9

Lo primero que hizo fue comprar tres planchas baratas de corcho para anuncios y una pizarra verde para niños. Se las llevó a su apartamento y las colocó junto al escritorio. A continuación escribió «Susan» en un trozo de cinta adhesiva y pegó ésta en la cabecera del primer tablón de anuncios, «Rhotzbadegh» en el segundo y «otros» en el tercero. La pizarra la situó en el centro. Apartó una estantería de libros, gruñendo por el esfuerzo, y la desplazó unos metros para disponer de más espacio. Acto seguido cogió unas chinchetas y clavó un grupo de fotografías en color de veinte por veinticinco de la escena del crimen en el centro del tablón de Susan. Luego colgó también la lista de pruebas halladas y las declaraciones de los dos homosexuales que habían descubierto el cadáver. El tablón de Rhotzbadegh también se llenó rápidamente, con las listas de pruebas de su casa y las copias de los artículos de periódico que había recortado. Tomó una foto de él y la colocó en el tablón, donde pudiera verla.

Experimentó una extraña liberación realizando aquella actividad. «Sé una detective —pensó—. Monta un caso».

«Pero antes, destruye el que tienen ellos».

El interior de la asociación de alumnos de la universidad parecía oscuro y cavernoso. No había resultado difícil encontrar a las personas con las que estuvo Susan la noche en que murió. Era época de exámenes y estaban ansiosas de hablar. De charlar, más bien. Lo que fuera, pensó la detective Barren, con tal de romper la pesadez de tener que estudiar, aunque sus rostros bronceados indicaban que estaban pasando más tiempo tomando el sol que encerradas en la biblioteca.

—¿Cómo estás tan segura? —le preguntó la detective Barren a una chica, una joven de cabello oscuro que tenía la incómoda costumbre de mirar a los ojos a la persona mientras escuchaba la pregunta y después dejar vagar los suyos por toda la habitación al dar la respuesta. «Debe de desquiciar a sus profesores», pensó la detective Barren—. ¿Por qué estás tan segura de que Susan desapareció antes de las once de esa noche?

—Porque habíamos quedado en irnos a las once. Era importante, las dos teníamos clase a primera hora y prometimos que, por muy bien que lo estuviéramos pasando, íbamos a marcharnos. O la recogía yo a ella, o ella me recogía a mí. Estuvimos bailando y la perdí de vista. Pero a las diez y media empecé a buscarla en serio, y a las once menos cuarto les pedí a los chicos que me ayudaran a encontrarla. Teddy incluso salió al aparcamiento y echó un vistazo por los alrededores. Quiero decir que no pudimos dejar de verla, ni siquiera entre la gente. ¿Sabe?: Susan siempre destacaba, no podía esconderse, ni siquiera con este lugar abarrotado. Ella era así.

«Ya lo sé», pensó la detective Barren.

—¿No la viste con alguien especial, alguien a quien no conocías?

—Pues el problema es que fue a principios del semestre. Todo el mundo era nuevo, todos eran desconocidos. Había tantos chicos de primer curso como alumnos graduados. También había varios profesores nuevos, pero ésos se fueron temprano. Quiero decir que todo era nuevo, emocionante, buen ambiente. Pero yo no la vi hablando con nadie sospechoso, si se refiere a eso.

La detective Barren suspiró y pasó a otro alumno, un muchacho enorme y fornido que llevaba una camiseta. Le extrañó que no tuviera frío en aquella estancia con exceso de aire acondicionado.

—Explícame cómo es que sabes que Rhotzbadegh estuvo aquí hasta la medianoche.

—Ya se lo he contado a los otros detectives, pero voy a contarlo otra vez. En realidad es muy simple. Había quedado con una chica con la que tenía que verme a las doce…

—¿A las doce?

—Sí. Suena romántico, ¿a que sí? Es que, en fin, ella estaba haciendo un curso sobre la historia del cine y tuvieron que ir a ver una película de no sé qué tipo ruso. Era un rato de larga, de modo que no iba a poder salir hasta pasadas las once. Así que quedamos en vernos aquí. Yo me escondí en un rincón del bar, desde donde pudiera vigilar la puerta. Ella era muy guapa y yo no quería, no sé, no quería que tuviera que ponerse a buscarme, ya sabe. Seguro que habría un montón de tíos dispuestos a ayudarla, no sé si me entiende. En fin, me puse a hablar con el colega que tenía al lado. Era un tipo raro, uno de las ligas mayores. Pero también era un poco bobo, por cómo hablaba de las chicas y de lo malas que eran. Pero cuando decía esas cosas, yo lo miraba y se echaba a reír, yo me reía también y no me lo tomaba muy en serio. Pero de todos modos no es una conversación de la que uno se olvide…

La detective Barren levantó la vista de su bloc de notas.

