender que aquello era una medida necesaria para protegerse del hedor de los cadáveres hinchados por el sol y por la muerte. El fotógrafo era casi la imagen perfecta que tienen los niños de un bandido del antiguo Oeste: tejanos, botas y camisa de tela vaquera. Sin embargo, éste tenía en la mano, en vez de una pistola de seis balas, una cámara fotográfica. Y en sus ojos había confusión y una mezcla de tristeza y hastío. La foto de Douglas Jeffers captó a su competidor en un momento de indecisión, como si se sintiera abrumado por la basura del suicidio y no supiera del todo qué imagen atroz iba a robar a continuación. Era una visión perfecta, pensó Martin Jeffers cuando la vio por primera vez, y también al recordarla ahora: la de un hombre civilizado en un mundo prehistórico, intentando asimilar una conducta que corresponde a los animales, buscando capturarla para consumo y fascinación de una sociedad que tal vez se encuentre menos a salvo de la aberración de lo que quisiera creer.

Jeffers apretó el paso pensando en el gran número de fotos de su hermano que retrataban la muerte. Se dio cuenta de que todas y cada una de ellas eran fascinantes, a su manera. «Siempre estamos buscando —pensó—, intentamos entender el comportamiento de las personas, y el acto que más nos asusta a todos es el asesinato». «Pero ¿qué es más común?», se preguntó.

«¿Y no somos todos capaces?».

Ahora estaba hablando como su hermano, se dijo Jeffers. Sacudió la cabeza en un gesto negativo y escuchó cómo rechinaban sus zapatos sobre el pulimentado suelo de linóleo del pasillo. «Bueno, unos somos mucho más capaces que otros». Y le cruzaron por la mente los rostros de los «niños perdidos».

Que un detective viniera a verlo no era tan infrecuente. Recordó varias ocasiones en los últimos años en las que había recibido llamadas similares y en las que se había encontrado frente a frente con algún individuo monosilábico y de ojos oscuros que le formuló preguntas cada vez más directas acerca de uno u otro de los miembros del grupo de terapia. Naturalmente, su capacidad para ayudarlo se vio severamente limitada por la ética médica y por el concepto de confidencialidad del paciente. Recordó a un detective particularmente tenaz, el cual, tras una frustrante conversación con él, se lo quedó mirando sin pestañear un minuto entero y después le preguntó: ¿Este hombre tiene algún compañero de habitación? No, le contestó él. ¿Se relaciona con alguien en particular? Bueno, sí, recordó haber dicho, tiene un amigo. Bien, repuso el detective, permítame que hable con ese amigo.

Jeffers recordó cómo se sentó el detective enfrente del compatriota del sospechoso de cierto crimen ya olvidado. El detective fue directo, enérgico, pero en ningún momento excesivamente agresivo. Jeffers pensó que debería estudiar el método del detective, que había ciertos momentos del proceso terapéutico en los que podría resultar efectivo. Lo impresionó que al cabo de una hora el detective hubiera obtenido ya toda la información que necesitaba de aquel individuo, el cual estaba de lo más dispuesto a vender la vida de su amigo a cambio de la promesa de una reducción de su condena. Jeffers no le guardaba rencor; últimamente era así como funcionaban las cosas en el mundo habitado por los «niños perdidos», un lugar de intercambios, pactos y mentiras.

La traición era un modo de vida. De lo más corriente. Rutina. Lo asombraba la idea de que la vida no fuera más que una serie incesante de pequeñas traiciones y mentirijillas, un constante transigir y racionalizar.

Pensó de nuevo en la mujer detective. Le complicaba las cosas.

Una gran parte de la labor que llevaba a cabo con los «niños perdidos» consistía en devolverles la idea de que las féminas son personas, crearles de nuevo una imagen del sexo opuesto que no estuviera supeditada al odio que todos sentían hacia las mujeres.

La idea de que una de sus víctimas potenciales viniera ahora a acechar a uno de ellos era a la vez explosiva y aterradora, como si uno de los miedos más hondos y más bloqueados de los «niños perdidos» hubiera emergido de una pesadilla y estuviera llamando a la puerta de la sala de terapia.

«Esto nos va a dar mucho de qué hablar», pensó. Aquello formaba parte de los retos de su trabajo: hacer un valor terapéutico de la conjunción de la memoria y la vida cotidiana.

Tal vez le pidiera su asistencia a una sesión.

Eso la asustaría. Le entrarían ganas de arrestarlos a todos.

Y también les daría un susto de muerte a los «niños perdidos». Aunque últimamente estaban demasiado dormidos en los laureles. Ella podría aportarles una necesaria infusión de realidad, los espolearía un poco, ayudaría a centrar las sesiones, a que las cosas volvieran a su curso.

Sonriendo ante aquella idea, llamó con energía a la puerta de la sala C para que el ayudante lo dejara pasar. La puerta se abrió con un chirrido, y por un momento Jeffers pensó que todo lo que había dentro de aquel viejo hospital chirriaba y se quejaba cuando se usaba. Dio las gracias al ayudante, el cual le puso cara de pocos amigos. Jeffers corrió pasillo abajo y enseguida se encontró en el ala de administración del hospital. Los despachos eran más bonitos, la pintura más reciente, la luz del sol no se veía entorpecida por sucios barrotes cruzados en las ventanas.

Abrió la puerta de la oficina de administración. La secretaria del doctor Harrison levantó la vista y señaló el despacho interior moviendo el dedo pulgar igual que un autoestopista.

—Están ahí dentro, esperándolo —le dijo—. ¿A cuál de ellos cree usted que ha venido a buscar esa detective?

—En cierto modo, probablemente a todos —replicó Jeffers. Fue un pequeño chiste, y la secretaria le rió la broma al tiempo que lo enviaba hacia la puerta con un gesto de la mano.

Jeffers pasó al despacho de dentro. Primero vio al doctor Harrison, el cual se levantó muy despacio de su escritorio marrón.

Era un hombre mayor, de cabello cano, demasiado sensible para el perentorio trabajo de un hospital psiquiátrico estatal, demasiado viejo y cansado para intentar volar con sus propias alas. A Jeffers le caía muy bien, a pesar de sus defectos como administrador. El doctor Harrison lo saludó con una inclinación de cabeza y a continuación, con los ojos, le hizo una seña hacia la otra persona, que estaba levantándose de una silla.

