4

El resplandor que despedía la autopista inundó el parabrisas del coche y lo cegó durante un solo segundo, y revivió el modo en que miró a su hermano, sentado al otro lado de la mesa, y su hermano le dijo: «Sabes, me habría gustado que hubiéramos tenido una relación más cercana, al hacernos mayores…».

Luego recordó su propia respuesta, rápida, concisa, pero precisa: «Oh, la tenemos más cercana de lo que crees. Mucho más».

Douglas Jeffers conducía con rumbo sur pensando en la mortecina iluminación de la cafetería del hospital que se reflejaba en el rostro de su hermano y le hacía perder relieve. «La luz —pensó—, siempre me acuerdo de la luz». Pisó el acelerador y contempló cómo los pinos bajos y los arbustos que bordeaban la autopista parecían ganar velocidad y venir raudos hacia él.

«Estados Unidos en un borrón», pensó.

Habló en voz alta para sí mismo:

—Ciento cincuenta. Ciento cincuenta sobre ciento cincuenta.

Y de nuevo pisó el acelerador. Sintió el impulso del coche hacia delante y observó con cierto placer cómo el paisaje volaba al otro lado de las ventanillas. Experimentó la absurda sensación de que estaba de pie y el mundo pasaba a toda velocidad por su lado. Asió el volante con fuerza sintiendo la vibración del coche al adelantar a un camión de doble remolque, atrapado por un instante en el conflicto de velocidades de los dos vehículos. Sintió temblar el volante bajo sus dedos, como si percibiera una leve queja o una advertencia. Pero el motor le pareció que rugía de emoción, con un profundo tono de barítono, conforme iba tragando kilómetros. Bajó la vista para ver a qué velocidad iba, y cuando la aguja alcanzó los ciento cincuenta levantó bruscamente el pie hasta que el coche aminoró y se quedó en la modesta velocidad de cien por hora. Jugueteó un momento con la radio hasta obtener una señal nítida de Florence, Georgia, música muy country y nasal. El pinchadiscos estaba poniendo una petición, una melodía «para todos los conductores de autobuses escolares de Florence que están escuchándonos en el piquete…». Y a continuación dio la entrada a Johnny Paycheck, que cantó: «… puedes coger este empleo y metértelo por donde te quepa, no pienso seguir trabajando aquí…».

Jeffers se sumó al estribillo y pensó en la reunión que había tenido dos días antes con su hermano.

Aguardó pacientemente sentado a una mesa pequeña en un rincón de la cafetería del hospital a que Marty terminase las rondas de la mañana y entrase.

—Siento haberte hecho esperar —empezó su hermano pequeño, pero Douglas lo cortó con un rápido encogimiento de hombros para quitarle importancia al asunto. Durante unos minutos charlaron de cosas triviales haciendo caso omiso del estruendo de platos y de las voces que los rodeaban. La cafetería estaba iluminada por unas lámparas fluorescentes que prestaban al rostro de los dos hermanos un tono pálido y enfermizo.

—Aquí las luces consiguen que todos parezcamos prepsicóticos —comentó Douglas Jeffers.

Martin Jeffers rió.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó.

—Un par de años. Puede que tres —contestó Douglas Jeffers.

—No parecía tanto.

—La verdad es que no.

—¿Has estado liado?

—Lo hemos estado los dos.

—Eso es verdad.

Douglas Jeffers pensó en la risa de su hermano pequeño y en las pocas veces que lo había oído reír. Su hermano pequeño, pensó, era más bien una persona callada y seria. Claro que aquello era lo que cabría esperar de un psiquiatra, incluso de uno que había pasado la vida entera rodeado del estrépito y los chillidos bruscos y disonantes de un gran hospital psiquiátrico del Estado.

—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó.

Martin Jeffers se encogió de hombros.

—No lo sé exactamente. Aquí me siento cómodo, me pagan bien, tengo la sensación de que efectivamente estoy haciendo algo bueno por la sociedad… Son muchos factores.

«Penitencia», pensó Douglas Jeffers.

Pero no pronunció la palabra en voz alta.

«Mi hermano —pensó—, ve demasiado. Y por consiguiente, ve poco».

Cuando su hermano bebía café, separaba el dedo meñique de la taza, igual que una tía viuda y cursi tomando el té. Su hermano tenía unas manos muy ocupadas. Siempre estaba toqueteándose la placa con su nombre que llevaba prendida a la bata blanca, o sacándose un bolígrafo del bolsillo, mordisqueándolo unos momentos y volviendo a guardárselo. Cuando reflexionaba sobre una pregunta, a menudo se ponía una mano detrás de la cabeza y se enrollaba un mechón de cabello en el dedo. Cuando el mechón ya estaba lo bastante estirado, era cuando contestaba.

—Bueno, ¿y qué tal va el negocio de los loqueros? ¿Viento en popa? —le preguntó Douglas Jeffers.

—Es un sector en crecimiento —respondió Martin Jeffers—. Pero sólo en cifras. Son siempre las mismas historias, una y otra vez, contadas en diferentes tonos y diferentes idiomas, pero siempre las mismas, sólo que individualizadas. Eso es lo que las hace interesantes. Aunque a veces envidio la variedad que tienes tú…

El hermano mayor frunció el entrecejo.

—No es tan diferente —dijo—. En cierto modo, para mí también las historias son siempre las mismas. ¿De verdad cambia algo las cosas que el disturbio se produzca en Jonestown o en Salvador o en Miami o en un barrio del este de Los Ángeles? La miseria es la misma, ya sea un 727 que se estrella en Nueva Orleans o un barco que se hunde en Filipinas. Una detrás de otra, una tragedia por semana, un desastre cada día. Eso es lo único que hago, en realidad. Voy pisándole los talones al mal, intentando vislumbrarlo antes de que se traslade a otro lugar.

