Estaba protegiéndose los ojos de la fuerte claridad del mediodía, y casi pasó de largo el pequeño letrero cuadrado y de color verde que había a un lado de la carretera. Se encontraba colocado unos metros más atrás que la mayoría de los carteles, lo cual, en opinión de la detective Barren, suponía una concesión al mal gusto. Nadie quiere tener de vecina una cárcel. El cartel decía: «Centro Lake Butler de clasificación y evaluación de la Universidad de Florida, próximo desvío a la derecha». A cien metros del cartel había un camino negro y polvoriento, pavimentado con piedra, que discurría entre dos grupos de pinos muy altos cuyas agujas se habían tornado de un verde pardusco bajo el implacable sol del verano de Florida. La detective Barren condujo despacio por dicha senda, pasando por debajo de un enorme sauce que proyectaba desafiante su sombra. El camino describió una curva y atravesó un campo de color marrón en el que vio algo de ganado pastando beatíficamente, y entonces divisó por primera vez un conjunto de construcciones bajas y de color gris que parecían resplandecer al calor del mediodía. Detuvo el coche para leer un cartel grande, negro y amarillo, que dominaba el costado del camino: «Atención: se registrará a todo el que rebase la línea amarilla. Se procederá judicialmente, hasta sus últimas consecuencias, contra todo el que introduzca material de contrabando en el Centro Lake Butler». Pintada de través en el camino había una ancha banda amarilla. La detective Barren aceleró suavemente y vio por primera vez una valla metálica de tres metros y medio de altura y coronada por alambre de espino que rodeaba el conjunto de edificios.
Aparcó el coche en el área designada como «visitas» y fue a pie hasta unas amplias puertas acristaladas. Otro cartel la informó de que en aquel edificio se encontraba la administración de la prisión, aunque no mencionaba la palabra «prisión». Era típico.
«Vivimos en una época ilustrada que está supeditada a los eufemismos», pensó. Así que las prisiones eran correccionales, no eran vigiladas por guardias sino por funcionarios del correccional, y los reclusos eran pacientes. Si cambiamos la designación, de algún modo nos convencemos de que la realidad es menos malvada y desagradable, aunque de hecho no cambie nada. Traspuso las puertas y pasó al interior del edificio, fresco y oscuro, en el que quedó cegada por el súbito cambio de iluminación. Sus ojos fueron adaptándose poco a poco. Entonces se dirigió a la recepción.
Minutos después había entregado su arma automática a un guardia de seguridad uniformado que la miró con suspicacia cuando ella sacó la pesada pistola y la acompañó hasta un pequeño despacho que lucía un rótulo con el nombre y el cargo de Arthur González, Encargado de Clasificación. Era un espacio reducido, lleno de armarios archivadores, una mesa pequeña y atestada de objetos y dos sillas. Había una ventana que daba a la zona de ejercicio de los reclusos. La detective Barren se asomó por ella y vio a un grupo de hombres jugando al baloncesto. Estaban desnudos hasta la cintura y el sudor daba lustre a sus cuerpos mientras se movían de un lado a otro de la cancha. La ventana estaba cerrada para que no se escapara el aire acondicionado, con lo cual la detective Barren no pudo oírlos, pero sabía qué ruidos estaban haciendo: la fricción de las zapatillas contra el cemento y el choque de los cuerpos unos con otros.
Pensó distraídamente en su marido, que adoraba el baloncesto. «Hay una zona, Merce, un momento, supongo, no sé, en que te vas calentando. No se parece a ningún otro deporte, pero es que uno se siente poseído por la sensación de poder lanzar cualquier cosa hacia la canasta, que entrará. Un calor, una corriente eléctrica, supongo. Resulta difícil de describir, pero hay ocasiones en que uno tiene la sensación de poder saltar un poco más, un poco más rápido, y que la canasta de pronto parece estar más cerca, que el aro es más ancho, y entonces tienes la seguridad de que todo lo que lances va a entrar. Y eso sólo pasa durante el partido. No sé por qué. Y luego, justo cuando experimentas esa sensación, desaparece otra vez. El balón empieza a rebotar y se sale. Se te paran los pies. La magia se evapora. A lo mejor se traslada a otro jugador. De pronto, tristemente, te vuelves mortal. Pero esos momentos de inmortalidad, Merce, son increíbles. Es como si uno hubiera sido tocado por algo divino, por algún dios del atletismo. Y hasta que ese estado de ánimo se transforma y se traslada a otro jugador, uno está exultante…». Sonrió.
En verano, John la llevaba algunas mañanas a las canchas al aire libre y se ponían a jugar el uno contra el otro. Al principio él se limitaba a lanzar sólo con la mano izquierda. Pero una mañana ella lo venció con una carrera y un salto magníficos.
Sonrió de nuevo, pensando qué tontos se ponían los hombres con sus deportes. Tontos pero a la vez maravillosos. Lo que le gustaba de John era que la mañana en que le ganó en la cancha él fue el primero en anunciar el acontecimiento a la familia de ella. Sin coartada, además. Naturalmente, al día siguiente de pronto cambió el balón de izquierda a derecha y se escabulló por delante de ella. Así fue como anunció que las reglas del juego habían cambiado.
—¡Tramposo! —vociferó ella.
—No, no, no —replicó él—. No hago más que volver al debido equilibrio entre sexos.
Aquella noche él fue especialmente tierno y tímido al tocarla.
La detective Barren sacudió la cabeza y no pudo evitar que aquel recuerdo la hiciera sonreír.
Se giró al oír que se abría la puerta a su espalda. El recuerdo y la sonrisa se esfumaron.
Entró un individuo corpulento, vestido con un pantalón de punto recio de color tostado y una guayabera blanca. Extendió una mano y la saludó:
—Hola, detective, ¿en qué puedo ayudarla?
Se lo dijo en un tono que indicaba que le apetecía verla o ayudarla tanto como pillar una enfermedad contagiosa. Al instante enterró la cabeza en los montones de papeles, como si quisiera indicar que la presencia de ella exigía tan sólo una porción mínima de su atención. Ella recordó que todos los detectives odian tratar con el personal de prisiones. Porque siempre actúan de este modo. Les preocupa la logística, la contención, quién es enviado al centro y qué cama ocupa. No las cuestiones de inocencia o culpabilidad.
La detective Barren se sentó justo enfrente de él.
—Sadegh Rhotzbadegh.
—Es uno de mis clientes, sí…
Un nuevo eufemismo, se dijo la detective Barren.
—Quisiera interrogarlo, por favor.
—¿Se trata de otro caso como los otros en los que se ha defendido?
—Sí.
—¿Y ésta es una petición oficial?
—No, en realidad no. Es informal.
—¿No? Aun así, creo que aconsejaría a mi cliente que solicitara asistencia legal antes de hablar con usted…
«Pero ¿de parte de quién está usted?», pensó la detective Barren, irritada. Sin embargo se guardó sus pensamientos para sí.
—Señor González, ésta es una investigación informal. Estoy convencida de que al señor Rhotzbadegh se le ha relacionado injustamente con un crimen, y creo poder aclarar el asunto rápidamente. Por supuesto, él tiene derecho a solicitar un abogado. Le leeré sus derechos, si es necesario…
Lanzó una dura mirada al otro lado de la mesa.
—… Pero está más claro que el agua que usted no tiene derecho a decirle nada. Y mucho menos a darle consejos. Bien, si desea que hable con su supervisor… —dijo González de mala gana.
—No, por supuesto que no, eso no es necesario.
Revolvió más papeles, nervioso.
