11

Douglas Jeffers contempló la vasta extensión de asfalto negro como la tinta que pasaba por debajo de las ruedas delanteras de su coche canturreando para sí melodías sin significado. A su espalda, la mañana iba elevándose sobre el horizonte. La luz comenzaba a filtrarse suavemente al interior del coche metiéndose por los rincones y llenándolo todo. Jeffers volvió la vista hacia la figura que dormía a su lado. Anne Hampton tenía la boca ligeramente entreabierta y su respiración era uniforme y controlada. El resplandor de la mañana pareció posarse en sus facciones prestándoles nitidez y claridad. Intentó estudiar sus cejas oscuras, su nariz larga y aquilina, sus pómulos altos y sus labios anchos robando miradas a la carretera. Contempló cómo la claridad matinal se fusionaba con su cabello de color pajizo y lo hacía relumbrar momentáneamente. Una vez más se preguntó si sería guapa o no; que él pudiera distinguir, sí lo era, poseía una belleza sencilla y transparente.

Sintió deseos de pasarle el dedo por un lado del rostro, donde la luz marcaba el perfil de la mejilla, despertarla con una leve caricia de ternura. Vio que tenía allí un pequeño hematoma, y por un momento sintió tristeza. Había tenido muchísima suerte en no haberse visto obligado a matarla.

Jeffers apartó la vista de ella y descubrió el último retazo de la forma de la luna en el cielo, antes de que fuera absorbida por el inmenso azul que iba transformándose poco a poco en luz diurna. Le gustaban las mañanas, aunque bajo su luz resultaba difícil tomar fotos, a veces casi imposible. Pero cuando conseguía capturarla, prestaba a la imagen un toque mágico que era innegable. Se acordó de una mañana en Vietnam en la que cometió la temeridad de salir con un batallón de rangers del sur de Vietnam. Era joven, y también lo eran los soldados. Los otros fotógrafos que lo acompañaban —un equipo de ABC News, otro independiente que trabajaba para Magnum y un tipo del Australian— habían declinado la oferta de tener la oportunidad de ver un combate y trataron serenamente de disuadirlo; pero a él lo habían cautivado las risas, los gritos y la fácil camaradería de los soldados. Todos posaron adoptando posturitas y haciéndose los machotes, blandiendo las armas y sonriendo con seguridad en sí mismos a bordo de los camiones verdes de dos toneladas y media que los transportaban al campo de batalla. Él se subió con ellos sonriendo, tomando fotos, aprendiéndose sus nombres y disfrutando del relajado estado de ánimo tan embriagador, por lo poco familiar, de los hombres en la guerra.

Habían pasado una jornada fácil caminando por los arrozales y los campos bajo un cielo amable y conocido. Antes de que oscureciera habían vivaqueado brevemente en un pequeño repecho, rodeados de árboles y alta vegetación. Jeffers recordó que los soldados habían continuado con sus relajadas risas ya entrada la noche, pero que él miraba la creciente oscuridad con aprensión. Se metió en su madriguera temprano, después de sacar un M-16 y media docena de cartuchos de una pila de municiones y ponerlos al lado de su esterilla para dormir. Formó un pequeño montón de granadas de mano a un lado de la cama y su Nikon al otro, cargada con un rollo de película rápida. Acto seguido se ciñó el chaleco antibalas ignorando la incomodidad. Sus últimos pensamientos antes de dormirse fueron de rabia, principalmente rabia hacia sí mismo, esperando sobrevivir a aquella noche. El maldito oficial al mando había dispuesto tan sólo un magro pelotón en el perímetro y ningún soldado más adentro, en la espesura, en puestos de escucha, y ociosamente se preguntó, sin pánico, sin miedo, pero sí con un sentimiento de frustración, si no morirían todos aquella noche. O la mayor parte de ellos.

Entonces se sumió en un sueño ligero. Un par de horas después de la medianoche, el campamento fue atacado, y el tiroteo duró todo el tiempo que quedaba hasta el amanecer, cuando la luz del día ahuyentó al enemigo, el cual se retiró victorioso desapareciendo en las junglas del éxito. Jeffers salió reptando de su agujero, moviéndose despacio y dolorosamente, cubierto de suciedad y regueros de sangre, igual que un animal primitivo de su guarida. Las granadas habían desaparecido y la munición se había gastado en el frenesí de la noche. Pero recordó que todavía tenía rollos de película, y se incorporó a medida que iba desvaneciéndose la oscuridad, cargó las cámaras y esperó a que la luz del día revelase los daños causados por la noche.

Las primeras luces de la mañana se posaron sobre los cadáveres congelándolos en posturas grotescas. Recordó haberse quedado mirando un instante, conforme se disipaba la neblina y una ligera brisa barría el frío y el olor de la cordita y dejaba a la vista las figuras retorcidas y salvajemente heridas que salpicaban el paisaje. Entonces cogió la Nikon y empezó a hacer fotos, moviéndose como un cangrejo entre aquellos despojos de hombres y materiales, intentando captar a un mismo tiempo la elegancia en las formas y el horror de los muertos, librando su propia batalla una vez finalizada la batalla real.

Newsweek utilizó una de aquellas fotos en un reportaje clarividente sobre la cuestionable capacidad del ejército sudvietnamita. Recordaba la imagen: un soldado de baja estatura, que no tendría más de catorce años, arrojado de espaldas contra un cartón de munición, con los ojos abiertos y fijos, como si estuviera examinando el resto de vida que él no iba a tener. Transcurrieron seis meses antes de que cayera Saigón. «Aquello había sucedido hacía ya más de una década», pensó.

«En aquel entonces yo era muy joven». Sonrió para sí.

A los atletas les gusta hablar de piernas jóvenes, piernas capaces de correr todo el día y después correr un poco más aún, pero también las necesitan los fotógrafos. Recordó que tan sólo unos meses antes había estado en Nicaragua caminando por colinas cubiertas de vegetación con un destacamento de la Guardia Nacional cuando los rebeldes empezaron a lanzar fuego de mortero contra ellos. Él permaneció en posición, escuchando el agudo silbido y el ruido sordo de las cargas de mortero mientras las explosiones se aproximaban inexorablemente hacia el punto donde se habían agrupado los soldados y él para cobijarse. Recordó que oía el motor de su cámara por encima del ruido de las cargas y pensaba lo extraño que resultaba aquello y que la batalla hace que se agudicen todos los sentidos.

Los hombres que lo rodeaban habían roto filas, por supuesto, y habían huido. Era algo infeccioso, la necesidad de huir del miedo, y aunque no recordaba haber saboreado el pánico en su propia lengua, descubrió sus pies de inmediato. Salió huyendo con los jóvenes, porque una docena o más de los cuales apenas habían rebasado la adolescencia, pero le resultó fácil dejarlos atrás, de modo que pudo darse la vuelta y hacer una foto, una de sus favoritas, F-16 a 1000 de velocidad. La muerte intemperante no había cambiado mucho, pensó. Al fondo se veía una espiral de humo y un violento levantamiento de tierra, mientras que el primer plano lo ocupaban tres hombres que, arrojando a un lado armas y pretinas, corrían hacia la cámara. También se veía a un cuarto hombre precipitándose al suelo, pillado por la muerte en los talones, frenado por la metralla. Life había publicado aquella instantánea en su sección de noticias internacionales. Pensó: «Mil quinientos dólares por un milisegundo de tiempo, robado tras varias semanas de privaciones, algo de miedo y mucho aburrimiento. La esencia de la fotografía de prensa».

Miró de nuevo a Anne Hampton.

La joven se movió, y él vio sus ojos abriéndose al sol.

—¡Ah, Boswell se ha despertado! —exclamó.

Ella se sobresaltó y se incorporó rápidamente, frotándose la cara.

—Lo siento —dijo la chica—. No era mi intención quedarme dormida.

—No pasa nada —repuso él—. Necesitas descansar. El sueño de la bella durmiente.

Ella giró la cabeza hacia la ventanilla.

—¿Dónde estamos? —preguntó, y al instante se volvió hacia él, casi presa del pánico—. Es decir, sólo si usted quiere decírmelo, en realidad no tiene importancia, es sólo curiosidad, y no tiene por qué decirme nada si no quiere. Lo siento, lo siento.

—No es ningún secreto —repuso Jeffers—. La primera parada será en la costa de Louisiana.

Ella asintió y abrió la guantera para sacar uno de los cuadernos.

—¿Quiere que tome nota de eso? —ofreció.

—Boswell —dijo él—. Sé Boswell.

Anne Hampton asintió otra vez e hizo una anotación en el bloc.

Luego volvió a mirarlo a él, con el lápiz en el aire. Vio que Jeffers la observaba tan atentamente como le era posible sin quitar ojo a la carretera.

—Me recuerdas a una persona —dijo—, una mujer que vi en Guatemala hace un par de años. —Anne Hampton no dijo nada, sino que continuó escribiendo en el cuaderno. Anotó: «Recuerdo de Guatemala, hace unos años…».