Sonrió. Le gustó aquella descripción.

Su hermano, naturalmente, negó con la cabeza.

—Cuando lo dices de ese modo —dijo Martin Jeffers—, suena poco atractivo. Más aún, en realidad suena agotador.

—La verdad es que no mucho.

—¿No te cansas de ello? Quiero decir, yo me enfado con mis pacientes…

—No, a mí me encanta la caza.

Su hermano no contestó.

Douglas Jeffers contempló la autopista de doble carril y vio cómo reverberaba el asfalto negro debido al calor. El molesto reflejo del sol en el capó del coche le hería los ojos. A lo lejos la carretera se veía vacía, de modo que dejó vagar la vista para apreciar los colores y las formas del paisaje de Georgia. A un centenar de metros del arcén se alzaban altos pinares que proyectaban su fresca sombra sobre el terreno, una sombra que invitaba a acercarse, y por un instante anheló hacer un alto y sentarse bajo un árbol. Sería muy placentero, se dijo, hacer algo simple e infantil. Pero sacudió la cabeza en un gesto negativo y continuó con la vista fija en la carretera, midiendo los kilómetros entre su coche y el bulto oscuro que se divisaba allá delante. Transcurrió un minuto, después otro, y entonces alcanzó la parte trasera de un monovolumen. Era un vehículo estadounidense grande, repleto de niños, maletas, el perro de la familia y los padres. La lona que cubría las bolsas sujetas al techo ondeaba al viento. La mirada de Douglas Jeffers se encontró con la de un niño pequeño que iba en el último asiento de atrás, de espaldas al sentido de la marcha, como si fuera rechazado por el resto de la familia. El pequeño levantó la mano con timidez hacia Jeffers, y éste le devolvió el saludo con una sonrisa. Luego se desvió al carril de la izquierda y aceleró para adelantarlos.

—¿Te acuerdas —le preguntó su hermano— de los libros que leíamos cuando éramos jóvenes?

—Por supuesto —contestó Douglas Jeffers—: El mago de Oz, Robinson Crusoe, Capitanes intrépidos, Ivanhoe, El hobbit y El señor de los anillos

—El viento en los sauces, El reloj mágico, La isla del tesoro…

—Peter Pan. Sólo piensa en algo bonito…

—Y podrás volar.

Ambos rieron.

—Así es como los llamo yo —dijo Martin Jeffers.

—¿A quiénes?

—A los pacientes de mi programa. Es un chiste particular del hospital. A los pacientes del programa para delincuentes sexuales los llamamos los «niños perdidos».

—¿Lo saben ellos?

Martin Jeffers se encogió de hombros.

—Se sienten lo bastante importantes.

—Cierto —convino Douglas Jeffers—. No son los que sueles tener normalmente.

—No, en absoluto.

Guardaron silencio durante unos instantes.

—Dime una cosa —pidió su hermano—: ¿Qué es eso de que en fotografía te gusta lo mejor?

Douglas Jeffers estudió con cuidado la pregunta antes de responder.

—Me gusta la idea de que una fotografía es indeleble, un objeto que posee una cualidad prístina. Casi como si fuera algo inviolable. La fotografía no miente, no puede mentir. Captura a la perfección el tiempo y los hechos. Tú, en tu oficio, cuando necesitas recordar, tienes que zambullirte en un pasado que está envuelto en emociones, ansiedades, recuerdos enmarañados. Pero yo, no. Si necesito ver el pasado, puedo abrir un archivo, sacar una foto. Ya está. La verdad sin estorbos.

—No puede ser tan fácil.

Douglas Jeffers pensó que lo era.

—Voy a decirte lo que no me gusta —prosiguió—. Siempre da la sensación de que nuestros mejores trabajos acaban en el montón de los rechazados. Los editores de fotos siempre buscan la mejor ilustración para un acontecimiento, y rara vez es la mejor foto. Todo fotógrafo posee su galería privada, su colección secreta de imágenes, su propia recopilación de verdades.

Una vez más guardaron silencio. Douglas Jeffers sabía exactamente lo que le iba a preguntar su hermano a continuación. Le extrañó que se hubiera aguantado tanto tiempo.

—¿Y por qué ahora? —dijo Martin Jeffers—. ¿Por qué has venido a verme?

—Me voy de viaje. Quiero dejarte a ti la llave de mi casa. ¿Te viene bien?

—Sí, pero… ¿Adónde vas?

—Oh, iré de acá para allá. Regresaré a ciertos recuerdos. He pensado en revivir experiencias del pasado.

—¿No puedes quedarte un poco? Podríamos hablar de los viejos tiempos.

—Recordarás que nuestros viejos tiempos no fueron precisamente estupendos.

Su hermano afirmó con la cabeza.

—Está bien. Pero ¿adónde vas exactamente? —Douglas Jeffers no dijo nada—. ¿No quieres decirlo o no puedes decirlo?

Digamos —contestó por fin— que se trata de un viaje sentimental. —Lo pronunció en tono de parodia—. Revelarte la ruta quitaría parte de…, en fin, de la aventura.

Martin Jeffers parecía turbado.

—No te entiendo.

—Ya lo entenderás. —Douglas lanzó una áspera carcajada que hizo que varias personas volvieran la cabeza—. Mira, sólo quería despedirme. ¿Tanto misterio tiene eso?

—No, pero…

El hermano mayor interrumpió:

—Dame ese capricho.

—Por supuesto —contestó al instante el menor.

Tomaron un pasillo del hospital y pasearon juntos en silencio. La luz de una serie de ventanales de cristal cilindrado se reflejaba en las paredes blancas del hospital bañando a los dos hermanos con un resplandor luminiscente. Al llegar a la entrada principal del edificio se detuvieron.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Martin.

—Cuando me veas.

—¿Estarás en contacto?

