6

El primer pensamiento al despertar fue que la muerte no era como ella esperaba. Después, conforme fue recuperando poco a poco sus facultades, se dio cuenta de que estaba viva. A continuación notó el dolor, como si todos los huesos y los músculos de su cuerpo hubieran sido forzados hasta su límite y luego los hubieran golpeado o retorcido. Le dolía la cabeza, y el muslo le escocía en el punto donde la habían herido. Dejó escapar un gemido lento, intentando abrir los ojos a pesar del dolor.

Oyó la voz de él, cercana pero sin cuerpo.

—No intentes moverte. No forcejees. Procura relajarte.

Ella gimió otra vez.

Parpadeó y abrió los ojos pensando que no debía ceder al pánico, aunque el miedo iba superando rápidamente la sensación de dolor y cubriéndola igual que un sudario. No pudo evitar soltar un gemido. Oyó la voz otra vez.

—Procura conservar la calma. Ya sé que es difícil, pero inténtalo. Es importante. Míralo de esta forma: si te mantienes serena, alargarás tu vida. Si te entra el pánico… Ya sé que estás a punto de ponerte histérica…, en fin, eso será peor para los dos. Respira hondo y procura controlarte.

Anne Hampton hizo lo que le decía.

Abrió los ojos e intentó valorar la situación. Había sólo una pequeña luz, en un rincón; la estancia se encontraba a oscuras en su mayor parte. No alcanzaba a ver al hombre, pero lo oía respirar. Gradualmente fue dándose cuenta de que no podía moverse. Estaba tendida de espaldas sobre una cama, con las manos amarradas y sujetas al cabecero y los pies atados al somier. Disponía de cierta holgura en las ligaduras; así que se giró todo lo que éstas dieron de sí para intentar ver dónde estaba.

—Ah, la curiosidad. Bien, eso demuestra que estás pensando.

Anne Hampton se vio abrumada de pronto por dos rápidos sentimientos. Primero la invadió una desesperación violenta, absorbente, ante su vulnerabilidad, y dejó escapar un sollozo. Fue como si se hubiera caído desde una gran altura y bajara dando tumbos, cada vez más deprisa. Después, con la misma brusquedad con la que había aparecido, aquella sensación se replegó y en su lugar experimentó un acceso de cólera. «Viviré —se dijo—. No pienso morir».

Pero aquella declaración interior que había comenzado a inundarla se vio interrumpida por la voz fría y calma del hombre:

—Hay muchas clases de dolor en el mundo. Yo conozco la mayoría de ellas. No pongas a prueba mi destreza.

Anne Hampton no pudo reprimir el sollozo. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Empezó a preguntarse qué iba a pasar, pero consiguió dominarse, pensando: nada bueno. En cambio salieron de su boca unas palabras como si las hubiera pronunciado otra persona, una niña desamparada.

—Por favor. Por favor, suélteme. Haré lo que usted quiera, pero suélteme. —Se produjo un silencio. Anne Hampton sabía que el hombre no estaba estudiando la petición que acababa de hacerle—. Por favor —repitió. Le extrañó lo inútil que resultaba incluso el sonido de aquella súplica—. Dígame qué quiere de mí —rogó. Por su mente cruzaron un sinfín de posibilidades, pero se negó a ponerles nombre. Oyó al hombre exhalar aire lentamente. Fue un sonido horrible.

—Tú eres una estudiante —dijo—. Tendrás que aprender.

Por un instante, Anne Hampton tuvo la impresión de que se le había parado el corazón.

El hombre apareció a la luz por primera vez, simplemente salió de las sombras y entró en su visión periférica. Ella torció el cuello para verlo. Se había cambiado de ropa y había reemplazado la chaqueta de lino y los pantalones caqui por unos vaqueros oscuros y una camisa deportiva negra. Aquello la desorientó, y tuvo que mirar dos veces para cerciorarse de que se trataba de la misma persona. También su rostro parecía distinto; había desaparecido aquella sonrisa relajada y natural, de pronto parecía todo aristas y ángulos. I os ojos del hombre se clavaron en los de ella, y Anne Hampton tuvo la sensación de verse atraída hacia él, impotente, por la rigidez de su mirada, y tragó saliva.

—No luches —le dijo él. Calló unos instantes—. Si luchas, sólo conseguirás prolongar las cosas. Es más inteligente dejarse llevar por el… programa.

—Por favor —dijo ella—. No me haga daño. —Se escuchó a sí misma. Las palabras le salían solas, sin trabas, sin poder evitarlo—. Haré lo que usted quiera.

—Naturalmente que lo harás. —El hombre no apartó su mirada de la de ella. La absoluta certeza de lo que dijo la golpeó como un mazo—. Lo que yo quiera. Pero ésa es una respuesta aprendida. Condicionada. Y la lección no ha hecho más que empezar. —Sostuvo en alto el objeto rectangular para que ella pudiera verlo. Anne Hampton se estremeció involuntariamente y retrocedió. El hombre pulsó un botón que había a un costado del artilugio y ella vio una corriente eléctrica que saltaba de un polo al otro—. Ya conoces esto —le dijo. De repente Anne percibió agudamente el dolor que sentía en todo el cuerpo y dejó escapar un medio gemido que también era un medio sollozo—. ¿Sabes que en los estados de Georgia, Alabama, Missouri, Montana, Nuevo México y por lo menos otra media docena más se puede comprar un aturdidor sin necesidad de licencia? También se puede adquirir por correo, pero eso es más fácil de localizar. Claro que ¿qué motivo puede tener alguien para utilizar un objeto así? —Respondió él mismo a la pregunta—: Excepto para infligir dolor.

Anne Hampton sintió que le temblaba el labio inferior, y dijo con una voz trémula que era nueva:

—Por favor, haré lo que sea, por favor.

Él bajó el artilugio.

—No sería justo —dijo— utilizarlo de nuevo, después de haberte permitido experimentarlo una vez. —Ella sollozó, casi agradecida y lanzó una exclamación ahogada cuando él acercó su cara a la de ella y siseó—: Pero imagínate. Cuando lo utilicé contra ti, lo tenía ajustado en la posición más suave. Imagínate. Imagina lo que sería si aumentara la intensidad. Piensa en ese dolor. ¿No tuviste una sensación como si te agarrasen el alma y te la arrancasen del cuerpo? Piensa en ello.

Anne Hampton tuvo una súbita visión de un dolor profundo que le recorrió todo el cuerpo. Y se oyó responder:

—Sí, sí, sí. Dios, por favor.

—No reces —se apresuró a decir él.

—No, no, no rezaré. Lo que usted diga. Por favor.

—No supliques.

—Vale, vale. Sí, sí…

—Sólo piensa.

—Sí, sí, sí. —Anne asintió enérgicamente.

—Bien. Pero recuerda. Nunca anda muy lejos.

—Lo recordaré, lo recordaré.

De repente su tono de voz cambió y se volvió más solícito.

—¿Tienes sed?

Aquella palabra la hizo caer en la cuenta de que tenía la garganta reseca. Afirmó con la cabeza. El hombre desapareció de su vista. Oyó que se abría un grifo de agua. El hombre regresó a su lado con una toalla mojada y empezó a acariciarle los labios con ella. Ella chupó la humedad.

—Resulta fascinante el alivio que podemos obtener de algo tan simple como una toalla mojada en agua… —Ella afirmó—. Pero…, que lo mismo que nos proporciona alivio pueda aterrorizarnos.

Mientras pronunciaba la última palabra, de improviso empujó la toalla contra la boca y la nariz de Anne Hampton. Ella, asfixiada, boqueó en un intento de gritar, pero su grito quedó sofocado por la toalla. «¡Oh, Dios! —pensó—. ¡Voy a morir! ¡No puedo respirar!». Comprendió que estaba ahogándose y tuvo una súbita visión de su hermano en medio del hielo, agitando los brazos hacia ella. Sintió como si le estuvieran arrancando los pulmones del pecho. Puso los ojos en blanco y se debatió contra las ligaduras mientras en su cerebro, anegado por el pánico, todo se tornaba negro.