»La verdadera historia —prosiguió Jeffers— estaba en la frontera, donde los militares intentaban extirpar un par de facciones de la guerrilla. Era una de esas guerras pequeñas en las que los estadounidenses no tenían motivos para involucrarse, pero se involucraron, y mucho. Me refiero a que contribuyeron con asesores del ejército, armas de alta tecnología, tipos de la CIA corriendo por ahí con cazadoras de ciudad y gafas de espejo, y también destructores de la marina haciendo maniobras en la costa… —Rió un poco y continuó—: Recuérdame que te hable de falsas ilusiones, es lo que mejor se nos da…

Anne Hampton subrayó tres veces la expresión falsas ilusiones, diciendo:

—Falsas ilusiones…

—Sea como sea, perdida en medio de todo eso de cazar guerrillas a tiros había una pequeña peculiaridad de la situación de Guatemala. La población indígena lleva años, qué digo, siglos, aguantando malos tiempos. Las dos partes, las guerrillas marxistas, los militaristas de la derecha, mierda, hasta los liberales, lo que quedaba de ellos después de ser asesinados por ambas partes igualmente, de vez en cuando masacraban de manera uniforme a los indios. Porque no los consideraban personas, ¿entiendes? Si había una aldea indígena entre una parte y otra, la ignoraban…

—¿Qué quiere decir con lo de ignorar? —preguntó tímidamente Anne Hampton.

Jeffers sonrió.

—Bien, muy bien, Boswell. Las preguntas que ayuden a aclarar el tema siempre son bien recibidas. —Hizo una pausa para reflexionar—. Si las partes se encontraban en posición para una refriega, pero el terreno intermedio era una propiedad agrícola grande y de cierta importancia, en fin, las cosas se trasladaban a otro lugar. Era como si ambas partes supieran que algunos sitios se encontraban tuera de límites. Igual que los críos jugando al fútbol. Un estado fuera de límites era menos un territorio delineado por una frontera que por un acuerdo tácito… Sea como fuere, no sucedía lo mismo con una aldea indígena. Simplemente la arrasaban. Todo el que les estorbaba el paso, en fin, lo tenían claro. En eso estaba pensando yo. Atravesamos una de esas aldeas después de una refriega. Me parece que las tropas gubernamentales habían matado a un par de guerrilleros y que las guerrillas habían conseguido matar a un par de soldados del gobierno. Eso es. No gran cosa. Pero la verdad es que destrozaron completamente la aldea. —Dudó unos instantes—. Sangre de niños. No hay nada que se le parezca. Resulta casi inútil hacer fotos de sangre de niños, porque nadie quiere publicarlas. Los editores las ven, te dicen que son muy impresionantes, se deshacen en elogios, pero luego no las publican. Los estadounidenses no quieren saber nada sobre sangre de niños…

—Los estadounidenses no quieren…

Se volvió hacia Anne Hampton.

—Había una mujer india, sentada con su hijo en brazos. Cuando le hice la foto levantó la vista. Tenía unos ojos como los tuyos. Eso es lo que recuerdo… —Hizo nuevamente una pausa—. Yo estaba de pie junto a un tipo de la CIA que se llamaba…, cómo se llamaba, joder, Jones o Smith o algún otro nombre falso que nos dio. Miró a la mujer y al niño, igual que yo, y me dijo: «Seguramente resultó alcanzado cuando esos rebeldes se quedaron cortos de munición». Y luego me miró fijamente a mí y exclamó: «Los malditos rusos siempre se quedan cortos en la mierda que les venden a estas revoluciones de pobres. Una lástima ¿eh?». —Jeffers reflexionó antes de continuar—. Recuerdo perfectamente lo que dijo. Era uno de esos tipos que no estaban del todo en sus cabales, ya sabes. —A continuación se sumió en el silencio y siguió conduciendo sin prisas—. ¿Entiendes lo que decía ese tipo?

—Exactamente, no —contestó Anne Hampton.

Sin titubear, Jeffers soltó una mano del volante y la abofeteó con saña.

—¡Despierta! ¡Maldita sea! ¡Presta atención! ¡Usa el cerebro!

Ella se encogió en el asiento luchando por reprimir las lágrimas que se le habían formado al instante en la comisura de los ojos. No fue tanto el dolor del golpe, que en la escala establecida por él era relativamente leve, sino más bien lo repentino de la agresión.

Aspiró profundamente intentando dominarse. Percibió el temblor en su propia voz cuando dijo:

—Ese tipo estaba diciendo que no lo hicimos nosotros…

—¡Correcto! ¿Y qué más?

—Estaba echando la culpa de aquella matanza a todo el mundo excepto…

—¡Correcto también! —Jeffers sonrió—. Y bien, ¿no es más fácil utilizar la cabeza? —Ella asintió con un gesto—. Crueldad gratuita. Falsas ilusiones. Si nosotros no hubiéramos estado presentes, no habría habido ninguna refriega y el niño habría vivido, por lo menos unos días más, o semanas, quién sabe. Pero estábamos. ¿Y en cambio no causamos nosotros su muerte? —Soltó una carcajada, pero no por un chiste ni por nada humorístico—. Falsas ilusiones, falsas ilusiones.

Ella tomó nota de aquello.

A Anne Hampton se le ocurrieron una docena de preguntas, pero se las guardó todas para sí.

Al cabo de un momento dijo Jeffers:

—La muerte es lo más fácil del mundo. La gente cree que matar cuesta trabajo. Pero eso es únicamente lo que desean creer. En realidad es lo más sencillo que hay. No hay más que coger el periódico por la mañana, ¿y qué es lo que trae? Maridos que matan a sus esposas. Esposas que matan a sus maridos. Padres que matan a sus hijos. Hijos que se matan entre ellos. Negros que matan a blancos. Blancos que matan a negros. Matamos en secreto, matamos a hurtadillas, matamos en público, matamos con intención, matamos por accidente. Matamos con pistolas, cuchillos, bombas, rifles…, los instrumentos obvios. Pero ¿qué pasa cuando impedimos el envío a Etiopía de un cargamento de grano subvencionado por el gobierno federal? Que estamos matando, igualito que si hubiéramos cogido una pistola y se la hubiéramos puesto en la sien a un niño de vientre hinchado. Mira, si lo piensas un momento, la visión que tenemos en nuestro país del mundo, de la vida en sí, se basa en la cuestión de a quién podemos o no podemos matar en un momento dado. Y en qué armas podemos y no podemos emplear. ¿Política exterior? ¡Ja! Deberíamos llamarla política de muerte. Y luego podría presentarse un portavoz en una de esas ruedas de prensa en Washington y decir: «El presidente, el gabinete y el Congreso han tomado hoy la decisión de que sean condenados a muerte los campesinos indígenas de Guatemala, los manifestantes de Sudáfrica, determinados elementos del conflicto de Irlanda del Norte, de ambas partes, ojo, y varios otros pueblos del planeta. Una vez más, como dije ayer, y también anteayer, y también el día antes, con los rusos no pasa nada; no hay necesidad de que mueran». —Fijó la vista en la carretera y rió otra vez—. La verdad es que hablo como si estuviera loco. —Se giró hacia la joven—. ¿Te doy miedo?

A ella le latía el corazón a toda velocidad, intentando averiguar cuál podía ser la respuesta correcta. Cerró los ojos y dijo la verdad:

—Sí.

—Bien —repuso él—. Supongo que eso es razonable.

Tardó unos segundos en continuar.

—Sí —repitió ella.

—En fin, no tenía intención de empezar esto hablando de política. Quiero decir que ya podremos hablar con mayor complejidad cuando me conozcas un poco mejor. Por eso hemos tomado esta dirección.

—¿Puedo hacer una pregunta? —probó ella con timidez.

—Mira —respondió él con un ligero tono de irritación—. Puedes preguntar siempre, ya te lo he dicho. Por favor, no me hagas repetir las cosas. Que obtengas una respuesta o —cerró la mano en un puño y la abrió otra vez— una reacción de otro tipo dependerá de mi estado de ánimo. —De pronto bajó la mano, le aferró el muslo por encima de la rodilla y apretó hasta hacerle daño. Ella dejó escapar una exclamación ahogada—. Recuerda, no hay reglas. Simplemente el juego va avanzando paso a paso, hasta que termine. —Jeffers le soltó la pierna, pero ésta le siguió escociendo. Tenía ganas de intentar reducir el dolor, pero no se atrevía—. ¡Pregunta! —la instó.

—¿Nos dirigimos a algún sitio en el que usted me ayudará a conocerlo mejor?

Él sonrió.

—Muy inteligente, Boswell. Excelente, Boswell. —Jeffers calló un momento, sólo para dar más impacto a sus palabras—: Eso ya debería ser evidente. Es el propósito de este viajecito.

Sonrió y siguió conduciendo por la autopista.

Ambos guardaron silencio.

Anne Hampton iba soñando despierta cuando pasaron una gasolinera Mobile en la carretera interestatal. Aún era temprano, y pensó en la placentera sensación de levantarse al amanecer en verano; la sensación de estar sincronizada con el día. Se acordó de cuando era pequeña, de lo mucho que le gustaba pasearse descalza ella sola por la casa; eran unos momentos que pasaba en una calma especial, a solas con sus cosas. A veces abría una rendija la puerta del dormitorio de sus padres y los miraba dormidos en su cama. Cuando ya estaba segura de que no iban a moverse, cruzaba el pasillo y se dirigía al cuarto de su hermano. Lo encontraba despatarrado encima de la ropa de cama, en completo abandono y totalmente ajeno al mundo. Su hermano se levantaba tarde. Siempre. No fallaba. Ni una bomba sería capaz de despertar a aquel diablillo. Era como si el cuerpo de su hermano supiera lo importante que era acumular energía para el ritmo frenético en el que vivía. Sonrió para sus adentros. Cuando Tommy murió, probablemente el mundo entero se ralentizó, aunque solamente fuera una fracción mínima, una medida infinitesimal, apreciable tan sólo por los científicos más viejos y más competentes de las universidades más importantes equipadas con los instrumentos más modernos y de mayor precisión. «Cuando muera yo, tendré suerte si provoco una ondulación en algún estanque diminuto o una ligerísima brisa en los árboles».