—Bien, en estos momentos el señor Rhotzbadegh se encuentra en un período de actividades. Después viene un rato de descanso, justo antes de la cena. Entonces podrá usted hablar con él…, si él accede a verla. Le asiste el derecho a negarse…
—Pero usted se encargará de que no ejerza ese derecho —afirmó la detective.
—Bueno, yo no puedo…
—Claro que puede. No he hecho un viaje de tres horas y media en coche para que un asesino convicto me diga: «No, gracias, hoy no». Vaya a buscarlo y llévelo a una sala en la que podamos hablar. Si él quiere sentarse y no decir nada, en fin, eso será algo entre él y yo. A usted no le incumbe.
—Puedo organizar lo de la sala, pero…
—Pero ¿qué?
—Bueno, acabamos de terminar la evaluación, y él tiene programado salir de este centro a finales de semana…
—¿Sí?
—En fin, lo enviarán al centro psiquiátrico de Gainsville. Opinamos que no está a salvo con la población normal.
—¡Opinan que no está a salvo! —exclamó ella.
—Bueno, es inestable…
—¡Opinan que hay que protegerlo!
—Ésa es la opinión del personal de evaluación y clasificación —dijo González con desapego.
—¿De modo que van a enviarlo a un club de campo? —preguntó la detective conteniendo la indignación.
—Es una unidad de máxima seguridad.
—Claro.
—Pues ahí es adonde va a ir —concluyó González.
—No lo entiendo.
—Detective, si lo enviamos a la prisión estatal, lo matarán. Es un individuo…, en fin, no hay otra palabra para describirlo, odioso y casi psicótico. A los otros hombres no les gusta oírlo musitar sus oraciones. Ni sus posturas engreídas. Los violadores ya tienen bastantes problemas con la población general, que no muestra esas…, en fin…, características. ¿Qué puedo decir?
La detective Barren asimiló lentamente la noticia. Tenía la boca seca y el estómago revuelto. Movió la cabeza en un gesto negativo.
—Usted prepare la sala de interrogatorios —dijo.
Sadegh Rhotzbadegh entró en el pequeño despacho moviendo los ojos a un lado y al otro, casi como si intentara grabar la distribución del mismo en su cerebro. Tras aquella valoración momentánea, por fin posó la mirada en la detective Barren, que se hallaba sentada pacientemente detrás de la pequeña mesa colocada en el centro. Aquella mesa y dos sillas constituían todo el mobiliario. Rhotzbadegh la observó fijamente y a continuación dio un paso adelante, se detuvo y retrocedió otra vez; sus ojos reflejaron primero ira, luego miedo, y por último adoptaron una expresión de confusa obediencia. Permaneció inmóvil, esperando a que la detective hiciera algún movimiento, y lo hizo: le indicó con la mano la silla vacía que tenía enfrente. La detective Barren advirtió que el preso había engordado y perdido parte de esa fuerza fibrosa que tenía.
Pensó en el exceso de féculas de la comida de la cárcel. Rhotzbadegh tomó asiento, se removió unos momentos en la silla y por fin se quedó sentado en el borde, ligeramente inclinado hacia delante y con la mirada fija en la detective Barren. Ella le sostuvo la mirada hasta que él desvió el rostro. Luego habló:
—En primer lugar deseo informarlo de cuáles son sus derechos. Tiene derecho a guardar silencio, tiene derecho a un abogado…
Él la interrumpió.
—Ya sé esas cosas. Las he oído muchas veces y no necesito oírlas otra vez más. ¡Dígame por qué ha venido a ver a Sadegh Rhotzbadegh! ¿Por qué ha interrumpido su descanso?
—Ya sabe por qué.
Él se echó a reír.
—No, dígamelo usted.
—Por Susan Lewis. Mi sobrina.
—Me acuerdo del nombre, pero un poco en una nebulosa. Dígame algo más para que me acuerde mejor.
—Septiembre. En una asociación de alumnos de la Universidad de Miami.
—Para mí sigue siendo un misterio. —Rió otra vez, y luego continuó—: ¿Por qué habría de acordarme de esa persona? ¿Qué motivos tengo para acordarme de esa persona? ¿Se trata de algún personaje notable? ¿Alguien importante, quizá? Me parece que no. Por consiguiente, no existe motivo alguno para que Sadegh Rhotzbadegh se acuerde de esa persona.
Lanzó una risita femenina.
Rhotzbadegh se reclinó en su asiento, se relajó y cruzó los brazos sobre el pecho con una sonrisa de íntima satisfacción.
La detective Barren aspiró profundamente antes de hablar y empleó un tono de voz grave y lento:
—Porque si no empieza a acordarse, le destrozaré personalmente la cara, aquí, ahora mismo.
Rhotzbadegh se puso rígido de pronto en su silla y se tornó tímido de inmediato.
—¡No puede hacer eso!
—No me ponga a prueba.
Se inclinó hacia delante, flexionó el brazo y le enseñó a la detective Barren lo abultado de sus músculos.
—Si cree que tiene fuerza suficiente…
Pero ella lo interrumpió y se echó adelante con ansia.
—¿Qué cree usted?
Los ojos del recluso intentaron medir la profundidad de sus intenciones. Ella también entornó los ojos hasta que éstos se convirtieron en dos rendijas, con la cara en tensión. De repente Rhotzbadegh dejó escapar un sollozo y se cubrió la cara.
—Tengo pesadillas —dijo.
—Merecido lo tiene —replicó la detective Barren.
—Veo caras, gente, pero no recuerdo sus nombres.
—Yo sé quiénes son.
En los ojos del árabe comenzaron a brotar lágrimas, y se los frotó.
—Dios no está conmigo. Ya no, ya no. Me ha abandonado.
—A lo mejor es que no estaba muy contento que digamos con lo que hacía usted.
—¡No! ¡Me lo dijo él!
—Pues lo entendió mal.
Rhotzbadegh calló unos instantes. Sacó un manoseado pañuelo de un bolsillo y se sopló la nariz tres veces, con fuerza.
—Eso —dijo en un tono teñido de desesperación— es una posibilidad. —Se limpió la nariz enérgicamente—. Aun así pienso buscarlo de nuevo. Aprenderé sus mensajes y encontraré el camino verdadero. Y entonces me acogerá en su seno en el jardín, donde residiré por toda la eternidad.
—Genial. Me alegro por usted.
Él no captó el sarcasmo.
—Gracias —contestó.
La detective Barren metió la mano en su bolso y extrajo una sencilla regla, de las que llevan los niños en la cartera del colegio.
—Extienda la mano —ordenó—. Abra los dedos.
Rhotzbadegh obedeció. Ella puso la regla junto a la mano. La distancia entre el dedo pulgar y el índice era de catorce centímetros y medio. «Maldición —pensó—. Podría haber sido él el autor de las marcas».
—Mis manos se elevan hacia Dios —dijo Rhotzbadegh.
—Si consigue tocarlo, dígamelo —replicó ella.
Rhotzbadegh volvió a recorrer la habitación con la mirada.
Luego empujó su silla hacia atrás y se levantó. Dio unos pasos y apoyó la espalda firmemente contra una de las paredes. Acto seguido, contando en voz alta, midió la distancia en pasos y chocó con la pared de enfrente cuando llegó a veintiuno. Ejecutó una media vuelta de estilo militar y regresó a su asiento.
—Veintiún pasos —declaró, meneando la cabeza como si estuviera sorprendido—. Veintiún pasos enteros.