—Lo haré a mi manera. —Douglas Jeffers se percató de que su hermano estaba a punto de formular más preguntas, pero que en cambio se contuvo y cerró la boca—. Puede que tengas noticias mías —agregó.

El más joven asintió:

—Bueno, esperaré.

—Puede que te lleguen noticias acerca de mí.

—No entiendo.

Pero el mayor negó con la cabeza y le propinó a su hermano un puñetazo de broma en la barbilla. A continuación dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. Pero antes de salir por las puertas, se giró, sacó con mano experta la cámara que llevaba en la mochila y se la acercó al ojo en un movimiento fluido; se agachó, enmarcó rápidamente a su hermano y tomó varias fotos seguidas. Después bajó la cámara y agitó la mano con gesto desenfadado. Martin Jeffers intentó sonreír y, tímidamente, con torpeza, levantó el brazo en un medio saludo.

Así fue como lo dejó. Douglas Jeffers soltó una carcajada al recordar la expresión que tenía su hermano en la cara.

—Mi hermano —dijo, hablando para sí mismo— ve pero no ve, oye pero no oye.

Por un instante se sumió en la tristeza. «Adiós, Marty. Adiós para siempre. Cuando llegue el momento, coge la llave del piso y aprende, si puedes. Adiós».

De repente llamó su atención un coche de la policía, aparcado junto a una pequeña arboleda. Echó una mirada rápida al cuentakilómetros; circulaba a cien por hora. Luego pensó: ¿Y qué más da?

Se hizo a sí mismo la advertencia de que a partir de Tallahassee iba a tener que estar mucho más atento. La idea de que su viaje se viera acortado por un encuentro accidental con un agente de policía lo instó a reducir la velocidad. Sin embargo, pensó que un coche que fuera demasiado lento llamaría tanto la atención como uno que fuera muy deprisa. Cíñete a la velocidad media. Introdujo una mano debajo del asiento del coche buscando a tientas el estuche de cuero que había metido en el hueco. Estaba donde lo había puesto. Visualizó mentalmente la pistola de cañón corto. No tenía tanta precisión como la nueve milímetros que llevaba guardada en la maleta, ni estaba tan bien hecha como el rifle semiautomático Ruger del calibre 30 que viajaba en el maletero, pero en las distancias cortas era muy eficaz. Y además cabía muy bien en el bolsillo de la chaqueta, y eso era un detalle muy importante a tener en cuenta. No convenía pasearse por el campus con una arma sobresaliendo por debajo de la ropa.

Pasó un cartel indicador. La frontera de Florida se encontraba a quince kilómetros.

«Nos vamos acercando», pensó.

Sintió una deliciosa oleada de emoción, como la de despertarse en la primera mañana de las vacaciones de verano. Bajó la ventanilla y dejó que el aire caliente e insistente del sur bañara el interior del coche. El calor lo rodeó y lo penetró, llenando sus huesos de lasitud. Notó que rompía a sudar en las axilas y volvió a subir la ventanilla para que el aire acondicionado se hiciera cargo de la situación.

Continuó conduciendo, dejando atrás el recuerdo de su hermano y concentrándose en la carretera. Salió de la interestatal y atravesó aquella estrecha franja de territorio, de camino a la capital. Le pareció que los árboles eran menos señoriales, más bajos, como si hubieran sido golpeados por el calor, encogidos por el sol.

Encontró un motel a unos quince kilómetros de la ciudad. Era un lugar destartalado y olvidable llamado Happy Nites Inn. Se propuso hacer una observación acerca de la ortografía del nombre a la mujer de aspecto cansado y cabello greñudo y gris que se encontraba detrás del mostrador del pequeño edificio que albergaba la oficina, pero lo pensó mejor. Firmó con apellido falso, dispuesto a ofrecer la debida identificación, pero ella no se la pidió. Pagó cinco noches por adelantado y cogió la llave del bungalow situado en el extremo, en la parte posterior del motel. Sospechaba que allí no lo molestaría nadie. Ni siquiera hizo falta preguntar. Las habitaciones costaban dieciocho dólares por noche, y no le extrañó lo que le dieron por ese dinero. La cama era inestable y estaba hundida, tenía las sábanas grisáceas y una manta deshilachada. Pero en su mayor parte, el cuarto estaba limpio y, según le pareció, perfectamente aislado. Metió las armas debajo del colchón, se dio una ducha y encendió la televisión, pero no era interesante y al cabo de unos minutos decidió irse a la cama.

Sin embargo, una vez tumbado en la cama lo acometió la indecisión.

Repasó todas las discusiones que llevaban varias semanas plagando su cerebro. Una vez más estudió la posibilidad de elegir la historia como especialidad. Una de esas chicas le proporcionaría un contexto, se dijo, una sensación de continuidad, de poder encajar las acciones en un esquema más amplio de las cosas. Pero ¿podrían escribir? ¿Tendrían la necesaria rapidez mental para permanecer alerta, preparadas para documentar al instante lo que él tenía en mente? Dudó. Quizá fuera mejor la especialidad de sociología. Tendrían un concepto mejor de las tendencias y verían las cosas en su justa perspectiva social. Pero volvió a hacer un alto, más preocupado por la flexibilidad individual. Desechó rápidamente la especialidad de sociología; se vería obligado a actuar con una especie de exactitud clínica que no le interesaba. Fue fácil descartar ciencias exactas y políticas; serían dogmáticas y probablemente estarían mal informadas. Y desde luego no deseaba pasar el tiempo libre hablando de política. También sabía que no quería alguien de matemáticas ni, ya puestos, de música ni de lingüística. Estarían demasiado ensimismadas en su propia especialidad para apreciar los acontecimientos.