Parpadeó varias veces rápidamente para apartar aquellos pensamientos de su imaginación. «Tengo el cerebro lleno de muerte», se dijo a sí misma. Y ¿por qué no iba a ser así? Miró a Jeffers, que conducía silbando algo que ella no conocía.

—¿Va a hablar sólo de muerte? —le preguntó.

Él se volvió por un instante y luego fijó de nuevo la vista en la carretera, con una sonrisa.

—Muy bien, Boswell —respondió—. Sé una reportera. —Hizo una pausa y continuó—: No. Intentaré hablar de otras cosas. Has planteado una cuestión válida. El problema radica en que siento cierta predisposición por el morbo. —Rió entre dientes—. El fatalismo. Los finales, más que los principios.

De nuevo hizo una pausa para reflexionar. Anne Hampton tomó nota de todo lo que le fue posible y se quedó mirando con desesperación lo que acababa de escribir. No confiaba en que resultara legible, y de pronto, en un segundo de terror, se preguntó si a él se le ocurriría comprobarlo.

Jeffers puso una amplia sonrisa y rió en voz alta.

—Tengo una historia para ti. La historia más reivindicativa de la vida que se me ocurre. Procuraré pensar en alguna otra de vez en cuando, pero ésta, bueno, tuvo lugar cuando yo trabajaba para ese periódico de Dallas, el Times-Herald, allá por los años setenta. La gente lo llamaba el Crimes-Herald[1], pero ésa es otra historia…

»En fin, yo trabajaba en temas cotidianos de índole general, lo cual incluía de todo, desde exhibiciones florales y fotos a toda página de capitanes de la industria, qué frase más tonta, hasta accidentes y muertes y cualquier otra cosa que pudiera llamar a la puerta. Entonces recibimos una llamada telefónica; fue uno de esos momentos sublimes en un periódico de los que, por supuesto, nadie se percata pero que suceden de todos modos. Llama un individuo diciendo que ha ocurrido algo horroroso. ¿De qué se trata?, le pregunta el encargado de las noticias locales, que está aburrido como una ostra. Pues que por lo visto una pareja estaba discutiendo, ya sabe, una pelea doméstica. Estaban divorciándose y discutían por la custodia del hijo, tirando cada uno del niño de acá para allá y gritando como descosidos. Y va el tío, intenta arrancar al niño de los brazos de su mujer y de repente, ¡zas! El niño sale volando por los aires y se cae por la ventana desde un cuarto piso…

«Entonces el editor de las noticias locales se despierta por fin, porque se trata de una historia cojonuda, y se pone a gritarnos a mí y a otro reportero que salgamos pitando porque hay un bebé que se ha caído por una ventana. Pero de repente se da cuenta de que el tipo del teléfono está intentando interrumpirlo. Ya, ya, dice el editor, deme la dirección. Usted no lo entiende, le dice el tipo del teléfono, que empieza a exasperarse. ¿Qué es lo que no entiendo?, dice el editor. La historia, contesta el del teléfono. ¿Y bien?, pregunta el editor. La historia, dice el tipo después de recuperar el aliento, es que al bebé lo cogieron en brazos. ¿Qué?, dice el editor. Así es, dice el tipo, había uno que justo en ese momento pasaba por debajo, mira hacia arriba y ve al bebé salir por la ventana y va y lo atrapa directamente al vuelo».

Jeffers miró a Anne Hampton, que sonrió.

—¿En serio? Quiero decir, ¿atrapó al bebé? No me lo puedo creer…

—Sí, sí, lo atrapó. Lo juro… —Jeffers rió—. Cuarta historia. Igual que un jugador de fútbol americano haciendo una recepción libre.

—¿Qué es una recepción libre?

—Es cuando el tío que recibe el balón puede levantar el brazo para indicar al otro equipo que va a coger el balón sin intentar avanzar. En ese caso se supone que no deben placarlo. Es el acto supremo de protección de uno mismo.

—Pero ¿cómo…?

—Ojalá lo supiera. —Jeffers rió otra vez—. Quiero decir, el tío ese debió de tener una presencia de ánimo increíble. Imagino que la mayoría de la gente, al ver venir aquel bulto saliendo de la ventana, echaría a correr para largarse de allí lo más rápido que pudiera. Pero ese tío, no.

—¿Habló usted con él? ¿Qué le dijo?

—Simplemente que miró hacia arriba y por alguna razón supo de inmediato, en una fracción de segundo, que se trataba de un niño, y se colocó justo debajo. Además, en el instituto había sido un centrocampista de su equipo de béisbol, lo cual tenía mucha gracia, porque cuando lo contó todo el mundo afirmó con la cabeza pensando: claro, eso lo explica todo, pero por supuesto no explicaba nada, porque los jugadores de béisbol no suelen tener mucha práctica en atrapar bebés al vuelo.

—Pero a lo mejor fue allí donde aprendió a atrapar cosas al vuelo.

—Supongo que sí. Fútbol, béisbol. Era una historia que se prestaba a hacer metáforas deportivas.

Jeffers se giró para mirar a Anne Hampton. Ésta captó su mirada y negó con la cabeza. Luego sonrió, y su sonrisa se ensanchó, y ambos terminaron riendo en voz alta.

—Es increíble. Y también maravilloso en cierta medida…

—En cierto modo, eso es lo que hacen los fotógrafos. Periódicamente saltan de una cosa increíble a otra… —Jeffers calló un momento—. Más vale que tomes nota de eso —dijo, y esperó a que Anne Hampton escribiera un poco más en su cuaderno. Cuando volvió a levantar la vista, Jeffers prosiguió—: Sea como sea, puedo decirte que aquel encargo en particular sin duda alguna me alegró el día. La verdad es que se lo alegró a todos. Y también la semana, y probablemente hasta el mes. Le hice varias fotos al tío en cuestión; tenía una sonrisa, no sé, maravillosa, una sonrisa de lo más dulce y tímida. Todos reíamos encantados, reporteros, fotógrafos, equipos de televisión, personas que pasaban por la calle, vecinos, el poli que estuvo presente en la pelea, todo el mundo. Hasta el padre de la criatura, allí en medio de todos, esposado, porque los polis estaban convencidos de que tenían que detener a quien fuera, dado que habían arrojado a un bebé por una ventana. Lo curioso es que a él no parecía importarle. Luego le hice una foto también a la madre. ¿Alguna vez has visto a una persona a la que le cambie la vida tan bruscamente, tan rápido, tantas veces? Del terror a la desesperación, luego al dolor, a la esperanza, a una felicidad increíble; todo en un par de segundos. Lo llevaba todo reflejado en los ojos. Fue una foto fácil; no tuve más que ponerle el niño en los brazos, sentarla al lado del tipo que lo atrapó en el aire y apretar el obturador. Premio. Sufrimiento instantáneo. Dicha instantánea.

—Increíble —comentó Anne Hampton.

—Inconcebible —dijo él.

—¿No estará burlándose de mí, intentando que me sienta mejor?

—No. Ni por lo más remoto. Yo no hago esas cosas.

—¿Cuáles?

—Intentar que la gente se sienta mejor. No forma parte de la descripción del puesto de trabajo.

—No he querido decir…

Jeffers la interrumpió.

—Ya sé lo que has querido decir. —La miró y sonrió—. Pero de todas formas debería hacer que te sientas mejor.

Ella experimentó una extraña sensación de calor.

—Es bonita —dijo—. Es una historia bonita de verdad.

—Cerciórate de escribirla —advirtió Jeffers.

Ella garabateó febrilmente en el cuaderno.

«… Y el bebé sobrevivió», escribió.

Se quedó mirando aquella palabra unos instantes. Sobrevivió. Por un momento le entraron ganas de llorar, pero logró contenerse.

Continuaron avanzando por la carretera en medio del primer espacio de silencio benévolo que había conocido en lo que eran sólo horas pero a ella le parecieron varias semanas.

Gulfport pasó a un flanco cuando el sol de la mañana ya se encontraba bien asentado. Ocasionalmente la carretera se inclinaba hacia el golfo de México y Anne Hampton buscaba el azul despreocupado de las aguas de la bahía. Aquellos breves atisbos la consolaban, al igual que la infrecuente aparición de bandadas de gaviotas flotando en las corrientes de aire, a ras de las olas. Le parecían veleros de color blanco y gris, por cómo se movían acomodándose a los deseos y las exigencias de la naturaleza.

Ya estaba mediada la mañana cuando Jeffers anunció:

—Hora de repostar.

