Las obscenidades rasgaban el aire a su alrededor, pero él no les prestaba atención. En lugar de eso, imaginaba a su hermano sentado en la cafetería del hospital, sonriendo con una despreocupación que a él le parecía más propia de un adolescente, pero que en el rostro de adulto de su hermano adquiría una expresión extrañamente inquietante. Intentó acordarse del régimen de sus pensamientos, pero se atascó únicamente en el momento en que él le dijo con necio sentimentalismo: «¿Sabes?, me habría gustado que hubiésemos tenido una relación más cercana, al hacernos mayores…».
Y la respuesta de su hermano, cruel, críptica, insondable: «Oh, la tenemos más cercana de lo que crees».
«¿Cómo de cercana creo yo?», se preguntó Martin Jeffers.
A su derecha, las voces de dos de los hombres habían ido aumentando de volumen poco a poco, incrementando gradualmente el tono y el contenido hasta rozar la rabia. Jeffers se volvió y los miró intentando valorar la índole y el fondo de aquella disputa, prudente, cauteloso, comprendiendo que la confrontación era un elemento integrante de la terapia, pero igualmente que aquéllos eran hombres violentos y que él no deseaba formar parte del salvajismo que, estaba seguro de ello, eran capaces de infligirse el uno al otro. Tuvo la idea un poco extraña de que se parecían a unas ancianas peleándose, discutiendo menos por una idea o un auténtico conflicto que por el gusto mismo de discutir. De modo que decidió no intervenir.
—No creo que hayas dicho eso en serio.
Aquél era uno de sus comentarios de costumbre. Sabía que los hombres se sentían frustrados debido a las posturas ambiguas que adoptaba él; en su mayoría, eran personas de ideas y sentimientos concretos. Lo que deseaba él era hacerlos pensar y después sentir, en abstracto. Una vez que fueran capaces de empatizar, pensaba, podrían recibir un tratamiento.
Se acordó de un profesor de la facultad de medicina que les decía a sus alumnos: «Pensad en la experiencia de la enfermedad. Considerad cómo controla nuestros sentidos, nuestros sentimientos, nuestras emociones. Y luego recordad que, por muy capaces que os creáis como médicos, solamente valéis lo que valga vuestro último diagnóstico acertado». A lo cual, una década más tarde, Martin Jeffers pensó que debería haber agregado: «Y vuestro último tratamiento». Jeffers contempló a los dos hombres que discutían.
—Que te jodan —dijo el primero, apartándolo con un gesto de la mano un tanto desvaído.
—Primero jódete tú —intervino el segundo—. Y más te vale que lo disfrutes, porque no vas a joder a nadie más en mucho tiempo…
—Mira quién habla.
—Exacto, deberías mirar con quién hablas, hombrecillo.
—Oh, mira cómo tiemblo. Me están temblando las manos de miedo.
Jeffers observó detenidamente a los dos hombres. Buscó en cada uno de ellos indicios de que la discusión fuera a levantarlos de sus asientos. Aquella discusión en particular no lo preocupaba en exceso; Bryan y Senderling se peleaban con frecuencia. Mientras se intercambiasen insultos, todo iba a quedar en un enfrentamiento verbal. En circunstancias distintas, supuso Jeffers, probablemente los considerarían amigos. Era el silencio lo que lo preocupaba a él. A veces dejaban de hablar. No era ese silencio de no saber qué decir o causado por el aburrimiento, o por estar esperando a que alguien diga algo; era un silencio forzado por la ira. Luego podía ser un entornarse de los ojos y el hecho de clavarlos en el oponente lo que presagiaba un ataque, o a veces una sutil tensión en los músculos. Jeffers se dijo que con frecuencia pasaba el tiempo buscando nudillos blancos en los dedos que aferraban los reposabrazos de las sillas. Recordó Jeffers que en una ocasión hubo un hombre de un grupo que siempre se sentaba en el borde de la silla, con las piernas cruzadas en forma de aspa. Una mañana, cuando descruzó las piernas, Jeffers se puso al punto en pie, dispuesto a interceptar la explosión que tuvo lugar segundos después. Jeffers comprendió, conforme fueron pasando los meses, que había llegado a conocer a cada hombre de aquel grupo no sólo como una colección de recuerdos y experiencias, sino también por una postura física reconocible. El hecho de que hubiera en su despacho doce expedientes repletos de anotaciones era algo que cabía esperar; no resultaba fácil reunir los requisitos adecuados para ser uno de los «niños perdidos». Hacían falta dos cosas: depravación y la mala suerte de sentirse comprometido con ello.
—¡Jódete!
—¡Jódete tú también!
Las obscenidades eran el código de aquel grupo, y corrían por todas partes como si fueran monedas de escaso valor. Se preguntó ociosamente cuántas veces habría oído aquel día la palabra «joder». ¿Cien veces? Seguro que más. Mil, quizá. Para él, aquella palabra ya no tenía ninguna relación con el acto sexual. Se empleaba en cambio como una forma de puntuación en aquel grupo. Algunos de ellos utilizaban la palabra «joder» como otros usaban comas. Le vinieron a la memoria las famosas actuaciones de Lenny Bruce, el cómico, que empezaba mirando al público y diciendo: «Me pregunto cuántos negratas habrá aquí esta noche» antes de repetir lo mismo refiriéndose con apelativos ofensivos a hispanos, irlandeses, judíos, italianos, ingleses o lo que fuera, y terminaba haciendo tan comunes aquellos insultos que al final ya resultaban inofensivos y vacuos. Desde luego tenía poco que ver con los crímenes de los que se habían declarado culpables, aunque todos ellos eran delincuentes sexuales.
—¡Aaah, vete a la mierda! —dijo uno de los hombres. Era Bryan. Se volvió hacia Jeffers—. Oiga, doctor, ¿no podría curar a este hijo de puta? Todavía no se ha enterado de por qué está aquí.