Su primera idea seguramente era la correcta; debía elegir una especialidad en literatura o en periodismo. Le sería de utilidad una persona interesada por el periodismo; podría hablar de los muchos temas sobre los que había escrito, y de esa manera desviar parte del miedo y la ansiedad que eran lógicos. Pero por esa misma razón, reflexionó, una periodista en ciernes tal vez no comprendiera las cosas en su conjunto, sino que se conformaría con un infortunado relato que daría cuenta resueltamente de los hechos y pasaría por alto algunas de las sutilezas que él tenía pensadas. «Lo que voy a hacer —se dijo—, podría llenar un libro, de modo que lo que necesito es una amante de los libros, alguien del departamento de Literatura», decidió. Sintió una oleada de placer al tomar aquella decisión y al darse cuenta de que su primera intención, tras un detenido estudio y análisis, había sido correcta. Pero nuevamente dudó y se advirtió a sí mismo: «sé paciente, una persona solitaria y recluida sería desastrosa. En cambio, alguien demasiado popular sería echado de menos muy fácilmente. Así que ni ratones de biblioteca ni animadoras. Escoge con cuidado».

Notó que se abatía sobre él una suave quietud. De fuera le llegaron los zumbidos nocturnos de los mosquitos estrellándose contra la persiana y, más a lo lejos, el gemido de los grandes camiones que circulaban por la carretera.

«Cíñete al plan —pensó—. Es un plan bueno».

Se sintió satisfecho y al cabo de unos segundos se quedó dormido.

Una brillante claridad inundaba los ventanales del McDonald’s situado al borde del campus de la Universidad Estatal de Florida en Tallahassee. Apoyó una mano en el cristal y sintió el calor que comenzaba a hacer fuera. Oía el ruido del sistema del aire acondicionado peleando con el exterior, combatiendo el calor que despedían las freidoras y las chisporroteantes parrillas de las hamburguesas alineadas con precisión militar en la cocina. Aunque era por la mañana, el restaurante ya estaba abarrotado de estudiantes. Bebió un sorbo de su café y estudió el plano del campus contrastando cada sitio con un programa de clases que no le costó conseguir en la biblioteca de la universidad antes del desayuno.

Para el tercer café ya había logrado aislar varias asignaturas prometedoras en emplazamientos adecuados. Guardó el plano y el catálogo de asignaturas en su maletín. Antes de marcharse revisó su aspecto en el espejo del servicio de caballeros. Se enderezó la corbata y se alisó el cabello. Llevaba una americana azul de lino de estilo deportivo y unos pantalones caqui. A nadie le extrañaría lo más mínimo las gafas de sol oscuras; en un campus universitario de Florida todo el mundo lleva gafas de sol. Ordenó los bolígrafos que le sobresalían del bolsillo de la camisa y se arrugó ligeramente la chaqueta, a continuación sacó del maletín un ejemplar de bolsillo de El coleccionista de John Fowles y se lo embutió en el bolsillo de la chaqueta de tal modo que se viera el título. Había comprado el libro aquella mañana, y se había preocupado de doblar las páginas y combar un poco el lomo para que pareciera muy leído. Tenía que mostrar el suficiente sentido común como para llevar un ejemplar propio, pensó. En el otro bolsillo se guardó un fajo de papeles. Se echó un vistazo a sí mismo, complacido. Eres todo un licenciado que trabaja de profesor ayudante; tal vez un profesor un tanto joven, ligeramente aturdido por el mundo académico y profundamente preocupado por tener una plaza en propiedad, pero de todos modos simpático, extrovertido, un poco atractivo y, por encima de todo, inofensivo.

Echó a andar en dirección al campus. Seguro de sí, emocionado, contento con su aspecto físico y con su plan.

«Pero antes —se dijo—, una parada espiritual».

Tomó una calle tranquila y bordeada de árboles. Se cruzó con algún que otro grupo de estudiantes a los que sonrió y saludó con un gesto de cabeza al pasar y siguió buscando la dirección. Esperaba un letrero en la fachada, la manera típica de indicar otras ubicaciones de hermandades. Hacía un día excepcional; caluroso pero sin agobiar, lo que suponía un cierto alivio del verano habitual de Florida. A su manera, se dijo, el típico día de verano de Florida se parece mucho a lo más crudo del invierno en el Nordeste. En Florida, el calor crea la misma sensación opresiva, la misma reacción de cerrarse sobre uno mismo que provoca el intenso frío del Norte. En los días peores, aventurarse a salir a la calle resulta igual de difícil. En Florida, uno se refugia detrás del aire acondicionado. Levantó la vista hacia el sol, que cruzaba un cielo sin nubes, y se protegió los ojos con la mano. Pensó en Jack London e hizo una extrapolación: no, un hombre no puede pasear a solas en Florida cuando sube la temperatura…

Douglas Jeffers sonrió para sí y se detuvo un momento bajo las ramas oscuras de un inmenso roble. Más allá de un prado verde se veía una casa de madera blanca de dos pisos, alejada veinte metros del camino. Vio salir a dos adolescentes por la ancha puerta principal y desvió la mirada para contemplar la calle hasta que pasaran de largo. Iban riendo juntas, y él dudó que se hubieran percatado de su presencia. Volvió a mirar la casa blanca, estudiando la fachada. Tenía muchas ventanas y una salida lateral. En el césped de la entrada había un cartel con dos letras griegas; las leyó dos veces para sus adentros y luego sonrió.

Ji Omega.

«Aquí estamos —pensó—. Aquí es donde sucedió». Visualizó mentalmente la escena con prontitud profesional.