Jeffers apenas tuvo tiempo de hacer una valoración de ella. Era de una edad muy parecida a la suya, eso lo advirtió de inmediato. Después vislumbró brevemente una melena, castaño oscuro, un vestido de seda conservador pero con estilo y una figura esbelta, antes de verse traspasado por sus ojos. Le pareció que eran negros y que lo miraban con expresión rígida. La habitual ojeada valorativa del macho para determinar si ella era atractiva o no se vio eclipsada por la singular intensidad de aquella mirada seria. Experimentó la inquietante sensación de que estaba siendo examinado por un verdugo que le tomaba las medidas con ojo experto para calcular la fuerza con que le cortaría la cabeza el golpe del hacha. Inmediatamente se sintió incómodo y balbuceó:

—Soy el doctor Jeffers. ¿En qué puedo ayudarla, detective…?

Pero la frase simplemente se quedó congelada en el aire.

Su mano, extendida a modo de saludo, quedó suspendida unos instantes hasta que ella le tendió la suya, un tanto reacia. El apretón fue firme, acaso demasiado. Ella soltó la mano y él hizo lo propio, y la estancia se vio invadida por un silencio sólido que a Jeffers le pareció igual que un banco de niebla proveniente del océano. Transcurrió un instante frío y húmedo, después otro; la detective tenía los ojos posados en él, sin pestañear.

Entonces habló, con una voz más terrorífica, si cabe, debido al control con el que pareció pronunciar cada palabra:

—¿Dónde está su hermano?

La detective Barren se arrepintió al momento cuando vio la mezcla de sorpresa y confusión que pasó por el rostro del médico. Pero había sido inevitable. Mientras se dirigía en su coche al hospital, un poco antes, iba estudiando cientos de maneras de enfocar el asunto, decenas de estrategias de apertura, pero sabiendo todo el tiempo que cuando se enfrentase con el hermano del asesino de Susan sólo habría una pregunta importante para ella, y que no iba a poder reprimirla. En la mente de la detective Mercedes Barren, aquella pregunta era radiactiva, resplandeciente, permanente. No dudaba que iba a recibir la respuesta adecuada; cuando uno está dispuesto a dedicar el tiempo que haga falta a buscar una respuesta, al final, inevitablemente, ésta termina llegando.

Y cuando llegara la encontraría preparada.

Una parte de ella, felizmente optimista, había abrigado la esperanza de obtener dicha respuesta con facilidad. No se fiaba de dicho optimismo, pero sabía que un ataque frontal a menudo da como resultado una reacción rápida, no planeada, una contestación impulsiva del tipo: «Pues está en…», seguida del nombre de una ciudad o localidad, antes de que tomaran el mando las fuerzas de la cautela y provocaran invariablemente la continuación: «¿Por qué quiere saberlo?».

Vio que el hermano abría la boca y que sus labios comenzaban a dar forma a una respuesta, y se inclinó un poco hacia delante, expectante, consciente de inmediato de que había mostrado un exceso de avidez. Luego, con la misma brusquedad, el hermano cerró la boca y respondió a su mirada severa con otra igualmente fría.

No iba a serle fácil.

Maldición, maldición, maldición.

En aquel momento lo odió casi tanto como al hombre al que perseguía. «Son de la misma sangre —pensó—. Él es el que está más cerca».

Vio que el hermano tragaba saliva y miraba al director del hospital como si deseara ganar unos preciados segundos para desembrollar lo que ella sabía que debía ser un torrente de emociones. Advirtió en aquel breve intervalo de tiempo que él estaba utilizando dichos segundos para ordenarse a sí mismo, fríamente, profesionalmente. «Debe de estar acostumbrado a lo inesperado —pensó—, debe de formar parte de su existencia cotidiana, sabe cómo manejarlo». En un momento el médico volvió a clavar la mirada en ella y retribuyó su silencio con el suyo propio. Acto seguido, sin apartar la vista, acercó lentamente una silla y con sumo cuidado, como si no quisiera romper la conexión eléctrica que se había creado en aquella pequeña estancia, se sentó. Cruzó las piernas estudiadamente y después, con gesto delicado y sereno, como si el mundo entero no le importase lo más mínimo, le indicó con una seña a la detective que ocupara de nuevo su silla, igual que haría un profesor con un alumno demasiado vehemente y ansioso.

Maldición. Ya casi lo tenía, pensó ella otra vez.

«Y ahora casi me tiene él a mí». Tomó asiento frente al hermano del asesino.

Martin Jeffers hizo un gran esfuerzo para fingir un aire de indiferencia e interés, la misma actitud que mostraba cuando un paciente confesaba de manera impulsiva un horror u otro. Sin embargo, en su interior sintió que se le cerraba la garganta, como si alguien se la estuviera estrujando con las manos, y que el vello de la nuca se le ponía de punta. Sintió súbitamente una maldita pegajosidad en las axilas y en las palmas de las manos, pero no se atrevió a secárselas en los pantalones.

Se hallaba sumido en una pesadilla.

No quería poner imágenes a la pregunta; se concentró sola y exclusivamente en lo que le pedía la detective y se negó a enredarse en extrapolaciones peligrosas.

«¡Está buscando a Doug! —pensó—. ¡Lo sabía! Pero ¿por qué lo sé?».

Luchó contra todas las ideas que acudieron en tropel a su imaginación: miedos infantiles, preocupaciones adultas.

Sintió el deseo urgente de agarrarse a algo, como si un objeto sólido pudiera ayudarlo a mitigar la sensación de vértigo que le nublaba el cerebro. Pero también sabía que la detective iba a notarlo, de modo que rápidamente empujó todo a un lado, desde su terror hasta su curiosidad. «Averígualo —pensó—. No renuncies a nada».

Respiró hondo. Eso lo ayudó.

Cruzó las piernas y se removió en la silla buscando una postura más cómoda.

Bajó una mano y se arregló un calcetín.

Se llevó una mano al bolsillo de la pechera y sacó un bolígrafo y un bloc pequeño. Dio unos golpecitos con la punta sobre el papel, en rápida sucesión. Después alzó la vista y, haciendo acopio de toda la falsedad y la mentira que pudo reunir, sonrió a la detective.

—Lo siento, detective, no me he quedado con su nombre…

—Mercedes Barren.

Anotó eso y sintió que el acto de escribir en un papel lo tranquilizaba.

—¿Y de qué organismo…?

—De la policía de la ciudad de Miami.

—Ah, bien. —Siguió escribiendo—. Nunca he estado en Miami, aunque siempre he querido ir. Palmeras, ya sabe, sol y playas. Buen tiempo todo el año. Suena maravilloso. Pero nunca he conseguido hacerle una visita.

—Pues su hermano, sí.

