Aquellas palabras se repetían en su interior: «trazas de alcohol».
Al principio se preguntó si no tendría las mejillas surcadas de cicatrices a causa del llanto, igual que sentía el corazón roto y destrozado por la pena inconsolable. Se miró en el espejo, esperando a medias ver en su piel unos surcos rojos y perennes que marcasen la trayectoria que había seguido su dolor. Pero no había ninguno. Se frotó los ojos con fuerza y sintió un profundo agotamiento en todo el cuerpo, una fatiga que apartaba y arrollaba las barreras de la perseverancia y la decisión y se apoderaba de su interior. Expulsó el aire lentamente para combatir la sensación de vértigo y las náuseas residuales.
La detective Mercedes Barren deseaba desesperadamente organizar sus ideas, pero se veía derrotada por las emociones. Asió los bordes del lavabo y se mantuvo así unos instantes, intentando vaciar su mente de todo, como si creando una tabla rasa pudiera controlar lo que pensaba y sentía. Respiró hondo y, con movimientos exageradamente lentos, abrió los grifos. Se notaba congestionada y acalorada, así que se echó agua fría en las muñecas, recordando que había sido su marido el que le dijo que aquello servía para refrescarse rápidamente, un truco de atletas. A continuación se mojó la cara y volvió a mirarse en el espejo para contemplarse detenidamente.
«Soy vieja», pensó la detective Barren.
«Soy delgada, frágil, estoy cansada, me siento desgraciada y tengo arrugas en la frente y unas patas de gallo en los ojos que hace poco no tenía». Se miró las manos y contó las venas del dorso. «Son manos de vieja». La detective Barren dio la espalda al espejo y regresó al cuarto de estar de su pequeño apartamento. Miró momentáneamente las varias pilas de informes y expedientes repletos de declaraciones, análisis de pruebas, fotografías, transcripciones, informes psicológicos y listas de objetos encontrados que conformaban la sustancia en papel de una investigación criminal. Todo estaba amontonado sin orden ni concierto sobre su pequeño escritorio. Fue hasta allí y comenzó distraídamente a ordenar y colocar los documentos, con la intención de imprimir un poco de razón en aquella montaña de material. El legado de Susan…, y una vez más hubo de reprimir las lágrimas.
Se preguntó cuánto tiempo llevaba llorando.
Se acercó a la ventana y contempló el cielo azul claro de la mañana. Estaba libre de nubes y despedía una luminosidad que resultaba opresiva. Tuvo la impresión de que el aire estaba lleno del reflejo del sol, que explotaba sobre aquella extensión de mar azul, tan cerca de la ciudad. Hacía un día sin oscuridad, sin ni siquiera una pizca de desorden, y eso la irritó. Apoyó una mano en el cristal de la ventana y sintió el calor tropical. Por un instante le entraron ganas de echar hacia atrás el puño y estrellarlo contra la ventana; deseó oír cómo el cristal se hacía pedazos y caía al suelo. Quería sentir dolor físico. Pero se contuvo al darse cuenta de que su mano ya se había cerrado en un puño por sí sola, se apartó de la ventana y recorrió el apartamento con la vista.
—En fin —se dijo a sí misma en voz alta—, pues ya está. —Se sintió como si hubiera finalizado algo y estuviera iniciándose otra cosa distinta, pero no estaba segura de qué era exactamente. Se enjugó una lágrima del ojo y respiró hondo una vez, después otra. En lo alto de la estantería de libros había una foto de su sobrina en un sencillo marco de plata, y fue hasta allí, despacio, para mirarla de cerca—. En fin —repitió—, supongo que ha llegado el momento de volver a empezar.
Dejó la foto donde estaba y sintió una oleada de tristeza que le invadió todo el cuerpo, como un viento frío que sopla momentos antes de que caiga un aguacero.
Lo sentía, realmente lo sentía muchísimo.
Pero no estuvo muy segura de a quién pedía disculpas.
La agente del mostrador de recepción de la Oficina del Sheriff de Dade County fue brusca:
—¿Tiene usted cita?