Salió de la interestatal y tomó una estrecha rampa que bajaba hacia la primera gasolinera que encontró. A Anne Hampton aquel lugar le pareció destartalado; el pequeño edificio de tablillas de madera blancas del empleado parecía mecerse en la brisa, inclinándose sobre el sólido y cuadrado taller de ladrillos que ofrecía servicios de mecánica. Por encima de los surtidores colgaban dos hileras de banderines rojos, azules, verdes y amarillos que se agitaban al viento. Los surtidores eran de esos anticuados que soltaban una burbuja cada vez que se suministraba un galón de gasolina, no los nuevos, que parecían accionados por ordenador y que a ella le resultaban más familiares. La estación de servicio se llamaba Ted’s Dixie Gas y estaba vacía salvo por tres coches aparcados a un costado, junto al taller. Dos de ellos parecían abandonados, desnudos y oxidados, apenas reconocibles; el tercero era un deportivo de color rojo cereza, con la parte trasera levantada con un gato, neumáticos excesivamente grandes y ruedas cromadas. «La fantasía de alguien —pensó—. El tiempo, el esfuerzo y el dinero de alguien reunidos en un héroe de pueblo». Contempló el coche mientras Jeffers se situaba frente a los surtidores sabiendo que enseguida aparecería algún adolescente repeinado a atenderlo.

—Ve al baño —ordenó Jeffers. Su tono de voz había adquirido una súbita aspereza. Anne Hampton sintió un escalofrío—. Conoces las reglas, ¿no?

—Sí —dijo ella y también afirmó con la cabeza.

—No tengo necesidad de explicarte nada, ¿no?

Ella negó con la cabeza. Reparó en que su captor tenía la pistola de cañón corto en la mano y en que se la estaba guardando en el cinturón, por debajo de la camisa. Lo miró un instante y después desvió los ojos. No sin antes responder:

—No, nada.

—Bien —dijo él—. Así será todo más fácil. Ahora quédate sentadita mientras yo doy la vuelta para abrirte la puerta. —Ella aguardó—. Date prisa —agregó Jeffers al tiempo que le abría la portezuela. Ella levantó la vista y vio a un adolescente larguirucho, de pelo moreno y lacio que sobresalía al azar por debajo de una gorra de visera gastada y descolorida, cruzando la polvorienta gasolinera en dirección a ellos.

—¿Lleno? —preguntó con lentitud. Tardó casi el mismo tiempo en pronunciar aquella palabra que en salvar la distancia que separaba el taller de los surtidores.

—Hasta arriba —contestó Jeffers—. ¿Dónde está el servicio de señoras?

—¿No preferiría el de caballeros? —replicó el chico con una amplia sonrisa. De pronto a Anne Hampton le dio la impresión de que Jeffers iba a pegarle un tiro al muchacho allí mismo, pero en cambio Jeffers rompió a reír; reprodujo la forma de una pistola con los dedos y apuntó al chico.

—Pum —dijo—. Ahí me has pillado. No, lo digo por la señorita.

El empleado volvió su ancha sonrisa hacia Anne Hampton, y ella le devolvió otra más discreta.

El chico señaló el costado del edificio.

—La llave está por dentro de esa puerta. El viejo se lo enseñará. —Indicó con la mano la oficina de la gasolinera.

Anne Hampton miró a Jeffers, y éste hizo un gesto de asentimiento.

Sintió calor al atravesar los seis metros que había hasta la oficina. Era como si de repente se hubiera calmado el viento, justo en el espacio que la rodeaba a ella. Observó los banderines, que seguían agitándose y retorciéndose, y se preguntó por qué ella no notaba la brisa. Experimentó un poco de vértigo y un breve retortijón en el estómago. Huyó del sol y entró por la puerta. Encontró a un hombre mayor, sin afeitar, vestido con una grasienta camisa a rayas, sentado junto a la caja registradora y bebiendo una lata de refresco. Sus ojos se posaron en el nombre bordado encima del bolsillo de la camisa. Decía Leroy.

—¿La llave del baño? —pidió.

—Justo a su derecha —respondió el hombre—. ¿Se encuentra bien, señorita? Tiene la misma pinta que una loncha de beicon que ha pasado la noche entera en la sartén. ¿Quiere una fría?

—¿Una qué?

—Una lata. —Indicó con la cabeza un refrigerador.

—Esto…, no. Bueno, sí. Esto…, gracias, Leroy.

—No, si la camisa es de mi hermano. El muy inútil es incapaz de trabajar una jornada entera, aquí el que se ocupa de la grasa soy yo. Me llamo George. ¿Una Coca-Cola?

—Perfecto.

El viejo le entregó la lata fría y ella se la apoyó contra la frente. El otro sonrió.

—A mí también me gusta hacer eso cuando me agobia el calor —dijo—. Parece que a uno se le mete el frío en la cabeza. Aunque es mejor todavía una botella de cerveza.

Ella sonrió.

—¿Cuánto le debo?

Pero de pronto casi se ahogó. No tenía dinero. Se volvió rápidamente, buscando a Jeffers.

—No importa, invito yo. Ya no se me presentan muchas ocasiones de invitar a chicas guapas. Además, el muchacho se pone celoso. —Rió y ella hizo lo mismo, sintiendo un inmenso alivio al expulsar el aire.

—Se lo agradezco. —Se guardó la lata en el bolso.

—No es nada. ¿Adónde se dirige?

Anne Hampton volvió a ahogarse. ¿Adónde?, se preguntó ella misma. ¿Qué querrá él que diga?

—A Louisiana —contestó—, a pasar unos días de vacaciones.

—Es la mejor época del año —dijo el empleado—. Aunque hace un poco de calor. Por aquí vemos pasar a mucha gente de viaje. Aunque deberían quedarse. Tenemos una playa que está muy bien, y pesca en abundancia. Claro que esto no es tan famoso como otros sitios, y en ello precisamente reside el problema. Hoy en día todo se reduce a hacer publicidad. Hay que darse a conocer. No hay otra forma.

—Darse a conocer —dijo ella—. Así es.

—Y hay que hacerlo bien.

—Muy cierto.

—Como esta gasolinera, por ejemplo —continuó el hombre—. El chico es un buen mecánico, mejor que su padre, eso está claro, aunque yo no se lo digo nunca. Y se le ha subido a la cabeza. Pero no hay forma de que la gente se entere; terminan llevando sus coches a esos supertalleres de lujo que están cerca de los centros comerciales, cuando aquí les haríamos un trabajo mejor por la mitad de precio.

—No me cabe duda.

El hombre rió.

—¿Ya se siente mejor?

—Sí.

—Hay que hacer correr la voz. Sea lo que sea lo que uno haga en la vida, arreglar coches, o vender hamburguesas, o intentar volar a la luna. La publicidad es lo que hace funcionar este país. Sí, señorita. Hay que decirle a la gente qué es lo que tiene uno y qué van a recibir. Hay que darse a conocer. —Le entregó la llave del cuarto de baño—. Está recién limpio de esta mañana. Detrás de la puerta hay más jabón y toallas. Si necesita alguna otra cosa, no tiene más que darme un grito.

Ella asintió y se fue hacia la puerta. A medio camino se volvió señalando en un gesto interrogante, y él le indicó con la cabeza que diera la vuelta a la esquina.

Dentro del aseo hacía fresco, pero estaba cerrado y el aire se notaba viejo y rancio. Hizo uso del inodoro y después fue al lavabo y se mojó la cara. Al mirarse en el espejo se vio pálida y demacrada. Ya he visto esta escena un centenar de veces, se dijo al tiempo que cogía la pastilla de jabón. Sale en todas las películas de televisión. Le vinieron a la memoria Jimmy Cagney y Edmund O’Brien.

—Al rojo vivo —expresó en voz alta.

Él escribe en el espejo de la gasolinera. Pensó en Jeffers y se lo imaginó diciendo: ¡Estoy en la cima del mundo, tío! Escribió en el espejo la palabra SOCORRO. Y luego añadió: HE ESTADO… Reflexionó por un instante y borró la frase. Tenía calor y le temblaba la mano. «He de encontrar la palabra adecuada», pensó, imitando mentalmente el lento acento sureño del viejo. Garabateó la frase: LLAME A LA POLICÍA, pero también la borró al darse cuenta de que la había escrito demasiado deprisa y resultaba ilegible. Y dígale… ¿el qué? Sintió náuseas y se aferró al lavabo para dominarse. Se miró las manos y les suplicó, como si no estuvieran unidas a su cuerpo: «Calmaos. Tranquilas».

Volvió a levantar la vista. «Ahora viene cuando salvan a la protagonista —pensó—. Va el empleado y llama al apuesto y joven policía, que la rescata». Siempre funcionaba así. Invariablemente. Limpió el espejo con varias pasadas rápidas, atemorizada. «¿Y si no funciona de este modo?», se dijo. De pronto se sintió furiosa e impaciente, y manchó el espejo de jabón. La pastilla se había mojado, y la superficie quedó surcada por unos chorretones de color blanco. «Son como las lágrimas —pensó—. Las cosas nunca suceden como en…». ¿En qué? En los cuentos de hadas. En las películas. En los cuentos que le contaba su padre cuando era pequeña. Contempló su propio reflejo entre los regueros de jabón. Vio unas rojeces alrededor de los ojos. Sacudió la cabeza en un gesto de consternación e impotencia y cerró los puños de pura rabia e indefensión. «Al otro lado de esa puerta no hay ningún apuesto príncipe. Está él. Entrará, lo verá y me matará. Y también matará a George. Y al chico que arregla coches. Nos matará a todos, uno detrás de otro».