—Oye, gilipollas —replicó Senderling—. Sé perfectamente por qué estamos aquí. Y también sé que no vamos a irnos a ninguna parte de momento. Y cuando nos vayamos, será a la prisión estatal, a cumplir una condena bastante larga.
En eso intervino otro individuo que primero juntó los labios como para dar un beso y después hizo un ruido lo bastante fuerte para captar la atención de todos. Jeffers lo miró y vio que se trataba de Steele, que se sentaba al otro extremo de la sala y al que gustaba especialmente echar carnada a Bryan y Senderling.
—Y ya sabéis, cariñitos, lo mucho que aprecian allí a los chicos como vosotros…
Los tres se miraron entre sí con cara de pocos amigos y después se volvieron hacia Jeffers. Este se dio cuenta de que esperaban alguna reacción por su parte. Ojalá hubiera estado un poco más atento.
—Ya sabéis todos cuáles son las reglas.
Le respondieron con un silencio malhumorado.
«La primera lección de la residencia psiquiátrica —pensó—. Cuando tengas dudas, no digas nada».
Así que la sala se llenó de un inocuo silencio. Jeffers intentó mirar a todos los hombres a los ojos; algunos le devolvieron una mirada furiosa, otros desviaron el rostro. Varios parecían aburridos, distraídos, con la mente en otra parte; a otros se los veía calmados, deseosos, ávidos. Jeffers reflexionó momentáneamente sobre la dinámica de ese grupo; había doce miembros en el grupo de los «niños perdidos», cada uno de ellos único en el estilo del delito que había cometido, típico en la naturaleza del mismo. A Jeffers lo asombró la idea de que todos aquellos hombres sufrían de lo mismo: en cierta ocasión, durante la infancia de cada uno, se habían sentido perdidos. Abandonados, tal vez, era un término más apropiado. «El accidentado camino de la niñez —pensó—. La oscuridad y la crueldad de la juventud. La mayoría de las personas lo superan y cargan con sus cicatrices internamente, para siempre, y aprenden a adaptarse». Pero los «niños perdidos», no.
Y el castigo que habían infligido al mundo adulto era verdaderamente lamentable.
Doce hombres. Entre todos compartían probablemente cerca de un centenar de delitos denunciados. Otros muchos, fácilmente el doble de dicha cantidad, permanecían ocultos, sin que nadie hubiera dado parte de ellos, sin resolver, sin atribuir, desde vandalismo y pequeños hurtos hasta una violación, o dos, o media docena, una docena, una veintena o más. También había entre los «niños perdidos» tres asesinos, individuos que, en el peculiar sistema de ponderación de la justicia criminal, se las habían arreglado para segar unas vidas que por alguna razón tenían menos valor y por consiguiente requerían un castigo más leve, aunque a Jeffers a veces le resultaba difícil entender las distinciones entre un asesino sanguinario y un homicida en primer grado, sobre todo desde el punto de vista del cadáver.
El silencio en la sala persistía, y Jeffers pensó otra vez en su hermano. Había sido típico de Doug llamar de improviso y presentarse al minuto siguiente. Habían transcurrido tres años desde la última visita, meses de una informal conversación telefónica a otra, actuando como si nada se saliera de lo corriente. Le había dejado la llave de su apartamento junto con las indescifrables instrucciones de costumbre. Típico.
¿Qué estaría haciendo?, se preguntó Jeffers. Reprodujo mentalmente el encuentro. Pero antes pensó: ¿qué cosas eran típicas de Doug?, y experimentó un ligero nerviosismo por verse falto de una respuesta rápida.
Recordó a su hermano sentado ante él, el sol incidiendo sobre su mata de pelo color arena. Doug tenía esa imagen descuidada, luminosa, atrayente, ese aire relajado e informal que no se debe a un físico apabullante sino a una actitud despreocupada ante la vida. Por un instante envidió a su hermano por aquella informalidad de vaqueros y zapatillas que acompañaba al trabajo de fotógrafo profesional y sintió un breve rencor por la seria formalidad de su oficio. «Yo soy rígido», pensó. Envidió la vida al aire libre que llevaba su hermano, rodeado de cosas que estaban ocurriendo de verdad, en lugar de que hablasen de ellas. A veces no puedo soportar la constancia de las habitaciones pequeñas y las puertas cerradas, los comentarios y las observaciones sugerentes y las miradas calladas y elocuentes que conforman mi profesión, se dijo.
Entonces negó con la cabeza, para sí, y concluyó que, naturalmente, podía soportarlo. No sólo eso, además le encantaba.
No obstante, por un momento se preguntó ociosamente si era como ver la vida a través de una lente.
«Oh, la tenemos más cercana de lo que crees. Mucho más».
«¿Tan distinto es eso?», pensó de pronto. Sin duda. Él veía las cosas con una inmediatez definida por el acontecimiento mismo, el momento. «Yo oigo el relato de lo sucedido después de que ha pasado».
Se sintió consternado al comprender de pronto que no se acordaba de la primera cámara de su hermano. Le parecía que Doug siempre había tenido una, ya desde la escuela primaria. Le gustaría saber de dónde había salido la primera; seguro que de sus padres, no. Lo único de sustancia que les habían dado ellos eran desgracias, pensó Martin Jeffers. Los dos hermanos nunca habían discrepado a ese respecto.