—¿Qué estabas bebiendo?

—Dos cervezas. Ése es el límite. El equipo aún entrenaba dos veces al día, y la verdad, si bebes demasiado te da por vomitar hasta que se te salen las tripas.

Los demás alumnos lanzaron silbidos.

—Di más bien dos paquetes de seis —dijo uno.

La amiga de Susan agregó:

—Esa noche te vi yo, Tony. Ibas ciego.

—Bueno, puede que un poquito…

—Dos cervezas es lo que les dijiste a los entrenadores, ¿verdad? —dijo la detective Barren.

El joven afirmó con la cabeza.

—¿Qué ocurrió al día siguiente en el entrenamiento?

—Que vomité.

—Bien. Así que, ¿cuántas tomaste en realidad?

El chico intentó esbozar una sonrisa, pero ésta se esfumó rápidamente.

—Bastantes.

—¿Y cómo estás seguro de que eso sucedió la noche en que desapareció Susan?

—Por la película. Sólo la pasaron una vez.

—¿Cuál era el título?

El muchacho dudó, y al momento se le iluminó la cara.

—Trataba de un barco de guerra en el que hubo una revolución…

La detective Barren pensó de repente en un cochecito de niño cayendo a trompicones por un ancho tramo de escaleras.

—¿El acorazado Potemkin?

—¡Eso!

—Pero, Tony —interrumpió la chica morena—, me parece que ésa fue la que pasaron la noche siguiente. La noche en que desapareció Susan pusieron la de guerra, ya sabes, esa en la que salen caballeros y se parte el hielo. Creo.

—No me acuerdo de ésa —dijo Tony.

Alexandr Nevsky —apuntó la detective Barren con un suspiro—. Aun así, estás seguro de que el sospechoso no se movió del sitio en ningún momento.

—Bastante seguro. Bueno, estuve bailando un poco, y también tuve que pasar un rato en el servicio. Además, ya sabe, era una fiesta. Cuando entraba alguno de los del equipo tenía que levantarme para ir a saludarlo…

—¿Así que no estuviste todo el tiempo sentado a su lado?

—Pues… todo el tiempo, no.

La detective Barren se fijó en la muñeca del joven. Un testigo estupendo. Borracho. Dispuesto a mentir a sus entrenadores y probablemente a quien hiciera falta. No se acuerda de los detalles. Probablemente ni siquiera recuerda qué día era. Volvió a mirarlo. «Espero que llegue a profesional. No me extraña que su relato no fuera tenido en cuenta por los detectives del condado; un gran jurado se hubiera reído de él».

—¿Alguna vez llevas reloj?

—Qué va. Te lo roban de la taquilla del gimnasio.

—Así que no puedes estar seguro de la hora que era.

—Pues… exactamente, no.

—Bien. ¿Qué estuvo bebiendo el sospechoso?

—Lo invité a tomar algo. Una tónica. Ya le digo que era un tipo raro.

—¿Algo más?

—Solamente tónica. Con un chorrito de lima.

—Sigue.

—Bueno, no hay mucho más. Los dos estuvimos allí sentados todo el tiempo, hasta que dieron las doce, y entonces apareció Cenicienta por la puerta. Y yo la agarré antes de que se le echaran encima los lobos, no sé si me entiende. Quiero decir que algunas noches este lugar se alborota un poco. De lo que ese tipo hiciera después, no tengo ni idea. El ambiente estaba decayendo…

La amiga de Susan sonrió.

—Susan sabía eso, ¿sabe? Por eso las dos hicimos el pacto de largarnos. No nos hubiéramos quedado hasta las doce, pues, permita que se lo diga, este sitio se convierte en un zoo. Jamás hubiéramos salido vivas…

Aquello fue una broma que todos conocían, y los demás alumnos la rieron juntos.

—En el caso de Susan, así ocurrió —replicó la detective Barren.