«Y entonces es posible que se entere la gente».

En eso oyó un roce fuera.

Le ascendió la bilis a la garganta. «Oh, Dios —pensó—. Ya está aquí».

La puerta tableteó.

«Es el viento», se dijo a sí misma. Pero se apresuró a limpiar los residuos de jabón del espejo.

—¿Qué estoy haciendo? ¿Es que quieres morir? —dijo en voz alta para sí.

«No hagas nada. Sigue adelante. Todavía no te ha hecho daño». Aquello era mentira, y lo sabía. Rápidamente discutió consigo misma. «Te hará daño. Ya te lo ha hecho. Piensa utilizarte y matarte, él mismo te lo ha dicho». La puerta tableteó de nuevo.

«Está por todas partes», pensó de pronto. El cuarto de aseo carecía de ventanas, de modo que giró a un lado y a otro mirando las paredes encaladas.

«¡Me está viendo! Lo sabe. Lo sabe. Lo sabe». «Tú sal con calma y pídele disculpas». Se miró una vez más en el espejo ya limpio como si buscara en su rostro señales de traición que pudieran delatarla. Acto seguido salió despacio al exterior, pensando: «estoy vacía por dentro». Colocó de nuevo la llave en el gancho que había junto a la puerta y se dirigió de vuelta a los surtidores. Entonces se quedó paralizada por un profundo terror.

Jeffers se hallaba de pie junto al coche, hablando con un policía estatal. Los dos llevaban grandes gafas de sol, de modo que no pudo verles los ojos. Se paró en seco, como si de repente hubiera echado raíces.

Entonces vio que Jeffers levantaba la vista y le sonreía. Le hizo una seña con la mano para que se acercara.

Ella no pudo moverse.

Jeffers le hizo otra seña.

Ella gritaba órdenes a su cuerpo: ¡Camina! Pero seguía estando paralizada. Se obligó a sí misma a tirar de cada uno de sus músculos y logró dar un primer paso, luego otro. El trecho que tuvo que recorrer bajo el sol se le antojó interminable. El calor parecía aumentar a su alrededor, y tuvo la extraña sensación de que la quemaba. «Vamos a morir todos», pensó. Vio que Jeffers introducía una mano bajo la camisa y sacaba rápidamente el revólver negro. Oyó el disparo. Vio al policía caer de espaldas, muerto, pero él también tenía una arma en la mano que escupía balas y fuego. Luego vio que el chico y George se agachaban para protegerse al tiempo que los surtidores de gasolina estallaban en llamas.

Dio otro paso más y comprendió que no estaba ocurriendo nada de eso.

Jeffers le hizo otra seña con la mano.

—Sube al coche, Annie, que me están explicando cómo se va. —Se giró hacia el policía—. O sea, que al entrar en Nueva Orleans la carretera se bifurca, la seis diez me lleva al centro y la cuatro diez me lleva a la costa, ¿no?

—Exacto —dijo el policía. Le sonrió a Anne Hampton y se tocó el ala del sombrero. Aquel breve gesto de cortesía la conmovió por dentro.

—Genial —repuso Jeffers—. Siempre me gusta asegurarme bien. Ha sido usted de gran ayuda.

—El placer ha sido mío —contestó el policía—. Que tenga un buen día.

El guardia se volvió hacia su propio coche y Jeffers se sentó al volante del suyo. Al principio estuvo silencioso, mientras aceleraba lentamente para salir de la gasolinera dejando atrás el coche policial. Luego preguntó en un tono de voz duro y frío:

—¿De qué habéis hablado tú y ese viejo?

—Voy a vomitar —contestó Anne Hampton.

—Si vomitas —replicó Jeffers entrecerrando los ojos pero adoptando un tono sin inflexiones, más adecuado para hablar del tiempo o de la subida de los precios—, morirá todo el mundo.

Ella apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza.

Tragó aire.

—Hemos estado hablando de publicidad —dijo—. De dar a conocer al mundo que uno tiene algo que vender. Como las habilidades mecánicas de su hijo.

—La publicidad impulsa el mundo —afirmó Jeffers—. Tanto como el petróleo de los árabes.

Lanzó una mirada rápida a Anne Hampton. Ésta apartó los ojos y vio que la carretera se extendía ante ellos en línea recta. Jeffers estaba tomando el carril de acceso para entrar de nuevo en la interestatal.

—Estoy bien —dijo, y pensó: «tengo que estarlo».

Miró a Jeffers y vio que parecía haberse relajado, porque sonreía ligeramente.

—Bien, Boswell —dijo—. Cuando te sientas mejor, anótalo todo en el cuaderno. ¿A que ha sido emocionante? Sobre todo el encuentro con el policía, ¿eh? Hace que a uno le suba la adrenalina.

Jeffers aceleró al tiempo que tarareaba una canción. Anne Hampton no reconoció la melodía, pero la odió de todas formas.

Mientras Douglas Jeffers conducía, iba soñando despierto. Anne Hampton se había sumido en un profundo silencio y miraba por la ventanilla con lo que a él le pareció una deseable actitud ausente. No quería que su imaginación se desbocara; aún era vulnerable a las fuerzas que poseía en su interior. Que no fuera consciente de ellas resultaba típico, se dijo. Todavía podía romper el hechizo y realizar algún movimiento para ganar la libertad, o llevar a cabo alguna acción que pusiera en peligro el viaje, pero él sabía que su capacidad para ello iría disminuyendo. Ya se había reducido a la mitad, tal vez a una cuarta parte. Dentro de un día o dos se habría evaporado totalmente, salvo por algún residuo peligroso que siempre debería tener en cuenta. Hasta los animales más domesticados, domados y dóciles reaccionan en alguna ocasión, cuando uno menos se lo espera, y se rebelan contra la amenaza de la extinción. Decidió mantenerse en guardia por si descubría señales de aquello. Sabía que sería problemático que emergieran a la superficie.

Se preguntó por un instante si Anne Hampton conocería algo de la literatura de la posesión. Es verdad, se dijo, que ha leído a John Fowles. ¿Se acordará de Rubashov y sus interrogadores? ¿Debería hablarle él del síndrome de Estocolmo? Pensó que sí, quizás un poco más adelante. El conocimiento, empleado correcta y peligrosamente, puede servir para confundir más y ofuscar la verdad. Minaría cada vez más el sentimiento de impotencia de la chica si le dijera que, psicológicamente, estaba atrapada en una red de la que no poseía recursos para escapar. Ahondaría su desesperación. La observó y examinó su perfil mientras ella mantenía la vista fija en el horizonte; intentó ver un brillo de independencia, olfatear un aroma de decisión. No, pensó, ella no.

«Me he adueñado de la situación. Tal como imaginaba».

«Ella se ha rendido».

«Puedo hacer con ella lo que me plazca».

Estuvo a punto de romper a reír en voz alta, pero se contuvo antes de estallar impulsivamente como un colegial cualquiera al que un compañero acaba de pasarle un dibujo obsceno cuando el maestro está de espaldas.

«Ahora es como la arcilla; puedo darle forma como yo quiera». Ociosamente se preguntó si ella tendría la menor idea de que le había cambiado la vida completamente, de que ya jamás volvería a ser la misma, de que no podría regresar a lo que en una época había imaginado que iba a ser su futuro.

Se dijo para sí: «ninguno de los dos va a volver a casa».

Recordó la expresión de angustia que puso al ver al policía. Se había sentido aterrorizada, seguro. «Mañana estará tan metida en esto que le tendrá más miedo a la policía que yo. Y eso que yo no le tengo ningún miedo». Sonrió para sus adentros, pero con un levísimo gesto de los labios.

«Es mía».

«O por lo menos lo será dentro de veinticuatro horas».

Su cerebro se puso a estudiar las posibilidades. «Vaya educación está a punto de recibir», pensó.

Enseguida, de manera agresiva y sin ser invitado, le vino a la memoria un recuerdo visual. Se vio a sí mismo a la edad de seis años, arrastrado en medio de la noche por el farmacéutico y su mujer. Recordó lo mucho que se sorprendió al ver la casa. A sus ojos de niño parecía enorme, imponente, dominante. Sintió miedo, y recordó lo importante que era no permitir que Marty se diera cuenta de que estaba tan asustado. No se parecía en absoluto a las habitaciones de hotel y los aparcamientos de camiones por los que los había llevado su madre, su primera madre. Por un momento le pareció percibir la mezcla de olores del perfume y el alcohol que le venía a la cabeza cada vez que ella penetraba en su memoria. Bajó unos centímetros la ventanilla del coche para que entrara aire, pues temía marearse a causa de todo el odio que le daba vueltas en el estómago.

El aire despejó el olor del recuerdo, y pensó en la primera imagen que tuvo del tramo de escaleras que conducía al dormitorio que compartía con su hermano. Recordó que Marty le agarró la mano con fuerza. Todo estaba oscuro, y las pocas luces que había encendido el farmacéutico proyectaban formas absurdas sobre las paredes. No se acordaba del hecho en sí de subir aquellas escaleras, pero las habían subido. En cambio, lo siguiente que recordaba era que él entró en la minúscula habitación medio guiado, medio empujado. Las paredes eran blancas y había dos catres del ejército desplegados. También había una única lámpara, que carecía de pantalla. La ventana estaba abierta y por ella penetraba un aire frío.