De repente se acordó de la noche en que los detuvo la policía, y al instante se preguntó por qué llevaba tanto tiempo sin pensar en ello. Rememoró el intenso aguacero que golpeaba las ventanas de la comisaría, que a su vez repiqueteaban con el viento de aquella tormenta de verano. El edificio estaba sumido en las sombras, pero el duro banco de madera en el que se hallaba sentado él, aferrado con fuerza a la mano de su hermano, estaba bañado por una luz artificial. Era muy tarde y ambos eran muy pequeños; la emoción que los embargaba no era la de trasnochar en Nochebuena, sino la que les producía un profundo pánico, y lo único que sabían era que estaban atrapados en un misterio de los adultos que había tenido lugar cuando lo natural era que sus ojos de niño estuvieran cerrados y sus mentes capturadas por el sueño; habían visto algo que no debían ver, a unas horas en las que no correspondía que ellos estuvieran despiertos. Se le encogió el estómago al recordar que levantó la vista en medio de aquella luz y vio por primera vez a su prima, con el semblante tenso, rígido y adusto, que les dijo: «Vuestra mamá se ha ido, lo cual ya nos esperábamos hace un tiempo. Ahora vais a estar con nosotros. Seguidme». Y después la visión de aquella espalda pequeña y encorvada que daba media vuelta y los alejaba de la tormenta.
Pensó: «Yo tenía cuatro años, y Doug tenía seis».
Intentó desechar aquel recuerdo, preguntándose por qué no habrían hablado nunca de su verdadera madre. Contempló fijamente la ventana de la sala e intentó recordar las facciones de su madre, pero no pudo. Únicamente retenía que carecía de ternura y que siempre parecía enfadada. No era muy distinta de aquella prima que se convirtió en madre suya. A ella la vio fácilmente, el cabello castaño y ralo estirado hacia atrás en un severo moño, unos contradictorios labios anchos, pintados de un color vivo, que nunca se expandían en una sonrisa. En el coche, bajo la lluvia, con los limpiaparabrisas produciendo un sonido repetitivo que parecía un canto fúnebre, aquella nueva mujer-madre se había girado hacia ellos y les había dicho: «Ahora vuestros padres somos nosotros. Yo soy vuestra mamá. Él es vuestro papá. Y no hay más que hablar».
Recordó que su primer terapeuta le preguntó en una ocasión: «Pero ¿qué le sucedió a tu verdadera madre?».
Y la respuesta que dio él: «No lo he sabido nunca».
El terapeuta guardó silencio. El clásico silencio de la duda; él mismo lo había utilizado un millar de veces.
«¿Qué sucedió?», se preguntó a sí mismo.
Era simple: su madre había desaparecido. Muerta. Huida. ¿Qué más daba? Los dos tuvieron que ponerse a trabajar en la farmacia de sus padres. Él tenía que limpiar los frascos de las medicinas y mantener pulcramente ordenados en las estanterías los envases de los medicamentos, y se había hecho médico. El trabajo de Doug consistía en barrer el cuarto oscuro, después mezclar los productos químicos para el servicio de revelado de fotos y finalmente ocuparse del revelado él mismo, cuando fue más mayor, así que se convirtió en fotógrafo. Fue simple.
«Hemos terminado superándolo», se dijo a sí mismo.
«Pero ¿en qué nos hemos convertido?».
«No hay nada simple».
Eso lo sabía. Fue lo primero que aprendió durante su residencia. Las cosas de la mente pueden parecer claras y directas, pero rara vez permanecen así. Aunque las formulaciones de la psiquiatría tenían lógica —las teorías, los diagnósticos y los planes de tratamiento—, las realidades de la conducta siempre le resultaban extrañamente inexplicables. Entendía por qué los «niños perdidos» eran delincuentes sexuales, en un sentido clínico y nítido, pero se sentía derrotado por un interrogante más grande que lo eludía. Era capaz de imaginar la fuerza física que hacía falta para agarrar a una víctima por el brazo y forzarla, pero no lograba imaginar la fuerza de voluntad que también se precisaba para ello.
Movió la cabeza en un gesto de negación. «Doug entiende las realidades; yo entiendo las teorías». Pensó en su propia vida.
«He sobrevivido. Diablos, hemos sobrevivido los dos. Lo hemos hecho muy bien, fenomenal».
Luego reflexionó sobre lo extraordinario que era que uno pudiera adquirir toda la educación y la experiencia de las flaquezas y el sufrimiento humanos y aun así no poder aplicar todo ese conocimiento a su propia persona.
Se rió de sí mismo. «Eres un mentiroso».
«Y no muy bueno».
Se preguntó por qué sería que la visita de su hermano había removido tantos recuerdos, pero enseguida se dijo que era una pregunta tonta; naturalmente que la visita de su hermano incitaba a la introspección.
Sintió calor, y cayó en la cuenta de que el sol que entraba por la ventana le estaba dando en el pecho. Se revolvió en la silla, le resultó insatisfactorio y desplazó ésta ligeramente.
—¿Sabes qué es lo que más odio? —dijo uno de los «niños perdidos»—. Que me traten como si fuéramos una pandilla de pirados en un programa de televisión.
Jeffers alzó la vista para ver quién estaba hablando. Vislumbró brevemente a Simón, el celador del hospital encargado de velar por el orden entre los «niños perdidos». Simón parecía estar dormitando al sol, ajeno a la conversación. Era un negro inmenso cuya corpulencia estaba bien disimulada por la bata blanca y holgada que usaban los celadores. Además, Jeffers sabía que poseía un cinturón negro de karate y que había sido boxeador profesional. La presencia de Simón era el supremo elemento disuasorio para ejercer la violencia.
—Pirados, pirados, pirados. Eso es lo que somos.
El que hablaba era Meriwether. Aquél era uno de los temas preferidos de dicho hombrecillo. Meriwether era un individuo de mediana edad menudo y cetrino, dueño de una modesta oficina de contabilidad y que se había declarado culpable de la violación de la hija de un vecino. Sólo después de que entrara a formar parte de los «niños perdidos» descubrió Jeffers en él un apego compulsivo hacia los jóvenes. Meriwether se encontraba en la lista de dudosos: Jeffers dudaba que el delito por el que había sido condenado fuera el único que había cometido, y también dudaba que el programa pudiera hacer algo por él. Algún día, pensaba Jeffers, irá andando por la calle, cogerá a un adolescente que resulte demasiado para él y le cortará el cuello para quitarle el dinero que lleva en el bolsillo. Jeffers se negaba a sentir vergüenza por sus poco científicas suposiciones.