—No. No creo que necesite cita… —replicó la detective Barren.
—Pues lo siento, pero no puedo dejarla pasar a Homicidios a no ser que la esté esperando alguien. ¿A quién quiere ver?
La detective Barren suspiró audiblemente, irritada, y se apresuró a sacar su placa dorada del bolso.
—Quiero ver al detective Perry. De inmediato. Coja el teléfono, agente, y llame a su despacho. Inmediatamente.
La mujer tendió una mano para ver la placa. La detective Barren se la entregó, y ella anotó cuidadosamente el número en un formulario. Acto seguido se la devolvió y, sin mirar a la detective a los ojos, marcó el número de Homicidios. Al cabo de un momento pidió:
—Detective Perry, por favor. —Hubo una pausa momentánea—. ¿Detective Perry? Aquí hay una tal detective Barren, que desea verlo. —Otra pausa. La agente colgó—. Tercera planta —dijo.
—Ya lo sé —replicó la detective Barren.
El trayecto en ascensor se le antojó mucho más largo de lo que recordaba. De pronto deseó que hubiera un espejo a mano; quería revisarse el maquillaje, cerciorarse de que todas las señales externas de dolor hubieran quedado debidamente disimuladas. Irguió la postura. Aquella mañana había seleccionado la ropa que ponerse con más esmero que de costumbre, pues sabía que las apariencias eran importantes cuando guardaban relación con lo que iba a decir. Había descartado los trajes azul oscuro y gris que usaba para el juzgado, a favor de una sencilla americana de algodón de color claro y una falda sport. Quería ofrecer una imagen libre, cómoda y relajada, es decir informal. La chaqueta tenía un corte estiloso por lo grande. En otra época, pensó mientras se la ponía, la habrían considerado ancha; ahora era de talla grande. Pero resultaba excelente para ocultar la sobaquera en la que llevaba su nueve milímetros. No era el arma que solía elegir. Por lo general simplemente se metía en el bolso un revólver treinta y ocho de cañón corto y se olvidaba de él durante el resto del día. Pero esta vez, después de vestirse, la había invadido una inseguridad irracional, levantó la vista de pronto al oír un ruido al otro lado de la puerta y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se sorprendió a sí misma calzándose la gran pistola automática sin pensarlo siquiera, y ahora notaba su peso y su bulto y se sentía mejor.
Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro.
—¡Eh, Merce! ¡Es por aquí!
Se giró y vio al detective Perry haciéndole señas desde un pasillo. Fue deprisa hacia él. Perry tenía la mano extendida y ella se la estrechó. Él también se la agitó ligeramente, y echó a andar en dirección a su mesa.
—Ven por aquí… ¿Quieres un café? Bueno, ¿y qué tal te va? —le preguntó, pero tras apenas una pausa esperando una posible respuesta, aceleró—: ¿Sabes?, el otro día me acordé de ti. Encontramos a un violador asesino, el del sur de Miami, justo al lado del canal. Es probable que lo hayas visto en los periódicos. Y lo único que se me ocurrió fue que debía de ser ese tipo que detuviste tú. La intuición no sirve para obtener una orden judicial, ¿no fue eso lo que dijiste? Sea como sea, tuve la corazonada de que ese homicida en realidad no era un asesino. Me refiero a que fue una violación en toda regla, pero la chica tenía el cráneo fracturado. Cuando murió se hallaba inconsciente, según el forense. Y me dio por pensar que a lo mejor él ni se enteró, ¿sabes? A lo mejor no se dio cuenta de que la había golpeado demasiado fuerte. Así que me llevé a un par de tíos y a una mujer policía vestida de adolescente y anoche estuvimos vigilando el lugar en cuestión, el mismo punto, ¿te lo puedes creer?, donde tuvo lugar el primer crimen, y ¡premio! Quién se iba a acercar hasta nuestra agente, sino un tipo cubierto de marcas de arañazos por toda la cara. ¿Quieres pasarlo bien?, pregunta el cabrón. Y va y le contesta ella: yo sí que tengo diversión para ti. El tipo se entregó por fin, después de un par de horas negándolo todo. ¿Sabes una cosa, Merce? Todos nosotros estaríamos de más si los malos no fueran tan memos la mayoría de las veces. Así que, como puedes ver, he tenido una nochecita de aúpa, de las que hacen que esto merezca la pena… —Antes de proseguir miró a la detective Barren, quizás esperando una respuesta por parte de ella, o una opinión. Prosiguió—: De modo que aquí estaba yo, terminando el papeleo antes de irme a casa con mi mujer y mis hijos, y hete aquí que me llaman desde el vestíbulo. Imagino que no se trata de una visita de cortesía, ¿a que no? Siéntate. —Indicó una silla que había frente a su mesa, y ambos tomaron asiento—. Estás de lo más callada.