Y entonces él la soltó.

Ella luchó por respirar y llenó desesperadamente los pulmones.

—Ahora sentirás alivio —le dijo él. Empleó la toalla para secarle la frente. Ella sollozó otra vez.

—¿Qué va a hacerme?

—Si te lo dijera, se desvelaría el misterio.

Los sollozos se apoderaron de su cuerpo y se echó a llorar sin tapujos.

—¿Por qué?

Él no le hizo caso y la dejó llorar un momento.

Las lágrimas cesaron, y Anne Hampton lo miró.

—¿Más preguntas?

—Sí. No. No puedo…

—Está bien —repuso él con suavidad—. Esperaba que sintieras curiosidad. —Reflexionó durante un minuto. El tiempo pareció reflexionar con él—. ¿Alguna vez has leído una noticia en el periódico, acerca de un crimen, que sugería que a lo mejor le ocurrió eso una persona pero que no estaba claro del todo, y tu imaginación tuvo que abrirse paso por entre los eufemismos y las analogías para poder llegar a entenderlo bien? ¿Te ha pasado alguna vez?

—Sí. No. Creo que no. Lo que usted diga.

Él la miró enfadado.

—Bueno, pues eso es lo que te ha ocurrido a ti. Estás atrapada en tina de esas historias. Eres un reportaje de las noticias… —Se echó a reír—. Sólo que esta noticia no ha sido escrita todavía. Y aún hay que inventar el titular. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Ella negó con la cabeza. Intentó hablar:

—N…

—Quiere decir que tienes una oportunidad de vivir.

Ella emitió un sollozo. No sabía si debía sentirse agradecida.

En eso, él le propinó una fuerte bofetada en la boca, y a ella le dio vueltas la habitación. Luchó para no perder el conocimiento. Sintió el sabor de la sangre en las encías y le pareció que se le había mojado un diente.

—Pero también quiere decir que a lo mejor no la tienes. Tenlo en cuenta. —Aguardó unos instantes, observando el efecto de sus palabras en el rostro de ella. Anne Hampton sabía que no podía ocultar el terror que sentía, y le tembló el labio—. Eso no me gusta —concluyó en tono resuelto.

Y entonces la abofeteó de nuevo. Su mano se movió como a cámara lenta. Ella se sorprendió de sentir el dolor. Se relajó preguntándose cómo había podido sentirlo, pero esta vez se rindió al sufrimiento y se desmayó.

Cuando emergió de la noche de la inconsciencia tuvo cuidado de reprimir todo sonido de dolor, que era la reacción involuntaria al retorno de sus facultades. Notó que tenía el labio hinchado y sintió un gusto a sangre seca. Aún estaba atada y había vuelto el dolor de las articulaciones y los músculos, menos agudo pero con un vigor renovado que le dio miedo.

No oía al hombre, pero sabía que estaba cerca.

Aspiró despacio, luchando contra el dolor, y se obligó a hacer una valoración de cuanto la rodeaba. Sin mover la cabeza, dejó que sus ojos explorasen el techo. De él colgaba una única bombilla desnuda, pero estaba apagada. Distinguió que la estancia era pequeña, y supuso que se encontraba en un apartamento o en la habitación de un motel. Giró ligeramente la cabeza de un lado al otro y vio unos cuantos muebles de mal gusto y una ventana con la persiana bajada. Parecía haber un pequeño pasillo más allá de donde le alcanzaba la vista, y se figuró que sería el de entrada. No veía de dónde provenía la escasa iluminación, pero supuso que habría un baño contiguo y que su captor habría dejado la luz encendida. No supo decir qué hora era ni cuánto tiempo llevaba inconsciente.

Cayó en la cuenta, con una punzada de desesperación, de que no recordaba el día de la semana ni la fecha, y rápidamente intentó hacer memoria. «Estuve trabajando en la biblioteca un martes —se dijo—. Estamos en julio, a finales de julio. En la última semana. Sólo quedan tres semanas para que finalice el semestre».

¿O eran cuatro? Se mordió el labio inferior y sintió que se le agolpaban las lágrimas en los ojos. «¡Acuérdate!», se exigió a sí misma. Creía que iba a estallarle el cerebro en su intento de recordar la fecha.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? Se echó a llorar.

En ese momento, como si le hubiera leído el pensamiento, su raptor dijo:

—A partir de ahora, yo seré quien controle el tiempo. —Su voz tenía un tono duro y tajante, y Anne no pudo contener las lágrimas. De su boca escapó un sollozo, después otro, hasta que por fin todo su cuerpo terminó estremeciéndose de desesperación. Él la dejó continuar. Anne no supo cuánto tiempo estuvo llorando, si fueron minutos u horas. Cuando cesó el llanto, lo oyó suspirar y añadir—: Bien. Ahora podremos continuar.

Se puso tensa, como en un movimiento reflejo. Fuera de su campo visual lo oyó hurgar en el interior de una bolsa.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó.

De inmediato lo tuvo a su lado.

—¡Nada de preguntas! —masculló él en tono agresivo y le dio una bofetada—. ¡Nada de preguntas! —La abofeteó otra vez—. ¡Nada de preguntas!

La abofeteó por tercera vez.

Todo sucedió tan deprisa que el dolor y la sorpresa parecieron confundirse.

—No, no, no, lo siento… —se disculpó ella.

Él la miró.

—¿Alguna pregunta? —inquirió.

Ella negó rápidamente con la cabeza.

Él soltó una breve carcajada.

—Ya sabía yo que no.

Una vez más Anne sintió que se le encogía el corazón de desesperación. Luchó por reprimir una súbita oleada de histeria.

De pronto oyó un leve chasquido y volvió la cabeza para ver de qué se trataba.

—¿Qué me…?

—Ha llegado el momento de descubrirse —anunció él, que sostenía en la mano unas tijeras quirúrgicas de acero.

La sensación del metal contra la piel le dio frío. Se estremeció y a continuación escuchó. Entonces dejó escapar un gemido y comprendió lo que era. Oh, Dios, lo sabía. El hombre, sin prisa pero sin pausa, estaba cortándole la tela de los vaqueros.

Cortó primero una pernera desde el tobillo hasta la cintura, después la otra. Luego dobló con cuidado el pantalón hacia atrás para dejar a la vista las piernas. Ella sintió un escalofrío. Notó que él le introducía una mano por debajo del cuerpo y le empujaba la espalda hacia arriba, separándole las nalgas de la cama, y volvía a soltarla tras retirar el vaquero. Lo oyó arrojar la prenda destrozada contra un rincón. Cerró los ojos y sintió cómo las tijeras le trabajaban la camisa con una calma y una precisión aterradoras. Notó que le quitaba el sujetador, y a continuación el tacto del acero en las caderas mientras le cortaba las bragas.

Dejó escapar otro sollozo.

Se sentía abrumada por el dolor y la vergüenza. Derrotada. Lo inevitable de lo que estaba a punto de sucederle se le antojaba demasiado sordo, obvio, ineludible; casi no le daba miedo. Pensó: «Hazlo ya, por favor, acaba de una vez».

Esperó a que él la violara.

Los segundos se transformaron en minutos, y Anne Hampton se dio cuenta de que tenía frío. Se estremeció, con los ojos aún cerrados.

No oía nada salvo la respiración de él, muy cerca.

Era consciente de que iban transcurriendo los minutos.

Una idea terrible acudió a su mente: ¡Dios mío! ¿Y si no podía? ¿Y si esa frustración…? Entonces dejó de pensar y abrió los ojos muy despacio. Lo encontró simplemente sentado al lado de ella. Cuando él vio que había abierto los ojos, le recorrió todo el cuerpo con los suyos.