Entonces volvió a levantarse de un brinco y se situó junto a la pared enfrente de la detective Barren. A continuación echó a andar desde allí pasando junto a la detective sin mirarla.
—¿Veintiún pasos hacia dónde?
—¡Diecinueve pasos! —Y volvió nuevamente a su silla—. Mi celda mide sólo nueve pasos por ocho. A veces me da la sensación de tener el corazón enjaulado. —Puso la cabeza entre las manos y lanzó un sollozo—. No me permiten salir al patio con los demás hombres —gimió—. Temen por mi seguridad. Creen que me ejecutarán. No puedo dormir por las noches. No puedo comer. La comida me sabe a veneno. Han puesto algo en el agua para adormecer me, y entonces vendrán a matarme. Tengo que luchar contra ellos a cada paso.
—¿Y las chicas?
—Ellas son lo peor. Se me aparecen en sueños y ayudan a esos hombres que quieren matarme.
—¿Quiénes son?
—No lo sé…
—¡Y una mierda que no! ¡Piense! Maldita sea, quiero respuestas.
Rhotzbadegh levantó la nariz en un falso gesto de esnobismo.
—Mis sueños me pertenecen, y no tengo por qué compartirlos con usted ni con nadie.
La detective Barren observó fijamente a aquel hombre menudo, pero suspiró para sus adentros.
«Es inútil —se dijo—. Su mente divaga por todas partes excepto por donde yo quiero».
Volvió a rebuscar en su bolso y extrajo una sencilla foto de su sobrina, del libro de fin de curso.
—¿Se le aparece ésta en sus sueños?
Rhotzbadegh contempló la foto. La tomó de la mesa, se la acercó a la cara y luego la sostuvo a la distancia de un brazo.
—Ésta, no exactamente.
—¿Qué quiere decir?
—Que aparece en mis sueños, pero lo único que hace es observar a las demás. Llorar a solas. Son las otras las que me atormentan. —Se inclinó sobre la mesa en actitud conspiradora y añadió en voz baja—: ¡A veces se ríen! Pero soy yo el que vive y ríe el último.
La detective Barren cogió la foto y la sostuvo directamente en la línea visual de Rhotzbadegh. Alzó el tono de voz, exigente, insistente, dando miedo, resumiéndolo todo en una única pregunta:
—¿Mató usted a esta joven? —Hubo silencio—. ¿La secuestró en el aparcamiento situado delante de la asociación de alumnos de la Universidad de Miami? —Más silencio—. ¿Le destrozó la cabeza, se la llevó al parque Matheson-Hammock y la dejó morir allí?
El recluso no respondió.
La detective Barren bajó la foto y miró fijamente a Rhotzbadegh. Sintió que el odio se escapaba de su corazón y lo dejaba vacío de emociones. A él se le habían vuelto a llenar los ojos de lágrimas, acobardado por la cólera de sus preguntas. Ella no sintió ninguna compasión, nada, tan sólo la necesidad de llenar el gran vacío que notaba dentro.
Susurró:
—¡Dígamelo!
Él hundió la cara en las manos momentáneamente, y a continuación elevó éstas hacia el techo.
—¡No puedo decirle nada! —sollozó—. ¡No puedo decirle nada!
Respiró hondo y giró en su silla, como si lo abrumara un gran dolor.
—Parece como un recuerdo. Suena a algo que haría yo. Recuerdo la asociación de alumnos, con aquella corrupción de baile, alcohol y risas. Un lugar perverso. Algún día Dios lo purificará con un inmenso fuego. Estoy seguro de ello…
—¡La chica! —lo interrumpió la detective Barren.
—Yo estaba allí. Con los cuerpos a mi alrededor. Estoy seguro. Pero lo demás… —Negó con la cabeza—. Ella aparece en el sueño, pero no la conozco, no es como las demás.
—¿Por qué recortó el artículo del periódico?
—¡Tenía que dejar constancia de ello! De lo contrario, ¿cómo iba a saber Dios que había actuado según sus deseos? ¡Era una prueba!
—¿Para qué necesitaba una prueba de esta chica?
—Eso es lo que me tiene confuso —lloró—. De las otras cobré un… un premio. Pero de ésta no me acuerdo.
—Cuando se le aparece en el sueño, ¿qué dice?
—No dice nada. Se queda a un lado y observa. Yo no la odio tanto como a las otras. —Hizo una pausa—. Necesito dormir. Dios me concederá el sueño. ¿Puede ayudarme usted, detective, ayudarme a dormir? Estoy muy cansado, y sin embargo no puedo dormir. No debo. Vienen y me atormentan en sueños. Mis enemigos conspiran mientras yo tengo los ojos cerrados. Un día no despertaré.
Y continuó llorando en silencio.
—¿Eso le da miedo? —le preguntó la detective Barren.
De pronto él se revolvió, se levantó bruscamente de la silla y se plantó de pie ante ella, rígido, con el pecho hinchado y los músculos en tensión. Su voz ya no era un sollozo, sino un bramido:
—¿Miedo? No hay nada que dé miedo a Sadegh Rhotzbadegh. ¡Yo no temo a nada! —Se golpeó el pecho—. ¡Óigame! ¡Nada! Dios está conmigo. Él me protege. ¡No tengo miedo de nada!
Rhotzbadegh miró fijamente a la detective Barren. Ella dejó que flotara el silencio en la habitación antes de contestar muy despacio:
—Pues debería.
Ya era tarde cuando la detective Barren llegó por fin a su apartamento. Había regresado del centro de clasificación conduciendo a una velocidad calmosa, mínima, dejando que los demás vehículos la adelantaran mientras ella se ceñía al límite de velocidad permitida. Sentía un difícil vacío en su interior, una sensación rebelde, incómoda, como si sus órganos internos se hubieran movido, como si hubieran cambiado de sitio. Sonrió al pensar cómo reaccionaría su amigo el médico forense. No le costó imaginárselo con su voz aguda alcanzando nuevos niveles de soprano al diseccionarla: «Pero ¿qué es esto? ¡El apéndice está fuera de su sitio! ¡El bazo se ha desplazado! ¡El estómago se ha ido a otro lugar! ¡El corazón ha hecho las maletas y se ha marchado!». La detective Barren lanzó una sonora carcajada.
Aquello no resultaba tan descabellado, pensó.
Le vino a la memoria una visita, dos años después de que falleciera John, de un individuo esbelto que tartamudeaba, aunque sólo levemente. Había formado parte del pelotón de John, se sentó frente a ella en un restaurante y le habló de su marido. Había sido muy valiente, aseguró aquel hombre. En una ocasión en que estaban atrapados, salió y echó a correr para rescatar al soldado que marchaba a la cabeza de la patrulla, que había caído herido. Los del Vietcong siempre hacían eso, dijo, abatir al soldado que encabezaba el pelotón. Después derriban al médico, porque el médico siempre es rescatado. Y después de él derriban a los hombres que necesitan al médico, que son todos los demás.
—John era el mejor de nosotros —aseguró. Ella afirmó con la cabeza y no dijo nada. Era algo que ya sabía sin que se lo dijeran—. Sólo quería que lo supiera —dijo el hombre, y se levantó.
—Gracias —contestó ella, más por él que por sí misma—. Algo ayuda.
Pero sabía que era mentira.
—Así lo espero —repuso el hombre. Pensó un instante—. El que iba a la cabeza del p-p-p-pelotón era yo.
Ella asintió.
—Ya me lo he imaginado. —Se miraron el uno al otro. Tras un breve silencio ella preguntó—: ¿Qué va a hacer ahora?
El hombre sonrió.