—Parece un buen arresto. Muy bueno. —Pensó que le caía bien el detective Perry, y de pronto se entristeció porque sabía que no le iba a caer bien a él cuando terminaran la conversación—. Algo es algo —dijo.
—¿El qué?
—Que tantos de ellos sean unos memos.
Él se echó a reír y miró a la detective Barren por encima del montón de papeles.
—Merce —le dijo en tono suave—, ¿a qué has venido?
Ella titubeó unos segundos antes de responderle en el mismo tono suave:
—No lo hizo él.
El detective Perry se la quedó mirando mientras a ambos los envolvía el silencio. A continuación se levantó de su asiento y se puso a pasear. Ella lo observó con atención.
—Merce —respondió por fin el detective Perry—. Déjalo.
—No fue él.
—Déjalo, Merce.
—¡No fue él!
—Está bien. Digamos que no fue él. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar segura?
—Por lo del alcohol.
—¿Qué?
—Las trazas de alcohol. Se tomaron muestras en la marca de mordisco que tenía Susan en el cuerpo y se encontró saliva que fue analizada. Han encontrado trazas de alcohol.
—Sí, me acuerdo. ¿Y qué?
—Él dijo que era musulmán chií.
—Así es.
—Y sincero.
—Sí, eso fue lo que dijo. ¿Y?
—No puede tocar ni una gota de alcohol. Ni una cerveza, ni un whisky, ni un vaso de vino.
El detective Perry se sentó dejándose caer.
—¿Y ya está?
—Ya está para un principiante.
—¿Tienes algo más?
—Aún no.
—Merce, ¿por qué te estás haciendo esto a ti misma?
—¿Cómo?
—¿Por qué te castigas?
—No me castigo. Simplemente estoy intentando encontrar al asesino de Susan.
—Ya lo hemos encontrado. Está en la cárcel, para toda la eternidad. Y cuando se muera probablemente se irá al infierno. No hay ninguna duda. Merce, ríndete.
—¡No me estás escuchando, maldita sea! ¡Han hallado trazas de alcohol!
—Merce, por favor… —Su voz tenía un deje de derrota y tristeza—. Estoy cansado, cansado de verdad. Tú sabes tan bien como yo que ese tipo escogía a la mitad de sus víctimas en bares o en asociaciones de alumnos. ¿Me estás diciendo que nunca se tomó una cerveza? ¡Chorradas! ¡Es un loco, Merce! Es un loco enfermizo. Hubiera hecho cualquier cosa, ¡cualquier cosa!, con tal de captar a sus víctimas. Lo demás, toda esa basura religiosa, no es más que… No sé, una mierda para justificarse, encubrimiento, locura, yo qué sé…
—Tú que sabes…
El detective Perry se echó hacia atrás en su silla.
—Estoy cansado, Merce. Precisamente a ti no hace falta que te diga que las malditas pruebas de saliva dan trazas de alcohol si el criminal se enjuaga la boca con un colutorio antes de cometer el crimen. Pero si tú lo sabes mejor que yo. La experta eres tú.
—No lo hizo él.
—Merce, lo siento, pero fue él. Él la mató. Las mató a todas. Vas a tener que aprender a vivir con ello. Por favor, Merce. Por favor, aprende a vivir con ello.