—Te darás cuenta, por supuesto, de que podría hacer contigo lo que quisiera —dijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Abre las piernas.

Ella separó las piernas todo lo que le permitían las ataduras.

Oyó el zumbido del motor de una cámara fotográfica y detrás de sus párpados entornados el mundo se tornó rojo de repente, al producirse un destello de luz. Luego hubo otra explosión, y después otra. Entonces abrió los ojos lentamente.

—¿Va a…?

—Muy bien —dijo él. Estaba guardando de nuevo la cámara en una bolsa.

Ella intentó volver a cerrar las piernas, nerviosamente.

—¿Va a…? —empezó a decir otra vez, pero sus palabras se ahogaron en otra bofetada que le cruzó la cara.

—Pensaba que eso ya lo habíamos aprendido —dijo él.

Y la golpeó otra vez.

Ella no pudo evitar llorar.

—Lo siento, lo siento —se disculpó—. Por favor, no me pegue más.

Él se limitó a mirarla.

—Está bien. Puedes formular la pregunta. ¡Vamos!

Ella sollozó.

—¿Va… va a… violarme?

Él guardó silencio y después dijo:

—¿Tengo que hacerlo? —Le puso una mano en la entrepierna. Ella sintió cómo su piel se encogía bajo aquellos dedos. Y entonces la abofeteó de nuevo. Ella lanzó una exclamación ahogada—. Te he hecho una pregunta. No me hagas esperar.

—Oh, Dios, no, sí, no lo sé, lo que usted quiera, por favor.

—Bien —repuso él, y se acercó a los pies de la cama. Ella alzó la cabeza de la almohada y lo vio sostener en alto algo pequeño y brillante—. ¿Ves lo que es esto?

Ella lanzó un gemido. Por su mente cruzó una sombra siniestra.

—Siempre me ha fascinado la sencillez de una cuchilla de afeitar —añadió él—. Podría cortarte el cuello con tal sutileza que lo primero que sentirías sería la sangre brotando de tu gaznate.

Anne Hampton lo miró con ojos desorbitados por el pánico.

Él la miró a los ojos. A continuación, lentamente, con sumo cuidado, bajó la cuchilla y la pasó por la gruesa piel del dedo gordo del pie.

—Por favor —empezó ella, pero calló al ver el centelleo en los ojos de su torturador.

Él se colocó a un costado y le apoyó el filo de la cuchilla en la cadera. Anne Hampton no sintió nada, pero vio aparecer en su piel una delgada raya de sangre como de tres o cuatro centímetros de largo.

—Considérame una cuchilla de afeitar —le dijo él mientras se situaba un poco más arriba y deslizaba la cuchilla por el antebrazo, justo en el borde de la visión periférica de su presa. Ella alcanzó a distinguir solamente otra raya roja. Tuvo la mareante sensación de estar girando sobre sí misma, intentando mantenerse alerta, dominarse, para gritar, para hacer algo. De pronto lo tuvo delante de la cara, y vio la cuchilla entre sus dedos. Él le propinó con la mano un golpe en la nariz y en la boca al tiempo que mascullaba—: ¿Quieres que te haga un arreglito en la cara?

Y entonces Anne Hampton se sumió en el vacío.

Anne despertó dulcemente, pensando en prepararse un desayuno tranquilo y abundante, en disfrutar de unos huevos con tostadas y beicon, café, quizás un bollito, y después leer reposadamente el periódico de la mañana. Imaginó que el desayuno y las noticias desagradables le vendrían muy bien para librarse de la pesadilla que había sufrido, un sueño horrible lleno de cuchillas de afeitar y locos dementes. Medio dormida, intentó darse la vuelta para levantarse de la cama, pero topó una vez más con las ligaduras que la sujetaban. Por un momento se quedó confusa, como si pudiera sacudirse la somnolencia de los ojos y terminar de una vez con aquella nebulosa pesadilla que invadía la solidez de su vida diaria. Y entonces la tensión de las muñecas y los tobillos se hizo real y comprendió que en realidad el sueño era lo que acababa de pensar, y lanzó un sollozo de admisión y derrota.

Entonces se acordó de su cara.

Su mano saltó de forma involuntaria hacia los ojos, pero se vio retenida por las ataduras. Intentó doblarse hacia las manos; «¡necesito tocarme! —gritó para sus adentros—. ¿Qué me ha hecho?».

La invadió un terror rebelde, incontrolable. «¿Sigo siendo yo?», rugió su cerebro. Torció el cuello para mirarse el corte que le había hecho la cuchilla en el antebrazo. Le produjo un miedo inmenso no notar nada, aunque veía el coágulo de sangre seca transformado en una costra marrón. No experimentaba ni dolor ni ninguna otra sensación. «¡La cara! ¿Qué me ha hecho en la cara?». Intentó segmentar su rostro en varias zonas; movió la nariz, la cual pareció reaccionar con normalidad; arqueó despacio las cejas intentando sentir una vacilación en la carne que delatara un corte en la piel; empujó el mentón hacia delante y estiró la piel de la barbilla y del labio inferior. No estaba segura del todo, porque todavía tenía el labio hinchado. Ordenó a su boca que ejecutara una sonrisa, después una sonrisa más ancha, y sintió cómo la carne de las mejillas se contraía y se tensaba. Intentó arrugar la frente al mismo tiempo, y a continuación mantuvo aquella mueca grotesca, inspeccionándola como si estuviera viéndola desde atrás, a oscuras, como un ciego en una habitación conocida que de pronto se da cuenta de que alguien ha cambiado de sitio los muebles que a él le ha costado tanto memorizar.

No podía estar segura, y aquello la asustaba tanto como lo que más. Cerró los ojos y rezó en silencio para que aquella vez pudiera abrirlos encontrándose de vuelta en su habitación, rodeada de sus cosas. Apretó los ojos con fuerza y trató de recordar su dormitorio. Pensó en las fotografías colocadas sobre el escritorio: sus padres, sus abuelos, su hermano ahogado, el viejo perro ovejero de la familia. En el centro, entre las fotografías, tenía una cajita, un joyero antiguo de madera tallada a mano, en el que guardaba pendientes, sortijas y collares que entre todos valían mucho menos que el joyero en sí. Trató de recordar aquella mañana de Navidad en la que lo desenvolvió y el beso y el abrazo que dio a sus padres como agradecimiento. Trató de recordar la textura lisa y agradable de la madera pulida. El dibujo en forma de volutas de la tapa era de una finura y una delicadeza especiales, y se esforzó por buscar en su memoria la sensación que experimentó al pasar las yemas de los dedos por aquella madera.

Pero era un recuerdo lejano, como algo recogido de un sueño a la deriva, y por primera vez se preguntó si algo que había existido tan pocas horas antes podía ser real.

Sintió un estremecimiento, pero no porque tuviera frío.

¿Dónde estará?, se preguntó.

No lo oía respirar, pero eso no le indicó nada; sabía que el hombre estaba muy cerca. Alzó la cabeza para captar su entorno iluminado por la misma luz tenue que la perfilaba a ella. No vio a su captor, pero lo que sí vio perforó su cerebro salvajemente y se le clavó en el corazón con profundo terror.

Dejó caer la cabeza otra vez sobre la almohada y permitió que los sollozos le sacudieran todo el cuerpo. Fue entonces cuando, por primera vez, conoció una violación de verdad.

La había vestido.

Llevaba puestos una braga, un sujetador, un pantalón y una camiseta.

Pensó: «soy una niña».

Y rompió a llorar desconsoladamente.