Aproximadamente dos semanas después de tomarse la baja del departamento, en una tarde de un calor achicharrante, la detective Mercedes Barren fue en coche hasta el parque en el que se había descubierto el cadáver de Susan. Era verano y el calor se elevaba del asfalto delante del vehículo formando una cortina de vapor. Pensó para sus adentros que había llegado a un punto decisivo en su investigación. Los días que había pasado moviéndose por la Universidad de Miami y repasando los documentos forenses la habían convencido de dos cosas: en primer lugar que Sadegh Rhotzbadegh era el sospechoso lógico y evidente del asesinato. Se encontraba en la es cena de la desaparición de la víctima, había recortado el artículo de prensa que hablaba del asesinato, igual que hizo con los demás, y el crimen en sí había sido ejecutado siguiendo su estilo personal. Todas las otras víctimas habían sido apaleadas y estranguladas. Reflexionó para sí que si aquel caso fuera de ella, hubiera empleado todos sus esfuerzos en buscar algún vínculo no circunstancial entre Susan y Rhotzbadegh. La más mínima de las conexiones hubiera dado como resultado una condena por asesinato en primer grado, sin duda. Y en segundo lugar: la detective Barren estaba segura igualmente de que él no había perpetrado el crimen, principalmente porque no existía ninguna relación que constituyera una prueba.

«Es demasiado simple», pensó.

Se acordó del leve gesto de cabeza.

«No ha sido él —pensó—. Es demasiado obvio. Y hallaron trazas de alcohol».

Frunció el ceño y se castigó mentalmente: ¡Busca algo!

Avanzó por la calle hasta el parque, el cual, a la claridad del día, no daba la impresión de ser tan siniestro como lo recordaba ella en la noche del asesinato de Susan. Dobló la esquina para penetrar en el área principal del aparcamiento y contempló las aguas opacas y de color claro de la bahía, que parecían fundirse con el cielo formando un todo azul porcelana. No hacía viento, y las pequeñas olas iban a morir a la orilla besando los nudosos manglares y haciendo un ligero ruido no muy diferente del de un grifo que gotea. La detective Barren percibió olor a comida; había familias haciendo barbacoas para almorzar al aire libre. El inevitable ruido de niños pequeños jugando parecía lejano, como una música de fondo.

Aparcó y dudó, mirando, más allá del aparcamiento prácticamente vacío, la zona de árboles y vegetación en donde había aparecido oculto el cadáver. Después, con un suspiro, se bajó del coche, lo cerró con llave y echó a andar en dirección al lugar en cuestión. Empezó a contar a partir del borde del asfalto. Susan pesaba cincuenta y cuatro kilos; se imaginó a su sobrina cargada al hombro, como hacen los bomberos. Un peso muerto cuesta más trabajo, es menos flexible. Recordó lo menudo que era el árabe, pero sabía que aquello no significaba nada, porque tenía unos brazos muy fuertes. Podría haber cargado con Susan sin grandes dificultades. Pero aquello no quería decir nada. Contó la distancia mentalmente, un metro, dos, hasta veintidós, antes de detenerse y observar el suelo arenoso. «El asesino ya la había matado —pensó—, no notó dificultad en la descarga de aquel peso».

El asesino. Quienquiera que fuera.

Pero ¿dónde? El coche del árabe estaba limpio, limpio del todo. Se habían analizado microscópicamente las alfombrillas del puesto del acompañante y la tapicería de los asientos delantero y trasero. También se examinaron bajo el espectrógrafo muestras del maletero. No había sangre, ni cabellos, ni piel; ningún residuo de muerte.

Añadió mentalmente aquello a su hoja de datos.

Se agachó y palpó el suelo en que había yacido el cadáver de Susan. «Vamos —pensó—. Algún mensaje cósmico. Alguna idea. Algo».

Pero no notó nada.

Lo único que percibió fue que estaba caliente. Había niños jugando. Y el asesino de Susan andaba por ahí suelto.

Volvió a observar el suelo y tuvo una visión de Susan tendida ante ella. Recordaba con espantosa nitidez la media enrollada al cuello, la mancha de sangre en la nuca, la violación… Pensó en el modo descuidado en que la habían arrojado al suelo, con las piernas abiertas en jarras y el sexo a la vista.

Cuánta crueldad.

Y entonces negó con la cabeza.

—Ha de haber algo. Piensa.

Reflexionó sobre el golpe contundente que presentaba Susan en la nuca. «Si pudiera encontrar el arma —se dijo—. O el escenario concreto del asesinato; los lugares donde se comete el crimen casi siempre dan indicios de una personalidad». Repasó mentalmente todas las pruebas forenses que se le habían hecho al cadáver de Susan. «Si tuviera un sujeto —pensó—, a lo mejor podría descubrir algo». Pensó otra vez en la media y se le ocurrió una idea.

Se incorporó, dio media vuelta a toda prisa y regresó al coche.

Reparó en una niña que la estaba observando. Tenía el pelo rubio y un rostro abierto y travieso. Llevaba un traje de baño consistente en un bikini de niña, y aquello hizo sonreír a la detective Barren. La pequeña estaba comiéndose un cucurucho de helado de vainilla que se le estaba derritiendo alrededor de la boca y formando un cerco blanco en torno a su sonrisa tímida. La detective Barren la saludó con la mano, y la niña le devolvió el saludo a medias antes de volverse y echar a correr.