—Me toca regresar al hospital de veteranos. Más cirugía en las tripas. Ése es el problema de haber sido herido. Las balas te lo destrozan todo. Los cirujanos de guerra son grandes improvisadores; son como el chaval al que conocía todo el mundo en el instituto, el que sabía arreglar cualquier motor, un apaño aquí, un ajuste allá, hasta que conseguía que aquello funcionara. Eso es lo que me están haciendo a mí. Se encuentran con intestinos que van para el norte, otro tramo que va para el sur. Dentro de poco lo tendrán todo sobre el mapa tal como quieren.
—¿Y después?
Él se encogió de hombros. En su recuerdo, la detective Barren a menudo se imaginaba que aquel joven hundía los hombros contra la realidad. Cada vez que pensaba en la guerra, era eso lo que recordaba: un hombre herido que se encogía de hombros ante el futuro.
A veces se preguntaba si John habría hecho lo mismo. Él no había tenido la oportunidad de conocer la desilusión. No llegó a conocer la frustración, ni la negación, ni la mala suerte. Nunca lo despidieron de un trabajo, ni lo rechazaron, ni le dijeron que se fuera a la mierda ni que se diera el piro. Jamás conoció la pérdida.
Al contrario que ella.
La detective Barren arrojó el cuaderno y el maletín sobre su pequeño escritorio, se quitó los zapatos de cualquier manera y fue a la cocina. Cogió de la nevera lechuga, queso y fruta. «Comida para conejos», pensó. Se preparó un plato y luego lo dejó sobre la mesa. Fue hasta su habitación y dejó la falda tirada en el suelo. Se lavó las manos y la cara y después salió otra vez, medio desnuda. Comió procurando no pensar en Rhotzbadegh, intentando no dejarse invadir por la desesperación. Apenas probó la comida.
Pensó enfadada en que Rhotzbadegh podría haber sido más directo.
¡Maldita sea! ¡Sueños! ¡La ve en sueños, pero ella no lo atormenta! ¿Qué diablos quiere decir eso? ¿Que él no la mató?
«Es probable».
Sonrió con tristeza, y de repente se imaginó a sí misma acudiendo al detective Perry. ¡Una gran noticia!, le diría. ¡Ese cabrón sueña! Una prueba irrefutable de que él no mató a Susan.
Negó con la cabeza.
«Qué desastre. Qué irremediable desastre». Se terminó la ensalada y apartó el plato.
—Muy bien —se dijo—. Ya está bien. ¡Ya basta! Deja de perder el tiempo con ese árabe.
«Despeja la mente y vuelve a empezar desde cero».
Se levantó de la mesa y llevó los platos al fregadero. Los lavó lentamente, sumergiendo las manos en el agua, que casi escaldaba, haciendo rechinar los dientes pero obligándose a sí misma a continuar. Luego guardó los platos y fue al cuarto de estar. Miró las pilas de papeles de su escritorio, seguramente por millonésima vez; quizá la milmillonésima. «Está ahí dentro, pensó. Ahí dentro hay algo».
—Mañana —dijo en voz alta— iré a Homicidios y empezaré a sacar casos relacionados con éste. Miraré listas de delincuentes sexuales conocidos. Volveré a la universidad y averiguaré si Susan tenía algún enemigo. Pasaré el modus operandi por los ordenadores del NCIC, puede que también por los del FBI. Buscaré crímenes similares cometidos tras el arresto del árabe…
Se interrumpió y reflexionó. Miró por la ventana.
«Está ahí fuera. El asesino anda suelto».
Sonrió. «Ya sabías que no iba a resultar fácil. No esperabas demostrar que el árabe no lo hizo y reabrir la investigación oficial. Sigues estando sola, y eso no es terrible».
«No es terrible en absoluto».
Contempló la fotografía de Susan que descansaba sobre la estantería.
—No te preocupes, voy a llegar. Voy a llegar.
Pero los ojos se le llenaron de lágrimas rápidamente.
Desvió el rostro y contempló una vez más la negrura de la noche tropical. El cielo estaba cuajado de constelaciones, y la detective Barren vio una estrella que brilló intensamente, rasgó velozmente el vacío y desapareció.
—Qué lástima —dijo. Sintió que las lágrimas le corrían sin trabas por las mejillas, pero permaneció rígida.
Después de pasar varios minutos perdida en aquel vacío interior, se dio la vuelta por fin. Despeja la mente, se dijo. Fue hasta la televisión y la encendió. Se sorprendió al ver un par de locutores locales de deportes hablando animadamente a la cámara, y al fondo distinguió el estadio Orange Bowl, en el centro de Miami.
—… Bueno, ha sido un comienzo muy emocionante para la pretemporada de los Dolphins —decía un locutor—. Nos estamos preparando para dar comienzo al último cuarto del primer partido de exhibición del año, con el marcador empatado a veinticuatro y los Saints con el balón en sus veinte yardas.
Había olvidado el inicio de la temporada de exhibición de fútbol americano.
«Esto no es propio de ti. No es propio de ti en absoluto…». Cogió su copa de vino y la colocó delante del televisor.
—El supremo lavado de cerebro —dijo—. ¡Ánimo, Fins!
Vio el partido con ajeno placer, dejando que el juego barriera a un lado los pensamientos y las lágrimas, cómoda, sola. «Es el comienzo de una temporada nueva —pensó—. Para ellos y para mí». A mitad del último cuarto los Saints metieron un último gol y se pusieron a la cabeza por tres puntos. Un minuto después, a un novato que corría balón en mano con los Dolphins se le cayó la pelota dentro de su propia línea de las treinta yardas. Ello tuvo como resultado otro gol en el terreno de los Saints, que se adelantaron con seis puntos cuando el partido ya se acercaba al final. Pero en los últimos minutos los Dolphins se rehicieron. Recuperaron terreno a toda prisa devorando yardas hasta que quedó menos de un minuto para acabar, y entonces alcanzaron la línea de una yarda de los Saints. Era el cuarto intento y el partido estaba en la balanza.
—¡Vamos! ¡Maldita sea! ¡Mete el balón! —Golpeó el puño contra la palma abierta—. ¡Vamos! —Vio cómo el quarterback se aproximaba a la línea—. ¡Por encima, maldita sea! ¡Lanza por encima! —Ambos equipos estaban apiñados, esperando el choque en el centro, una fuerza contra otra. La detective estaba encantada—. ¡Métete ahí dentro! —vociferó.
De pronto las dos líneas convergieron y la detective Barren vio que el quarterback giraba sobre sí mismo y entregaba el balón a un corredor que volaba hacia el medio. Hubo un choque tremendo y el público estalló en gritos de emoción. El estadio entero se sacudió con el griterío cuando el público, en pie, chilló enfervorecido. La detective Barren, al igual que los miles de espectadores del estadio, se levantó también medio gritando, medio llorando, porque ella, como los demás, veía que el quarterback no había entregado el balón sino que simplemente había fingido el pase y ahora corría desesperado, solo y sin protección alguna, hacia la esquina de la zona del fondo. De manera simultánea, el linebacker, un individuo grande y violento, se acercaba rápidamente al quarterback desde una diagonal, de tal modo que ambos se encontrarían justo rozando la línea de meta, en la esquina misma del campo de juego.
—¡Vamos, vamos, vamos! —chilló la detective Barren, cuya voz se fundió con el muro formado por el griterío del público que salía del televisor—. ¡Agacha la cabeza!
Y eso fue lo que hizo el quarterback.