Pasó varios minutos sin darse cuenta de que el hombre se hallaba sentado en una silla, justo a su espalda. Cuando el llanto fue cesando, él le tocó otra vez los labios con un paño mojado. A continuación, suavemente, comenzó a lavarle la cara. Siguió realizando dicha tarea mientras ella iba superando poco a poco sus miedos; Anne Hampton se concentró en el tacto del paño contra su piel procurando estar atenta a cualquier vacilación o dolor que pudiera dar fe del trabajito que le había practicado el con la cuchilla. Pero no hubo nada, de modo que se permitió suspirar para sus adentros.

Sintió que se le relajaban los músculos y luchó por mantener la rigidez, pensando que debía estar preparada para algo. Entonces se dio cuenta de que el control de su mente sobre su cuerpo se había rendido, que ya no iba a poder ordenar nada a sus miembros, que de algún modo en las pasadas horas, en el miedo y la tensión, había renunciado a una parte de su autocontrol. Entonces él empezó a hablar con suavidad, amablemente. Ella odió el sonido de su voz, pero fue incapaz de resistirse al efecto que ejercía.

—Bien —dijo el hombre—. Relájate. Aspira y espira despacio. —Luego permaneció en silencio—. Cierra los ojos y haz acopio de fuerzas. —Ella pensó: no es eso lo que pretende; lo que pretende es que me quede sin fuerzas—. Escucha los latidos de tu corazón —prosiguió—. Todavía estás viva. Has llegado hasta aquí. Has hecho progresos.

A Anne Hampton se le ocurrieron un centenar de preguntas, pero las reprimió todas.

—Yo… y…

—No digas nada —dijo él. Anne notó que su respiración se había serenado y que los latidos de su corazón ahora eran más lentos. Se refugió detrás de sus párpados cerrados, consciente de que él se había apartado de su lado. Lo oyó alejarse unos pasos y luego, con la misma rapidez, regresar junto a ella—. Eso es. Sigue con los ojos cerrados —ordenó. Su voz tenía un tono sosegado. Le acarició la frente con suavidad—. ¿Crees que soy capaz de hacerte daño? —le preguntó con voz queda.

—No —respondió ella pausadamente. Seguía con los ojos cerrados.

—Pues te equivocas —replicó él con aquella voz aterciopelada.

Sintió un estallido de luz detrás de los ojos cerrados cuando la golpeó. El sonido que produjo su mano contra la mejilla fue agudo, horrible, y respondió con una exclamación ahogada que era una mezcla de sorpresa y dolor. Abrió los ojos de golpe y vio la mano de él tomando impulso para abofetearla de nuevo, el único objeto estable en medio de una habitación que giraba de modo vertiginoso.

Cerró los ojos con fuerza e intentó hundirse en la almohada.

—No, no, no, otra vez no, por favor —exclamó.

Entonces se hizo el silencio.

En la oscuridad de sus ojos cerrados, la mente de Anne Hampton giraba a toda velocidad. Por primera vez no pudo pensar en nada que no fuera el dolor, lo odiaba y lo temía, ansiaba librarse de él.

Al cabo de un momento él habló.

—Te debo otro golpe —le dijo—. Piensa en eso.

Acto seguido lo oyó alejarse de la cama e internarse en lo que, empezaba a entender, era la vasta oscuridad de la pequeña estancia en la que se encontraba. Permaneció con los ojos cerrados, sintiéndose completamente abandonada salvo por el incesante dolor.

Dejó de tener conciencia plena de si estaba despierta o dormida. La distinción entre la fantasía y la realidad, entre la vigilia y el sueño, se había evaporado. Se preguntó por un instante si la barrera entre la vida y la muerte se volvería también igual de borrosa.

Aterrorizada ante aquel pensamiento, intentó darse ánimos. «Todavía estoy viva —pensó—. Si su intención fuese matarme, ya lo habría hecho, y al principio. No me mantendría con vida, provocándome dolor, para terminar matándome. No, me necesita. Y esa necesidad explica el que no haya acabado conmigo».

Sin embargo, enseguida el negro desánimo se abatió de nuevo sobre ella y la hizo pensar en la posibilidad de que estuviese equivocada. Tal vez él la necesitaba sólo por lo que ella le proporcionaba: una víctima inmovilizada. Tal vez, sencillamente, estaba aumentando la tensión hasta llegar a un clímax. Y una vez alcanzado éste, ¿qué sería ella? ¿Se transformaría en un objeto desechable? Intentó librarse de semejantes pensamientos encerrándolos en algún rincón oscuro de su mente, pero una vez que los visualizó comenzaron a crecer poco a poco hasta terminar dominando su imaginación. Vio escenas que parecían sacadas de un telediario nocturno: un pelotón de cámaras, una brigada de detectives, una masa pululante de curiosos, todos congregados alrededor de su cadáver desnudo. En su visión intentó gritarle a la muchedumbre que estaba viva, que respiraba, lloraba y pensaba, pero nadie le hacía caso. Para ellos estaba muerta, a pesar de lo mucho que insistiera en lo contrario, y en dicha pesadilla despierta se vio a sí misma, paralizada por el miedo, trasladada sobre una camilla al depósito de cadáveres. Era como si sus gritos de superviviente fueran mudos, insonoros, y se perdieran en el cielo sin que los oyera nadie.

El hombre se introdujo en aquella ensoñación, y Anne Hampton vio que empuñaba una pistola.

—Tengo otras armas —dijo en su habitual tono tranquilo.

Por un instante a Anne le costó trabajo discernir si se trataba de una visión o de la realidad. Luego, paulatinamente, reparó en la luz tenue, en las paredes color crema, en las correas que la sujetaban, y regresó de la pesadilla a la habitación del motel.

—Levanta las caderas —ordenó él.

Ella obedeció.

Él dejó la pistola y, mientras Anne Hampton sostenía el cuerpo en vilo, le bajó los pantalones y las bragas que él mismo le había puesto y la dejó medio desnuda.

—Una pistola es un objeto sumamente frío —le dijo. Puso la pistola sobre el liso vientre de Anne Hampton. Ella sintió su peso y el frío del metal. Su captor la dejó allí durante unos momentos. Después volvió a cogerla y añadió—: Si quisieras destruir tu identidad, ¿no empezarías disparándote un tiro en la entrepierna?

Y apuntó con el arma entre las piernas.

—¡Oh, Dios, no! —exclamó Anne Hampton.

Anne oyó el chasquido del percutor y se puso a forcejear frenéticamente contra las ataduras sin apartar la vista del negro y redondo agujero del cañón de la pistola, que parecía gigantesco, capaz de tragársela entera. Tiró con fuerza una vez más de la ligadura que la retenía, pero se derrumbó sobre la cama resignándose a la derrota. No cerró los ojos, sino que los mantuvo fijos en el cañón de la pistola. Por un instante creyó ver la bala salir de él.

El hombre la miró, vaciló por un instante y apretó el gatillo.

El percutor se accionó con un chasquido.

—Vacío —dijo el hombre. Apretó el gatillo otra vez. La pistola emitió otro chasquido que indicaba que, en efecto, no tenía balas.

Anne Hampton sintió de pronto que se le escapaba todo el aire del cuerpo, como si le hubieran dado un puñetazo en la espalda, y boqueó intentando respirar.

Él la observó atentamente. A continuación extrajo de su bolsillo un puñado de balas y comenzó a introducirlas lentamente en el cargador de la pistola.

Anne Hampton sintió náuseas.

—Por favor —rogó—, voy a vomitar…

Él se acercó rápidamente a la cabecera de la cama. Había arrojado la pistola a un lado, y Anne Hampton sintió que le ponía una mano detrás de la cabeza y se la sostenía. Tenía en la mano un pequeño vaso de plástico desechable. Tuvo una arcada, pero no expulsó nada. El hombre volvió a depositarle la cabeza despacio y enseguida se puso a acariciarle los labios con el paño húmedo. Ella lamió aquella humedad y dejó escapar otro sollozo.