—No te fíes de nadie —susurró la detective Barren al ver desaparecer a la pequeña entre los árboles y las sombras, en dirección a la playa y a la zona de juegos.

»No te fíes de nadie ahora. Hazte mayor y no te fíes de nadie.

Siempre había odiado hacer visitas al depósito de cadáveres, y no debido a los cuerpos que se fileteaban allí, sino por las luces fuertes e hirientes que iluminaban todas las estancias con un brillo de otro mundo. Le daba la sensación de que aquella luz se mezclaba, de una forma inusual, con el olor del formaldehido y de los antisépticos que invadía todo el edificio. Ella prefería considerar la muerte como algo siniestro y privado, lo cual era lo contrario del ambiente que reinaba en el depósito, un lugar en el que entraba y salía gente en un continuo desfilar. Observó desde un extremo de la sala cómo el médico forense extraía varios órganos de un cadáver abierto mientras hablaba al micrófono de una grabadora que pendía de arriba. Su voz fue monótona hasta que encontró algo que captó su interés, momento en el cual el tono subió una octava y se convirtió en una voz infantil. Lo vio hurgar en el interior del cadáver y finalmente sacar de aquella masa sanguinolenta una pequeña forma que levantó y acercó a la luz, canturreando encantado y con cierto soniquete:

—¿Ve, detective, lo pequeña que puede ser la muerte? —Ella no respondió, y él depositó la forma en un recipiente de muestras—. En la arteria coronaria izquierda, aproximadamente a tres centímetros, un fragmento de bala, casi intacto, al parecer del calibre veintidós o quizás el veintitrés. Ésta ha sido la causa de la muerte, un impacto que ha seccionado la arteria y ha provocado una súbita y masiva pérdida de sangre, conmoción, fallo cardíaco instantáneo… —Miró por encima de su hombro a la detective Barren—. Dicho de otro modo, dio de lleno en el corazón… A los chicos de la prensa les gustan los tiroteos con escopetas y ametralladoras, y todas esas cosas espectaculares que salen en la televisión. Pero hay cosas que no han cambiado en veinte años. ¿Quiere usted matar a alguien de manera fría y profesional? Use una bala de pequeño calibre con una buena pistola disparada a quemarropa, directo al corazón. O, si necesita una variante, justo aquí, en la base del cráneo… —Se tocó la nuca con el dedo índice—. Un chasquido imperceptible, y su víctima será historia. Sin aspavientos, sin llamar la atención, sin que nadie se tire al suelo para protegerse, sin que resulten heridos curiosos inocentes, sin explosiones. Y, desde mi punto de vista, tiene una gran ventaja. Un pequeño orificio, justo aquí… —Se palmeó el pecho, y el ruido que hizo levantó eco en la pequeña sala—. Una Uzi o una Ingram causa un destrozo tremendo en una persona. Hacerlo con esas armas no tiene clase, no tiene ninguna clase en absoluto. —Volvió a observar la forma depositada en el recipiente—. Así es como mataría yo. No tengo ninguna duda. Simple, directo y al grano. Si me permite, gracias, señora. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo y miró a la detective Barren—. Tengo entendido que está usted de baja médica. ¿Qué la trae por aquí?

—Necesito hablar de…

—De su sobrina, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, ¿y cuál es la pregunta?

—Verá…

El forense se giró a uno de los celadores, que estaba volviendo a introducir el cadáver cubierto por una sábana en un contenedor refrigerado.

—¡Eh, Jesús! Tráeme el expediente número ochenta y seis, guión, uno, once, cuatro, ¿quieres? Pronto, por favor. El nombre es Susan Lewis.

La detective Barren observó al celador salir.

—Susan…

—No tardará más de uno o dos minutos —dijo el forense—. Y bien, ¿qué es lo que la preocupa?

—Susan fue…

—Asfixiada. La causa de la muerte fue estrangulamiento. El método consistió en enrollarle una media al cuello. Estaba inconsciente. Pero usted ya sabe todo eso; estuvo en el lugar y vio el informe.

—¿El golpe en la nuca fue lo que la dejó inconsciente, doctor?

—Pues… sí, probablemente.

—¿Es que no está seguro?

—Bueno, el trauma de la nuca era severo. Podría haberle causado la muerte por sí mismo. Pero desde el principio me ha dejado un poco perplejo. —Regresó el celador y le entregó un sobre de papel manila—. Bien. Aquí está… —Leyó por espacio de unos momentos—. Sí. Hemisferio izquierdo…, pérdida de tejido…, pérdida de masa encefálica… Lo que me intrigó fue que en la escena del crimen no había muchos restos de ese golpe. Quiero decir que, para tratarse de una herida tan grave, únicamente había lo que cabe esperar de un porrazo corriente.