—No soporto cómo nos miran —dijo Meriwether.
—Cómo te miran a ti —replicó Miller, sentado al otro lado del círculo. Miller era un criminal de buena fe además de violador. Dos veces había matado a personas en peleas de bares, tres veces había ido a la cárcel por agresión, extorsión y robo. A Jeffers le caía bien principalmente por su actitud sin tapujos en las sesiones de terapia. Miller las odiaba. Sin embargo, no figuraba en la lista de dudosos; Jeffers pensaba que era posible que Miller pudiera aprender a no ser un violador. Lo que quedaría de él, no obstante, sería un delincuente normal a jornada completa.
—Mira, pequeñajo, a ti se te nota algo, algo baboso que tienes por dentro. Lo notamos todos, tío, todos. Y lo hace a uno pensar, ¿no crees?
Meriwether no titubeó:
—Ya, puede que noten algo en mí, pero lo único que tienen que hacer es echarte un vistazo a ti a la cara, y lo comprenderán. ¿Lo pillas? Lo comprenderán.
Miller soltó un gruñido y después se echó a reír. Jeffers apreció el hecho de que Miller no entrara nunca al trapo, aunque se preguntó qué dominio de sí mismo tendría con una copa encima.
Los demás hombres que se hallaban sentados en el relajado círculo de terapia también rieron o sonrieron. Wright; Weingarten; Bloom, que parecía preferir a los niños; Wasserman, que con sus diecinueve años era el más joven de todos y en el baile del instituto había violado a una chica que no quiso bailar con él; Pope, de cuarenta y dos años, el mayor, intratable y malévolo, con el cabello gris y músculos y tatuajes de camionero. Jeffers estaba seguro de que había cometido muchos más delitos de lo que sospechaba la policía. Permanecía casi todo el tiempo en silencio y encabezaba la lista de los dudosos. Parker y Knight completaban el grupo de los «niños perdidos». Formaban una pareja afín, los dos malhumorados y con acné, de veintitantos años, ambos habían abandonado los estudios universitarios. Uno había sido programador informático y el otro trabajador social de media jornada. Se burlaban de buena parte de lo que se hacía, pero Jeffers pensaba que con el tiempo llegarían a comprender que tenían una oportunidad en la vida.
Las risas se acallaron, y Meriwether irrumpió en aquel silencio.
—Sigue sin gustarme.
—¿El qué, pequeñajo?
—No estamos locos. ¿Qué estamos haciendo aquí?
Enseguida saltaron varias voces.
—Estamos aquí para que nos curen…
—Estamos aquí por el programa…
—Estamos aquí, pedazo de idiota, porque todos hemos sido condenados en virtud de las leyes estatales contra los delincuentes sexuales. ¿Lo tienes claro ahora, baboso?
—Tío, puede que tú no sepas lo que estás haciendo aquí, pero yo sí…
El último comentario provocó más risas. Éstas cesaron al cabo de un momento, y Jeffers observó que Meriwether esperaba a que se hiciera el silencio.
—Ya veo que sois más idiotas de lo que pensaba… —empezó. Surgieron silbidos y aullidos. Meriwether esperó nuevamente. Jeffers se fijó en la sonrisa irónica que mostraba, y que denotaba claramente que estaba disfrutando de ser el centro de atención del grupo—. Pensadlo un minuto, pirados. Estamos aquí, en una jaula para lunáticos, pero ¿estamos alguno loco de verdad? Si de verdad fuéramos delincuentes, ¿no creéis que nos encerrarían? Pero en vez de eso nos han traído aquí y nos aplican lo del palo y la zanahoria. Cumple el programa, nos dicen, aprende a amar, aprende a odiar lo que eras antes. Y luego te enderezan y te lanzan otra vez al mundo… —hizo una pausa para lograr más efecto—. ¿Sabéis lo que me cabrea a mí? Cada vez que entro en una de las salas de psicología todo el mundo se aparta a un lado. ¡Por mí! Es como para echarse a reír, ¿no, Miller, tipo duro? Pero ellos lo saben, ¿no? Lo saben.
Soltó una carcajada.
—Sigue —dijo una voz benévola.
—Todos los que estamos aquí, en nuestro interior, sí, muy en el fondo nos figuramos que el loquero no ve nada, nos figuramos que vamos a poder con esto. Que simplemente con seguirle el juego el tiempo suficiente y decir lo correcto…, en fin, que vamos a salir de aquí. ¡No van a poder cambiar nuestra forma de ser! —Se volvió hacia Jeffers—. Métase por donde le quepan sus terapias de aversión. Métase sus presiones de grupo. Yo soy más inteligente que todo eso.
—¿Es eso lo que piensas? —contestó Jeffers.
Meriwether rió.
—Vaya pregunta más insulsa. ¿No ve que es lo que pensamos todos en el fondo?
Reflexionó.
—¿Eso crees? —preguntó Jeffers sin ironía.
—En el fondo. Muy en el fondo. Donde no lo pueda tocar usted.
Miller soltó un gruñido.
—Habla por ti, gilipollas.
—Eso hago —repuso Meriwether.
Los dos hombres se miraron el uno al otro, y Jeffers pensó de nuevo en su hermano. Recordó la sorpresa que se llevó al descubrir que Doug robaba dinero habitualmente de la caja registradora de la farmacia. Él pensaba que su hermano hacía mal, pero no porque robar no estuviera bien sino porque si lo descubrieran las consecuencias serían graves. Recordó la risa despreocupada de su hermano y su insistencia en que el dinero era el motivo sólo en parte.
—¿No lo entiendes, Marty? Cada vez que cojo un poco tengo la sensación de estar vengándome de él. El dinero que tanto quiere. Un poco aquí, otro poco allá. Así tengo la impresión de no ser sólo una víctima.