—Levanta las caderas. —Ella obedeció una vez más. Él se apresuró a ponerle de nuevo la braga y el pantalón y se los ajustó con movimientos eficientes. Luego cogió la pistola y se la enseñó—. También soy un experto en esto, pero ya lo sabías, ¿verdad?

Ella asintió.

—Sí…, sí.

—De hecho —continuó él—, en lo que se refiere a maneras y estilos de matar, soy sumamente versado. Poseo gran experiencia. Aunque eso no necesito decírtelo, ya lo sabes de sobra, ¿no es así? —Al ver que ella negaba con la cabeza, añadió—: Estás aprendiendo. —La recorrió con la mirada e hizo una pausa antes de proseguir—. Habrás leído a Dostoievski, ¿verdad?

Ella asintió.

—Algo… —repuso.

—¿Crimen y castigo? ¿Los hermanos Karamázov? ¿Apuntes del subsuelo?

—Sí. Y también El idiota.

—¿Cuándo?

—El año pasado, en el seminario de primer curso.

—Bien. Bueno, entonces recordarás lo que le sucedió a ese famoso autor antes de que lo enviaran a un campo de trabajo en Siberia.

Ella negó con la cabeza y él prosiguió:

—Lo situaron junto con otros condenados en fila contra una pared, frente al pelotón de fusilamiento del zar. Preparados, chilló el capitán, y los hombres se echaron a temblar. Apunten, dijo después, mientras los hombres rezaban a toda prisa sus últimas oraciones y miraban impotentes a sus verdugos. El capitán alzó su sable, pero antes de que pudiera bajarlo hacia el suelo y gritar la orden de fuego, irrumpió un jinete agitando frenéticamente un papel. Era el indulto del zar. Los condenados, agradecidos, cayeron de rodillas. Unos comenzaron a balbucear, dementes de pronto, pues en el breve momento en que vislumbraron la muerte habían perdido la razón. Otros murieron de todas formas, pues tenían el corazón demasiado débil para soportar algo semejante. Y todos fueron enviados a los campos. ¿Cómo se sobrevive en los campos?

Anne tardó unos segundos en comprender que se le había formulado una pregunta. Su mente voló a la pequeña aula en la que se habían reunido ella y otras nueve alumnas para hablar de las novelas rusas. En su recuerdo vio el sol que se reflejaba en la superficie lisa y verde de la pizarra.

—Mediante la obediencia —contestó.

—Bien. ¿Te parece que aquí ocurre lo mismo?

—Sí.

El hombre vaciló unos instantes, mirándola con atención.

—Dime, de todo lo que te ha sucedido hasta ahora, ¿qué ha sido lo peor? ¿Qué es lo que más miedo te ha producido? ¿Qué es lo que más dolor te ha provocado? —Se sentó en el borde de la cama, aguardando a que ella respondiera.

Anne Hampton se sentía invadida por una oleada de emociones y recuerdos, y aquella pregunta hacía que su estado de desesperación fuese aún mayor. Se acordó de la pistola que apuntaba a su entrepierna y luchó contra el sabor amargo de la bilis que le subió a la boca; pensó en la salvaje descarga eléctrica del aturdidor; en la cuchilla flotando por encima de su rostro; en la sensación de ahogo que la aplastó cuando él le apretó la toalla contra la nariz y la boca; y en los golpes que le había propinado. Todo ello le había dolido, la había aterrorizado. Y entonces se preguntó para qué querría saberlo. ¿Por amabilidad…? En tal caso, ¿de qué clase de amabilidad se trataba? No logró pensar con claridad; la idea de que ella dispusiera de algún poder, de alguna capacidad de influir en la situación, le produjo pánico. Entonces la invadió un terror nuevo: tal vez él quisiera saberlo para eliminar las demás torturas y quedarse sólo con la peor de todas. «Oh, Dios —pensó—, ¿cómo voy a saberlo?».

—Vamos —la apremió él en tono de impaciencia—. ¿Qué ha sido lo peor?

Anne Hampton dudó. Por favor, rezó para sus adentros.

—La cuchilla —respondió. Y se echó a llorar.

—¿La cuchilla? —repitió él. Se puso de pie mientras ella seguía llorando. Se marchó y regresó al cabo de un momento, con la cuchilla en la mano—. ¿Esta cuchilla?

—Sí, sí, sí… Por favor… Oh, Dios mío, por favor.

Él se la acercó a la cara.

—¿Esto es lo que te da más miedo?

—Por favor, por favor…

Él situó la cuchilla a pocos centímetros de su nariz.

—Así que no lo soportas, ¿eh?

Ella se limitó a sollozar, atenazada por el miedo.

—Muy bien —añadió él mientras ella lo miraba a través de las lágrimas—. Muy bien, no volveré a usar la cuchilla. —Calló unos instantes—. Excepto para afeitarme. —Soltó una carcajada y agregó—: Puedes sonreír. Ha sido una broma. —Anne Hampton continuó llorando. Él no dijo nada mientras ella sollozaba minuto tras mi ñuto. Por fin, cuando empezó a recuperar un poco el dominio de sí misma, la miró fijamente y le preguntó—: ¿Te gustaría ir al cuarto de baño?

Nuevamente se quedó sorprendida por la sencillez de aquella oferta.

—Sí —respondió asintiendo con la cabeza.

—Muy bien —dijo su captor. Le soltó las ligaduras. Sin embargo, antes de desatarle las muñecas la miró detenidamente y añadió—: ¿He de explicarte las reglas, o crees que ya las tienes aprendidas?

Ella volvió a sentirse confusa. No sabía de qué le estaba hablando.

—No —continuó él—, me parece que sabrás comportarte. El baño está aquí mismo, al doblar esa esquina. Por supuesto, tiene una ventana pequeña que te planteará una disyuntiva. Para algunas personas una ventana abierta significa la libertad. Pero puedes tener por seguro que lo cierto es lo contrario. Sólo existe un modo de obtener la libertad: cuando yo lo decida. A estas alturas ya deberías saber eso de sobra. Aun así, la ventana existe, de modo que debes elegir tú.

Le desató las muñecas. Ella pasó las piernas a un lado de la cama e intentó ponerse de pie, pero se le fue la sangre de la cabeza y de pronto sintió un mareo. Se agarró con fuerza a la cama para conservar el equilibrio.

—Oh…, oh…

—No tengas prisa. No vayas a caerte.

Él había permanecido sentado, sin moverse.

Anne Hampton se levantó despacio y sintió que todos los músculos del cuerpo se le contraían dolorosamente. Dio un paso diminuto, y después otro.

—No pue…

—Pasitos cortos —le dijo él—. Eso es.

Anne se apoyó en la pared con una mano y luego con la otra. Sirviéndose de la pared para guiarse, salió al breve pasillo y maniobró para entrar en el cuarto de baño. La luz le hirió los ojos, y se los tapó. Su primer pensamiento fue el espejo y se obligó a abrir los ojos, lo cual le produjo un dolor que simplemente se sumó a todos los demás que asediaban su cuerpo. Alzó la cara hacia el espejo para examinar los daños. Tenía el labio hinchado, pero eso ya se lo esperaba. En la frente había una contusión de un golpe que no recordaba haber recibido. El mentón también lo tenía rojo y magullado a causa de las bofetadas. Pero por lo demás estaba intacta. Dejó escapar un sollozo de gratitud. Le temblaron las manos cuando abrió el grifo y se salpicó la cara con agua, lo cual alivió parte del dolor. De repente cayó en la cuenta de que tenía mucha sed, y empezó a beber con ayuda de la mano hasta que empezó a sentir un fuerte malestar. Experimentó una oleada de náuseas; se inclinó sobre el retrete y vomitó violentamente. Cuando hubo terminado, alargó una mano y se aferró del lavabo para recuperar el equilibrio. Se lavó otra vez la cara.