—No me diga. A mí me parece que no, pero claro, resulta difícil seguirle la pista. Y por supuesto, en Miami siempre hay un montón de noticias. Reyertas, robos de embarcaciones, refugiados, esa clase de cosas. De modo que supongo que es posible. Y, la verdad, a veces da la impresión de que ha estado en todas partes. Trotamundos, le llaman.

—Estuvo en Miami el año pasado. En septiembre, para un partido de fútbol americano.

—¿Un partido de fútbol? Mire, no creo que a mi hermano le interesen mucho los deportes…

—Le encargaron hacer una foto de un jugador.

—Oh, ¿se refiere a que estuvo allí por trabajo? Bueno, eso puede ser…

Jeffers calló unos instantes. Dejó vagar la mirada por el despacho un momento para recobrarse. Se le ocurrió que su actuación seguramente no estaba logrando engañar a la detective. La miró y vio que no se había movido, ni siquiera un músculo. «Está bien pertrechada», pensó. Al instante se preguntó por qué sería. La mayoría de los detectives desean conversar amigablemente, con independencia de lo tensa que sea la situación. «Concéntrate en la pregunta», se dijo. Se sintió mejor; todavía precavido, todavía rodeado de un peligro indefinido, vaporoso, pero mejor de todas formas.

—Le encargaron hacer una foto de un jugador —repitió la detective Barren.

—Pero ¿qué tiene que ver un partido de fútbol americano con…?

—El homicidio de una joven. Susan Lewis.

—Oh, entiendo —repuso Martin Jeffers, pero por supuesto sabía que no entendía nada. Anotó en su bloc el nombre y el mes, y después añadió—: Verá, detective, lo cierto es que me lleva mucha delantera en esto. ¿Qué puede usted querer de mi hermano?

¡Venganza!, gritó el cerebro de Mercedes Barren, pero se guardó aquella palabra para sí. Ella también respiró hondo, se reclinó en la silla y, antes de contestar, sacó también un cuaderno y un bolígrafo. «Sé jugar. Y voy a ganar», pensó.

—No le falta razón, doctor. Me llevo mucha delantera a mí misma. —Habló empleando un tono modulado, fingiendo un poco de aburrimiento, procurando mantener su intensidad a raya. Hasta consiguió esbozar una leve sonrisa y un casual gesto de asentimiento—. Estoy investigando un homicidio cometido el otoño pasado. El ocho de septiembre, para ser exactos. Tenemos motivos para creer que su hermano pudo ser un testigo material. Es posible que incluso tenga fotografías del crimen que podrían ayudarnos.

Le pareció que el uso del plural mayestático resultaba de lo más eficaz. Quedó complacida con la manera en que se expresó, sobre todo el detalle de las fotos. Así daría la impresión de que Douglas Jeffers podía ayudar a la policía. A lo mejor eso conseguía apelar al sentimiento de deber cívico de su hermano. Si es que lo tenía. Observó el semblante del médico en busca de algún signo de suspicacia y vio que él parecía estar sopesando con cuidado cada palabra. Maldijo para sus adentros; «intenta tocar sus sentimientos —se dijo—, así se abrirá». Pero antes de que tuviera la oportunidad de continuar, él le hizo una pregunta.

—Pues sigo sin entenderlo. Doug nunca me ha mencionado eso. ¿Podría explicarse un poco más?

No lo hizo.

—¿Tiene usted una relación estrecha con su hermano?

—Bueno, todos los hermanos tienen relación en un grado u otro, detective. Usted debe de tener familia, y por lo tanto lo sabrá.

«No quiere responder», pensó ella.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Pues… han pasado años desde que tuvimos lo que se puede decir una visita de verdad…

En eso, lo interrumpió el doctor Harrison:

—Marty, ¿no vino a hacerte una vista precisamente la semana pasada?

Jeffers deseó haber podido lanzar una mirada furiosa a su amigo para cerrarle la boca, pero comprendió que eso sería muy peligroso. Estaba intentando con todas sus fuerzas entender adonde quería ir a parar la detective. No se fiaba de nada de lo que le estaba diciendo, ni de aquella sonrisa de cocodrilo y aquella actitud de súbita amabilidad, porque sabía, con la certeza que da una vida entera de miedos, que su hermano estaba metido en un apuro, y él no tenía la menor intención de empeorarle las cosas.

—Pues sí, así es, Jim, pero lo único que hizo fue parar un momento a almorzar antes de marcharse otra vez. No fue lo que se dice una visita, y era la primera vez que lo veía en varios años. No creo que sea eso lo que interesa a la detective.

—Pero ¿le dijo adonde se dirigía? —preguntó la detective Barren.

A Martin Jeffers lo acribilló una andanada de recuerdos de lo críptico que se mostró su hermano al describir sus planes para las vacaciones. Titubeó un momento. «¿Qué fue lo que dijo? —pensó—. ¿A qué se refería?».

Alzó la vista y vio que los ojos de la detective habían recuperado la intensidad de antes.

—No, que yo recuerde —contestó a toda prisa. Y al instante se enfureció consigo mismo por hablar tan atropelladamente.

Se hizo un breve silencio en la habitación.

Mercedes Barren sonrió. Ni por un segundo se creyó aquella negativa.

Hubo otra pausa, tras la cual Barren añadió una ratificación propia:

—No, que usted recuerde…

—Dígame, detective, ¿ha estado en su agencia fotográfica? ¿No le han proporcionado ellos la información que necesita? Sé que las agencias procuran estar al tanto del paradero de todos sus empleados, incluso cuando andan perdidos en alguna jungla con un ejército de la guerrilla…

—Ellos no sabían nada —empezó a decir la detective Barren, pero se interrumpió a mitad de la frase. «¡Idiota! ¡No reveles nada!». Ardió de rabia al ver cómo el hermano del asesino absorbía aquella información. Pero intentó compensarlo—: No supieron decírmelo con exactitud. Pero me sugirieron que lo consultase a usted, y por esa razón he venido.

«Está buscando información, pero ¿cuánta?», pensó Martin Jeffers.

—Verá, detective, esto me resulta muy confuso. Usted viene aquí pidiendo ver a mi hermano, con el cual, en realidad, hace años que no tengo mucho contacto, con la intención de interrogarlo sobre un crimen sin especificar. No describe en absoluto de qué crimen se trata, ni qué conocimiento podría tener él al respecto. Dice de modo implícito que para usted es importante verlo de inmediato, pero sin dar ninguna explicación de por qué. No sé, detective. Creo que no hemos empezado con buen pie. En absoluto. Es decir, yo deseo colaborar todo lo posible con las autoridades, pero es que no entiendo nada.

—Lo lamento, doctor. No puedo revelar información confidencial.

Aquél era un argumento muy pobre, lo sabía. Y también sabía cuál iba a ser la respuesta de él.