Doug tenía trece años. Y estaba equivocado. «Sus víctimas éramos los dos». Le propinó una paliza a Doug, recordó Jeffers. ¿Por qué a mí no? Supuso que era por la insistente y obvia rebeldía de su hermano. Luego negó con la cabeza, pensando que probablemente aquello era verdad sólo en parte. Era cierto que Doug era irrefrenable, pero había algo más, algo que su padre había visto y que lo catapultó a la cólera y el salvajismo.
—Pequeñajo —dijo Miller—, me estás cabreando.
—La verdad siempre duele —replicó Meriwether.
—Dime qué crees tú que es la verdad —dijo Miller—. Ya que sabes tanto, jodido pequeñajo de mierda. ¡Dime qué es lo que sabes tú de mi vida!
Meriwether lanzó una carcajada.
—A ver que lo piense —dijo. Escudriñó a Miller igual que un comprador examinando una mercancía agrietada—. Bueno —empezó despacio, consciente de tener sobre sí la atención de todo el grupo—, probablemente odiabas a tu madre…
Todo el mundo rió, excepto Miller.
—Sigue hablando, cagarruta.
—Ella quería a todos salvo a ti… —Meriwether sonrió a su público y prosiguió—: Y ahora, como no puedes castigarla a ella…
—¿Como que no puedo castigarla?
La sala lanzó una carcajada ante aquel tópico.
—Castigas a los demás. —Meriwether pensó un instante. Después, sonriéndole al público, dijo—: ¡Ya está! ¡Las verdades básicas sacadas a la luz!
Pero Miller no sonrió. Jeffers, una vez más, intentó recordar el rostro de su propia madre, pero no pudo. Cuando pronunciaba para sus adentros la palabra «madre», lo único que veía era a la esposa del farmacéutico, su prima-madre, que se sentaba por las tardes en un rincón de la casa a abanicarse y tomar té, con independencia de que fuera verano o invierno.
—Sigue hablando, cabrón. Ya la has cagado a base de bien, así que puedes darle a la lengua todo lo que quieras —provocó Miller.
Jeffers se preguntó brevemente si Miller terminaría explotando, aunque lo dudaba; conocía demasiado bien a los pacientes. Si opina que necesita vengarse, se vengará cuando le resulte cómodo. Esperará y hará tiempo, todos los reclusos sabían que lo que tenían en abundancia era tiempo, y el hecho de saborear la venganza podía suponer un placer tan grande como meterle entre las costillas un cuchillo de fabricación casera. Jeffers garabateó una nota en el bloc de la sesión para recordar que había que vigilar por si surgía un conflicto entre ambos hombres.
—Bueno —dijo Meriwether—, qué edad tenía aquella última chica, la que apaleaste y robaste además de…, ¿cómo decirlo delicadamente? Además de, esto…, gozar de ella… ¿Podría tener veinte? No, quizá más. ¿Treinta, entonces? No, todavía sería un poco tímida. ¿Cuántos, cuarenta? No, qué va, ni de cerca… ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Qué tal setenta y tres? ¡Bingo!
Meriwether cerró los ojos y se recostó en su silla.
—Qué interesante —dijo una voz.
—Lo bastante vieja, diría yo, para ser tu madre —opinó Meriwether. Calló unos instantes antes de girarse hacia Jeffers—. ¿Sabe, doctor? Debería pagarme por hacer su trabajo.
Jeffers no dijo nada más que:
—Mi trabajo…
—Así que —continuó Meriwether— dinos, tipo duro. ¿Qué tal fue la cosa?
Miller había entornado los ojos. Aguardó hasta que se hizo el silencio.
—Mira, bocazas, fue perfecto. Como siempre. —Hizo una pausa—. ¿No es así, pirado?
Meriwether asintió.
—Sí.
Jeffers recorrió la sala con mirada atenta, esperando con escaso entusiasmo que se alzara alguna voz para oponerse, pero dudando que hubiera alguna. Había llegado a entender que existían determinadas cualidades que el grupo no podía frustrar, y una de ellas era la idea del placer. Anotó que debía realizar un seguimiento en la sesión individual normal de cada paciente. «El grupo —pensó—, sólo sirve para reforzar las ideas impartidas en las sesiones terapéuticas diarias. A veces —sonrió para sí— funciona la magia. Y otras veces, no».
—Miller —dijo Jeffers—, ¿le estás diciendo al grupo que propinar una paliza y violar a una mujer de setenta y tres años te pareció una experiencia sexual satisfactoria?
Él no iba a ser tan franco con algunos de los presentes.
Miller negó con la cabeza.
—No, doctor. Si lo expresa de ese modo, no. —Se burló—. Una experiencia sexual satisfactoria, sea lo que sea eso. Lo que digo es, y ese pirado de ahí sabe a qué me refiero, ¿no, gusano?, es que ella estaba allí, y también estaba yo. Formaba parte de la escena, nada especial.
—¿No crees que para ella sí fue algo especial?
Miller intentó hacer un chiste.
—Bueno, a lo mejor nunca se lo había pasado tan bien…
Surgieron unas breves carcajadas que cesaron enseguida.
—Vamos, Miller, agrediste a una anciana. ¿Qué clase de persona hace una cosa así?
Miller lanzó una mirada furiosa a Jeffers.
—No está escuchándome, doctor. Ya le digo que esa mujer estaba allí. No fue gran cosa.
—Ése es el problema, que sí lo fue.
—Bueno, pues para mí no.
—Y si no fue para tanto, ¿en qué pensabas mientras lo hacías?
—¿En qué pensaba? —Miller vaciló—. Y yo qué sé. Me preocupaba que pudiera reconocerme, ya sabe, así que le aplasté las gafas y procuré tener cuidado, no quería despertar a los vecinos…
—Vamos, Miller. Dejaste huellas dactilares por todas partes y te pillaron intentando quitarle las joyas a la anciana. ¿En qué estabas pensando?