Entonces levantó la vista y descubrió la ventana.

Estaba abierta, tal como él había dicho.

Se permitió un breve instante de fantasía y después comprendió que él la estaría esperando al otro lado. Lo supo con una certeza absoluta. Aun así, se acercó y apoyó una mano en ella, como si esperase que el ligero frescor del aire nocturno del verano fuera a consolarla. Contempló la negrura de la noche. «Está ahí», pensó. Vio su figura moverse, justo en la periferia de su visión; vio las ramas de los árboles agitarse en la brisa, pero sabía que él estaba allí, aguardando. Me mataría, pensó, aunque la palabra «matar» no tomó tanta forma en su cerebro como las palabras «sufrimiento» y «dolor».

«¡Estoy tardando demasiado! —pensó de pronto—. ¡Va a enfadarse!». Volvió rápidamente al lavabo y, lo más deprisa que pudo, se echó otra vez agua por la cara y bebió un poco más. «¡Date prisa! —se dijo—. ¡Haz lo que él quiere!». De nuevo apoyándose en la pared, regresó tambaleándose a la habitación.

—Estoy esperando —oyó decir a su captor.

Cruzó la habitación con paso inseguro hacia la cama. Sin que se lo ordenaran, se acostó sobre ella y estiró las manos hacia arriba para que él pudiera atárselas con facilidad. A continuación tendió las piernas para que hiciese otro tanto, y sintió cómo se apretaban las cuerdas.

—Ya…

—¿Mejor? —le preguntó él—. ¿Quieres dormir, o prefieres que le responda a unas cuantas preguntas?

De repente Anne se sintió abrumada por el cansancio, como si la excursión al baño hubiera supuesto una cumbre imposible de escalar.

—Entonces, duerme —lo oyó decir.

Cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo.

Cuando despertó lo encontró sentado a los pies de la cama.

—¿Cuánto tiempo he…? —empezó a decir, pero él la interrumpió.

—Cinco minutos. Cinco horas. Cinco días. Lo mismo da.

Asintió, pensando que él tenía razón.

—¿Puedo hacer preguntas?

—Sí —respondió él—. Es un buen momento.

—¿Va a matarme? —quiso saber ella. Pero en cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas pronunciado.

—No, a menos que me obligues —repuso él—. Compréndelo, eso no ha cambiado: tu destino todavía depende de ti misma.

Ella no le creyó.

—¿Por qué me está haciendo todo esto? No lo entiendo.

—Tengo un trabajo para ti, y necesito estar seguro de que vas a llevarlo a cabo. Necesito poder fiarme de ti. Y también sentirme cómodo.

—Haré lo que usted quiera. No tiene más que decirlo…

—No —replicó él—. Gracias por tu ofrecimiento, pero necesito algo más que tu promesa verbal. Debes conocer hasta dónde llega mi poder, y saber lo cerca que estás de la muerte. —Se levantó y le desató las manos del cabecero para volver a atárselas por delante—. Ahora he de irme. No tardaré en volver. No necesito recordarte lo que tienes que hacer. —Se alejó en dirección a la puerta.

—Por favor —suplicó ella—, no me deje sola. —Se sorprendió de su tono de voz, y aún se sorprendió más de las palabras que había pronunciado impulsivamente.

—Volveré enseguida —repitió él—. No te va a pasar nada.

Anne se echó a llorar otra vez al verlo salir por la puerta. Entrevió brevemente la oscuridad que se extendía más allá y pensó que aún debía de ser de noche.

A solas en la habitación, ella miró alrededor. Todo estaba igual que antes, pero con su captor ausente se le antojó más aterrador. Sintió un escalofrío. Pensó: «esto es una locura, él es quien te está haciendo esas cosas». Entonces se asustó más, pensando que no había cerrado la puerta con llave, que podía entrar cualquiera y encontrarla así. De pronto le dio miedo la posibilidad de que llegase otra persona y la violase, y eso sería por nada. Su captor se pondría furioso, la consideraría mercancía defectuosa y se desharía de ella como si fuera basura. Siguió razonando para sus adentros, debatiéndose entre dos facetas de ella misma; una le gritaba haciéndole ver la terquedad de aquellos pensamientos. «¡Pero si es él! ¡Coge la pistola y mátalo! ¡Ahora es tu oportunidad!». En cambio, se quedó quieta donde estaba.

—¡Desátate! —se oyó decir a sí misma—. ¡Huye!

Huir… Pero ¿hacia dónde?

¿Dónde estoy? ¿Adónde puedo ir?

«Va a matarme —pensó—. Todavía no me ha matado, pero lo hará si intento escapar. Está justo al otro lado de la puerta, esperando. No llegaría a dar ni cuatro pasos».

«¡No, huye! ¡No huyas!».

Se echó a llorar de nuevo y probó a pensar en las clases, en sus amigos, en su familia. Sin embargo, todos parecían tremendamente lejanos, efímeros.

«Lo único que es real —se dijo—, es esta habitación».

Procuró consolarse y se puso a tararear en voz baja una canción infantil que recordaba de su infancia. Se acordó de que se la cantaba a su hermano pequeño y éste se quedaba dormido. Sintió que le acudían lágrimas a los ojos. «Pero está muerto —pensó—. Oh, Dios, se murió».

Apoyó la cabeza en la almohada y esperó a que regresara su captor. Intentó dejar la mente en blanco, pero los pensamientos y los miedos no dejaban de inmiscuirse en ella. Se dio cuenta de que ya no podía calcular el tiempo que iba fluyendo a su alrededor, como si aquel hombre de algún modo hubiera eliminado su capacidad para medir los momentos que pasaban. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? ¿Una hora? ¿Cinco minutos? La rodeaba un silencio absoluto, una oscuridad agresiva y amenazadora. Aguzó el oído pero no percibió ningún sonido reconocible. Levantó las manos hacia los ojos y cerró éstos con fuerza, pensando que por lo menos podría replegarse hacia su propia oscuridad y tal vez encontrar allí algo sólido a que aferrarse. Otra vez intentó pensar en algo pequeño, rutinario y común, en algún objeto reconocible que hablara de su existencia, algún recuerdo que le trajera a la memoria su pasado y le proporcionara algo concreto sobre lo que luchar por su futuro. Pensó en sus padres en casa, allá en Colorado, pero le parecieron espectros. Se obligó a concentrarse en el rostro de su madre; en su imaginación reconstruyó sus facciones igual que quien pinta un retrato. Fijó en su cerebro los ojos, la boca, la sonrisa que debería resultarle tan familiar. Y entonces se preguntó si aquel recuerdo no sería más que un sueño, y abrió lentamente los ojos.

Tuvo un sobresalto y dejó escapar una exclamación sofocada.

El hombre estaba de pie frente a ella.

—No lo he oído entrar —le dijo.

Advirtió que él tenía el semblante tenso. Se limitó a mirarla durante unos instantes sin pestañear.

—Bienvenida de nuevo a la realidad —dijo. Y a continuación la abofeteó con rabia—. Te lo crees, ¿verdad?

—Sí, sí…, por favor… —suplicó ella.

La abofeteó otra vez. Anne Hampton sintió que el cuerpo se le nublaba de dolor.

—¿Quieres vivir?

Otra bofetada. Ella asintió enérgicamente:

—Sí, sí, sí…

—No te creo —replicó él.

La abofeteó por cuarta vez.

—Sí, sí —suplicó ella.

Un quinto golpe le cruzó la cara.

Y después un sexto, un séptimo, un octavo, en rápida sucesión, hasta que le empezaron a llover golpes de seguido, con ambas manos, como si aquel hombre estuviera avivando el fuego de la histeria de Anne Hampton. Ella intentó sollozar «por favor» en los segundos de intervalo entre una bofetada y otra, pero finalmente, se rindió ante aquellos golpes que le venían de la oscuridad y levantó las manos atadas a modo de súplica, dejando que las lágrimas hablaran por ella. Él tan sólo se detuvo cuando se quedó sin resuello debido al esfuerzo.