—Perdone, no entiendo…

—Verá, la golpearon y después la estrangularon. Bien, en teoría ese árabe la secuestró de la asociación o club de alumnos en la universidad, la dejó inconsciente de un golpe, la metió en el coche, se la llevó al parque, y allí la violó, la estranguló y la abandonó. Pero la verdad es que para mí eso no tiene sentido.

—¿Por qué no?

—Porque el golpe que recibió Susan en la cabeza, como digo, debería haberla matado. Y probablemente bastante pronto. El coche habría quedado hecho un asco, tanto que el asesino no podría haberlo limpiado lo bastante, hay que ser realistas, como para superar la prueba del espectrógrafo. Y si Susan murió de camino al parque, el estrangulamiento y el acto sexual habrían tenido lugar post mortem. Y todo sería muy distinto. Quiero decir, para un médico forense habría una gran diferencia, no sé si lo capta en su justa medida.

—Creo que voy entendiendo…

—Y había otra cosa más. Debajo de la marca circular que dejó la media en el cuello, encontré una serie de leves hematomas.

—Eso es lo que quería preguntarle —dijo la detective Barren—. En uno de los informes usted mencionó esas marcas, pero no en los demás. ¿Qué eran? ¿Podrían ser hematomas causados por la presión de los dedos?

—Bueno, la respuesta a esa pregunta es sí. Pero si me hace subir al estrado y me pregunta bajo juramento si esos hematomas fueron causados por un par de manos, yo no podría testificarlo con ninguna certeza médica. Quiero decir que las marcas coincidían con un estrangulamiento con las manos, pero no son concluyentes. Además, apenas eran visibles.

—Explíqueme más…

El forense vaciló un instante antes de continuar.

—Mire, odio esto. Prefiero las cosas que encajan con la teoría del homicidio que proponen los detectives. Si añadimos a todo esto el estrangulamiento manual, ¿dónde lo ponemos? ¿Cuándo?

—¿Tuvo ocasión de medir la distancia entre un hematoma y otro?

El forense sonrió.

—Buena pregunta. Usted siempre hace buenas preguntas, detective. Sí. Pero sólo hay una combinación posible…

Se quitó los guantes quirúrgicos con sumo cuidado y se aproximó a la detective Barren.

—¿Qué combinación?

—El problema, médicamente hablando, estriba en encontrar la posición exacta de los dedos y la mano… —Rodeó con las manos la garganta de la detective Barren. El forense era un individuo bajo y menudo, de facciones ratoniles y con unas gafas permanentemente colgadas de la punta de la nariz. Pero la detective Barren dio un respingo al sentir la fuerza de aquellos delgados dedos que se cerraban con gesto teatral alrededor de su cuello—. Este es el estrangulamiento clásico, típico del Hollywood de los artos treinta, cara a cara. Pero, si se fija, si yo fuera un poco más alto —se alzó de puntillas—, el ángulo cambiaría. También cambia si usted forcejea… —El médico hablaba sin dejar de mover las manos sobre la garganta de la detective Barren. Ella lo observaba como observaría un caballero a un barbero del que no se fiara del todo, y que en ese momento se acercara con la navaja de afeitar—… Y si se hace desde atrás, una vez más el ángulo cambia… Catorce centímetros.

—¿Desde dónde hasta dónde?

—Mi opinión, y no es más que una opinión, jamás lo afirmaría ante un tribunal bajo juramento, se lo repito, es que las manos del asesino tenían que medir por lo menos catorce centímetros desde el pulgar hasta el dedo índice. —El forense lanzó un resoplido—. Odio esto —se quejó—. De verdad. A veces me siento profundamente frustrado con algunas cosas.

—¿Usted cree que Rhotzbadegh…?

Él no le dejó terminar la pregunta.

—Por supuesto que sí. —La miró fijamente—. ¿Quién si no, dígame? Ese tipo sintió deseo. Se encontraba en el lugar mismo. El crimen se ajusta a su pauta habitual. La mató él…, eso es seguro. En serio, no me cabe ninguna duda.

—Pero…

—Pero no exactamente tal como creen.

—¿Ha hablado con ellos de esto?

El médico lanzó otro resoplido.

—¡Naturalmente!