—Yo qué sé.
Se cruzó de brazos y se quedó con la mirada fija.
—Prueba otra vez.
—Oiga, doctor, lo único que recuerdo es que estaba furioso. Estaba de lo más cabreado. Todo me había salido mal, así que estaba jodido de verdad. Así que estaba de muy mal humor. Y lo único que recuerdo en realidad es que estaba cabreado, tan cabreado que tenía ganas de chillar. Tenía ganas de hacerle daño a alguien, ¿sabe? Eso es todo, tenía ganas de joder a alguien, unas ganas tremendas. Lamento mucho que esa vieja se cruzara conmigo, pero es que estaba allí, y era precisamente lo que quería yo. ¿Lo entiende? ¿Le vale con eso?
Jeffers se reclinó en su asiento y pensó para sí: no se me da nada mal, para ser un recién llegado.
—Está bien —dijo—. Vamos a hablar de la ira. ¿Alguien?
Se hizo un breve silencio hasta que Wasserman, que tartamudeaba, intervino:
—A-a m-mí a veces me da la impresión de que siempre estoy enfadado.
Jeffers se reclinó en su silla al oír a uno de los hombres intervenir con una pregunta:
—¿Enfadado por qué?
Sólo quedaban unos minutos de sesión, y sabía que la dinámica de grupo se apoderaría del curso de lo que se decía; la ira siempre era un tema muy fructífero. Todos los «niños perdidos» estaban furiosos. Era algo que conocían muy de cerca.
Recorrió la sala con la mirada. Era una estancia abierta y aireada, pintada de blanco, con una hilera de ventanas que daban al área de ejercicio. El mobiliario era viejo y barato, pero qué cabía esperar de una institución del Estado. Contra una pared había una mesa de ping-pong plegada que rara vez se utilizaba. En otro tiempo hubo una mesa de billar, pero un día un palo de billar en las manos de un paciente psicótico llevó a dos celadores a la enfermería, así que ahora ya no había ninguna. Había revistas que se agitaban cuando la brisa encontraba una ventana abierta y un televisor que parecía estar poseído para emitir sólo culebrones y películas antiguas. Y también un piano vertical desafinado. Periódicamente se acercaba alguien y tocaba unas cuantas notas, como si esperase que se afinara solo, mediante algún proceso de ósmosis. Jeffers pensó «el piano es como los pacientes; tocamos sin cesar las teclas con la esperanza de dar con una melodía, y normalmente descubrimos una disonancia». A Jeffers le gustaba aquella sala; tenía un aire callado y benévolo, y a veces le daba la impresión de que la estancia en sí reducía la tensión. Sería un lugar incongruente para una pelea.
No recordaba ninguna ocasión en la que se hubiera peleado con su hermano.
Aquello no era habitual. Si todos los hermanos se pelean, ¿por qué iban a ser ellos distintos? Pero seguía sin poder hallar un solo recuerdo de furia fraternal, agresiva y desatada, de esa que lo invade a uno de pies a cabeza un instante y se evapora al instante siguiente.
Recordó una ocasión en la que Doug lo aprisionó contra el suelo, fácilmente, con los brazos retorcidos hacia atrás; pero fue para impedirle que fuera detrás de su madre, que estaba llevando la cartilla de las notas al farmacéutico. Había suspendido una asignatura por primera vez, francés, y estaba avergonzado. Recordó que su hermano lo sujetó de tal manera que no podía moverse. Doug no dijo nada, simplemente lo inmovilizó. Él no tenía muy seguro lo qut quería hacer con la cartilla: cogerla, destruirla, no sabía. Lo único que sabía era que el farmacéutico iba a escandalizarse, y así fue. Durante una semana, todas las noches lo encerró con llave en su habitación. Pero en el semestre siguiente sacó un notable alto, y en el semestre final un sobresaliente.
—¡Eh, Pope! —Era Meriwether el que había hablado—. Vamos, Pope, tú que eres un asesino, cuéntanos lo enfadado que tienes que estar para matar a alguien.
Jeffers aguardó, lo mismo que todos los presentes. Es una buena pregunta, se dijo, tal vez no estrictamente desde un punto de vista terapéutico, pero sí desde el de la curiosidad.
Pope lanzó un resoplido. Tenía los ojos negros y entrecerrados y unos hombros que resultaban demasiado grandes para su débil constitución. Jeffers le imaginó una fuerza descomunal.
—Nunca he matado a nadie con quien estuviera enfadado de verdad.
Meriwether rompió a reír.
—Oh, venga, Pope. Mataste al tipo ese del bar. Nos lo contaste la otra semana. En una pelea, ¿no te acuerdas?
—Eso no es enfadarse. No fue más que una pelea.
—Pero él murió.
—Cosas que pasan. Un puñetazo afortunado.
—Querrás decir desafortunado.
Pope se encogió de hombros.
—Desde donde estaba él, supongo que sí.
—¿Quieres decir que te peleaste con él, el tipo la diñó, y ni siquiera estabas cabreado con él?
—No entiendes muy bien las cosas, ¿verdad, tío listo? Claro que el tipo ese y yo nos peleamos. Habíamos estado bebiendo. Una cosa llevó a otra, y él no debería haberme insultado. Pero eso no tiene nada de especial. Ocurre en todos los bares a diario. En cambio, nunca he estado furioso con alguien con quien haya estado sentado y sobrio hasta el punto de buscar una manera de cargármelo. Eso ya te lo puedes figurar.
Aquello tenía lógica, y el grupo guardó silencio.