En el momento en que se lanzaba sobre la línea de gol, chocó contra el linebacker. Los dos hombres salieron volando por los aires y se estrellaron violentamente contra un grupo de fotógrafos congregados en la línea de gol para tomar instantáneas, que se apresuraron a apartarse y huyeron como gansos asustados, intentando evitar los proyectiles humanos. El público rugió, pues el árbitro había alzado las manos en alto indicando el final del encuentro, y la detective Barren se dejó caer en el sofá sin pensar, dejando que la inundara la idea de la victoria.
Los locutores farfullaban emocionados.
—Ha habido una buena colisión en la línea de meta, ¿verdad, Bob?
—Bueno, yo creo que ha sido una jugada valiente por parte del quarterback novato y una manera de aprender por las malas cómo son las cosas en la Liga Nacional de Fútbol. Ese lanzamiento ha sido de los que se ven en un equipo de estrellas.
—Espero que esos fotógrafos no hayan sufrido daños…
—Bueno, sospecho que el linebacker de los Saints se ha merendado a un par de ellos…
Los dos rieron la gracia, y luego callaron unos instantes.
—Mira, te propongo que se lo preguntemos a Chuck, que está en el campo. Ahora se encuentra con un par de fotógrafos. Han disfrutado de un buen primer plano del aterrizaje, ¿no es así, Chuck?
—Así es, Ted. Estoy con Pete Cross y Tim Chapman, del Miami Herald, y con Kathy Willens de Associated Press. Contadnos qué es lo que habéis visto…
—Pues —empezó uno de los fotógrafos, un hombre de cabello rubio arena con barba— estábamos todos aquí en fila, para hacer la foto del lanzamiento, y de pronto nos encontramos con…
Lo interrumpió la joven:
—De pronto nos encontramos con esos dos jugadores escupiendo fuego que venían hacia nosotros, y…
—Tuve que sostener a Kathy —dijo el otro, un individuo de cabello rizado y pecho grueso—. Estaba tomando fotos con motor y creí que esos dos iban a llevársela por delante…
—Estar de pie en las bandas puede resultar bastante peligroso, ¿no? —dijo el locutor.
—Igual que cubrir una guerra o una revolución cualquiera —replicó la joven.
A continuación la cámara de televisión se mantuvo en un primer plano de los tres fotógrafos. La detective Barren estaba escuchando sin prestar mucha atención, tratando de recordar si había visto a alguno de ellos en los crímenes que le habían sido asignados.
Y de pronto se incorporó bruscamente.
—¡Oh, Dios! —exclamó. Se puso de rodillas delante del televisor—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!
—Esto es lo que ha sucedido en las bandas del terreno de juego. Te devuelvo la conexión, Ted… —dijo el locutor.
—¡Espere! —chilló la detective Barren—. ¡Un momento! —Aferró los costados del televisor, insistiendo dramáticamente—: ¡No, espere! ¡Tengo que verlo!
Los comentaristas continuaron hablando mientras los equipos se alineaban para el punto extra. La detective Barren no oyó siquiera el clamor del público cuando el saque lanzó el balón por el medio de los postes. Zarandeó el televisor gritando:
—¡No, no, no! ¡Volved, volved!
Entonces se derrumbó y reflexionó sobre lo que había visto.
Tres fotógrafos delante de una cámara.
Una ligera ráfaga de viento. Justo lo suficiente para agitar el cabello.
O para que ondearan las credenciales de prensa que llevaban colgadas del cuello.
Una cartulina ancha, gruesa y amarilla que llevaba impreso el rótulo de: «Pase oficial de prensa».
La detective Barren, presa del pánico, fue hasta su pequeño escritorio. Comenzó a manotear los papeles con desesperación y buscó a toda prisa en los expedientes de pruebas hasta que dio con la lista de objetos encontrados en el lugar del asesinato de su sobrina. Había treinta y tres objetos identificados, aislados y recogidos por los técnicos de la escena del crimen. Pero el que le interesaba era sólo el último de ellos.
«… Extremo de cartulina de papel de color amarillo de origen desconocido (hallado debajo del cadáver)».
—Sí —dijo en voz alta—. Creo que sí.
Dejó escapar una exclamación ahogada.
Sí.
Se sentó en el suelo y comenzó a mecerse adelante y atrás, con la lista en la mano, de forma parecida a una mujer que acuna a un bebé, acordándose de aquel trozo de papel que había inspeccionado meses atrás.
—Creo que sí —dijo una vez más.
Al día siguiente fue al almacén de la vetusta oficina de propiedad, situado en el centro urbano de Miami. El empleado se mostró reacio a hurgar entre los montones de cajas que se encontraban acumulando polvo en el cavernoso interior del mismo. Era un hombre irritable, desagradable, que frunció el ceño desde el momento en que la detective Barren apareció por la puerta. Lo primero que hizo fue exigirle una orden judicial, luego una carta de alguna autoridad superior, y por fin se conformó con una autorización escrita de la detective Barren, la cual no dejó de sonreír y actuar todo el tiempo con fingida indiferencia y desapasionamiento, soportando las infantiles quejas del empleado. Éste era un tipo voluminoso, de cuello invisible, con toda la pinta de una persona que se pasa el tiempo libre lanzando gruñidos en una sala de musculación. Llevaba la camisa remangada hasta muy arriba de los brazos, lo cual dejaba ver un par de intrincados tatuajes que representaban dragones, y cuando blandió un trozo de lápiz que llevaba en la oreja la detective creyó que iba a romperlo con la fuerza de sus temibles dedos.
Fue todo el tiempo detrás del empleado procurando no adelantarse, no prejuzgar, pero con el corazón acelerado y una sensación cada vez más pegajosa en las axilas.
Llevó casi una hora encontrar las cajas de cartón que buscaba.
—Son putos casos cerrados, señora —se quejó el empleado—. Y un caso cerrado quiere decir que la puta caja está sellada. Éste no es mi trabajo, ¿sabe?
—Ya lo sé, ya lo sé. Encargado, me doy cuenta de que se trata de una petición especial. No sabe cuánto le agradezco su colaboración.
—Vale sólo con que sepa que éste no es mi trabajo —insistió el hombre.
—Lo entiendo —repuso ella.
Todas las cajas estaban codificadas con una sencilla serie numérica. Los primeros dígitos representaban el año en que se había cometido el crimen, seguidos del número que habían asignado al caso las diversas brigadas de investigadores. Robos, allanamientos, violaciones, homicidios y demás delitos; todos estaban mezclados al alimón, lo cual era más indicativo de que se trataba de un caso cerrado que cualquier otra cosa. Recorrió con la mirada el montón de cajas, pensando que si abriera cualquiera de ellas saldría alguna tragedia seguida del profundo dolor o terror sufrido por alguien.
—Joder, lo sabía. Está justo arriba de todo. Voy a buscar la puta escalera. —La detective aguardó sin moverse mientras el empleado bajaba la caja—. Si va a abrirla, tiene que firmar aquí… —Le pasó un formulario ya impreso, el cual ella firmó sin leer. El empleado comprobó que había firmado correctamente y alzó la vista—. Se supone que debo quedarme con usted, incluso con los piojosos casos cerrados. Pero que les den. Si quiere algo de lo que hay ahí dentro, puede cogerlo.
El empleado se marchó dando fuertes pisotones, con su beligerancia y su frustración intactas, e igual de misterioso para la detective Barren como cuando entró en el almacén. Se quedó mirando la caja de pruebas. En la tapa llevaba pegado un papel que enumeraba los objetos que había dentro y constataba la declaración de culpabilidad de Sadegh Rhotzbadegh y su condena a cadena perpetua. En el membrete de dicho papel había un gran sello de color rojo que decía: «Cerrado/resuelto».