Se volvió y regresó al cadáver que tenía sobre la mesa de autopsias. Contempló el cuerpo que tenía ante sí y luego dijo:

—El problema es que no existe un indicador irrefutable de que no ocurriera como creen ellos. Y en el fondo, ¿qué más da? Lo hizo él, tan seguro como que yo estoy aquí de pie y respirando, y que este joven está aquí muerto. Tocó el cadáver varias veces con el dedo, como si estuviera comprobando que estaba en lo cierto.

—Pero…

—Pero, pero, pero. El pero es que soy una persona a la que le gustan las cosas en orden. Así es como funciona el organismo: uno le quita una cosa, y voila!, deja de funcionar como es debido. Si te tuerces un tobillo empiezas a cojear; si recibes una bala en el corazón te mueres. Todo se estropea y se descompone. Las cosas se tuercen y se complican. Lo odio, de veras. Por eso me gusta ver un disparo certero. Hurgas un poco, y ¡premio! Ahí está la bala. No hay duda, está muerto. Ahí está la razón. No soporto los cabos sueltos… —Hizo otra pausa—. Verá, da lo mismo, y puede que sea una manía que tengo. Al fin y al cabo, eso fue lo que me dijo el fiscal. —Se volvió para mirar a la detective Barren—. ¿Sabía usted —dijo con un deje de tristeza— que si se muestran los mismos hechos a dos forenses distintos, éstos llegan a conclusiones diferentes? Siempre sucede lo mismo. Puede estar segura. Somos un gremio de lo más pendenciero y discrepante. A todos nos gusta pensar que, como tratamos con los muertos en vez de con los vivos, no estamos supeditados a los mismos caprichos del diagnóstico y a las suposiciones a las que están supeditados ustedes. Pero sí que lo estamos.

Hizo una aspiración profunda.

—Doctor…

—Y eso me entristece.

El forense parecía tener la vista fija en el pecho abierto del cadáver que estaba examinando. La detective Barren aguardó un instante antes de hablar.

—¿Catorce centímetros?

—Así es. Para que conste.

Ella dio media vuelta con la intención de marcharse.

—O sea que: catorce centímetros…

—Pero eso no va a probar nada —le dijo el forense cuando ya se iba.

Al dirigirse hacia las puertas de la sala de autopsias, se volvió y vio al médico inclinado sobre los restos, absorto una vez más en su trabajo.

Aquella noche, en su apartamento, la detective Barren se sirvió una copa de vino tinto recordando lo que había dicho el dependiente de la tienda de licores para asegurarle que aquel cabernet de California era igual de bueno que otros que costaban el doble. Ella no le dijo que apenas sabía apreciar la diferencia, ni que le gustaba echar un cubito de hielo en la copa. Tras la visita al depósito de cadáveres se quitó la ropa y se dio una larga ducha, en la que se frotó con furia (patológicamente, bromeó para sí) en el afán de eliminar el persistente olor de la sala de autopsias. «En realidad no lo huelo», se dijo a sí misma al salir de la ducha, pero luego se detuvo, olfateó el aire y por fin dijo en voz alta:

—Y una mierda que no.

Permaneció de pie en su habitación, desnuda, bebiendo el vino, sintiendo el cosquilleo del alcohol al bajar por dentro de su cuerpo. Respiró hondo. Por un momento le entraron ganas de quedarse desnuda, apagar todas las luces y dejar que la oscuridad le sirviera de bálsamo. Aquella idea le hizo soltar una risita y pensar que llevaba mucho tiempo sin hacer algo espontáneo y excéntrico, algo que le recordase que en el mundo no todo eran asesinatos y muertes. Pero meneó la cabeza en un gesto negativo y sacó unos pantalones cortos y una camiseta vieja de los Dolphins de Miami de uno de los años de la Super Bowl, y se vistió.

Fue descalza hasta el cuarto de estar llevando la copa de vino y la botella. Se acercó a la estantería, cogió un álbum de fotos con tapas de cuero, se instaló en un sillón y, con la copa de vino posada en la rodilla, lo abrió. Había una fotografía en concreto que quería ver.

Fue pasando fotos de sí misma, de Susan y sus padres, y se detuvo momentáneamente en varias de ellas, una fiesta de cumpleaños aquí, una graduación allá. Se sintió inundada por el calor de los recuerdos, reconfortada. Por fin dio con la foto que buscaba.