«Totalmente de frente —pensó—. Capta la luz que da en el cuadrante derecho de la fachada. Simplemente una foto de álbum, hazla deprisa. Que no se fijen en ti». Hubiera querido esperar a que viniera alguien andando por el camino o entrando por la puerta, para darle al edificio la perspectiva adecuada respecto al tamaño, pero esa persona podría haberse dado cuenta y complicar las cosas. Enmarcó la foto visualmente de modo que un roble grande que había a un costado del césped verde y segado proporcionara una medida vertical. Luego se apartó unos metros para situarse ligeramente en ángulo. Miró rápidamente arriba y abajo de la acera. Entonces se agachó sobre una rodilla, como si fuera a atarse el zapato, abrió el maletín y cogió la cámara. Antes de sacarla ajustó la velocidad y el diafragma. A continuación, en un solo movimiento, fluido y veloz, se llevó la cámara al ojo y giró hacia la casa de la hermandad enfocando al mismo tiempo. Giró la lente y disparó una foto. El motor zumbó, y pulsó nuevamente el obturador. Y otra vez más. Cuando quedó satisfecho, volvió a guardar la cámara en el maletín, se ató de verdad el zapato y se puso de pie. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no lo había visto nadie y se fue caminando a buen paso por la calle.

Recorrió a toda prisa una docena de manzanas, salió al campus y no se detuvo hasta que descubrió un banco vacío debajo de un árbol. Se sentó en él y de pronto cayó en la cuenta de que tenía la respiración agitada, aunque comprendió que no se debía al esfuerzo físico, sino a la emoción.

—¿Has conseguido hacer la foto? —se preguntó a sí mismo. En su imaginación, su voz tenía el tinte de desesperación de un director de periódico acosado.

«Siempre consigo hacer la foto», se respondió en silencio.

«Pero ¿has conseguido hacer ésta?».

«¿Te he fallado alguna vez?».

«Por favor, contéstame: ¿has conseguido hacer la foto?».

«Sin problemas».

Un buen diálogo dentro de su cabeza. Y lanzó una fuerte carcajada.

«Vaya turista —pensó—. Mientras que todo el que viene a Florida se dirige a Disney World o a Epcot Center o se da una vuelta por los Cayos, tú vienes de visita al lugar en que…». ¿Qué? Reflexionó un momento. La mayoría de la gente, al ver una foto de la casa Ji Omega del campus de la Universidad Estatal de Florida, la recordaría como el lugar en que habían sido brutalmente asesinadas dos jóvenes mientras dormían en su cama, y una tercera malherida. Por un instante Jeffers reflexionó sobre aquella expresión: brutalmente asesinadas. Era jerga de periodistas, un lenguaje que tan sólo guardaba una ligera relación con el inglés. Los asesinatos siempre eran brutales. Igual que las palizas, excepto cuando eran salvajes. Los clichés del mundo de la prensa creaban una especie de taquigrafía sin riesgos: los lectores podían absorber la expresión «brutalmente asesinadas» sin tener por qué saber que el asesino estaba tan enloquecido que le seccionó el pezón a una chica de un mordisco y aporreó a la otra con una rama de roble, como si fuera un salvaje prehistórico. Douglas Jeffers pensó en las jovencitas a las que había visto salir riendo de la casa; por un segundo se preguntó si por la noche ella y las otras chicas de la hermandad cerrarían la puerta con llave y echarían un cerrojo macizo, recordando lo sucedido. Jeffers se imaginó la casa. Ellas la consideran un lugar de residencia en el que reina la camaradería durante los cuatro años de universidad, pensó, pero en realidad se trata de un monumento erigido a algo mucho más importante: marca el sitio en el que un prolífico asesino empezó a perder el control y a encaminarse hacia su propio fin.

Jeffers se acordó del hombre bajito y de pelo castaño y ondulado que vio por primera vez durante una misión en un juzgado de Miami, muchos meses después de aquella noche terrible en la casa de la hermandad.

¡Idiota!, pensó.

Su mente segmentó aquel recuerdo en imágenes. ¡Clic! El asesino se giró. ¡Clic! El asesino lo vio. ¡Clic! Los dos se miraron el uno al otro, fijamente. Jeffers se preguntó si aquel tipo podría ver más allá de su pequeño escenario. ¡Clic! El asesino abrió la boca y comenzó a pronunciar una palabra que se evaporó en una sonrisa irónica, levemente torcida. ¡Clic! El asesino se giró otra vez, sonriendo satisfecho, comentando con poca sinceridad el juicio que se desarrollaba ante él, enfadando al juez, perdiendo la simpatía del jurado, asegurando lo inevitable del resultado. ¡Clic! Jeffers captó aquella sonrisa satisfecha, aquel siniestro toque de locura y de furia, justo antes de que fuera disimulado con sarcasmo y arrogancia. Aquélla era la foto que había guardado en su archivo particular.

«¡Qué necio!», pensó de nuevo.

Jeffers sintió un vuelco en el estómago al recordar. ¡Y los periódicos lo habían calificado de inteligente!

Sacudió la cabeza. ¿Qué clase de inteligencia era ésa, incapaz de controlar sus emociones? ¿Qué se había hecho de la autodisciplina? ¿Dónde estaba la meticulosidad, la planificación, la invención, en eso de irrumpir en plena noche en una hermandad atestada de gente y cometer salvajadas con las ocupantes de la misma? Sin control. Arrollado por el deseo. «Debilidad», pensó Jeffers. Una tolerancia tonta, de colegial, nacida del engreimiento.

Recordó la furia que sintió por dentro cuando sus colegas de los periódicos y de la televisión se maravillaron, mudos de asombro, de la incongruencia de que un hombre culto y elocuente fuera un asesino en serie. Hablaba y se comportaba como una persona normal. ¿Cómo era posible que fuese lo que la policía afirmaba?

Jeffers escupió enfadado.

Imposible, pensó Jeffers.

Demasiado simplista. Demasiado necio. De modo que era un tipo inteligente, simpático incluso.

Y bien, ¿le gustaría el corredor de la muerte?

Se lo merecía, decidió Jeffers.

Estupidez en Primer Grado.

Se puso de pie y advirtió nuevamente que el calor iba en aumento. Decidió pasarse por la asociación de alumnos para almorzar algo antes de efectuar un último reconocimiento y ejecutar su plan.