—¿No? Bueno, pues yo tampoco, lo siento.

«Si tú te pones a la defensiva, yo también», pensó Jeffers.

Se miraron el uno al otro, en silencio una vez más.

De pronto a la detective Barren le entraron ganas de chillar. Le dolía todo.

«La he cagado —pensó—. Con lo cerca que estaba, la he cagado. Ese tío tiene un pasaporte, dinero y un hermano dispuesto a protegerlo sin saber qué es lo que ha hecho y que va a contarle que alguien lo anda buscando, de modo que se largará y ya está».

Martin Jeffers estaba deseando salir de aquel despacho lo más rápidamente posible. «Aquí está ocurriendo algo grave», se dijo. Necesitaba averiguar qué era, y en cambio se dio cuenta al instante de que ni siquiera sabía cómo iniciar el proceso para entender lo que sucedía. Entonces comprendió que iba a tener que hablar con la detective, y se preguntó cómo podía hacer para situarse en una posición dominante, cómo recibir información sin divulgar él ninguna. Pensó en sus amigos, los psicoanalistas; ellos sabrían cómo hacerlo. La tumbarían en el diván y se sentarían detrás de ella.

Casi se echó a reír.

—¿Hay algo que le resulte divertido? —preguntó la detective Barren.

—No, no, sólo un pensamiento absurdo —contestó Jeffers.

—No me vendría mal un chiste —repuso ella con amargura—. ¿Por qué no me lo cuenta?

—Perdone —dijo Jeffers—. No era mi intención tomarme a la ligera…

Ella lo interrumpió.

—Claro que no.

Jeffers vio a las claras que ella no le creía. En aquel momento la miró directamente a los ojos y se dio cuenta de que había algo más en juego. No pudo precisar por qué razón lo supo; quizá fuera el ángulo del cuerpo, la inclinación de la cabeza, la intensidad de la mirada. Se sintió casi desconcertado por la fortaleza que irradiaba.

«Ésta es una mujer peligrosa».

En aquel momento ella estaba rebosante de odio. «Éste sabe algo, algo más importante que el simple paradero de su hermano. Sabe algo sobre él que no quiere expresar con palabras, por eso se esconde detrás del ingenio y toda esa falsa técnica de psiquiatras».

«Pues no va a servirle de nada. De nada en absoluto».

Vio que Jeffers consultaba el reloj y a continuación miraba al doctor Harrison. Ella supo de inmediato lo que se avecinaba.

—Jim, tengo pacientes programados para toda esta tarde…

La detective Barren habló antes de que pudiera hacerlo el administrador del hospital.

—¿A qué hora termina?

—A las cinco —respondió Jeffers.

—¿Le parece que nos veamos en su despacho, o prefiere que sea en su casa? ¿O en algún restaurante?

No le ofreció más opciones.

—¿Cuánto tiempo calcula que nos llevará? —preguntó él.

Ella sonrió, pero no sintió el menor humor.

«Es muy listo», pensó.

—Bueno, eso depende de usted.

Jeffers sonrió. «Como en esgrima —pensó—; atacar y parar».

—Sigo sin saber muy bien en qué puedo ayudarla, pero podemos encontrarnos en mi despacho poco después de las cinco, y veré si podemos solucionar todo esto en poco tiempo.

—Allí estaré.

Se estrecharon las manos.

—No se retrase —dijo él.

—Nunca me retraso —replicó ella.

Martin Jeffers cerró bien la gruesa puerta tras de sí y examinó su despacho, como si esperase ver algo que le explicara la maraña de sentimientos en la que se sentía atrapado. Tenía la sensación de encontrarse al borde de un ataque de pánico, a punto de hacer algo irracional, inundado como estaba de visiones de su hermano. Y pensó: «tiene un ramalazo de maldad, ya lo sé». Le vino a la memoria un chaval del barrio que siempre andaba soltando insultos y obscenidades y metiéndose con Doug. Sería una pelea entre iguales, ya que los dos eran más o menos de la misma estatura, y todos los niños del bloque estaban de acuerdo en ello. Pero no lo fue. En un momento dado, Doug le puso la zancadilla a su contrincante y de repente lo hizo caer de espaldas al suelo, igual de desvalido que una tortuga boca arriba, y se lió a arrearle golpes mientras el chiquillo gritaba sin parar. Jeffers no había visto nunca una furia semejante, tan potente, tan desatada. Era la rabia de un asesino, pensó. Y a continuación frunció el ceño: «no seas ridículo». Rara vez volvió a ver a Doug perder así los nervios. Por supuesto que el padre farmacéutico le pegó con saña, pero eso era algo que cabía esperar. Una paliza por otra.

Miró a su alrededor. «No seas un maldito idiota. No plantees hipótesis. No juzgues. No hagas suposiciones».

«Es posible que haya dicho la verdad: un testigo material, eso es lo que ha dicho». Enseguida recordó los ojos de la detective. «Ni por lo más remoto», pensó.

Se dejó caer pesadamente en su sillón y lo giró hacia la ventana. Distinguió fragmentos de sol que se filtraban entre el follaje de los grandes árboles que delimitaban el hospital proyectando luces y sombras sobre los cuidados céspedes. Se suponía que debía parecerse más a un campus universitario, como si aquello ocultase de algún modo la realidad del hospital. Descubrió un hombre a lo lejos que avanzaba por un tramo de hierba subido a una segadora. Por un instante le pareció poder oler el aroma dulzón de la hierba recién segada. «Lo bueno de los psiquiátricos del Estado —se dijo Jeffers—, es que por fuera tienen un mantenimiento impecable. Es sólo por dentro donde se ven los desconchados de la pintura, como si ésta se despegara de las paredes debido a la locura y la infelicidad. Y lo mismo les sucede a las personas».

«¿Por qué te das tanta prisa en creerte lo peor de tu hermano?», se preguntó apartándose de la ventana. Luego se contestó a sí mismo de modo no científico: «Porque le tengo miedo. Siempre le he tenido miedo. Él siempre ha sido maravilloso y aterrador al mismo tiempo».

«¿Qué habrá hecho?». Jeffers se quitó aquella idea de la cabeza.

—Está bien —dijo en voz alta—. Está bien. A ver de qué podemos enterarnos.

Cogió el teléfono y marcó el número de las enfermeras de tres plantas distintas. Con cada llamada canceló las citas de aquella tarde con tres pacientes, pidiéndoles que a cada uno le dijeran que había tenido que ausentarse debido a un asunto personal urgente. Ojalá se le hubiera ocurrido un eufemismo mejor, porque se dio cuenta de que los rumores y las suspicacias se propagarían por la sala como un reguero de pólvora. Se encogió de hombros y a continuación se quitó la bata blanca del hospital y se puso la cazadora deportiva de color tostado que tenía colgada detrás de la puerta.