—Yo me puse furioso en una ocasión —dijo Weingarten. Jeffers advirtió que había permanecido callado la mayor parte de la sesión. Era un exhibicionista de pelo grasiento que se entusiasmó demasiado con sus numeritos en un centro comercial y terminó agarrando a una joven. Ésta consiguió zafarse de él, al día siguiente lo identificó en una rueda de reconocimiento, y el hombre fue a aterrizar en el grupo de los «niños perdidos». Jeffers dudaba que el programa tuviera mucho éxito con él; acababa de empezar a progresar en su conducta desviada. Lo más probable era que siguiera estando demasiado fascinado con su nueva visión del mundo para eliminarla tan pronto. Los «niños perdidos» no sufren enfermedades corrientes. Recordó el énfasis que se ponía en la facultad de medicina en la conveniencia de pillar una enfermedad en su fase temprana, antes de que avanzara más. «Pero aquí no sucede eso, pensó; aquí uno tiene que pillar la enfermedad cuando ya se ha desarrollado y manifestado en su plenitud, y luego tratar de erradicarla». Por lo general era una propuesta con pocas posibilidades de triunfo, comprendió con tristeza, a pesar de las infladas tasas de éxito que se inventaban para garantizar la financiación constante del programa.
—Quiero decir que me entraron ganas de matarlo y todo.
—¿Qué hiciste? —le preguntó Jeffers.
—En el instituto había un individuo que siempre estaba encima de mí. Ya sabe, el típico tío que se te acerca delante de todo el mundo y te da un puñetazo fuerte en el brazo sólo para que pongas mala cara, porque sabe que tú no puedes devolvérselo. ¿Sabe lo que quiero decir? Un auténtico matón, un chiflado…
—Mira quién fue a hablar —comentó Meriwether.
Weingarten lo ignoró y continuó.
—Al principio sólo pensé en matarlo. Mi padre tenía una escopeta de caza, porque le gustaba cazar ciervos, cosa que a mí me parecía horrorosa, pero de todas formas tampoco se molestaba en llevarme con él. La escopeta era de largo alcance, y en un momento dado tuve a ese tipo a tiro, justo en la mira. Debería haberlo hecho en aquel momento, pero entonces me lo pensé mejor y decidí que debía vengarme de él haciéndole lo mismo que me había estado haciendo él a mí. Algo llamativo, en público. Así que esperé y supuse que ya lo agarraría justo antes del gran partido de antiguos alumnos. Lograría que lo suspendieran, iba a ser así de simple. El entrenador ordenó un descanso, y yo sabía que ese cabrón siempre se lo hacía con una animadora. Así que los seguí hasta el lugar en el que a todos los críos les gustaba aparcar y esperé. No tardaron mucho en ponerse a ello. Estuve observándolos un rato, después me acerqué sin que me vieran y ¡bam! Un pinchacito de nada en cada neumático. Sabía que jamás conseguirían regresar a tiempo. ¡Premio! Seguro que lo suspenderían. La chica era la hija del entrenador, ¿sabe? Así que el plan era infalible.
—¿Y qué ocurrió?
—Que no llegaron hasta las cuatro de la mañana.
—¿El entrenador suspendió a ese cabrón?
Weingarten dudó.
—Era el puto defensa. De todo el condado. Tenía una beca para el puto Notre-Dame. Y era el puto partido de antiguos alumnos. ¿Qué cree usted? —Todos los «niños perdidos» se echaron a reír, y Jeffers se sumó a ellos. Weingarten también rió—. Tío, era un auténtico cabrón. Tendría que haberse hecho policía.
Las carcajadas de los «niños perdidos» llenaron la sala.
Su hermano, pensó Jeffers, podría haber sido un atleta estupendo. Cuando jugaba, siempre parecía que el balón lo seguía a él. Poseía velocidad y coordinación, y también una fuerza increíble; no era que estuviera tan musculado, sino que era más fuerte que los demás. Doug siempre tenía además una habilidad adicional, la de ser capaz de pasarse el día corriendo si era preciso. Poseía una vitalidad increíble. Le venía de la rabia. Cuanto más lo animaban sus padres a hacer atletismo, menos quería tener nada que ver con ello. Era otra de sus mini-rebeliones. Le vino a la memoria una ocasión en la que se sentó con su hermano en la habitación de ambos, por la noche y con las luces apagadas, y lo escuchó hablar sobre el odio. Lo sorprendió descubrir lo hondo que era éste en su hermano: «No pienso hacer nada por ellos —dijo—. Nada. Nada que les haga sentirse bien. Nada».
Ahora, pensó Jeffers, diría que dicha actitud era reflejo de un fundamental odio hacia sí mismo. Pero aquel recuerdo de su infancia era más poderoso. Lo único que recordaba él era la fuerza de lo que dijo su hermano en aquella habitación a oscuras. No le veía la cara, pero en cambio se acordaba del paisaje nocturno que se divisaba desde la ventana de la habitación, el jardín y más allá la calle, con el resplandor de la luna filtrándose entre los árboles. Era una casa modesta en un barrio modesto de las afueras, y contenía todo aquel odio en su interior.
—La única persona con la que yo me he cabreado lo bastante como para querer matarla fue mi vieja. —Jeffers levantó la vista y vio que estaba hablando Steele—. No paraba de quejarse, día y noche. Por la mañana, al mediodía, por la tarde. A veces llegué a pensar que se quejaba incluso dormida…
Los demás rieron. Jeffers vio que algunos asentían con la cabeza.
—Sigue, por favor.
—Sabe, daba igual dónde estuviéramos o qué estuviéramos haciendo. Ella siempre lograba que me sintiera… como pequeño, ¿sabe? Poca cosa.
Hubo unos instantes de silencio y después Steele continuó. Jeffers tuvo un breve vislumbre del expediente de aquel paciente. Buscaba a sus presas en su propio barrio, salía de su trabajo de fontanero a las horas de comer y encontraba a las amas de casa solas.
La sala estaba en silencio.
—¿Que te sintieras como pequeño…?