La cafetería, ruidosa y anónima, se encontraba abarrotada. Jeffers se llevó la bandeja a una mesa en un rincón y comió despacio, con el plano y la lista de asignaturas extendidos frente a sí. De vez en cuando se atrevía a levantar la vista para observar la mezcolanza de alumnos. Se le ocurrió que había una bella simetría en su conducta; recordó los pocos meses que había pasado en la universidad antes de abandonarla para iniciar su carrera de fotógrafo. En aquel entonces pasaba el tiempo de forma muy parecida a ahora: solo. En silencio. Encerrado en sí mismo, observando más que relacionándose con los demás. Escuchando más que hablando. Recordó lo extraño que se sentía, a solas en su dormitorio, separado de la apacible acogida de la comunidad universitaria. En el Norte era invierno entonces, un día helador, desgraciado, gris y húmedo con amenaza de nevada; metió sus escasas prendas de ropa en un petate, cargó sus cámaras y salió al borde del campus, saludando a la libertad con el dedo pulgar, haciendo autoestop rumbo al oeste del país. El recuerdo de aquel viaje lo hizo sonreír; una semana después vendió su primera fotografía. Recordó que se sentó a una mesa en un comedor popular del centro urbano de Cleveland. Estaba solo, como siempre; un viejo indigente intentó sentarse a su lado, rozando su rodilla contra la de él por debajo de la mesa mientras se metía en la boca grandes cucharadas de un guiso grasiento e intentaba comportarse con una despreocupación anticuada, rancia. Jeffers le enganchó la pierna con sus pies bajo la mesa y tiró de improviso hacia atrás y hacia un lado, con lo que retorció brutalmente la frágil rodilla del indigente. La pierna emitió un crujido y el hombre se aferró a la mesa, a punto de soltar un alarido de dolor, pero se quedó quieto al oír la tranquila amenaza de Jeffers:

—Di una sola palabra, vocea, grita, haz cualquier cosa, y te la romperé, y este invierno morirás en las calles.

El hombre huyó a toda prisa cuando Jeffers lo soltó. Momentos después, justo cuando estaba apurando lo que le quedaba del guiso con un pedazo de pan blanco y gomoso, Jeffers oyó sirenas, muchas, que se acercaban por la calle y se detenían a una manzana de distancia. Cogió la bolsa de las cámaras y se acercó a la escena del suceso, un incendio en un edificio de viviendas. Las familias estaban pasando a los niños desde la ventana a los bomberos, chillando presas del pánico, y Jeffers lo captó todo en imágenes. Pero la fotografía que vendió fue la de un bombero, con témpanos de hielo en el traje y en el casco, envolviendo en una manta a una niña de seis años aterrorizada y poniéndola a salvo. El director del Plain Dealer se mostró escéptico, pero permitió a Jeffers utilizar el cuarto de revelado. Había sido un día lento en noticias, y estaba deseoso de conseguir algo llamativo que poner en la página de sucesos locales. Jeffers recordó el esmero que puso, encerrado a solas en la habitación oscura, mezclando sus productos químicos con muchísima precaución, empapando despacio la foto hasta que comenzó a formarse la imagen. Fueron los ojos los que vendieron aquella foto, pensó Jeffers, aquella benévola mezcla de agotamiento y profunda emoción en la expresión del bombero, como contrapunto al terror acumulado que mostraba el rostro de la pequeña. Fue una foto con mucha fuerza, y el director la designó para la portada.

—Una foto genial —comentó el director—. Cincuenta pavos. ¿Adónde enviamos el cheque?

—Sólo estoy de paso.

—¿No tienes dirección?

—La YMCA.

—¿Adonde te diriges?

—A California.

—Todo el mundo quiere ir a la tierra de promisión. —Soltó un suspiro—. Libertad de expresión, amor libre, orgías y drogas. Haight-Ashbury y rock duro. —Rió—. Joder, la verdad es que no suena nada mal.

El director extrajo la cartera y le entregó dos billetes de veinte y otros dos de cinco.

—¿Por qué no te quedas un poco más por aquí a hacer unas cuantas fotos para nosotros? Te pagaré.

—¿Cuánto?

—Noventa a la semana.

«En Cleveland hace frío», pensó. Y así lo dijo:

—En Cleveland hace frío.

—Y también en Detroit y en Chicago. En Nueva York es terrible, y en Boston no digamos. Muchacho, si quieres que haga calor, vete a Miami o a Los Ángeles. Si lo que quieres es trabajar, prueba aquí mismo. Estamos en invierno. Voy a decirte una cosa: te daré noventa y cinco y te compraré un chaquetón y unos calzoncillos largos.

—¿Qué quiere que fotografíe?

—Nada de exposiciones florales ni reuniones en la Cámara de Comercio. Lo mismo que has fotografiado ya.

—Probaré —dijo Jeffers.

—Genial, muchacho. Pero hay una cosa.

—¿Cuál?

—Es una apuesta. Esta foto de hoy…, en fin, ha sido un golpe de suerte. Quiero decir que si no me traes más como ésta, te vuelves a California. ¿Lo pillas?

—Dicho de otro modo, me enseña la puerta.

—Lo has pillado. ¿Te sigue interesando?

—Claro. ¿Por qué no?

—Muchacho, con esa actitud llegarás lejos en este negocio. Ah, y otra cosa: Cleveland es una ciudad de clase trabajadora. Córtate el pelo.

Pasó once meses en Cleveland, con el pelo corto.