Martin Jeffers cerró con llave la puerta de su despacho y se encaminó rápidamente hacia un tramo de escaleras situadas en la parte de atrás, que conducían al aparcamiento de los médicos.

La detective Mercedes Barren puso el aire acondicionado del coche de alquiler a toda potencia y consultó su reloj. «Esto no es una vigilancia de verdad», pensó irritada. Miró atentamente la puerta principal del hospital. Y aunque el hermano saliera por ella, ¿de qué iba a servir seguirlo? Ella misma contestó a la pregunta: si no lo intentaba, no lo sabría. De modo que esperó, removiéndose incómoda, intentando apartarse del sol que entraba por el parabrisas del coche. Desvió la mirada hacia los vehículos alineados en el aparcamiento de los médicos, el cual estaba marcado claramente con un cartel bien grande. Advirtió que entre ellos no había ningún Cadillac, lo cual era indicativo de la diferencia que había entre el sector privado y la salud pública.

No se sentía descontenta del todo con el modo en que se había desarrollado el encuentro inicial. Lo que la preocupaba principalmente era que al hermano del asesino le entrase el pánico e intentase ponerse de inmediato en contacto con Douglas Jeffers. Pero adivinaba que no iba a hacer tal cosa. Sin duda alguna, esperaría hasta la reunión que habían concertado. Se mostraría cohibido y evasivo e intentaría sondearla un poco más a ella. «Es el hermano pequeño —pensó para sí—. Necesita estar más seguro de sí mismo antes de llamar». Cerró los ojos y sintió que se le formaba una película de sudor en los labios. El gusto a humedad y a sal le recordó aquellos relajados días de verano. ¿Cuántas veces habrían pasado en coche John Barren y ella por delante del Hospital Psiquiátrico Trenton? Muchas, se dijo. Se le hacía raro estar tan cerca de casa. Recordó una ocasión en la que iba conduciendo junto al río Delaware con el sol filtrándose por las frondosas ramas de los árboles, de camino a algún partido o a una fiesta, de buen humor, rodeada de amigos, acurrucada bajo la amplia ala derecha de su novio.

Aquel placentero recuerdo se evaporó en el sol del mediodía.

«Ahora estoy sola».

—Si necesitas consuelo —se dijo a sí misma—, consuélate tú misma. —Endureció el corazón y también el semblante, y continuó mirando fijamente a través del brillo del sol en el parabrisas.

De repente se puso en tensión.

Vio al hermano del asesino cruzando a toda prisa su campo visual, en dirección a su coche.

«Que me aspen; está haciendo una jugada». Esperó mientras el médico se sentaba al volante, encendía el motor y salía del aparcamiento. Reprimió el deseo de salir corriendo detrás, echarle el lazo y pegarse a él como una lapa. En lugar de eso hizo tiempo, arrancó bastante después de que se hubiera ido él y se puso a seguirlo prudentemente, manteniéndose justo en el límite de su visión.

Martin Jeffers calculó que la detective vendría siguiéndolo, pero no le prestó atención. «Si quiere perder el tiempo, allá ella». Sabía que podía perderla en cualquier punto del laberíntico entramado de las calles del centro de Trenton. Era algo que tenía planeado hacer un poco más adelante, cuando no resultara tan obvio.

Circuló paralelo al río Delaware lanzándole frecuentes miradas. A él se le antojaba oscuro y peligroso; había rápidos en los que las aguas embravecidas saltaban sobre las rocas. Volvió la vista al frente y divisó a lo lejos un retazo de la cúpula dorada y reluciente del edificio público. Maniobró por entre el tráfico, se alejó del río y atravesó los edificios de oficinas de triste color gris que albergaban diversas ramas del gobierno del estado. Giró para tomar por la calle State, que estaba bordeada de árboles y construcciones de piedra marrón a un lado, cruzó los herbosos jardines y la entrada de mármol que llevaban al edificio. Había un espacio libre justo en la calle de al lado y se apresuró a aparcar allí. Miró en el espejo retrovisor para ver si se veía a la detective; no la vio, pero una vez más supuso que no estaría muy lejos. Se encogió de hombros, cerró el coche con llave y se dirigió a la entrada principal del edificio público.

Dentro había un enorme escudo del estado taraceado en el suelo. Hacía fresco y estaba ligeramente oscuro, se oía un leve eco generado por las pisadas de los visitantes y los empleados de las oficinas que caminaban por el interior del edificio. Vio un grupo de colegiales de la escuela de verano apiñados en un rincón, escuchando a un profesor recitar datos sobre Nueva Jersey. Al otro lado distinguió al policía del estado de Nueva Jersey vestido de azul claro que guardaba la entrada a las oficinas del gobernador. Estaba leyendo una revista. Jeffers cruzó a grandes zancadas el centro de la entrada y bajó por unas escaleras. Había un pasillo subterráneo que conducía al Museo Estatal de Nueva Jersey. Se encontraba silencioso y desierto, y los tacones de sus zapatos levantaron un sonoro eco al recorrerlo. Descubrió las escaleras que llevaban arriba y las subió rápidamente.

De frente se topó con una bibliotecaria. Le enseñó su tarjeta de identificación como funcionario del Estado y ella le susurró:

—¿En qué puedo ayudarlo, doctor?

—Quisiera consultar los periódicos que tengan en el archivo correspondientes al mes de septiembre pasado —susurró él a su vez. La bibliotecaria era una joven de cabello moreno que le caía sobre los hombros. Afirmó con la cabeza.

—Tenemos en microfilme el Times de Trenton, el New York Times y el Trentonian.

—¿Puedo consultarlos todos?

La joven sonrió, quizás un poco más de lo necesario. Jeffers sintió una punzada de atracción, pero la desechó de inmediato.

—Naturalmente. Enseguida le preparo una máquina.

Había una hilera de máquinas para visionar microfilmes contigua al catálogo de fichas. La joven condujo a Jeffers hasta un asiento y lo dejó momentáneamente a solas. Cuando regresó, traía tres cajitas. Sacó el primer rollo y enseñó a Jeffers cómo cargarlo en la máquina. Las manos de ambos se tocaron brevemente. Él le dio las gracias, acompañadas de un gesto de la cabeza, pero con la mente puesta en lo que estaba buscando.