Recordó que todo se veía sombrío y estéril.

Se obligó a esbozar una sonrisa; no fue una reacción de placer, sino una concesión a la ironía. Aquél había sido el primer campo de batalla. Marty se encontraba extenuado y cayó dormido al instante.

«Pero yo me quedé contemplando las paredes».

En su memoria vio la confrontación que tuvo aquella mañana:

—¿Podemos poner cosas en las paredes?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque las destrozaréis.

—No las destrozaremos. Tendremos cuidado.

—No.

—Por favor.

—¡Deja de gimotear! Ya está bien. ¡No!

—Así no parece un dormitorio. Parece una cárcel.

—Ahora mismo voy a enseñarte a no hablarme de ese modo.

Fue su primera paliza. La primera de muchas. Le extrañó la absoluta ausencia de toda emoción al recordar los puñetazos y los fuertes golpes que hizo llover sobre él su nuevo padre. En cambio, su cerebro se llenó de odio al recordar que su nueva madre se quedó sentada sin decir nada. ¡Malditos fueran sus ojos! ¡No hizo nada! Se quedó allí sentada, mirando. Siempre se quedaba sentada mirando. No decía nada ni hacía nada.

Hizo una pausa, como si estuviera tomando aliento mentalmente.

«¡Malditos sean sus ojos!». Y una vez más se llenó su memoria, como el que sostiene un vaso debajo de una espita abierta. El resto del día se lo hicieron pasar en un colegio nuevo y extraño, que ya era un horror en sí mismo. Pero lo que recordaba mejor era la clase de dibujo de la mañana, en la que cogió la hoja de papel blanco más grande que tenían y se puso a pintar con fruición grandes franjas de color, azules y anaranjadas, rojas, amarillas y verdes, dando forma rápidamente a un radiante arco iris. Después cogió otro papel y dibujó un barco de vapor navegando por un agitado mar de color gris. Luego una tercera hoja en la que pintó un capitán pirata ataviado con una banda roja, una barba negra y una bandera con las tibias y la calavera cogida en la mano. Dejó los dibujos para que se secaran y por la tarde regresó y preguntó a la maestra si podía llevárselos consigo. Ella le dijo que sí, y entonces los cogió y se metió corriendo en el baño. Se encerró con llave en un retrete, se bajó los pantalones y se enrolló los dibujos en torno a la piscina.

Recordó la rígida caminata hasta casa Por qué cojeas, le preguntó su madre. Me he caído en el colegio, respondió él. No es nada, ya no me duele. Subió a la carrera las escaleras que conducían al dormitorio, y allí encontró a Marty intentando jugar en el suelo con una caja de zapatos vacía. Recordó la sonrisa de su hermano cuando sacó los dibujos y los clavó, con chinchetas robadas en el colegio, en las delicadas paredes blancas del farmacéutico. Recordó la sonrisa súbita y ancha de Marty, y eso lo hizo sonreír de placer. Un barco, exclamó su hermano, ¡para volver con mamá!

«Ha sido una travesía muy larga», pensó Jeffers.

Y todavía no había finalizado.

Adelantó a un enorme camión cuyo motor emitía un rugido ensordecedor que perforaba el silencio del interior del coche. Vio que Anne Hampton se encogía ante aquella agresión. Volvió a situarse en el carril derecho una vez que el camión hubo desaparecido detrás de ellos y continuó avanzando por la carretera, obligando a su cerebro a hundirse de nuevo en una bendita vacuidad, como si pudiera hacer que su mente quedase tan vacía y horrible como aquellas malditas paredes blancas, desoladas, y olvidar lo que había visto, lo que había hecho y lo que aún se proponía hacer.

Pasaron de largo el extrarradio de Nueva Orleans cuando el cielo de primeras horas de la tarde comenzaba a oscurecerse y Anne Hampton vio unas enormes nubes de tormenta en el horizonte. Advirtió que Jeffers parecía acelerar la marcha al ver que el tiempo empeoraba. Cuando se estrellaron contra el cristal los primeros goterones de lluvia, puso en marcha el limpiaparabrisas maldiciendo irritado por lo bajo.

Ella no dijo nada, pues había descubierto que Jeffers ya hablaría cuando quisiera hablar. Jeffers rompió el silencio al cabo de un momento, lo cual demostró que su prudencia estaba justificada.

—Maldita sea —dijo—, esta puta lluvia va a complicar las cosas.

—¿Por qué?

—Cuando llueve resulta más difícil encontrar las referencias. Hace mucho tiempo que no vengo aquí.

—¿Puede decirme adónde vamos?

—Sí.

Calló unos instantes.

—¿Le importa? Pero sólo si usted quiere…

—No —repuso él—. Te lo voy a decir. Nos dirigimos a un lugar llamado Terrebonne, que es un condado de la costa. Un poco más allá de un pueblo que se llama Ashland. No he estado por allí desde, veamos, desde el ocho de agosto de mil novecientos setenta y cuatro. Ésa es la razón por la que me puede joder el asunto cualquier cosa, como un cambio en el tiempo o una carretera nueva, y la verdad es que todas las carreteras parecen nuevas.

Anne Hampton observó por la ventanilla aquel terreno pantanoso salpicado de bosquecillos de pinos y algún que otro sauce. Parecía un lugar de terrores prehistóricos, y la recorrió un escalofrío.

—Parece salvaje, en realidad.

—Y lo es. Es un sitio fantástico, como de otro planeta. Solitario, olvidado, aislado. Me gustó mucho cuando estuve aquí.

Anne Hampton creyó por un momento que se le había parado el corazón. Se le cerró la garganta como si alguien la estuviera estrangulando. La boca se le quedó completamente seca.

«Aquí es donde tiene pensado matarme». Intentó abrir los labios para hablar, pero no pudo.

Sabía que tenía que llenar de algún modo aquel repentino silencio, así que se puso a pensar a toda velocidad intentando encontrar algo que decir para llenar el interior del coche, cuando lo único que deseaba era chillar. Por fin habló, aunque se arrepintió al instante de lo débil e insípido de sus palabras.

—¿Tenemos que ir a ese lugar? —preguntó.

Tuvo la sensación de haber hablado igual que una niña lloriqueando.

—¿Por qué no? —replicó Jeffers.

—No sé, es que parece, no sé, un poco apartado.

—Por eso lo he escogido. —Vio que él la miraba—. Eso no lo estás anotando —comentó irritado.

Cogió el cuaderno y el lápiz, pero otra vez le temblaron las manos, y lo que escribió quedó emborronado e ilegible.

Entonces él la abofeteó, en un gesto rápido, la palma de su mano apenas pareció moverse del aro del volante. Ella lanzó una exclamación ahogada y se le cayó el lápiz, pero hizo acopio de hasta el último fragmento de presencia de ánimo que le quedaba y lo recogió del suelo inmediatamente. Apenas notó el dolor.

—Ya estoy lista —dijo.

—Tienes que dejar de ser tan idiota —dijo Jeffers.

—Lo intento.

—Pues esfuérzate más.

—Lo prometo. Prometo que me esforzaré.

—Bien. Aún hay esperanza para ti.

—Gracias. Es que… Es que…

No pudo terminar la frase, de manera que se rindió al silencio que se apoderó del interior del coche. Escuchó cómo se fundía el ruido del motor con el golpeteo de los limpiaparabrisas y se preguntó cómo sería cuando sucediera.

—Boswell la tonta —dijo Jeffers cuando hubieron transcurrido unos momentos. Estudió ociosamente la posibilidad de tranquilizarla, de hacerla saber que aún tenía planes para ella. Pero luego se lo pensó mejor. Era preferible que llorase de vez en cuando a permitirle ganar seguridad en sí misma—. Deberías pensar menos en la longevidad de la vida y más en la calidad.

—Más en la calidad —repitió ella.

—Apunta eso —dijo Jeffers—. Aforismos. El mundo según Jeffers. El almanaque del pobre Douglas Jeffers. Los dichos de Douglas Jeffers. En eso consiste tu trabajo.

—Naturalmente —contestó ella.

Siguieron adelante. Anne Hampton se sintió abrumada por la lluvia, la oscuridad y el miedo.

—¿Sabes adónde vamos, Boswell? —preguntó Jeffers. Y él mismo respondió a la pregunta—: Vamos a visitar a un viejo amigo. ¿No opinas que a veces los recuerdos son como viejos amigos? Uno puede convocarlos igual que al coger un teléfono. Afloran a la conciencia y nos proporcionan consuelo.

—¿Y si son recuerdos desagradables? —inquirió Anne Hampton.

—Buena pregunta —repuso él—. Pues yo creo que los malos recuerdos, a su manera, resultan tan útiles como los buenos. Esas cosas se valoran según una escala interior, según nuestro propio sistema de pesos y medidas. Lo bueno de los recuerdos desagradables es que, en fin, son recuerdos al fin y al cabo, ¿no? Están superados. I lay que pasar a otra cosa, nueva… Supongo que, en cierto modo, no clasifico los recuerdos de ninguna forma. Los veo todos como parte de una imagen de conjunto. Como hacer una foto de exposición prolongada, como una de esas secuencias tan curiosas del National Geographic en que la cámara recoge paso a paso cómo se abre una flor o cómo sale el pollo del cascarón.