Ya veremos.
Se sirvió de la navaja que llevaba en el bolso para cortar la cinta adhesiva que cerraba la caja y, con precaución, como si no quisiera perturbar el polvo acumulado, abrió la tapa. Rehusó permitirse ninguna emoción, pensando en que éste era sólo el primer paso.
Rápidamente introdujo la mano y sacó la cartulina amarilla. Estaba cubierta por una envoltura de plástico. Al guardársela en el bolso notó en su superficie los restos del polvo empleado para tomar huellas dactilares. «Te estás agarrando a un clavo ardiendo, pensó; rara vez aparecen las huellas dactilares en el papel». Observó la caja preguntándose si habría algo más que pudiera robar, pero negó con la cabeza y cerró la tapa.
Pasó rauda junto al malhumorado coloso.
—Gracias por su ayuda. Si necesito alguna cosa más, volveré.
—Muy bien —respondió él en un tono de voz que daba a entender lo contrario, que de «muy bien» nada.
Al salir del almacén la sorprendió el sol de muy entrada la mañana. No estaba permitiéndose pensar, imaginar ni procesar información. Un paso, dos, se dijo a sí misma. Durante un breve instante se sintió como si estuviera ganando. No pensó en su sobrina, no asoció con la escena del crimen aquella caja polvorienta ni la cartulina amarilla envuelta en plástico; por el contrario, fijó la mirada en el lejano fluir del tráfico por la autopista. El sol arrancaba destellos a aquellos cuerpos de acero y causaba la impresión de que cada uno de ellos había sido bendecido de algún modo. El movimiento de los vehículos que iban y venían a toda velocidad la absorbió, y se sumió en una serie de pensamientos acerca del comercio, la vida y el progreso. Su mirada divagó hacia arriba y se detuvo en un mirlo grande y solitario que aleteaba con fruición contra la brisa matinal. Observó la determinación de aquella ave recortada contra el perfecto azul del cielo tropical. El mirlo lanzó un graznido estridente y después pareció meter el pico en el viento y, con calma y decisión, abrirse paso a través del aire. La detective Barren sonrió y luego se apresuró a regresar a su coche para incorporarse al flujo del tráfico y dirigirse hacia el centro de la ciudad.
En las oficinas del equipo de los Dolphins de Miami ubicada en el Biscayne Boulevard, una secretaria hizo esperar a la detective Barren.
—Tiene mucha suerte de que el señor Stark disponga de tiempo para usted —le aseguró la secretaria. Era una mujer joven, equipada con todas las lindezas esenciales que por lo visto deben poseer todas las recepcionistas: una sonrisa dulce, una voz suave y una apariencia ligeramente coqueta.
—¿Por qué?
—¿No ha leído los periódicos? —replicó la joven.
—Esta mañana, no.
—Oh. ¿No está enterada de lo del nuevo contrato?
La detective negó con la cabeza, y al mismo tiempo oyó una fuerte carcajada proveniente de uno de los despachos.
—No estoy enterada.
—Eso es la rueda de prensa —informó la recepcionista.
—¿Puedo echar un vistazo? —pidió ella.
La secretaria dudó. Miró alrededor rápidamente; no había nadie a la vista.
—¿Es usted una admiradora?
La detective Barren sonrió.
—Nunca me pierdo un partido.
La joven mostró una ancha sonrisa.
—Entonces, venga. Vamos a asomar la cabeza un poco.
La detective Barren siguió la falda ondeante de la recepcionista. Esta abrió con cautela la puerta de un despacho y ambas se deslizaron por la abertura. La detective Barren reconoció la escena al instante, gracias a un centenar de informativos deportivos vistos al final del día cuando la eludía el sueño. El centro de la sala estaba dominado por media docena de cámaras de televisión, montadas sobre trípodes. Estaban todas colocadas frente a una mesa elevada sobre un pequeño estrado. Por todas partes había periodistas de prensa y televisión, unos sentados en sillas, otros apoyados contra la pared, garabateando en sus cuadernos. Bajo la altura de las cámaras de televisión había técnicos de sonido y fotógrafos agachados. En la mesa, hablando a una maraña de micrófonos, se encontraba el famoso entrenador de mandíbula prominente, el propietario y el quarterback, alto y de cabello rizado. Todos sonreían. Ocasionalmente se estrechaban la mano, y eso daba pie a un frenesí de fotos, todas las cámaras accionando el motor al mismo tiempo. La detective Barren se quedó hipnotizada al momento. Se sintió igual que una niña que sorprende a Papá Noel en el acto de colocar los regalos alrededor del árbol.
—Es más grande de lo que yo creía —le susurró a la recepcionista con voz de jovencita profundamente impresionada.
—Sí —contestó la otra—. Y también más rico. Va a ganar más de un millón al año.
La joven guardó silencio durante unos instantes. Luego agregó con melancolía:
—Es una lástima que haya tenido que casarse con su novia de la universidad.
Esto último lo dijo con unos celos tan poco disimulados y un fruncimiento de labios tan repentino que la detective Barren estuvo a punto de echarse a reír. Volvió a fijarse en las figuras sentadas detrás de la mesa del estrado. Alguien había hecho una broma, y los tres estaban riendo. Eso provocó otra explosión de fotografías. Los motores de las cámaras zumbaron de nuevo. En aquel momento el sonido pareció invadir su corazón. «¡Dios mío! —pensó mirando a su alrededor con nerviosismo—; él podría estar aquí». En un instante de pánico llevó la mano a su bolso para agarrar la pistola que llevaba allí dentro, pero se detuvo justo cuando sus dedos se cerraron en torno a la fría culata. Pero ¿quién podía ser?
Sus ojos buscaron con desesperación.
Vio un individuo musculoso y con barba manipulando un gran angular. Se fijó en las manos, grandes, y de pronto se las imaginó estrujando el cuello de su sobrina. Desvió la mirada y la posó en otro hombre, un tipo corpulento y medio calvo que hacía chistes entre una instantánea y otra. Tenía algo especial en las comisuras de la boca que le provocó un escalofrío. Luego vio otro, delgado, joven, rubio, de aspecto casi ascético, situado en medio de su línea visual. Parecía casi delicado, aunque cobarde, y se lo imaginó mezclándose tranquilamente con la gente en la asociación de alumnos, con sus ojillos brillantes clavados en el cabello rubio de su sobrina.
Cerró los ojos con fuerza en un intento de apartar aquella visión. El ruido de la rueda de prensa pareció aumentar de volumen; las risas y las chanzas le llenaron la cabeza como si se burlasen de sus sentimientos, de su afán de búsqueda. Sintió un ligero vértigo y se preguntó si no estaría a punto de vomitar.
En eso, alguien le susurró al lado:
—¿Detective Barren?
Abrió los ojos. Se trataba de un hombre bajo y con una cazadora de lino. Ella afirmó con la cabeza y repitió:
—Detective Barren, sí.
—Soy Mike Stark. Soy el encargado de este zoo…
Rió, y ella se recobró haciendo un gran esfuerzo y rió también. Stark contempló de nuevo a la multitud de los presentes y después miró de pasada a las figuras bañadas por la luz de los focos.
—Y bien, ¿qué le parece?
Ella respiró hondo y obligó a sus pensamientos de pesadilla a regresar al olvido. Articuló una sonrisa.
—Que un millón de pavos al año es mucho dinero.
—Es un jugador de puta madre.