En el New York Times encontró un comentario de tres párrafos de Associated Press situado en la esquina de una página interior:

EL ASESINO DEL CAMPUS DE MIAMI

SE COBRA SU QUINTA VÍCTIMA

MIAMI, 9 de septiembre. El sábado fue descubierta asesinada en este lugar una alumna de 18 años de la Universidad de Miami, al parecer la quinta víctima de un homicida al que la policía ha dado el apodo de «el asesino del campus».

Susan Lewis, hija de un contable de Ardmore, Pensilvania, estudiante de segundo año de la especialidad de oceanografía, fue hallada en el parque Matheson-Hammock varias horas después de haber desaparecido de una fiesta de la Asociación de Alumnos de la universidad. Según la policía, había sido golpeada, estrangulada y violada.

La policía afirmó que posiblemente era la quinta víctima de un asesino que ya ha atacado varios centros universitarios de la zona del sur de Florida.

Y aquello era todo. El espacio debía de ser muy valioso para el Times, reflexionó Jeffers. Leyó la reseña dos veces. A continuación sacó el rollo de microfilme y comenzó a explorar el Times de Trenton. No tardó mucho en encontrar una nota necrológica en la edición del periódico correspondiente al condado de Bucks.

Decía lo siguiente: «… Le sobreviven sus padres, su hermano menor Michael, su tía Mercedes Barren de Miami Beach y numerosos primos. La familia ruega que, en vez de flores, se efectúen donaciones a la Cousteau Society». La leyó una vez más. Esc nombre explicaba mucho.

Se le ocurrió otra idea. Regresó al mostrador de la bibliotecaria y le devolvió el microfilme.

—¿Es posible —le preguntó, sonriente— averiguar si ha habido artículos posteriores sobre un mismo tema? Quiero decir, si yo le diera un nombre, ¿podría usted comprobar si existe alguna nota reciente?

La chica negó con la cabeza.

—Si esto fuera una hemeroteca, sí. Así es como se archivan las cosas. Sería muy fácil. Pero nosotros no tenemos esa capacidad informática. El Times publica un índice anual de reportajes, pero el de este año no ha salido aún. ¿Qué es lo que le interesa?

Jeffers se encogió de hombros, pues de repente había decidido acercarse hasta uno de los periódicos locales a ver si podía introducirse en su sistema de archivo.

—Oh, no tiene tanta importancia —respondió—. Un delito cometido en Florida.

—¿Cuál? —preguntó la bibliotecaria.

—El de un tal «asesino del campus».

—Oh —repuso la joven, sonriendo—. A ese tipo lo han pillado ya. Recuerdo haberlo visto en las noticias. —Compuso una mueca—. Un verdadero canalla. Casi tan malo como ese tal Bundy.

—¿Dice que lo han pillado?

—Sí, el otoño pasado. Me acuerdo porque mi hermana pensaba ir a la universidad del sur de Florida y cambió de idea, y volvió a cambiar de idea otra vez cuando detuvieron a ese tipo. ¡Si fue a la cárcel y todo!

Martin Jeffers tardó otra media hora en dar con la reseña que documentaba la detención de Sadehg Rhotzbadegh en el New York Times y con versiones ligeramente más amplias en los dos periódicos de Trenton. Las leyó detenidamente y se grabó la información en el cerebro. Luego sacó fotocopias de todo.

Dio profusamente las gracias a la bibliotecaria. Ella pareció desilusionada porque no le había pedido su número de teléfono. Jeffers logró esbozar una sonrisa desvaída, en un intento de decir, con una mirada, que nunca le pedía el número de teléfono a nadie, lo cual era verdad, además. Luego dejó que su mente divagara a otra cosa y olvidó al instante la expresión de decepción de la joven. Estaba organizando las ideas, intentando planificar el siguiente paso a dar, intentando procesar la información que había obtenido, intentando hacerse una imagen razonable que explicara por qué la tía de la víctima de un asesinato ya resuelto de repente quería hablar con él sobre su hermano.

Sabía que la explicación tradicional era el agravio. Podría gritarle: ¿Por qué me molesta a mí? ¿Qué pretende? ¿Qué tengo que ver yo con ese crimen? ¿Quién está al mando?

Pero sabía que no iba a desafiarla.

Estudió las fotocopias. EL ASESINO DEL CAMPUS ES DETENIDO EN MIAMI: ACUSADO DE VARIOS ASESINATOS. «Si pillaron al asesino, ¿qué tiene que ver Doug con esto?».

Pero se negó a contestar a su propia pregunta. En vez de eso, se le llenó el corazón de miedo, una sensación incómoda e inquietante. Pensó que debería sentirse complacido con lo que había descubierto en los periódicos, pero no era así. Simplemente, aumentó su nerviosismo. Se sentía encapsulado por el miedo, como si cada paso que daba, cada acción que ejecutaba, cada uno de sus movimientos llevara aparejado un riesgo.

Se apresuró a regresar al coche, pensando: «ha llegado el momento de perder de vista a la detective». Sabía que no existía un motivo particular para insistir en aquel sentimiento, aparte de la imperiosa necesidad de estar a solas con sus miedos. No creía que pudiera soportar la presión añadida de saber que ella lo estaba vigilando; necesitaba estar completa, absoluta, indiscutiblemente solo.

Giró rápidamente hacia Broad y después viró a la izquierda, luego a la derecha, y bajó por Perry pasando frente a las oficinas del Times de Trenton. Aceleró en la rampa que llevaba a la carretera 1 y a continuación, con la misma prisa, tomó la salida de Old Avenue. Al final de la rampa de salida efectuó un giro prohibido en U y regresó por donde acababa de venir. En aquel momento le pareció ver a la detective, atrapada en el tráfico, y pisó el acelerador.

Martin Jeffers intentó diseccionar sus sentimientos. En cierto modo, pensó, resultaba infantil insistir en perder a la detective. Lo comprendía, pero es que deseaba digerir lo que había descubierto, y deseaba hacerlo en una soledad buscada por él mismo. Enfiló de nuevo hacia el hospital, aminorando la marcha, haciendo un esfuerzo por compartimentar lo que sabía hasta el momento.

Sabía que ya no lo seguían. El centro urbano de Trenton es un insólito laberinto de calles y construcciones, que si ya resulta bastante tormento para los transeúntes y conductores habituales, no digamos para los no iniciados. Se dijo que probablemente Miami era todo pasos subterráneos y bulevares, calles anchas y bordeadas de árboles, no la maraña de una vieja ciudad del Nordeste que se aferra a la vida y a la actividad. Se imaginó mentalmente a la detective, imaginó su presencia serena y sedosa confundida con aquella mezcolanza de coches, autobuses y partidas de trabajadores. Se preguntó por qué no le resultaba más divertido.