Recordó: Un joven que protestaba contra la guerra golpeado en la espalda por un reaccionario que portaba una gruesa estaca. Disparó una foto con teleobjetivo a 1/250 de velocidad, diafragma f-16, desde el edificio de al lado. El grano de la película acentuó la violencia. Un funeral de la mafia, con un guardaespaldas explotando de rabia frente al nutrido grupo de fotógrafos y cámaras. Él pulsó el disparador deprisa, aprovechando hasta el último segundo, captando el puñetazo de aquel tipo musculoso y trajeado de negro que enseñaba los dientes, a 1/1000 y f-2.4, con película de alta velocidad. Otro funeral, éste con bandera, el de un aviador que había recibido demasiado fuego antiaéreo cuando sobrevolaba Haiphong y había regresado con su F-16 al portaaviones Oriskany con la intención de ponerse a salvo, sólo que durante la aproximación había perdido potencia y se había estrellado contra el agitado oleaje antes de que el equipo de rescate tuviera tiempo de acudir en su ayuda. «La familia parecía resignada —pensó Jeffers—, hubo pocas lágrimas». Los captó en una instantánea alineados, contemplando la tumba, como si estuvieran desfilando, a 1/15 y f-22, y dejó la foto un poco más de tiempo en la cubeta para resaltar el gris del cielo. También recordó el cuerpo congelado y rígido de un drogadicto que, buscando el calor de una jeringa, se aventuró a dormir en la calle en una noche de febrero y simplemente se murió de frío. Ocurrió junto al muelle; la foto captó la luz del Cuyahoga reflejada en un mundo cubierto de hielo, a 1/500 y f-5.6. Pero, como siempre, cada vez que se acordaba de Cleveland pensaba en la chica.

Él se encontraba en el cuarto de revelado. En el rincón sonaba un pequeño transistor que había comprado con su primer cheque y que llenaba la habitación con las duras letras de las canciones de los Doors. Cada vez que encendía la radio se oía Light My Fire. Llevaba dos abrasadores días de verano saliendo a caminar por la mañana con uno de los últimos policías que patrullaban a pie por la ciudad. Las fotos se convirtieron en algo rutinario, demasiado blandas. El policía era extrovertido y hablador; allá donde iba era saludado, aplaudido, bienvenido. Jeffers se burló de las fotos. ¿Dónde estaba lo interesante? ¿Dónde estaba la tensión? Deseaba que alguien le disparara un tiro al policía, rezaba para que ocurriese, y decidió pasar un día más en la calle. Absorto en la música, en la oscuridad y en sus planes, casi no oyó la voz del director, que lo llamaba a gritos.

—¡Jeffers, pedazo de vago, sal de ahí!

Él dejó sus cosas con sumo cuidado, moviéndose despacio. Jim Morrison estaba cantando: «Sé que no sería sincero…». No había tardado en aprender que el director sólo existía en dos estados: el aburrimiento y el pánico.

—¿Qué? —preguntó al tiempo que salía de su cubículo.

—Un cadáver, Jeffers, cien por cien muerto, justo en mitad de los Heights. Una adolescente blanca de un barrio rico, completamente muerta. Date prisa. Allí te encontrarás con Buchanan. ¡Vamos!

Él paseó, nervioso, junto al perímetro establecido por la policía, manteniéndose apartado de los demás reporteros y cámaras de televisión que aguardaban todos apiñados, haciendo chistes, intentando enterarse de algo, pero sobre todo dispuestos a esperar hasta que viniese un portavoz o un detective a informarlos en masa. «¿Dónde está la foto?», se preguntó a sí mismo. Se desplazó a derecha y a izquierda, entró y salió de las sombras de primeras horas de la tarde, hasta que por fin, cuando nadie miraba, se subió a un árbol grande en el intento de tener una vista despejada. Estirado en una rama igual que un francotirador, acopló un teleobjetivo a la cámara y observó a los policías que trabajaban meticulosamente alrededor del cadáver de la joven. Tragó saliva al captar la primera imagen de una pierna desnuda lanzada de cualquier manera hacia un lado por el asesino. Jeffers se esforzó por ver mejor, enfebrecido, tomando una foto tras otra, enfocando la cámara de cerca sobre la víctima. Necesitaba verle los pechos, el pelo, la entrepierna; ajustó el ángulo y el enfoque y continuó accionando la cámara como si fuese una arma, girándola, manipulándola, acariciándola para acercarse más al cadáver. Se secó el sudor de la frente y una vez más apretó el disparador, lanzando un juramento cada vez que un detective irrumpía en su línea visual, haciendo zumbar el motor de la cámara cuando se le ofrecía una imagen nítida.

Aquellas fotos se las guardó para sí.

En el periódico se publicaron otras tres: una del personal de bomberos sacando el cadáver de la víctima en una camilla, metido en una bolsa de plástico; otra, con teleobjetivo, al nivel de suelo, de los detectives arrodillados junto al cuerpo, el cual quedaba oculto detrás de ellos salvo por un brazo delgado que sobresalía de forma llamativa, retirado del torso, sostenido con suavidad por uno de los agentes; y una imagen de un grupo de adolescentes temblorosas, a las que el miedo y la curiosidad habían empujado a acercarse a la escena del crimen, contemplando sorprendidas y con lágrimas en los ojos cómo sacaban el cadáver de entre los arbustos. La foto que más le gustó fue ésta; se aproximó con prudencia a las chicas para preguntarles cómo se llamaban y les sonsacó fácilmente la información hablándoles con dulzura. La foto, pensó, describía el efecto causado por el crimen. Los ojos de una de las jóvenes expresaban una fuerte impresión, mientras que la de al lado se había cubierto la cara con las manos y asomaba los ojos por encima de unos dedos rígidos por el terror. Una tercera chica tenía la boca muy abierta, mientras que una cuarta apartaba la vista de la escena. En opinión del director, aquella foto era la mejor de todas. Salió en la primera página. «Puede que haya una gratificación», dijo el director, pero Jeffers, aún embargado por la emoción, pensó que su auténtica gratificación seguía siendo el revelado en el cuarto oscuro, y en cuanto hubo visto las fotos escogidas y cómo quedaron, se apresuró a regresar a su soledad.