Se sentó en el borde de la cama mientras ella lloraba en silencio. Al cabo de unos segundos habló con una voz que sonó distante, como si procediera de algún punto lejano, más allá del dolor y las lágrimas.

—Me decepcionas —dijo, y de pronto le bajó nuevamente los pantalones—. ¿Me estás escuchando?

—Sí, sí —contestó ella abriendo los ojos y mirándolo. Vio que tenía la pistola en la mano.

—Estás resultando un problema —dijo él con tono áspero—. Tenía esperanzas en ti, pero veo que no quieres aprender. Así que voy a joderte y matarte, que es lo que debería haber hecho al principio.

Aquellas palabras se abrieron paso entre el intenso dolor, arrancando a Anne de su aislamiento.

—Por favor, no, no, no… Haré lo que sea, deme una oportunidad, dígame qué es lo que quiere, lo que necesita, haré cualquier cosa, por favor, por favor, lo que quiera, lo que sea, por favor, no, no, no, por favor, deme otra oportunidad, seré buena, haré lo que sea, cualquier cosa, dígamelo, por favor, no me di cuenta, por favor, lo que sea, lo que sea…

Él se puso de pie y le apuntó con la pistola.

—¿Lo que sea?

—Oh, Dios, por favor, por favor… —sollozó ella. Quiso pensar en algo distinto, pasar sus últimos momentos de alguna otra forma, pero lo único que veía era el terrorífico cañón del arma. Gimió mientras transcurrían los segundos.

—¿Lo que sea? —preguntó otra vez él.

—Oh, sí, sí, sí, por favor, lo que sea…

—Muy bien —contestó—. Ya veremos. —Se marchó y regresó al cabo de unos segundos. Traía el aturdidor eléctrico. Se lo puso en la mano—. Hazte daño con esto —le ordenó, señalando su entrepierna—. Ahí.

De repente, a Anne le pareció que todos los dolores que había soportado hasta el momento eran insignificantes. El terror inundó su mente, sintió que la asfixiaba como si, finalmente, las cosas que le había hecho aquel hombre le cayeran encima todas juntas. Pero en medio de aquella confusión de sufrimientos tuvo un pensamiento claro: no debía titubear, por nada del mundo.

Entonces se apretó el aturdidor contra el cuerpo y en esa misma fracción de segundo intentó hacerse fuerte contra el dolor que sabía que iba a administrarse.

Pero no sintió nada.

Lo miró, perpleja.

—Está desconectado —dijo él. Le quitó el aturdidor de la mano y, entre risas, añadió—: Un indulto. Del zar.

Anne se echó a llorar de nuevo.

—¿Entonces…?

—Hay esperanza para ti —declaró él, y al cabo de un segundo, agregó—: Lo digo en sentido literal.

Acto seguido desapareció en las sombras y la dejó llorar a sus anchas.

El primer pensamiento que tuvo Anne Hampton cuando se le agotaron las lágrimas fue que algo había cambiado. No sabía con seguridad de qué se trataba, pero se sentía igual que un escalador que cae por una grieta pero se ve frenado de pronto por una cuerda de seguridad. Tenía la nítida sensación de estar girando como un yoyó en el extremo de un hilo, consciente de que corría peligro pero a salvo por el momento. Se permitió por primera vez pensar que tal vez obedeciendo tuviera una posibilidad de salir viva. Intentó imaginarse a sí misma, pero no pudo. Recordó haber tenido sueños y aspiraciones en otro tiempo, pero ya no se acordaba de lo que eran. Se permitió pensar que quizá pudiera recordarlos algún día, y en ese mismo pensamiento decidió hacer lo que fuera preciso para seguir con vida. Miró hacia arriba y vio al hombre, que le observaba fijamente el rostro y afirmaba con la cabeza como si quisiera certificar que ella le resultaba adecuada.

—No vamos a necesitar esto de momento, ¿verdad? —Desató las cuerdas que la sujetaban a la cama—. Quítate la ropa —ordenó. Ella obedeció. No sintió nada cuando él le recorrió el cuerpo con la mirada—. ¿Por qué no te das una ducha? Te sentirás mejor —le propuso.

Ella asintió y se encaminó con paso vacilante hacia el cuarto de baño. Cuando llegó a la puerta, se volvió para mirar al hombre, pero éste se hallaba sentado, absorto en la lectura de un mapa bajo la luz tenue.

Cayó sobre ella el agua caliente, y Anne Hampton no pensó en nada excepto en la sensación del jabón y el calor. No se había dado cuenta del frío que tenía. Por primera vez su mente parecía renovada, vacía y serena. Miró la ventana abierta, pero sólo vio la luminosidad gris del amanecer que iba cortando lentamente la oscuridad.

Experimentó una extraña tristeza al cerrar el grifo del agua, como si se hubiera desprendido de algo viejo y familiar. Se secó deprisa envolviéndose una toalla en la cabeza como un turbante y otra alrededor de la cintura. Procuró darse prisa, pero sintió un mareo y tuvo que agarrarse al marco de la puerta para conservar el equilibrio. Vio que el hombre alzaba la vista.

—Ve con cuidado —le dijo—. No te resbales. Tardarás un poco en recuperar las fuerzas.

Ella se sentó en la cama.

—Ya casi es de día —dijo—. ¿Desde cuándo estoy aquí?

—Desde siempre —respondió el hombre. Se puso de pie y se acercó a ella—. Tómate esto —le dijo tendiéndole una pastilla y un vaso de agua.

Ella hizo ademán de preguntar qué era, pero se contuvo y se tragó la pastilla de inmediato. Él sabía lo que estaba pensando.

—No es más que un analgésico. Codeína, para ser más precisos. Te ayudará a dormir.

—Gracias —contestó ella. Dirigió la mirada al mapa—. ¿Cuándo nos vamos?

Él sonrió.

—Esta noche. Es importante que yo también descanse un poco.

—Por supuesto —dijo ella, y se tendió en la cama.

Él hurgó por unos instantes en el petate que contenía sus armas y extrajo unas esposas.

—Esto te resultará más cómodo que las cuerdas —dijo—. Siéntate.

Anne obedeció. Él le puso una esposa en una muñeca, la otra en la suya y ordenó:

—Túmbate.

Anne Hampton apoyó la cabeza, y él se tendió a su lado.

—Felices sueños —le dijo con naturalidad.

Y, como si fueran dos amantes extenuados, ambos se quedaron dormidos.

Anne Hampton despertó al oír el ruido de la ducha. Enseguida se dio cuenta de que nuevamente estaba esposada a la cama. Se hizo un ovillo lo mejor que pudo, adoptó la postura fetal y aguardó. La toalla que se había envuelto alrededor del cuerpo había desaparecido, y ahora estaba desnuda. Por un momento se preguntó si su captor la violaría cuando saliera del baño, pero aquella idea se desvaneció rápidamente, reemplazada por una lúgubre aceptación.

Oyó que la ducha se cerraba y momentos después apareció el hombre secándose. Estaba desnudo.

—Lo siento —dijo—. He tenido que coger tu toalla. Este lugar es barato, son muy tacaños con las toallas. No —añadió tras una pausa—. Es hora de irnos.

Anne Hampton asintió.

—Bueno.

—Bien —respondió él.

Lo observó ponerse la ropa interior, unos vaqueros y una sudadera. Se fijó distraídamente que se encontraba en una forma excelente. Después se peinó deprisa y se sentó en el borde de la cama para ponerse unos calcetines y unas zapatillas.

Mientras él recogía sus cosas, ella permaneció a la espera de una orden. Vio que guardaba el aturdidor y la pistola en una bolsa pequeña; a continuación sacó una maleta de debajo de la cama, y Anne Hampton alcanzó a ver brevemente la chaqueta de lino, doblada y guardada.