Ella lo anotó todo.

—Lo estoy escribiendo…

Jeffers rió con frialdad.

—Nos dirigimos al lugar en que Douglas Jeffers salió del cascarón. —Se inclinó hacia delante y torció el cuello para observar el cielo cubierto y gris—. Es uno de los lugares más siniestros de la Tierra —comentó, y se volvió hacia Anne Hampton—. ¿Sabes quién escribió eso? —Ella negó con la cabeza—. En realidad lo escribió un autor, pero lo dijo un personaje. ¿Quién? —Soltó un bufido, casi con humor—. Venga, eres estudiante de literatura inglesa. No puedes consentir que pueda más que tú un curtido reportero. ¡Piensa!

Ella buscó en su memoria.

—¿Shakespeare?

Jeffers rió.

—Demasiado evidente. Moderno.

—¿Melville?

—Buen intento. Te vas acercando.

—¿Faulkner? No, demasiado breve… Esto… ¿Hemingway?

—Piensa en el mar.

—¡Conrad!

Jeffers rió, y ella hizo lo propio.

—Ya ves, Boswell…

Un minuto después ella le preguntó:

—¿Por qué nos dirigimos a uno de los lugares más siniestros de la Tierra?

—Porque —contestó Jeffers en tono práctico— fue allí donde descubrí mi corazón. —Continuaron en silencio. Anne Hampton vio que a Jeffers le brillaron los ojos al encontrar una señal de salida que conducía a una carretera rural—. Que me condenen si no es ésa la carretera.

Se salió de la autopista, y de pronto Anne Hampton vio que circulaban por un estrecho camino secundario, bordeado de grandes árboles que parecían ocultar el cielo que se abrían al viento para dejar pasar mantas de lluvia. Tomaron una cerrada curva de la carretera, y Anne Hampton sintió que el coche derrapaba ligeramente, que los neumáticos traseros giraban sin control y chirriaban intentando agarrarse al asfalto anegado por la lluvia. Una sensación inquietante que le recordó que iban resbalando por una carretera con escaso control.

—¡Cuidado!

—El amor es dolor —dijo Jeffers y aguardó un momento—. Cuando era pequeño, a menudo oía a los hombres de mi madre. Entraban dando pisotones y trompicones, haciendo más ruido en su afán de ser silenciosos que si hubieran actuado con normalidad. Siempre era por la noche, muy tarde, y mi madre suponía que yo estaba durmiendo. Yo mantenía los ojos muy cerrados, pero en la habitación había una lucecita roja, así que con sólo abrir un poquito los párpados conseguía ver lo que pasaba. Recuerdo que ella gemía y se quejaba y finalmente gritaba de dolor. Jamás lo olvidé…

»Parece muy simple, ¿verdad? Cuanto más amor, más dolor. Suena a una canción de músicos callejeros de los años cincuenta, ¿a que sí? —Canturreó—: "Siempre se ama a quien se hiere…" —Se volvió para mirar a Anne Hampton. Y luego cantó otra vez—: "Siempre se mata a quien se quiere…"

Después se volvió y se concentró en la carretera.

—¿Dónde estamos? —se atrevió a preguntar Anne.

—Estamos acercándonos —anunció él.

Pero ella apenas oyó lo que dijo, porque de pronto se sintió atenazada por el miedo.

Continuaron avanzando por entre bosquecillos, adentrándose cada vez más en la oscuridad de las marismas. Anne Hampton no veía señales de vida, a excepción de alguna que otra modesta vivienda junto a la carretera cuyo color blanco destacaba contra el gris cada vez más intenso del día. Poco a poco iba viendo un trecho mayor de cielo, lleno de nubes más oscuras todavía, y comprendió que estaban aproximándose a la costa. Jeffers permanecía en silencio, concentrado, o eso esperaba ella, en la carretera, con la mirada lija al frente y una expresión hosca y seria en la cara. A lo lejos distinguió fuertes relámpagos, fogonazos de luz que atravesaban el cielo, seguidos de estampidos semejantes al retumbar de un cañón que hacían vibrar el coche. La lluvia se había intensificado en volumen e inundaba el parabrisas entre una y otra pasada de las escobillas. Rezó para que no tuvieran que salir del coche, pero sabía que era inevitable. Aunque luego pensó que seguramente daría lo mismo empaparse. Con todo, se le ocurrió la extraña idea de que, cuando sucediera, no quería verse tiritando a causa del aguacero, mojada, desaliñada y patética.

Jeffers giró nuevamente y tomó una carretera aún más pequeña, aún más desierta.

Ella guardó silencio e intentó pensar en su casa, en sus padres y sus amigos, en el sol y el verano que parecían haber desaparecido en el gris de la lluvia y del viento.

Jeffers giró una vez más, y la carretera pasó a ser un camino lleno de baches. Estaba sin asfaltar. Lanzó un juramento.

—Si nos metemos en uno de esos hoyos nos quedaremos atascados. Joder, si estamos a menos de un par de kilómetros… —Torció hacia un parche de hierba y detuvo el coche. Ella odió que desapareciera de pronto el ruido del motor. El silencio pareció engullirla—. Douglas Jeffers piensa en todo —concluyó él. Alargó el brazo hacia el asiento de atrás y cogió un pequeño petate. Abrió la cremallera y sacó un poncho amarillo fuerte que le entregó a Anne Hampton. Seguidamente sacó también un conjunto verde oscuro de pantalón impermeable y chubasquero—. Lo mejorcito de L. L. Bean —añadió—. Una parte importante de la fotografía consiste en prepararse para futuras incomodidades. Espero que eso te quede bien. Usa la capucha.

—Sí, la capucha.

La ayudó a ponerse el poncho y después se colocó el traje para el agua.

—Muy bien —dijo—. Vámonos.

Estalló otro trueno y cayó un nuevo aguacero sobre el coche. Jeffers sonrió y salió por la puerta. Al segundo siguiente se abrió la portezuela de Anne Hampton. Ella supo que más le valía no pensárselo.

La intensidad de la lluvia pareció cortarle la respiración, y por un instante se quedó de pie, desorientada y aturdida por la fuerza del viento. Sintió que Jeffers la agarraba del brazo, con una firmeza que ya le resultaba familiar, y se dejó arrastrar por él. El camino era arenoso y endeble, y ella, medio empujada por Jeffers, resbalaba con sus zapatillas. Por un instante deseó al menos poder morir en un lugar seco y conocido, porque aquello le resultaba especialmente injusto. No veía a su captor, a veces le parecía que lo tenía detrás y al momento siguiente lo tenía al lado, y después lo veía delante, tirando de ella. Intentó formular mentalmente teoremas y conclusiones: ¿Por qué iba a darme un poncho y después matarme? Pero lo que más la aterrorizaba era el descubrimiento, empapado por la lluvia, de que asignar la lógica a lo que le ocurriera a ella constituía un error. Cerró los ojos para no ver los relámpagos y la lluvia y comenzó a musitar fragmentos de oraciones para sus adentros conforme iba poniendo un pie delante del otro, en el afán de hallar algo de consuelo en aquellas cadencias olvidadas tiempo atrás.

—Padre Nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… —Y luego—: Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden… —Jeffers tiró un poco más de ella, y exclamó con voz ahogada—: Sí, aunque camine por valles de tinieblas, no temeré…

—¡Vamos! —la apremió Jeffers—. Tiene que estar ahí delante…

—Ave, María, llena eres de gracia, bendito es el fruto de tu vientre. Ave, María, llena eres de gracia. Ave, María, llena eres de gracia. Ave, María, llena eres de gracia…

—¡Vamos, maldita sea! ¡Venga!

—Ave, María. Ave, María. Ave, María. Llena eres de gracia, llena eres de gracia, llena eres de gracia. Ave, María…

Cerró los ojos y siguió caminando, procurando pensar en cualquier cosa que no fuera la lluvia, el viento y la presión de la mano de Douglas Jeffers en el brazo. Se preguntó si él le vendaría los ojos y le pondría un cigarrillo en la boca, como hacían en las ejecuciones militares. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia que le corría por la cara.

En eso, de repente, al poner el pie derecho en el suelo, éste cedió bajo su peso. Resbaló hacia delante y cayó dejando escapar una involuntaria exclamación de dolor, más por una insólita indignación que por el aguijonazo que sintió. Entonces se volvió hacia Jeffers, que estaba de pie, protegiéndose los ojos como si le diera el sol, escrutando el paisaje.

—¡Mierda! —exclamó. Propinó una patada a la arena del suelo—. ¡Mierda, mierda, mierda!

Se dedicó a dar pisotones en el suelo describiendo un pequeño círculo, sin dejar de mirar a lo lejos. También lanzó un puñetazo al aire.

Ella no se atrevió a decir nada.

Entonces Jeffers se giró y la miró.

Ella tuvo la sensación de no poder respirar.

Y Jeffers estalló en carcajadas. Reía cada vez más fuerte, sus risotadas se elevaron en las ráfagas de viento y parecieron mezclarse con el aire y los truenos.

Permaneció de pie sobre ella, riendo por espacio de varios minutos.