Sonrió.

Todavía conservaba aquellas fotos, casi veinte años después.

Siempre las conservaría.

Oyó unas risas y se volvió hacia un grupo de alumnos que estaban sentados no muy lejos. Estaban gastándole bromas a uno de ellos, que se lo tomaba todo con buen carácter. Jeffers captó sólo retazos de la conversación, pero hablaban de un trabajo que había entregado el compañero, nada de gran importancia, cosas típicas de estudiantes. Jeffers consultó su programa de clases y su plano y decidió que ya era hora de empezar.

Cruzó rápidamente el campus. Era casi la una de la tarde y quería estar en su asiento antes de que empezara la clase de «La conciencia social en la literatura del siglo XIX». Subió en cuatro brincos el corto tramo de escaleras que conducía al edificio de las aulas y se quitó las gafas de sol al entrar en el vestíbulo en penumbra. Luego se metió con decisión en el aula 101 uniéndose a la marea de alumnos, los cuales pasaban algunos de uno en uno, otros por parejas. El aula fue llenándose rápidamente; Jeffers encontró enseguida un asiento junto al pasillo, hacia el fondo. Sonrió a la joven que tenía a su lado, y ella le devolvió la sonrisa sin interrumpir la conversación con un muchacho. Jeffers lanzó una rápida ojeada a su alrededor; había como una docena de conversaciones similares a la que tenía lugar a su lado, el ruido suficiente para quebrar el silencio del aula. A su derecha espió a un alumno leyendo un periódico, a otro pasando las hojas de un libro. Otros ordenaban sus cuadernos. Él hizo lo mismo, intentando detectar algo en una conducta determinada, un leve movimiento que revelara una actitud indicativa de un candidato adecuado.

Descubrió a una muchacha, sentada sola al otro lado del pasillo y varias filas más abajo. Estaba leyendo a Ambrose Bierce, con la cabeza inclinada sobre En mitad de la vida. Jeffers enarcó las cejas y pensó que aquélla era una combinación extraordinaria: un escritor que podría haber vendido su alma a una joven de diecinueve años. Interesante, se dijo, y tomó la determinación de observar a la chica durante la clase.

Sentada unos cuantos asientos más allá se encontraba otra joven. Estaba dibujando ociosamente en un cuaderno. Jeffers distinguía a duras penas las formas que trazaba con el lápiz. Por un instante reflexionó, excitado, sobre la posibilidad que planteaba aquella artista, y se preguntó si sabría hacer lo mismo con las palabras. Una persona capaz de recrear la realidad en arte, pensó, quizá fuera un buen candidato. Y decidió vigilarla a ella también.

Justo a la una y un minuto entró el profesor.

Jeffers frunció el ceño. Aquel individuo tenía treinta y tantos años, aproximadamente la misma edad que él, y parecía tener mucha labia. Inició la clase con un chiste acerca de la narración que hacía David Copperfield de su propio nacimiento, como si ello fuera una rareza de Dickens, una estupidez arcaica. De pronto le entraron ganas de levantarse y chillar, pero en vez de eso continuó en su asiento explorando el auditorio en busca de alguien que no estuviera riéndose de las ingeniosidades del profesor.

Hubo una persona que llamó su atención.

Estaba sentada a su izquierda en línea recta. Alzó la mano.

—Sí, señorita…, esto…

—Hampton —terminó la joven.

—Señorita Hampton. ¿Tiene una pregunta?

—¿Está insinuando que debido a que Dickens escribía novelas por entregas adaptó sus ideas y su estilo para que se ajustaran al formato de las publicaciones semanales? ¿No cree usted que era más bien lo contrario, que Dickens entendía de manera implícita lo que pretendía decir y que, haciendo uso de su considerable habilidad, lo encajaba en segmentos manejables?

Jeffers notó que se le ralentizaba el corazón, que su mente se centraba.

—Bueno, señorita Hampton, sabemos que para Dickens la forma era muy importante…

—¿La forma, señor, por encima del contenido?

Jeffers escribió aquello en letras mayúsculas y lo subrayó: «¿La forma por encima del contenido?».

—Señorita Hampton, usted malinterpreta… Por supuesto, a Dickens le preocupaba el impacto político y social de sus obras, pero debido a las necesidades de la forma, ahora apreciamos limitaciones. ¿No se pregunta usted cómo habrían sido sus personajes y sus argumentos si no se hubiera visto obligado a desempeñar el papel de un escritor de panfletos?

—No, señor, la verdad es que no me lo he preguntado.

—Eso era lo que pretendía decir, señorita… Hampton.

«Pues no era gran cosa, además», pensó Jeffers.

Observó que la joven volvía a inclinar la cabeza sobre su cuaderno y escribía rápidamente unas palabras. Tenía un cabello rubio oscuro que le caía de forma descuidada sobre la cara ocultando lo que en opinión de Jeffers era una considerable belleza natural. Entonces se fijó en que la chica estaba flanqueada por dos asientos vacíos.

Sintió que su cuerpo se estremecía de forma involuntaria.

Aspiró profundamente y soltó el aire despacio.

Otra vez, pensó al tiempo que inhalaba una gran bocanada de aire y la exhalaba lentamente. A hurtadillas se llevó una mano al pecho e intentó tranquilizarse: no esperaba encontrar una biógrafa en la primera clase que visitara. Precaución, precaución. Simple precaución. La chica tenía potencial. Lo que debía hacer era esperar. Observar. Se obligó a sí mismo a estudiar a las otras dos jóvenes en que se había fijado antes. Tuvo una súbita imagen de sí misino como si fuera una fiera pequeña, oscura, agazapada, esperando, previendo, escondida en las sombras debajo de una piedra suelta en un sendero muy trillado. Sonrió y pensó para sí con placer: progresa.