La detective Barren miró al detective Perry. Por un instante vaciló, sopesando toda la tristeza y el desánimo que transmitía su voz. Se imaginó lo neurótica que debía de parecer; después pensó en su sobrina vagamente, de forma no definida, vaporosa, y se endureció enseguida.
—¿Vas a ayudarme?
—Merce…
—¿Vas a ayudarme, maldita sea?
—Dame un respiro…
—¡Vas a ayudarme!
—Merce. Busca ayuda. Acude al loquero del departamento. Habla con tu sacerdote. Tómate unas vacaciones. Lee un libro. Diablos, no sé, pero no me pidas que te ayude.
—Entonces déjame el expediente.
—Por Dios, Merce, ya tienes todo lo que hemos descubierto nosotros. Te lo di todo antes de la declaración de culpabilidad.
—¿No te has guardado nada?
Un chispazo de cólera cruzó el semblante del detective Perry.
—¡No! ¡Maldita sea! ¿Qué coño de pregunta es ésa?
—Necesitaba saberlo.
—¡Pues ya lo sabes! —Ambos guardaron silencio, mirándose el uno al otro. Al cabo de un momento volvió a hablar el detective Perry. Su tono de voz era lento y triste—: Lamento mucho que te sientas así. Mira, el asesinato de tu sobrina ha quedado resuelto. Si por casualidad te encuentras con una prueba de importancia, en fin, siempre puedes volver aquí a que le echemos un vistazo. Pero esto se ha acabado, Merce. Al menos debería haberse acabado. Ojalá lo vieras tú de ese modo… —Dudó antes de continuar—: Porque te sentirías mucho más feliz.
Ella esperó para asegurarse de que el detective hubiera terminado.
—Gracias… —Él sacudió la cabeza en un gesto de estar negando y quiso decir algo, pero ella lo interrumpió—: No, en serio. Ya sé que estás convencido de lo que dices. Además, siempre has jugado limpio conmigo, y te lo agradezco. Ya sé lo que estás pensando, pero te equivocas. No estoy neurótica. Y un par de semanas sin pensar en ello no van a hacerme cambiar de opinión. El asesino sigue en libertad.
—No creo que estés neurótica, Merce, sino que…
No encontraba la palabra adecuada.
—No pasa nada —contestó ella—. Entiendo tu postura. —Se levantó—. No me importa, pero voy a seguir buscando al asesino de Susan. —Dejó pasar unos momentos—. Y cuando lo encuentre, ya te lo comunicaré.
No estaba del todo segura de lo que iba a decirle a su propio jefe. ¿Que no creía que aquel árabe hubiera matado a Susan, que el asesino seguía en la calle, que ella no descansaría hasta que lo descubrieran? Cada vez que formulaba frases para describir la situación en que se encontraba, le sonaba todo absurdo, melodramático y poco convincente. Pensó: «La venganza tiene algo de ordinario y trillado, es un impulso muy común que surge de circunstancias poco comunes. Lleva consigo un sentimiento de culpa, incorporado e inevitable». Sabía que no estaba bien desearla tanto, pero no era capaz de decir con precisión por qué.
La puerta del despacho del teniente Burns estaba entreabierta. Llamó con los nudillos, insegura, y a continuación asomó la cabeza al interior.
Lo encontró sentado a su mesa. Enfrente tenía esparcidas dos docenas de fotografías en color de veinte por veinticinco. Cuando establecieron contacto visual, el teniente alzó la vista y le sonrió.
—Ah, Merce, justo la persona que necesitaba. Pasa a ver esto…
Ella entró en el despacho lentamente.
—Fotos de un muerto…
—Ven aquí. Fíjate en éstas.
Ella observó el despliegue de instantáneas. Vio un cadáver en posición fetal dentro del maletero de un coche. Se trataba de un hombre joven, que hubiera parecido dormido a no ser por un enorme manchón de sangre que le cubría el pecho. La detective Barren miró atentamente las fotos, asombrada de la extraña calma que desprendía la expresión del muerto. Observó imágenes tomadas desde diferentes ángulos del maletero, y en todas vio la misma tranquilidad, la misma sangre. Se preguntó distraídamente qué habría hecho aquel joven para merecer morir así, y supo la respuesta de manera intuitiva: nueve veces de cada diez, por lo menos en Miami, juventud y muerte se traducen en drogas.