—Supongo —dijo Steele— que si se me hubiera ocurrido un modo de vengarme de ella, no estaría aquí ahora.
Jeffers hizo una anotación, pensando: «pero sí te vengaste».
Consultó su reloj. La sesión estaba a punto de finalizar. Por un instante se preguntó por qué su hermano no había querido cenar con él, ni pasar la noche, ni alargar un poco la visita.
«Es un viaje sentimental…».
¿Qué habría querido decir? Él mismo sintió una oleada de furia. Doug era capaz de hablar con una franqueza rayana en lo ofensivo y al momento siguiente expresarse con una ambigüedad impenetrable. Experimentó una repentina sensación de vacío y se preguntó hasta dónde conocía a su hermano. Y luego añadió, como de memoria: «¿Hasta dónde me conozco a mí mismo?». Tuvo una rápida imagen de lo que iba a ser el resto de sus días: rondas. Varias sesiones de terapia individual. Cena a solas en su apartamento. Un partido en televisión, un capítulo de un libro, una cama. Y a la mañana siguiente, más de lo mismo. «La rutina es una especie de protección», se dijo. ¿Qué habría encontrado su hermano para protegerse? ¿Y de qué? «Eso tiene fácil respuesta», pensó mirando a su alrededor.
Nos protegemos tan sólo de nosotros mismos.
«Le voy pisando los talones al mal…». Sonrió. Aquél era Doug. Con una vena dramática. Por un instante sintió unos celos competitivos, luego los dejó pasar pensando: bueno, somos lo que somos, y entonces se sintió avergonzado. Te habrás quedado calvo, se dijo a sí mismo. Y se preguntó otra vez: «¿Hasta qué punto estamos unidos el uno al otro?».
A su derecha, Simón el celador se removió un poco. Se estiró y se puso de pie.
Oyó que los miembros del grupo empezaban a agitarse en sus sillas, y le vino a la mente un aula de primaria momentos antes de que sonase el timbre del descanso.
—De acuerdo ——dijo Martin Jeffers—. Por hoy ya está bien.
Se levantó y pensó: «estamos más unidos de lo que crees».
Martin Jeffers observó cómo los pacientes iban levantándose y saliendo de la sala de terapia de uno en uno o por parejas. Le llegó alguna que otra risa ocasional en el pasillo de fuera. Cuando se quedó solo, recogió sus papeles y sus notas, escribió unas cuantas cosas en su cuaderno y paseó unos momentos por la sala sintiendo el calor del sol en la espalda. En la estancia reinaba el silencio, y pensó que la sesión había sido un éxito; no había habido peleas ni discusiones irreconciliables, aunque Miller y Meriwether iban a ser vigilados. Habían avanzado un poco, y se dijo que tal vez la historia que había contado Weingarten pudiera dar para hacer un seguimiento después. Decidió sacar el tema de los celos en la próxima sesión y cerró la puerta al salir.
El pasillo del hospital estaba desierto, y pasó rápidamente por delante de la entrada de una de las salas. Se asomó por la ventanilla de la puerta y vio la misma imagen letárgica que veía todos los días: unas cuantas personas de pie, dispersas por la sala y hablando, otras hablando para sí mismas. Algunos leían, otros jugaban al ajedrez o a las damas. En un hospital psiquiátrico, una buena parte del tiempo se empleaba simplemente en pasar de un día al siguiente. Los pacientes se volvían expertos en el arte de alargar el tiempo: las comidas eran interminables. Las actividades se prolongaban muchísimo. Se desperdiciaba el tiempo a propósito, apasionadamente. Aquello no resultaba tan irrazonable, pensó, para unas personas para las cuales el tiempo había perdido toda su urgencia.
Cuando llegó a su despacho descubrió una nota pegada en la puerta: «Llame al despacho del doctor Harrison lo antes posible». El doctor Harrison era el administrador del hospital. Jeffers observó la nota preguntándose de qué asunto se trataría. Abrió la puerta con la llave y dejó los papeles sobre la mesa. Por un momento contempló la vencida estantería abarrotada de papeles, expedientes y libros de texto. En una pared había un calendario con paisajes de Vermont. De pronto le vino un recuerdo agradable a la memoria; allí había diversión. Pescar, acampar. Se acordó de una trucha que pescó Doug y después devolvió al agua mientras su padre se reía: «Se morirá», comentó el farmacéutico. «Al tocarlas, les quitas parte de la baba que les protege el cuerpo, así que se enfrían y se mueren. No se puede devolver una trucha al agua, no, señor». Luego su padre siguió riéndose, señalando a su hermano. Martin Jeffers se preguntó por un momento si aquello sería verdad, porque nunca lo había consultado. Sintió una absurda vergüenza al pensar cómo le habría ido en la vida estando convencido, a partir de aquel momento, de que no se puede devolver una trucha al agua sin matarla al mismo tiempo. Al doctor Harrison le gusta pescar, pensó: «Mira tú por dónde, se lo voy a preguntar a él».
Cogió el teléfono y marcó la extensión de administración. Contestó la secretaria.
—Hola, Martha. Soy Marty Jeffers. He visto tu nota. ¿Qué tiene en mente el jefe?
—Oh, doctor Jeffers —respondió la secretaria—, no lo sé exactamente, pero ha venido una detective desde Florida. Desde Miami, según dice, y desea hablar con usted…
La secretaria calló un momento, y Jeffers se imaginó playas y palmeras.
—Yo no he estado nunca en Miami —aseguró—. Aunque siempre he querido ir.
—Oh, doctor —continuó la secretaria—. La detective dice que se trata de la investigación de un asesinato.
Jeffers se preguntó por un instante si la trucha sabría, después de que la hubieran tocado, que estaba condenada a morir, si se marcharía nadando en busca de algún solitario remolino oculto tras unas piedras donde extinguirse tiritando, cruelmente confundida y traicionada por su propio entorno.
—Enseguida voy —dijo.