—Vuelvo enseguida —anunció él. Anne lo observó mientras salía por la puerta. Era de noche. Regresó al cabo de un momento, trayendo un petate de tamaño mediano y de color rojo que tenía varios compartimientos con cremallera—. Perdona —dijo a toda prisa—, es que he tenido que pensar el tamaño y el color. Pero normalmente se me dan bien estas cosas.

Le quitó las esposas y retrocedió unos pasos para mirarla bien.

El petate estaba lleno de ropa. Había pantalones militares, vaqueros, un pantalón corto, una cazadora, un jersey y una sudadera. También dos blusas de seda, una de ellas con un estampado de flores, y una falda a juego. En un compartimiento había una maraña de ropa interior, y en otro, medias y calcetines.

—Ponte los vaqueros —le dijo—. O los otros pantalones, si quieres. —Se volvió y le entregó dos cajas de zapatos. Anne Hampton no había visto dónde las tenía. Contenían unas sandalias de vestir y unas zapatillas—. Ponte las sandalias —ordenó. Luego la contempló mientras se vestía—. Estás muy guapa —agregó cuando ella hubo acabado.

—Gracias —contestó Anne Hampton. Le daba la sensación de que era otra persona la que hablaba. Por un instante de perplejidad se preguntó quién podría haberse unido a ellos, hasta que cayó en la cuenta de que era ella misma.

El hombre le entregó una bolsa de papel que llevaba impreso el nombre de una farmacia. Ella la abrió y descubrió un cepillo de dientes, dentífrico, maquillaje, unas gafas de sol y una caja de Tampax. Cogió la caja azul y la miró con extrañeza; un miedo inquietante, provocado por aquella caja, comenzó a invadirla lentamente.

—Pero si en este momento no tengo…

—Podrías tenerla antes de que terminemos —la interrumpió su captor.

A Anne le entraron ganas de llorar, pero se mordió el labio inferior.

—Arréglate y nos vamos —agregó él.

Anne entró en el baño con cautela y empezó a usar aquellos artículos de higiene. Primero se lavó los dientes. Después se maquilló un poco para intentar disimular los morados. Él permaneció en la puerta, observándola.

—Desaparecerán dentro de uno o dos días.

Ella no dijo nada.

—¿Lista? —Sí.

—Antes usa el retrete. Vamos a pasar bastante rato en la carretera.

A Anne Hampton le gustaría saber qué había sido de su pudor. Una vez más tuvo la sensación de que era otra persona la que estaba sentada en la taza del váter mientras aquel hombre la observaba, y no ella. Una niña, quizá.

—Llévate la bolsa —ordenó él.

Ella metió el cepillo de dientes y los demás artículos en uno de los compartimientos y a continuación levantó la bolsa. Tenía una correa para llevarla al hombro, y se la echó sobre el brazo.

—Puedo llevar algo más —ofreció.

—Toma —dijo él—. Pero ten cuidado. —Le entregó una manoseada bolsa de fotógrafo y le sostuvo la puerta abierta para que pasara.

Anne salió a la noche y se sintió engullida por el cálido aire de Florida, que pareció filtrarse en sus músculos y sus huesos. Se sintió mareada y titubeó. Él le puso una mano en el hombro y la guió hacia un Chevrolet Camaro azul oscuro aparcado enfrente del pequeño bungalow. Ella levantó la vista un momento y vio el cielo lleno de estrellas; descubrió la Osa Mayor y la Osa Menor, y también Orión. De pronto experimentó una sensación de calor, como si se encontrara en el centro de todas las luces del cielo y su propio brillo se confundiera con el de ellas. Reparó en una estrella en particular, una entre aquella masa incontable, suspendida en el oscuro vacío del espacio, y pensó para sus adentros que ella era aquella estrella y que aquella estrella era ella: sola, desconectada, flotando en la noche.

—Vamos —dijo el hombre. Había ido hasta un costado del coche y le sostenía la portezuela abierta.

Ella se acercó.

—Hace una noche preciosa —dijo.

—Hace una noche preciosa, Doug —la corrigió él. Al ver que ella lo miraba con expresión interrogante, le ordenó—. Dilo.

—Hace una noche preciosa, Doug.

—Bien. Llámame Doug.

—De acuerdo.

—Así es como me llamo. Douglas Jeffers.

—De acuerdo. De acuerdo, Doug. Douglas. Douglas.

Él sonrió.

—Eso me gusta. De hecho, prefiero Douglas a Doug, pero puedes llamarme como te resulte más cómodo.

Ella debía de tener una expresión de extrañeza, porque él sonrió y agregó:

—Es mi nombre auténtico. Es importante que comprendas que no voy a mentirte. Nada de falsedades. Todo será verdad. O algo que pase por serlo.

Anne Hampton asintió con la cabeza. Ni por un instante dudó de él. Se preguntó por qué, pero enseguida desechó la idea.

—Hay un problema —dijo Douglas Jeffers. De repente su voz había adquirido un tono siniestro que la asustó.

—No, no, no, problemas no, por favor —se apresuró a decir Anne.

Él levantó la vista al cielo. A Anne le pareció que estaba reflexionando profundamente.

—Opino que tienes que cambiarte el nombre —dijo él—. No me gusta el que tienes, viene de antes, y necesitas uno nuevo para ahora y a partir de ahora.

Ella asintió. Le sorprendió que a ella misma le pareciera una idea razonable.

Jeffers indicó el coche, y ella se acomodó en su asiento.

—El cinturón —dijo él. Ella obedeció—. Vas a convertirte en biógrafa —le anunció.

—¿Biógrafa?

—Eso es. En la guantera encontrarás cuadernos y bolígrafos. Son para ti. Cerciórate de llevar siempre suficientes para anotar lo que yo diga.

—No lo entiendo exactamente —dijo Anne Hampton.

—Ya te lo explicaré por el camino.

La miró y sonrió.

—A partir de ahora eres Boswell —dijo.

—¿Boswell?

—Sí. —Sonrió—. Una pequeña broma literaria, si no te importa. —Cerró la portezuela, dio la vuelta al coche y se subió al asiento del conductor. Ella lo observó ponerse el cinturón de seguridad y encender el contacto—. Prueba el tirador de tu puerta —indicó. Anne Hampton puso la mano en el tirador y tiró. La manilla se movió, pero la puerta no se abrió—. Uno de los aspectos más interesantes del diseño del Chevrolet Camaro es que los tiradores de las puertas son notablemente fáciles de desconectar. Así que cada vez que paremos tendrás que esperar a que yo salga y te abra la puerta. ¿Entendido?

Anne Hampton afirmó con la cabeza.

—Sí, entiendo.

—Eso lo aprendí en Cleveland, cuando cubría el entrenamiento de un jugador de fútbol americano al que le gustaba recoger prostitutas y hacer exhibicionismo. Cuando intentaban bajarse del coche, no podían. Eso era lo que lo excitaba de verdad. —Douglas Jeffers la miró—. Verás, cosas como ésas son las que tendrás que escribir. —Señaló con la cabeza la guantera.

Anne experimentó un momento de pánico y se apresuró a alargar la mano para abrirla.

Pero él la detuvo.

—No pasa nada, sólo estoy poniéndote un ejemplo. —La miró—. Es que Boswell toma nota de todo.

Anne Hampton asintió.

—Bien —dijo él—. Boswell.

A continuación metió la marcha y aceleró suavemente, internándose con lentitud en la oscuridad de la autopista. Anne Hampton giró la cabeza y contempló una vez más las estrellas. De pronto se acordó de aquella canción infantil y la repitió para sí: «Estrellita, estrellita, la primera de esta noche, haz que mi deseo se haga realidad».

«El deseo de vivir», pensó.