—¿Sabes, Peter?, lo que me sorprende es que no estuviera asustado.
El teniente Burns la miró con curiosidad.
—¿Por qué lo dices?
—Quiero decir que sabemos lo bastante acerca de la fisiología de la muerte como para especular un poco. Y este individuo parece, en fin, demasiado cómodo. Si a ti o a mí nos secuestraran, nos metieran en el maletero de un coche y nos llevaran a… ¿adónde?
—A una cantera de piedra del sur de Dade…
—Vale, a una cantera. Y luego nos dispararan con una escopeta…, porque ha sido con una escopeta, ¿no? Lo digo porque este tipo tiene el pecho destrozado…
—Del calibre doce. Un solo disparo.
—En fin, a donde quiero llegar es que veríamos por todas partes indicios de miedo. Los ojos estarían abiertos, probablemente. La boca rígida. Los dedos en tensión. Mira. Este tipo ni siquiera tiene las manos atadas ni esposadas. Cuando lo sacasteis de ahí, ¿cuánto de él se os quedó dentro?
—Un poco de sangre y otro poco de tejido.
—¿No mucho?
—Una cantidad mediana.
—Y luego está el coche. Parece un BMW apenas estrenado, ¿no?
—Tiene seis meses.
—Apuesto —dijo la detective Barren— a que el propietario es un traficante de drogas de nivel medio, uno de veinte o veinticinco kilos de droga al mes, no un auténtico peso pesado.
—Correcto otra vez.
—¿Dice el informe si es robado?
—Estoy averiguándolo.
—Bueno, esto no es de mi incumbencia, y naturalmente no es más que una suposición, pero si quieres mi opinión, yo diría que a este pobre chico le disparó alguien de quien no se esperaba una actitud hostil precisamente, no sé si me entiendes…
—¡Merce…!
El teniente Burns lanzó una risa irónica.
—Después esas personas lo metieron a toda prisa en el maletero de un coche convenientemente robado un poco antes, se lo llevaron hasta la cantera…, un sitio en el que sabían que lo iban a encontrar con facilidad, no como aquí, en el Everglades, y lo dejaron allí. A mí me da la impresión de que esto ha sido idea de algún traficante colombiano con escaso cerebro que quería quitarse de en medio a un competidor. Quizás alguien que se propone crear mala sangre entre organizaciones y éste es el primer triunfo que se ha apuntado. Claro que todo esto es especular. Pero tampoco sé si yo emitiría una orden de arresto para el propietario del coche.
—Merce, ¿sabes por qué me gusta trabajar contigo?
—No, Peter. ¿Por qué?
—Porque piensas igual que yo.
La detective Barren sonrió.
—Gracias, Peter.
—Bueno, estoy de acuerdo con lo que piensas sobre el crimen.
He pedido a los forenses que analicen las zapatillas de este tipo. No han encontrado restos de arena de la cantera. Pero sí que han visto manchas de hierba recientes. ¿Tú crees que hay hierba en esa cantera? A mí me parece que no. Merce, ¿nunca te ha dado por pensar que el mundo pertenece a los narcotraficantes? A mí a veces me hace reír el pensar que son los nuevos empresarios de nuestra sociedad. Hace un siglo o dos, la gente venía a este país, trabajaba de firme, echaba raíces y mejoraba su calidad de vida. El sueño americano. ¿Cuál es el sueño americano actualmente, Merce? Cien kilos de droga y un BMW grande y nuevecito. —Se puso en pie y juntó todas las fotos—. Me estoy volviendo demasiado pesimista. En fin, sea como sea, supongo que me daré un paseo hasta Homicidios a hablar con los detectives. Tengo que decirles a qué se enfrentan. Y supongo que también debería llamar a Narcóticos. —Miró a la detective Barren y volvió a sentarse—. Pero antes, ¿en qué puedo ayudarte?