—No dudo que lo sea…
Stark pensó un instante. A continuación juntó las manos en actitud de súplica.
—Tiene razón. Es una pasta gansa para un tío con las dos rodillas flojas. Espero que, sea cual sea el dios que vela por los futbolistas, esté prestando mucha atención. —Levantó la mirada hacia el techo—. Eh, el de arriba, ¿me estás escuchando?
La sonrisa de la detective Barren fue auténtica.
—Él no hace pases con las rodillas —dijo.
—Teniendo en cuenta lo que le pagamos, debería saber hacerlo —replicó Stark. La risa de ambos se confundió con la algarabía general de la sala. La detective miró alrededor—. Voy a dar esto por terminado. Gracias a Dios que contratamos a ese tipo en agosto, antes de que estuviera empezada la temporada. No quiero ni pensar cuánto nos habría costado si hubiera tenido otra temporada como la pasada. ¿Por qué no me espera en mi despacho?
La detective Barren asintió.
Estaba mirando por el inmenso ventanal, contemplando las lanchas que surcaban las olas blancas de la bahía, cuando entró Stark. Tomó asiento detrás de su mesa, y ella se acomodó en un sillón colocado enfrente de él.
—¿Y bien? —preguntó Stark.
La detective Barren extrajo la cartulina del bolso. La mantuvo unos momentos fuera de la vista, insegura de estar adoptando el enfoque correcto. A continuación, sin pronunciar palabra, la depositó encima de la mesa. Vio que Stark alzaba las cejas en un gesto interrogante al tomar la cartulina guardada en la bolsa de plástico y darle la vuelta despacio. Volvió a dejarla en la mesa.
Stark cogió de nuevo la bolsita de plástico, y a ella le dio un vuelco el corazón.
—¿Y bien?
—Bueno, quizá —dijo Stark. Dejó la cartulina y giró en su sillón para rebuscar en un armario archivador. Al cabo de unos momentos se volvió con una carpeta. La abrió sobre la mesa, y la detective Barren vio un pequeño número de pases de color amarillo—. Es el modelo del año pasado —aventuró Stark—. Este año las hemos fabricado en amarillo y azul, los colores del equipo, para el partido de inauguración en casa. —Puso uno de los pases junto a la muestra de la bolsa.
—¿Qué piensa?
—Podría ser —dijo—. Decididamente, es una posibilidad. —La detective Barren observó las dos cartulinas. Tenían la misma anchura—. El color es correcto —prosiguió Stark. Palpó a través del plástico—. Y también parece tener el mismo grosor. No puedo afirmarlo con seguridad —dijo—, pero es una posibilidad. —Pensó un momento y miró a la detective Barren—. ¿Por qué?
Ella dudó. «¿Por qué no?», pensó.
—Por un asesinato —contestó.
Stark dejó escapar un largo silbido y miró una vez más las dos cartulinas.
—Supongo que tenía que pasar —comentó.
—¿Cómo dice?
—Pues que vivimos en Miami, ¿no? Y éste es el país de los asesinatos, ¿no? Imagino que en Miami todo el mundo termina por rozarse de cerca con un asesinato tarde o temprano.
—Es posible.
—En fin —dijo—, puede que esto sea lo que ha quedado de uno de nuestros pases para entrar en el campo. Claro que podría ser casi cualquier otra cosa, ya puestos. Quiero decir: ¡qué sé yo!
—¿Sabe quién imprime estas cartulinas?
—Claro. Eso es fácil. Biscayne Printing, en la calle Sesenta y ocho. Allí podrán decirle en un minuto si la han hecho ellos o no.
«Los forenses también», pensó ella a toda prisa.
—¿Y tiene una lista de las personas para las que se fabricaron?
—Sí. ¿Para qué partido?
—Para el del ocho de septiembre.
—La tengo aquí mismo. —Giró de nuevo hacia el archivador, rebuscó una vez más y emergió con otro expediente. A ella le entraron ganas de quitárselo de las manos, pero se contuvo—. En realidad el partido se jugó el día nueve. El ocho fue sábado.
A la detective Barren se le ocurrió una idea. Sintió que le temblaba la garganta; la tenía muy seca, y tuvo que toser antes de formular la pregunta siguiente. Otra vez experimentó una sensación de vértigo.
—¿Alguien solicitó dos pases? Me refiero a si llamó alguien para pedir otro pase por haber extraviado el primero.
Stark puso cara de sorpresa, y después asintió.
—Ya entiendo —dijo, bajando la vista al expediente—. La federación nos exige que llevemos un listado estricto de quién hace fotos de los partidos. En parte, por razones de seguridad. Pero principalmente porque les gusta controlar a los fotógrafos, controlar la publicidad. A veces tengo la sensación de estar trabajando para el Gran Hermano. —Tomó una hoja impresa a máquina—. Para ese partido se dieron un montón de pases, todo el inundo quería fotos del individuo que ha firmado hoy ese importante contrato. En aquel entonces era un novato y querían algo artístico.
—¿Algo artístico?
—Así es como lo llaman ellos. Dios sabe por qué. Una foto buena es algo artístico. Rembrandt se revolvería en su tumba si oyera decir eso a uno de esos animales.
Estudió la lista.
—Tres tíos —dijo—. Hubo tres tíos que perdieron el pase. Oh, perdón, dos tíos y una tía. Quiero decir una mujer. La reportera de la AP local, un tipo del News de Miami y un fotógrafo que trabajaba para el SI. Estaba contratado por Back Star. Por lo general, Sports Illustrated envía a su propia gente, pero supongo que esa vez andaban escasos de personal. Béisbol, fútbol universitario, los profesionales, ya sabe. —Le entregó un papel—. ¿Le vale con una copia? Necesito quedarme con el original.
La detective Barren asintió. La cabeza le daba vueltas, pero se le ocurrió otra pregunta:
—¿Le dieron alguna explicación de por qué necesitaban otro pase?
—Pues sí —contestó Stark—. A la federación le preocupa mucho quién obtiene estos pases; no quieren que todo el mundo se traiga a su primo a las bandas del campo. —Estudió otro papel—. A ver… Ah, sí. La chica de la AP tenía el suyo en la maleta. Había venido en un vuelo de la Eastern y le habían perdido la maleta. Eso no podía ser mentira. El tío del News dijo que su pase se lo había mordisqueado su hijo de diez meses, y el tipo de fuera, a ver, perdió el suyo en una pelea… —Stark se recostó en el sillón—. Me parece recordar que cuando vino aquella mañana a recoger un pase nuevo, traía un hematoma bastante grande encima del ojo. Todo el mundo le gastaba bromas. Pero él se lo tomaba todo muy bien.
La detective Barren sintió que se le hundía el estómago. «Lo sabía —pensó—. Sabía que ella se defendió con todas sus fuerzas. Susan no habría permitido que alguien le robara la vida con tanta facilidad». Recogió la lista de la mesa y leyó los nombres que llevaba impresos.
Procuró calmarse pensando que no podía estar segura hasta que acudiera a la imprenta. Y después iba a tener que llevarlo a analizar por los forenses para asegurarse doblemente. «El proceso podría tardar un tiempo —se advirtió a sí misma—. Muévete despacio, muévete con cuidado. Asegúrate». Pero para sus adentros, dudó de su capacidad para hacer caso de sus propios consejos.
Escrutó de nuevo los nombres impresos en el folio, pero las letras parecieron juntarse unas con otras, como si se burlaran de ella. «Está aquí, pensó. Está aquí».
—¿Detective Barren?
El anciano caballero cubano que salió de detrás del mostrador de Biscayne Printing para atenderla se mostró elegante y respetuoso.