Era una sencilla instantánea de doce por diecisiete centímetros de la detective Barren a los veintiún años, de pie entre John Barren y su padre. Y pensó: «Fue el verano antes de casarnos, el verano en el que falleció papá». Se fijó en el paisaje de fondo, una extensión de olas de color verdiazul que rompían suavemente, benévolas, contra la costa de Jersey. En la foto los tres estaban en traje de baño, y la detective Barren recordó que los dos hombres se habían burlado sin piedad de ella porque no sabía nadar pero en cambio la atraía mucho la playa. Recordó que pasaba horas y horas tendida en la arena, leyendo al sol, tranquila y relajada. Cuando el calor se hacía insoportable cogía un cubo rojo de plástico, se acercaba hasta la orilla y se dejaba caer sobre la arena mojada a esperar que llegara una ola un poco más grande que proyectara una pequeña corriente de agua playa arriba, hacia ella. El líquido frío y espumoso le inundaba los dedos de los pies, se arremolinaba alrededor de sus nalgas y la refrescaba. Si era preciso, cogía el cubo, lo llenaba de agua y se lo echaba por la cabeza sin contemplaciones. John se reía y la señalaba, y le suplicaba de nuevo que aprendiera a nadar, pero no en serio, porque sabía que ella no iba a hacerlo, por muy ridícula que resultase.

No nadaba por la más simple de las razones.

Era muy pequeña, apenas mayor que un bebé, a sus cinco años. Cerró los ojos en el apartamento y sintió cómo la traspasaba aquella familiar ansiedad, como ocurría siempre que le venía a la cabeza aquel recuerdo en particular. Su corazón pareció acelerarse momentáneamente, el sudor de la nuca se volvió ligeramente pegajoso e incómodo, el estómago se le puso en tensión. Pensó un momento en la potencia del miedo, que no había disminuido ni siquiera tras varias décadas de recuerdos. Ella estaba sentada en la arena con su madre, su padre se encontraba en el agua, zambulléndose en las olas y emergiendo de nuevo con aquella vitalidad juvenil de la que siempre hacía gala en la playa. Su madre la miró y le dijo: «Merce, cariño, acércate a tu padre y dile que ya es hora de comer». Fue una petición de lo más inofensiva; incluso sentada ahora en su apartamento le parecía muy fácil.

La detective Barren cerró los ojos y lo recordó todo paso a paso, con nitidez bañada por el sol. Se levantó de un salto, se dio la vuelta y echó a correr hacia el agua con la vista fija en su padre, que en aquel momento le había dado la espalda para recibir una gigantesca ola que se acercaba a la playa a toda velocidad. Al tiempo que abría la boca para llamarlo, miró hacia arriba y vio que se había metido debajo de una ola muy cerrada. La fuerza del agua al romper por encima de su cabeza la tiró de espaldas e hizo salir todo el aire de sus pulmones de niña. El agua de pronto se tornó verde oscura, después negra, y fue como si el mundo hubiera quedado borrado del todo. Se debatió frenéticamente buscando la superficie, y en eso cayó sobre ella algo grande y pesado que la hizo hundirse aún más y no le permitió ver el resplandor del sol. Todavía recordaba con previsible incomodidad la sensación del roce de la arena en la espalda. La cabeza le dio vueltas, la vista se le nubló, sintió una quemazón en sus pequeños pulmones, el corazón se le encogió al verse rodeada por la oscuridad. La verdad era que no sabía lo que era la muerte, pero en aquel increíble instante tuvo la seguridad de haberla visto de cerca.

Y entonces, de repente, se vio sacada de aquella negrura y alzada, sin aliento, hasta la luz del sol.

Era su padre.

La zambullida de él lo había arrastrado directamente encima de su hija. Había sido él quien la había hundido más, y también él quien la había sacado.

Recordó unas pocas lágrimas que se secaron rápidamente al calor de la tarde. El resto del día lo pasó jugando a salvo en la arena; pero por la noche, acurrucada en su cama, cuando la luz del día ya se había oscurecido y su habitación se hallaba sumida en las sombras, lloró amargamente y juró no volver a meterse en las olas nunca más, no volver a experimentar nunca aquella sensación del mar cerrándose por encima de ella y no volver a meterse jamás en el agua.

Qué cabezota. Una niña cabezota que cumplió la promesa que se había hecho a sí misma.

Rió suavemente: aquella niña no había cambiado lo más mínimo en treinta y tantos años. Y probablemente no cambiaría jamás.

Miró otra vez la foto y sonrió. John poseía un cuerpo esbelto y musculoso, cubierto de gotitas de agua que relucían al sol. Se acordó de cómo se burlaba su padre de su pecho sin un solo pelo y cuánto presumía del propio, con su mata de vello negro y rizado, hinchándolo exageradamente para parodiar a un culturista.

«Aquéllos eran buenos tiempos», se dijo.

Se fijó en el rostro de su padre. El sol le hacía guiñar los ojos, apenas, y ello le daba una expresión a lo Elvis Presley. Ahora sí que rió y dijo en voz alta.

—¿Qué dirías tú acerca de este caso?