La detective Barren pensó en el joven de las fotos y se preguntó por qué una persona tan joven podía ser tan tonta como para involucrarse en el tráfico de drogas. No más tonta que John Barren yendo a la guerra en virtud de un principio absurdo y muriendo y dejándola a ella para que siguiera adelante sola. La invadió súbitamente un sentimiento de tristeza por todos los jóvenes tontos que morían de una forma o de otra, seguido al momento por otro de rabia e impaciencia. «Qué inútil —pensó—. Qué terriblemente inútil y egoísta». Alguien estaría llorando desconsoladamente sobre el cuerpo destrozado de aquel joven.
—¿Merce?
—Peter, necesito un poco de tiempo.
—Por lo de tu sobrina.
—Exacto.
—Tal vez fuera más fácil que hablaras con un psicólogo y continuaras trabajando. Ya sabes, por mantenerte ocupada. Dicen que unas manos vacías son lo que más le gusta al diablo. —Sonrió.
—No voy a estarme con las manos vacías.
—A lo que me refiero es que no quiero que te recluyas deprimida en tu apartamento. ¿Qué vas a hacer?
«¡Buscar al asesino de Susan!», gritó de pronto su mente. Pero no dijo nada y se obligó a ser diplomática.
—Verás, Peter, en ningún momento han podido reunir un caso por el cual juzgar a Rhotzbadegh por el asesinato de Susan. No quiero dar a entender que los del condado no hayan hecho lo que tenían que hacer. Simplemente es que, en fin, que esto me pone furiosa. Quisiera indagar un poco por ahí, a ver qué me encuentro. Y luego quizá pasar una temporada con mi hermana, ya sabes, para ayudarla a superar la situación. Lo está pasando muy mal.
El teniente Burns la miró fijamente a los ojos. Ella no se movió.
—No sé qué opino acerca de eso de que indagues por ahí respecto de ese caso. Para mí está cerrado. En cuanto a lo otro, bueno, naturalmente…
—¿Cuánto tiempo puedes concederme? —preguntó ella.
«Lo mismo da —pensó—, pienso tomarme todo el tiempo del mundo. Me haré vieja y me saldrán canas, y todavía seguiré buscando». El teniente Burns abrió un cajón de la mesa y hurgó en una carpeta. Extrajo un folio con el nombre de ella escrito en la parte superior.
—Bueno, tienes tres semanas de vacaciones y por lo menos dos semanas de compensación por horas extra… Qué demonios, que sean otras tres semanas. Aparte, las normas del departamento permiten tomarse una baja por circunstancias especiales. Podría darte una baja, pero con ello perderás parte del sueldo. ¿Cuánto tiempo calculas que vas a necesitar?
No tenía ni idea.
—Es difícil de decir.
—Claro. Lo entiendo. —La miró fijamente, con cierta precaución—. ¿Por qué llevas encima el cañón?
—¿Qué?
Le señaló la chaqueta.
—La pistola para elefantes. ¿Qué es, una cuarenta y cinco o una nueve milímetros?
—Una nueve milímetros.
—¿Necesitas eso para examinar fotos?
—No.
—Entonces, ¿para qué?
La detective Barren no contestó. A ambos los envolvió el silencio. El teniente Burns miró el expediente y luego la miró a ella.
—Déjalo en paz, Merce. Se acabó. Ese tipo está en la cárcel, que es donde debe estar… —Se puso rígido y su voz adquirió un tono de autoridad—. Es una orden: no te metas en el caso. Está cerrado. Lo único que vas a conseguir es sufrir todavía más. Si quieres un permiso, de acuerdo, tómatelo. Pero no para trabajar, sino para recuperarte. ¿Entendido? —Ella no respondió. El teniente la miró y suavizó el tono—. Está bien. Al menos te he echado el sermón oficial…
Ella sonrió.
—Gracias.
—Pero, Merce, por favor, hazlo por mí: cúrate y vuelve al trabajo. ¿De acuerdo?
—Es lo que tengo intención de hacer —repuso ella.