Y al mismo tiempo, aún no había podido sacudirse la sensación de presentimiento que lo seguía todavía con más persistencia que la detective.

Ella, por supuesto, se encontraba como a un centenar de metros por detrás de él, con la mirada seria y fija al frente y una nube negra en la cabeza.

A las cinco y cinco, la detective Mercedes Barren llamó a la puerta del despacho del doctor Martin Jeffers. Él la dejó pasar inmediatamente y le indicó una silla en el reducido espacio. Ella tomó asiento, dejó el bolso en el suelo y se colocó un pequeño maletín de cuero sobre las rodillas. Lanzó una mirada rápida en derredor y recorrió las filas de libros, los montones de papel, el débil intento de decorar aquel lugar con dos carteles enmarcados.

«No te dejes engañar por este desorden —pensó—; seguro que es tan organizado como su hermano».

Jeffers mordisqueó la punta de un lápiz antes de hablar.

—Y bien, detective —dijo por fin—, ha venido usted desde Miami, nada menos, y aún no acabo de entender para qué necesita ver a mi hermano con tanta urgencia.

Ella reflexionó unos momentos.

—Como le dije antes, es un testigo material en la investigación de un asesinato.

—¿Podría explicarme exactamente cómo es eso?

—¿Ha estado hoy en contacto con él?

—No ha respondido a mi pregunta.

—Responda primero a la mía. Doctor, su actitud evasiva en este asunto resulta irritante. Yo soy una detective de la policía que investiga un homicidio. No tengo por qué explicarme para obtener su colaboración. Si es necesario, puedo recurrir a sus superiores.

Aquello era un farol. Ella sabía que él lo sabía.

—Suponga que yo le dijera que adelante.

—Pues lo haría.

Jeffers hizo un gesto de asentimiento.

—Bien, la creo.

La detective Barren se inclinó hacia él.

—¿Ha hablado hoy con él?

—No. —Ambos callaron unos instantes—. Voy a darle una respuesta sincera —prosiguió Jeffers—. Hoy no me he puesto en contacto con él. Y voy a darle otra más: no sé cómo ponerme en contacto con él.

—Eso no me lo creo.

Jeffers se encogió de hombros.

—Puede creerse lo que quiera.

Una vez más guardaron silencio.

—Muy bien —cedió ella al cabo de un momento—. Pienso que su hermano posee información acerca de un asesinato. Ya se lo dije antes. No sé hasta qué punto está involucrado. Por eso quiero hablar con él.

—¿Es un sospechoso?

—¿Por qué lo pregunta?

—Detective Barren, si desea que conteste a sus preguntas, más le vale que usted conteste a una o dos de las mías.

El cerebro de la detective Barren trabajaba a toda velocidad intentando separar las mentiras pequeñas de las grandes y trazar un plan de acción que revelase un poco de la verdad, lo suficiente para ganarse la ayuda del hermano.

—No puedo decirle si lo es o no. Hay una prueba descubierta junto a la escena del crimen que hemos llegado a relacionar con él. Hasta donde yo sé, es posible que él tenga una explicación perfecta para esto. Eso es lo que estoy intentando averiguar.

Martin Jeffers asintió. Estaba procurando deducir si ella le estaba diciendo la verdad al menos en parte. Pensó con ironía que los delincuentes sexuales eran más fáciles.

—¿Qué prueba es ésa?

La detective Barren negó con la cabeza.

—No, doctor…

—Está bien —dijo él—. El crimen es…

—Un asesinato.

—Y usted participa como…

—Soy detective de la policía…

Jeffers sacó una de las fotocopias de la necrológica de Susan y la deslizó sobre la mesa. Su voz sonó rígida y despectiva.

—Odio las mentiras, detective. Todo mi trabajo, todo mi ser, está dedicado a la búsqueda de ciertas verdades fundamentales. Es un insulto a mi inteligencia que usted venga aquí a mentirme.

Creyó haber hablado apropiadamente pomposo y enfadado, y no estaba preparado para la reacción de ella. Esperaba que adoptase una postura polar, o escarmentada o ultrajada. Pero no fue ninguna de las dos cosas.

—¿Que yo lo insulto? —dijo la detective Barren en un tono de voz grave que daba miedo. No aguardó respuesta alguna y se embaló—: ¿Y usted tiene el atrevimiento de largarme un sermón sobre la verdad? Se ha pasado todo el tiempo ahí sentado, tan satisfecho de sí mismo, entreteniéndose en jueguecitos intelectuales y escondiendo a su hermano de… de… de ser interrogado. Muy bien. Primero va a decirme que considera a su hermano incapaz de esto.

Buscó un momento en su maletín y por fin sacó una de las fotografías de la escena del crimen y la puso encima de la mesa.

Él la apartó sin mirarla.

—No intente impresionarme —dijo.

—No intento eso.

Jeffers se dio cuenta de que las palabras de la detective llevaban la energía de los gritos, pero que no había levantado la voz en ningún momento. Tomó la foto y la miró fijamente.

—Lo siento por usted —dijo.

Pero su imaginación se vio arrastrada a un resbaladizo torbellino de pavor. Aquella foto se asemejaba a un grabado de Goya, cada una de las sombras ocultaba algo de terror, cada línea transmitía una sensación de espanto. Vio a la joven tendida, muerta, salvajemente atacada. Le vino a la memoria la ocasión, en la facultad de medicina, en que se enfrentó a su primer cadáver. Esperaba encontrarse una persona, un cuerpo, viejo, cansado, deformado por la edad y la enfermedad; pero su primer cadáver fue el de una prostituta de dieciséis años muerta de sobredosis en una infortunada noche. Contempló los ojos sin vida de la joven y fue incapaz de tocarla. Le temblaban las manos y la voz. Por un momento creyó que iba a desmayarse. Tuvo que darse la vuelta y llenar los pulmones de aire, en un esfuerzo por respirar. Tuvo que echar mano de hasta del último resquicio de fuerza para acudir al profesor de anatomía a solicitar un cambio. Recordó que se cambió por otro alumno, un individuo aborrecible que comentó: «Buenas tetas» al tiempo que blandía el escalpelo. Jeffers aún se acordaba del cadáver del anciano alcohólico que le adjudicaron, cuyo esquelético cuerpo, de manera extraña, le entraron ganas de abrazar antes de hundirle el cuchillo en el pecho y darle las gracias por haberlo librado de parte del terror que sentía.

Miró nuevamente la foto y pensó en la prostituta muerta.

—Yo jamás podría hacerlo —dijo en voz queda.

Por un momento no fue consciente de lo que había dicho.