Se lo estaba preguntando al hombre de la foto.

La matemática, le sermonearía su padre con su mejor estilo académico, prefiere una procesión calmosa de datos para llegar a una conclusión esquiva. Pero ése no era siempre el caso: a veces se puede probar un teorema mediante la ausencia de información en contra.

De pronto sintió un espasmo de desesperación.

No iba a haber forma de probar que Sadegh Rhotzbadegh no había cometido el asesinato de su sobrina.

Probar algo negativo. Su padre negaría con la cabeza y sonreiría. Claro que eso, diría él, requiere un intelecto de verdad, un poco de razonamiento puramente matemático.

A ella le entraron ganas de gritar.

Entonces respiró hondo y bebió un sorbo de vino.

Reflexionó, irritada, sobre el concepto de prueba. Una prueba legal. Una prueba que se presenta y se tiene en cuenta en un tribunal. Una prueba que resuelve casos de asesinato. Una prueba circunstancial más oportunidad es igual a suposición de culpa, y, por último, la ausencia de hipótesis alternativas equivale a un veredicto. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. «La lógica —se dijo—, es insidiosa. Toda la lógica apunta al árabe. Vivimos en un mundo que insiste en la acomodación. Para cada acción existe una reacción igual y opuesta».

Pero todos los instintos apuntan en otra dirección.

¿Qué tenía? Un asesinato que tiene lugar no exactamente como quisieran los investigadores. Un sospechoso que encaja casi a la perfección en el nicho en que se quiere que encaje…, salvo por uno o dos detalles cruciales.

«Empieza por el origen del dilema», hubiera dicho su padre.

Aquello era bastante fácil, pensó. Y supo adonde debía dirigirse a la mañana siguiente. Sintió una oleada de emoción y apuró lo que quedaba en la copa de vino. Contempló por última vez la foto del álbum que descansaba sobre sus rodillas.

Dos semanas después de que su madre tomara aquella foto, terminó el verano. Guardaron en el viejo y ajado monovolumen las esterillas, las toallas, las sombrillas y el resto de la parafernalia de viaje. El regreso al final del período de vacaciones fue horrendo, un coche pegado al parachoques del de enfrente, todos a noventa y cinco por hora. Recordó a su padre aferrando el volante y maldiciendo en voz baja, quejándose mientras los demás vehículos daban volantazos y se les echaban encima. Una invitación al asesinato, eso fue lo que comentó él. Lo decía todos los años cuando hacían las maletas al finalizar las vacaciones y emprender el regreso a casa. «No me extraña que muera tanta gente en la carretera —se quejó—. Se dejan el cerebro en la playa». Una hora se convirtió en dos, luego en tres, hasta que por fin tomaron la calle que llevaba a su casa. Recordó que su padre adoptó su mejor acento a lo Charles Laughton y se apoyó contra el volante exclamando: «¡Repugnante perspectiva!», mientras la agotada familia lanzaba vítores. Contempló una vez más la instantánea y vio de nuevo a todos descargando el coche y a su madre volviéndose hacia su padre y diciéndole: «En casa no hay nada para cenar, échate una carrera hasta la tienda de la esquina y compra unas hamburguesas». Su padre asintió, subió otra vez al coche y se despidió asegurando: «Vuelvo dentro de quince minutos».

Pero no volvió.

Ella y John se encontraban en el césped de la entrada, metiendo las cosas en casa, y oyeron a lo lejos las sirenas de la ambulancia y de la policía; levantaron la vista, pensaron que no era nada y continuaron cargando cosas.

Dos adolescentes bebidos se habían saltado una señal de stop y se habían estrellado de costado contra él. El impacto lo desplazó del asiento y resultó aplastado por el vehículo, que le pasó por encima.

La detective sonrió. Seguro que su padre habría apreciado la ironía de que un matemático se convirtiera en una estadística de las fatalidades del fin de semana del fin del período de vacaciones. «Todavía lo echo de menos, pensó. Todavía los echo de menos a todos». Volvió a mirar la foto. Ella estaba de pie entre los dos hombres de su vida, y los dos la tenían abrazada por la espalda. Recordó los momentos que precedieron a aquella instantánea; había tenido lugar una discusión en broma entre su padre y su novio acerca de cuál de los dos iba a rodearle la espalda a ella con el brazo. Los dos se querían, pensó ella, y ella los quería a los dos. La embargó un recuerdo placentero, como si pudiera percibir físicamente el peso y la presión de aquellos brazos apoyados en sus hombros y el calor que irradiaban aquellos dos cuerpos que la aprisionaban.

Los mejores momentos de la vida.

Cerró el álbum y se fue a la cama.