—Bien, primero disfruta de las horas extra, y luego, si necesitas más, tómate vacaciones. Después de eso, llámame y ya pensaremos algo. Ordenaré que te envíen los cheques a casa. Con una condición.
—¿Cuál?
—Que antes vayas a ver al loquero del departamento. Mira, de todas formas, cuando vuelvas van a obligarte a ir a su consulta, así que fíate de mí. Lo único que te va a decir es que te tomes unos días y un par de aspirinas y que vayas a verlo cuando vuelvas. —Ella aceptó con la cabeza—. De acuerdo. Entonces ya está todo. —Se levantó y cogió el montón de fotos—. ¿Quieres acompañarme a Homicidios? Esos idiotas suelen necesitar que los convenzan, sobre todo cuando la cosa consiste en que al final van a tener que salir a buscar testigos y pruebas ellos solitos.
—No, gracias —contestó ella. Pensó que la próxima vez que fuera a Homicidios sería para llevarles un caso.
Se mordió el labio. O para entregarse ella misma.
La visita al psicólogo del departamento fue tan superficial como había sugerido el teniente Burns. Le describió un cierto grado de agitación, insomnio e incapacidad para concentrarse, así como ataques de depresión. Le dijo que se sentía culpable de la muerte de Susan. Afirmó que necesitaba un tiempo para asimilar dicha pérdida. Se escuchó a sí misma hablar, pensando lo fácil que resultaba inventar una mentira creíble mezclando en ella un poco de verdad. El psicólogo le preguntó si quería pastillas para dormir; ella declinó la oferta. Él le dijo que probablemente seguiría sintiéndose hundida por la depresión hasta que tratara el sentimiento de pérdida con terapia, pero que estaba de acuerdo en que unos días de baja le resultarían beneficiosos. Dijo que le rellenaría los apropiados impresos del departamento para que pudiera tomarse una baja por razones médicas, lo cual le permitiría continuar cobrando casi la totalidad del sueldo. A ella le sorprendió que todo el mundo estuviera tan preocupado por el dinero. Después, el psicólogo le dijo que quería verla con regularidad al cabo de un mes y le concertó una cita. Finalmente rellenó una tarjeta y se estrecharon la mano. La detective le dio las gracias y tiró la tarjeta nada más cerrar la puerta de su despacho.
Fue mucho más fácil de lo que esperaba.
No tardó mucho en llevarse de su mesa lo que iba a necesitar, pese a las interrupciones de los demás miembros de la sección de análisis de pruebas, que no dejaron de acercarse a presentarle sus condolencias, hacerle invitaciones y ofrecerle su amistad, lo cual la conmovió. Pero ella se sentía emocionada, complacida y deseosa de terminar de una vez y marcharse.
Cuando salió por las puertas del departamento de policía de la ciudad, hacía un calor intenso. Los macizos ladrillos rojos del edificio parecían resplandecer como carbones encendidos. Aspiró despacio, como si tuviera miedo de quemarse los pulmones, alzó la cabeza y contempló el cielo protegiéndose los ojos de la fuerte claridad. Por un instante se sintió como si la hubieran atrapado bajo un foco para observarla.
Pero esa sensación desapareció y la embargó otra de ilusión, casi de euforia. Por primera vez en varios meses sentía que la depresión se le iba del pecho. «Estoy haciendo algo», pensó. Un pie detrás del otro, paso a paso. De pronto se acordó de una ocasión en casa de su hermana en la que se levantó en mitad de la noche al oír los primeros gemidos de dolor y hambre de la pequeña. Lo recordaba como una especie de ritual: retirar la manta, sacar los pies y ponerse las zapatillas al mismo tiempo, coger la bata de donde la había dejado la vez anterior, a los pies de la cama. «Ya voy», decía, en tono lo bastante alto para que la pequeña la oyera y para que su hermana supiera que ella iba a hacerse cargo del problema y volviera a dormirse. «Voy enseguida, cálmate, mi niña», pronunciando las últimas palabras con la entonación propia de una nana para dormir.
—Ya voy —dijo en voz alta, pero no había nadie que pudiera oírla.
Y entonces se puso a tararear una canción y echó andar por la acera.