—Bueno —dijo por fin, después de frotarse los ojos—. Bueno, menuda metedura de pata. Nos hemos equivocado de sitio. Ya te dije que habían pasado años… Ahí enfrente debería haber un sauce enorme, gigantesco, y no está. He debido de equivocarme al coger la carretera. —Ayudó a Anne Hampton a levantarse—. Volvemos al coche —anunció.

—¿Eso es todo? —preguntó ella, pero se arrepintió al instante.

En cambio Jeffers no pareció molestarse.

—Así es —contestó. Le rodeó los hombros con un brazo y la ayudó a regresar andando al vehículo.

El espacio cerrado del interior del coche pareció reconfortarla. Jeffers le dio una toalla pequeña y ambos intentaron secarse lo mejor posible.

—Gracias —dijo Anne.

Jeffers seguía riendo, con suavidad, como si algo lo divirtiera enormemente. Arrancó el motor y se dirigió de vuelta a la carretera.

—No creías que una persona como yo fuera a cagarla, ¿verdad?

—No.

—Quiero decir —siguió él, con una ancha sonrisa—. Yo me enorgullezco de pensar hasta en el último detalle. No dejo nada al azar. Hasta los planes mejor trazados acaban por delatarse… —Sonrió—. Lo gracioso es que este lugar de verdad es importante para mí. Por lo menos el recuerdo que tengo de él. —Sonrió otra vez y condujo despacio—. En fin, han pasado demasiados años, supongo. Demasiadas carreteras aparte de ésta.

—Sigo sin saber qué estamos buscando —apuntó ella.

Jeffers pensó un instante y respondió con un encogimiento de hombros:

—Mi primera cita. Mi primer amor de verdad.

—¿Con una chica?

—Por supuesto. —Hizo otra pausa—. Yendo por una de esas malditas carreteras sin asfaltar que parecen todas iguales, hay un sauce enorme un poco apartado, entre la maleza…

Anne Hampton afirmó con la cabeza.

—Un sauce…

—Y ahí es donde la enterré.

Pronunció aquellas palabras con una aspereza repentina, inesperada, total. A Anne Hampton se le clavaron en el corazón.

Experimentó un torrente de náuseas que se apoderaba de ella, y apretó los dientes al tiempo que hacía gestos frenéticos a Jeffers. Éste, comprendiendo de inmediato, detuvo el coche, abrió la puerta de golpe y de pronto la arrastró por encima de la consola central y la colocó sobre sus rodillas. Le sostuvo la cabeza bajo la lluvia mientras ella vomitaba violentamente, en completo abandono.

La noche se cerró en torno a ellos cuando regresaban a Nueva Orleans. Habían pasado el resto de la tarde sumidos en un silencio húmedo, pero la mente de Jeffers viajaba cargada de recuerdos. Estaba intentando acordarse del nombre de la chica. Sabía que era típico del Sur, como Billie Jo o Bobbi Jo, y también recordaba su vestido de lentejuelas plateadas, demasiado corto y demasiado ceñido, y que dejaba pocas dudas respecto de cuál era su profesión. La había recogido en el coche, procurando contenerse, sabiendo lo que iba a hacer, actuando con aire de indiferencia y exhibiendo un fajo de billetes. Ella al principio se quejó al ver que la llevaba hacia el extrarradio de la ciudad, pero Jeffers recordó que cogió el billete de veinte dólares de propina, se lo metió por el escote y le dijo que pensaba compensarla por el esfuerzo. La chica siguió parloteando con un soniquete y una sosería que alteraron la esencia de sus pensamientos, de modo que, en el primer descampado que encontró, paró el coche, se giró y, al tiempo que ella se tumbaba hacia atrás y cerraba los ojos, la dejó inconsciente de un golpe. A continuación se dirigió hacia el lugar que había escogido en el mapa, un sitio con un adulterado nombre francés: la buena tierra. Fue fácil meterse con el coche en aquel terreno pantanoso a solas con sus pensamientos. Le dio igual que ella estuviera despierta o no; era el acto en sí lo que le intrigaba.

—Era una prostituta —dijo. Anne Hampton afirmó con gesto sombrío—. ¿Qué vida tenía que pudiera necesitar? —agregó en tono de enfado. Anne Hampton no respondió—. Estás llena de ideas tontas y anticuadas acerca de la moralidad y de lo que está bien y lo que está mal. No lo entiendes: ella había nacido para morir. Yo nací para matar. Simplemente, era cuestión de que nos encontráramos el uno al otro.

Anne Hampton se volvió hacia él e hizo ademán de ir a decir algo, pero se contuvo.

Jeffers habló por ella.

—Ibas a decir que está mal quitar la vida a alguien, ¿verdad?

—Sí, eso…

—Tal vez. Pero ¿qué diferencia hay? —Ella no pudo replicar—. Ya te lo digo yo: ninguna. Los gobiernos matan por política, yo mato por placer. No somos tan distintos.

—La cosa no es tan fácil —apuntó Anne Hampton—. No puede serlo.

—¿No? ¿Crees que es difícil matar? ¿Crees que cuesta tanto trabajo? Vale —dijo—. Vale, muy bien.

La lluvia había amainado hasta transformarse en una llovizna, pero hacía que los faros del coche perforasen la negrura de la noche con su haz de luz. Frente a ellos resplandecía Nueva Orleans, y Jeffers pisó el acelerador y se dirigió hacia aquellas luces. No dijo nada cuando entraron en la ciudad, dejó que el resplandor de las farolas perforase la oscuridad de la noche. Anne Hampton no experimentó consuelo alguno en la ciudad, no más del que había sentido en los pantanos, y de pronto comprendió que para una persona como Jeffers eran la misma cosa. Miró a Jeffers, se fijó en el duro gesto del rostro y del mentón, y una vez más sintió que se le revolvía el estómago.

Recorrieron arriba y abajo las calles de la ciudad. Jeffers miraba por las ventanillas, por lo visto buscando algo, pero ella no supo qué podía ser. De repente pisó el freno y se detuvo junto a la acera.

—Tú crees que es muy difícil —dijo enfadado—. Pero no lo es.

Examinó la calle arriba y abajo, y acto seguido introdujo una mano en la bolsa de las armas y sacó la pistola de cañón corto. Se la puso a Anne Hampton debajo de la nariz.

—O…, oh…

—¿Difícil? Pues observa. Baja la ventanilla. —Ella obedeció, y de inmediato penetró una oleada de humedad pegajosa que invadió el coche. La recorrió un escalofrío. No sabía qué estaba pasando. Jeffers se apeó del coche y lo rodeó para situarse en el lado de ella. Se inclinó hacia la ventanilla y le dijo—: Observa atentamente.

Ella afirmó.

Jeffers se apartó del bordillo. Anne Hampton vio una sombra acurrucada en la oscuridad de un portal del edificio. Vio que Jeffers examinaba de nuevo la calle y después cruzaba la acera con paso decidido.

Tocó al vagabundo con el pie.

—Despierta, colega —le dijo.

El hombre, todavía en su sopor, alzó una cabeza canosa.

Jeffers se giró para mirar a Anne Hampton. Ella se fijó en que el hombre tenía barba y mostraba una inofensiva curiosidad de viejo; no estaba molesto porque lo hubieran despertado, tan sólo estaba sorprendido. La mirada de ella se cruzó con la de Jeffers, y éste la miró intensamente. Ella tuvo la sensación de verse atrapada en una inexplicable corriente descendente, dando tumbos en el aire sin control, llevada por una especie de fuerza invisible. Vio que Jeffers se giraba otra vez hacia el vagabundo, el cual parecía estar hurgando en su pasado perdido en busca de las palabras necesarias para formular una pregunta.

—Buenas noches, viejo. Lamento que haya tenido que ser así —le dijo Jeffers.

A continuación se agachó bruscamente y en un movimiento Huido introdujo el cañón de la pistola en la boca entreabierta del vagabundo. Alzó la mano izquierda para protegerse de lo que le pudiera llover encima.

Y seguidamente apretó el gatillo.

Se oyó un débil crujido y el hombre pareció dar un salto, una sola vez, y después se desplomó otra vez en el suelo, como si hubiera vuelto a dormirse.

Anne Hampton abrió la boca para gritar, pero no pudo.

Jeffers se apartó, miró una vez más la calle y se apresuró a regresar al coche. Se alejaron de la acera muy despacio, giraron al llegar a la esquina y más adelante giraron otra vez, y otra más, trenzando una tela de araña en la oscuridad, en una soledad completa.

—Sube la ventanilla —ordenó Jeffers. A Anne Hampton le tembló la mano al accionar la manivela. Tenía la respiración espasmódica, entrecortada. En vez de palabras, lo que le salía eran pequeños quejidos llorosos—. Ya ves lo fácil que es. —La miró y añadió—: Ha sido culpa tuya. Si no me hubieras desafiado, no habría tenido que cometer una acción tan despreciable.

—Yo, esto…

La taladró con una mirada rápida y afilada.

—Ha sido culpa tuya. Del todo. Ha sido como si tú misma hubieras cogido la pistola y hubieras apretado el gatillo. Como si a ese hombre lo hubieras asesinado tú. Has quitado una vida. ¿Ves? Ahora ya eres igual que yo. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes, asesina?

Anne Hampton asintió con los ojos llenos de lágrimas.

—Sí, lo entiendo.

—¿Qué se siente, asesina?

No pudo decir nada, y él no la presionó.

Ambos se perdieron en la inmensidad de la noche.