Ella le enseñó la placa, lo cual logró que levantase la vista con cierto asombro, evidentemente, pensó la detective Barren, un poco molesto por la idea de que se tratara de un policía mujer. Aun así, sacó suavemente la cartulina amarilla de su bolsita de plástico, le dio la vuelta y la frotó entre los dedos.
—Esto —dijo con marcado acento— desde luego se parece mucho a los pases que imprimimos para los Dolphins. Pero este año, por supuesto, el color ha cambiado.
—¿Podría ser…? —empezó ella, pero el viejo alzó una mano.
—Es del año pasado —afirmó—. Si me permite quedarme esto ¿podría enseñarle el lote completo que adquirimos, tal vez buscarle uno que coincida perfectamente?
Era una afirmación planteada como una pregunta. La detective Barren sabía que el departamento forense de la policía del condado podía encontrar fácilmente dicha coincidencia.
Negó con la cabeza.
—No, gracias. Sólo quería…
El anciano levantó la mano.
—Lo que haga falta, para una detective tan guapa. —Y le sonrió con la lascivia inofensiva de un hombre tan mayor.
Ella recuperó la cartulina preguntándose cuándo despegaría el próximo vuelo a Nueva York.
El monótono zumbido de los motores del avión no consiguió interrumpir su preocupación, dominada por un único pensamiento, una incapacidad de concentrarse en nada que no fuera aquel nombre, el cual se repetía a sí misma una y otra vez, en cierto modo aterrorizada por lo ordinario que era. Le dio la dirección al taxista casi de manera inconsciente. Cuando se detuvo frente a la misma, apenas reparó en el gigantesco edificio de oficinas. Como un autómata, pulsó el botón del séptimo piso al tomar el ascensor y se apretó al fondo del mismo junto con una decena de oficinistas, todos silenciosos, para subir a la agencia fotográfica.
Aguardó unos minutos en un vestíbulo mientras la recepcionista iba a buscar a un editor. Reparó en una serie de fotografías enmarcadas, todas de desastres o de guerras, y se acercó hasta ellas. Contempló la primera por pura curiosidad y de pronto dicha curiosidad se transformó en interés y pavor. Fue el hecho de ver el nombre lo que la sacó de aquella inconsciencia a media luz en la que había caído. «Ya está —se dijo a sí misma—. Este es». Aquello le infundió renovadas fuerzas. Varias de las fotos colgadas de la pared eran de Douglas Jeffers, incluida una de un bombero cubierto de mugre, del que había captado la derrota que se leía en sus ojos, y al fondo una manzana de la ciudad envuelta en llamas. Era Filadelfia.
Apartó la vista cuando el editor vino a hablar con ella. Su primer impulso fue el de mentir. «Miente de forma inteligente, miente completamente, miente con descaro. No hagas nada que genere alarma. Crea una distracción», pensó. No quería que la agencia fotográfica se pusiera en contacto con Jeffers y le dijera que lo andaba buscando una mujer policía. Titubeó nada más que un segundo antes de pronunciar la primera mentira. Se quitó de la cabeza el sentimiento de culpa y se dirigió al hombre con decisión. Reconoció la conveniencia de aquella falsedad, pero aun así lo consideró una debilidad momentánea cuando las fuerzas que la impulsaban, creyó, eran alimentadas por la rectitud y la honestidad. Tenía que serlo.
El ayudante del director se mostró amable pero reacio.
—La verdad es que no está aquí. No sé cómo decirlo ya. Lo siento, pero…
La detective Barren asintió y sacudió la cabeza en un gesto de falsa desilusión.
—Vaya, pues la pandilla lo va a lamentar mucho. Todo el mundo quería ver al bueno de Doug.
—¿A qué se refiere? —inquirió el ayudante del director. Era un hombre de mediana edad que usaba pajarita. Tenía un aire lascivo más bien comedido, el típico individuo ligeramente desaliñado que siempre anda a la caza y más de la mitad de las veces no le da resultado la táctica de utilizar su arrugado osito de peluche. La detective Barren pensó que a lo mejor podía aprovecharse de ello, y le ofreció una generosa sonrisa.
—Oh, en realidad no es nada. Es que varios de los que cubrimos juntos el bombardeo del grupo Move en Filadelfia y llegamos a conocernos habíamos organizado una reunión… No es gran cosa, la verdad. ¿Sabe cómo nos conocimos todos? Agachados un poco más abajo de donde estaban los bomberos y la policía, preparándose para volar todo aquello. El bueno de Doug era un caballo de carreras, no soportaba tener que esperar, tenía que hacer la foto como fuera, ya sabe, no le importaba que fuera en medio de un tiroteo. Así es el bueno de Doug…
—Sí que parece una locura propia de él…
—Bueno, no importa. Hubiera sido estupendo poder contar con Doug. A todo el mundo le gusta escuchar relatos de la guerra, ya sabe. Por eso he venido hasta aquí…
—La verdad, suena genial…
—Sí, bueno, el año pasado la cosa se desmadró un poco… —Medio guiñó el ojo y añadió un leve sonrojo de timidez para beneficio del otro. Esperó que no le hiciera ninguna pregunta sobre el incidente de Filadelfia. Rápidamente buscó en su memoria las pocas noticias de prensa que había leído—. Pero bueno, no pasa nada.
—Lo siento —dijo el ayudante.
—No importa. Es que, bueno, ya conoce a Doug. Se lo guarda todo para sí mismo. Esperábamos sonsacarle un poco, ¿sabe?
—Y que lo diga. Los fotógrafos son gente muy peculiar…
—Pues el bueno de Doug es uno de los mejores…
—Ya lo creo.
—Se sorprendería usted de la cantidad de amigos que ha hecho, en el quinto pino, estando de trabajo.
—Siempre me lo he imaginado. Dios sabe que por aquí guarda las distancias —replicó el ayudante—. Pero hay algunos de esos sitios en los que no puede uno meterse sin saber que tiene que arriesgarse un poco con otra gente. Las balas perdidas van siempre hacia los amigos que se hacen rápidamente.
—La verdad es que sí —convino la detective Barren.
—¿De dónde ha dicho que es usted? —preguntó el ayudante.
—Del Herald. Voy a quedarme en la ciudad sólo uno o dos días…
—Bueno, lo único que puedo decirle es que está de vacaciones y que no nos dijo adonde pensaba ir. Tiene que volver al trabajo dentro de tres semanas, si eso le sirve de algo. También puede dejarle un mensaje aquí… —Era una espera demasiado larga—. ¿O por qué no prueba a preguntar a su hermano?
—Doug nunca ha mencionado que tenga un hermano.
—Es médico de un hospital estatal de Nueva Jersey. En Trenton. Doug siempre lo nombra a él como pariente más cercano cuando va a trasladarse a una zona en guerra. Me da pena que se pierda una buena fiesta…
—Vale —dijo la detective Barren—, voy a probar con su hermano. Si no funciona, le dejaré un mensaje aquí, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
—Vaya —dijo con una voz casi de niña—, me ha sido usted de mucha ayuda. Oiga, si conseguimos organizar eso, ¿le apetece venir a tomar algo?
—Me encantaría —respondió él.
—Lo llamaré —prometió, con una sonrisa—. ¿Es fácil localizarlo aquí?
Él esbozó la sonrisa vaga de los esperanzados.
—Cuando quiera.
Pero el cerebro de la detective Barren ya se había cerrado en torno a la información que había obtenido, y su corazón tiraba ya de ella hacia Nueva Jersey.