Ella, sí. Y le escoció. Hizo un esfuerzo mayor por dominarse.

La detective Barren dejó que fuera acumulándose el silencio y después lo quebró suavemente, con una pregunta sencilla:

—Pero ¿qué me dice de su hermano?

Jeffers sintió que se le revolvían las entrañas. Con dificultad, logró rehacerse y se refugió en uno de sus mejores tonos clínicos.

—No creo que mi hermano sea capaz de algo así, detective. No puedo creerlo. No quiero creerlo. No lo creo. Está hablando de una salvajada… despreciable, censurable, no sé. Me siento ultrajado ya simplemente por la pregunta.

La detective Barren lo miró sin pestañear.

—¿En serio? —le preguntó con suavidad.

Como respuesta, él consiguió lanzar un bufido que no surtió ningún efecto y agitó la mano en un gesto de impotencia.

—Oh…

—Suponga, pongamos por caso, que…

Jeffers la interrumpió.

—No quiero suponer nada, detective. No quiero jugar con hipótesis. Mi hermano es un fotógrafo que ha ganado varios premios. Es uno de los fotógrafos independientes más cotizados hoy día en la prensa. Viaja por todo el mundo. Su trabajo sale en las publicaciones más importantes. Es una persona valorada y respetada. Es un artista. En todos los sentidos de la palabra, detective. Un artista.

—No le he preguntado por su cualificación profesional.

—No, en efecto. No lo ha hecho. —Calló un momento antes de agregar—: Pero es importante que comprenda que no está tratando con un… un…

—¿Un tipo corriente? —propuso ella.

Jeffers asintió.

—Sí.

La detective volvió a adoptar un tono rayano en la ira:

—¿Cree usted que un tipo corriente podría hacer esto?

Jeffers acusó el golpe.

—Me ha entendido mal.

—No, en absoluto. Me atengo a sus palabras.

Ella lo miró fijamente, y él aprovechó aquel momento para intentar recuperar cierta distancia. Resolvió pasar a la ofensiva.

—Y esto, supongo, es una investigación rutinaria.

—Sí. No…

—Decídase: ¿cuál?

—No es rutinaria.

—No puede serlo, ¿verdad, detective? Siendo que la víctima era sobrina suya.

—Correcto.

—Entonces explíqueme, detective, si no le importa, por qué intenta relacionar a mi hermano con un crimen que ya ha sido resuelto.

Puso otra fotocopia del periódico encima de la mesa. Ella le echó un vistazo somero y la apartó a un lado.

—El asesinato de Susan Lewis no está resuelto. Tan sólo le fue atribuido a ese individuo. Yo poseo una prueba que indica que no fue él quien cometió el crimen.

—¿No quiere compartirla conmigo?

—No.

—Ya me lo imaginaba.

—Se trata de una prueba circunstancial.

—Supongo. Porque si fuera algo más que una mera conjetura, detective, ya habría intentado convencerme con amenazas.

Aquello era cierto. Afirmó con la cabeza.

—En efecto, doctor.

Jeffers hizo una pausa antes de continuar. Se sentía más fuerte, más agresivo. Volvió a su actitud clínica.

—Detective, le ruego que me ilustre. La tía de una víctima de asesinato llega aquí buscando relacionar a mi hermano con un crimen que ya está resuelto. Dígame: ¿por qué no habría de resultarme eso desconcertante y poco habitual?

Miró a la detective desde su sillón y advirtió que en sus ojos había algo que no había antes. Parecían resplandecer. Y también se percató de que toda aquella actitud de petulancia era inútil. Tras un breve silencio, ella le respondió en un tono de voz especialmente profundo y calmo.

—Debería. —Hizo una pausa y continuó—: Pero si tan sorprendente es para usted enterarse de que a su hermano lo están buscando en relación con un asesinato, ¿por qué no me ha echado a la calle? —Lo miró directamente, con ojos duros e implacables—. ¿Por qué no se ha quedado usted estupefacto, sin habla, atónito? Yo sé por qué —siguió diciendo en tono quedo, aterrador—. Porque no le ha sorprendido nada. Nada en absoluto, maldita sea.

Aspiró aire y lo expulsó lentamente.

La pausa le estaba sirviendo para calibrar el efecto que habían causado sus palabras.

—Detective…

—Porque ya llevaba tiempo esperando exactamente eso, ¿no es verdad?

Aquellas palabras fueron como balas disparadas al corazón de Jeffers. Éste obligó a su cerebro a que desconectara, a que no aceptara las preguntas que la detective le iba lanzando, a negar al mismo tiempo lo que iba surgiendo en su imaginación.

Se levantó y se acercó a la ventana.

Ella lo contempló y aguardó.

La tarde de verano iba tocando a su fin. El crepúsculo tenía un tono grisáceo. A Jeffers se le antojó que aquella hora del día era igual que los primeros momentos que siguen a una pesadilla, cuando la persona no está segura de encontrarse a salvo, despierta en la cama, o aún dormida, atrapada en el sueño.

Aspiró profundamente. Luego soltó el aire muy despacio e hizo otra inspiración. Se gritó a sí mismo: ¡Domínate! ¡No reveles nada!

Pero eran órdenes imposibles de cumplir.

—Detective, lo que está diciendo constituye una provocación. Me parece que lo mejor es que continuemos esta conversación mañana…

Aquello resultó débil e ineficaz, pero sabía que necesitaba tiempo. «¡Insiste en ello!».

La detective hizo ademán de decir algo, pero Jeffers se apartó de la ventana y alzó una mano.

—¡Mañana! ¡Mañana, maldita sea! ¡Mañana!

Ella aceptó.

—De acuerdo.

—Después de la sesión de grupo, a eso de las doce del mediodía.

—Sí, sí, de acuerdo.

La detective Barren esperó unos instantes y luego preguntó:

—¿No irá a cancelar dicha reunión, igual que ha hecho hoy con las demás citas? —Jeffers la miró furioso y no le contestó—. Está bien —repuso—. Tomaré eso como una negativa.

Se levantó y lo miró.

—Mañana…

—¿No va a llamarlo?

—Ya se lo he dicho, detective, no puedo.

La detective Barren vio que Jeffers luchaba por recobrar la compostura. «Qué hombre tan frágil», pensó de pronto. Y buscó la manera de aprovecharse de aquel rasgo.

—Suponga que lo llama él. Suponga que sucede eso. ¿Qué le va a decir?

—No llamará.

—Podría llamar.

—Le digo que no.

—Pero ¿si es que sí?

—Es mi hermano. Hablaré con él.

—¿Y qué le dirá?

Jeffers meneó la cabeza con irritación.

—Es mi hermano.