Varias veces a lo largo de los días siguientes Mercedes Barren luchó contra el impulso de telefonear a los detectives de Homicidios del condado. Mientras se dedicaba a sus propias tareas: procesar otros delitos, trabajar con las pruebas, reprodujo mentalmente lo que estaba ocurriendo. Vio a la persona que seguía al asesino, actuando como una silenciosa sombra de todos sus movimientos mientras otros detectives intentaban dar con su paradero y empezaban a enseñar su foto a diversos testigos, juntando todas las piezas de un caso criminal.
Unos diez días después del asesinato de Susan, la detective Barren se encontraba en la silla de los testigos de un tribunal, por un caso de homicidio; a partir de los casquillos de bala hallados en el interior de la casa en la que habían sido acribillados un traficante de drogas y su novia, la detective había reconstruido el delito en su totalidad. Su testimonio era importante, pero no crucial; a consecuencia de ello, su examen por parte del carísimo abogado del asesino era más un acoso que una crítica feroz. Sabía que no podían debilitarla en cuanto a los datos; no obstante, estaba esforzándose mucho para no permitir que el abogado confundiera al jurado de tal manera que lo que ella dijese perdiera efecto.
Oyó al abogado formular cansinamente otra pregunta más:
—Así que, debido a que los casquillos de bala fueron hallados aquí, usted llegó a la conclusión de que el asesino estaba… ¿dónde?
—Si observa el diagrama, marcado por el Estado como la prueba número doce, verá que los casquillos se encontraron a unos sesenta centímetros de la puerta del dormitorio. Una Browning de nueve milímetros lanza los casquillos a intervalos constantes. Por lo tanto, se puede precisar con bastante certeza científica el lugar en el que se hallaba la persona que efectuó los disparos.
—¿No pudieron rodar?
—La alfombra que hay en esa parte de la habitación tiene un grosor de cinco centímetros, abogado.
—¿La midió usted?
—Sí.
El abogado consultó sus notas. La detective Barren clavó los ojos en el acusado. Éste era un inmigrante colombiano, de baja estatura y con mucho pelo, carente de estudios salvo en métodos y modos de matar. Sería condenado, pensó, y dentro de treinta segundos llegaría otro en el próximo vuelo de Avianca para ocupar su lugar. Los asesinos eran los pañuelos de usar y tirar de la industria de las drogas; se utilizaban unas cuantas veces y después se arrojaban a un lado sin contemplaciones.
Su mirada continuó más allá del acusado y se posó en el teniente Burns, que en ese momento entraba por el fondo de la sala. Por un instante lo relacionó con el asesino que estaba siendo juzgado, pero entonces lo vio hacer disimuladamente el gesto de pulgares arriba.
Y su imaginación dio un vuelco.
Observó cómo el teniente se acercaba caminando por el pasillo central de la sala y se inclinaba sobre la barrera para susurrar unas palabras al oído del fiscal, un individuo con expresión aburrida que de pronto se enderezó, se giró y a continuación se puso de pie.
La detective Barren miró al teniente, el cual le sonrió; pero fue sólo una expresión leve, un ligerísimo gesto de la comisura de los labios.
—Señoría —dijo el joven fiscal—, ¿podemos acercarnos al estrado?
—¿Es importante? —preguntó el juez.
—Pienso que sí —contestó el fiscal.
El abogado defensor, la estenógrafa del tribunal y el fiscal rodearon el estrado y se situaron al lado de juez para que el jurado no pudiera oírlos. Conversaron unos momentos y luego regresaron a sus asientos. El juez se volvió hacia el jurado.
—Vamos a hacer un breve receso, y después continuaremos con otro testigo. —Miró a la detective Barren—. Detective, por lo visto requieren sus servicios en otra parte. Podrá ser llamada de nuevo, así que no olvide que aún se encuentra bajo juramento. —La detective Barren asintió y tragó saliva; el juez frunció el ceño—. Detective, la estenógrafa no puede registrar por escrito un gesto de asentimiento.
—Sí, señoría. Continúo bajo juramento. Lo he entendido.
La detective Barren y el teniente se apresuraron a salir de la sala. Tras atravesar una puerta de salida y pasar por un detector de metales, el teniente dijo:
—Hace aproximadamente noventa minutos han cazado a ese cabrón. Está en Homicidios, siendo interrogado. Ahora están registrando la casa y el coche. La orden judicial se ha emitido por fin esta mañana. Hasta es posible que tú misma te hayas topado con ella al venir hacia el juzgado. Hemos intentado dar contigo, pero estabas declarando. Así que he decidido venir a buscarte en persona.
La detective Barren afirmó con la cabeza.
Ambos corrieron al exterior del edificio. Era otoño en Florida, una sutil disminución del calor opresivo del verano. Una brisa suave hacía ondear las banderas de la fachada de los juzgados.
—¿Por qué lo han detenido? —quiso saber la detective.
—El tipo que lo seguía lo vio anoche en una tienda de veinticuatro horas, comprando dos pares de medias de mujer. Las guardó en una taquilla de la Universidad de Miami, junto con un martillo de bola.
—¿Quién es?
—Un tipo raro, y además extranjero. Es una especie de árabe. Como un estudiante profesional, me han dicho. Ha hecho cursos por todas partes. Y también se ha inscrito con un puñado de nombres distintos. Pronto sabremos más. —El teniente hizo una pausa junto a la portezuela de un monovolumen sin marcas—. ¿Deseas presenciar el interrogatorio o el registro de la casa?
Ella reflexionó unos instantes.
—Vamos a pasarnos por la casa, y después vamos a Homicidios.
—Como prefieras.
La ciudad fue pasando por el parabrisas mientras se dirigían en el coche a la vivienda del sospechoso. El teniente condujo deprisa, sin hablar. La detective Barren intentó hacerse una imagen del sospechoso en la cabeza, pero no pudo. Se reprendió a sí misma; el trabajo policial requería sacar sospechas y conclusiones basándose en hechos. Ella no sabía nada de aquel hombre, se dijo. «Espera. Absorbe. Recopila. Así es como llegarás a conocerlo». El teniente aminoró la velocidad y tomó una salida en dirección al aeropuerto.
A unas cuantas manzanas del mismo, giró y se metió por una calle de aspecto anodino. Era un área de viviendas pequeñas y de color ceniciento, en las que vivían sobre todo familias latinas y de raza negra. Muchas casas estaban rodeadas por vallas metálicas y protegidas por grandes perros tras ellas. Aquello era cosa normal en la ciudad. Los canes más grandes vivían en las zonas del extrarradio, las barriadas obreras tan vulnerables a los robos, en las que el marido y la mujer tenían que salir a trabajar. Las viviendas estaban ligeramente retiradas de la calle, pero sin setos. La calle estaba desprovista de árboles, incluso de las palmeras que parecía haber por todas partes. A la detective Barren le resultó un lugar singular por lo poco acogedor; seguramente en verano el calor convertía la calle entera en un único espacio abrasador e insistentemente polvoriento en el que las tensiones y la cólera sin duda proliferaban con la misma intensidad que las bacterias.
Al final de la calle vio varios coches de policía alineados alrededor de la última de aquellas viviendas de color pardo. Había una camioneta de la brigada canina. El teniente la señaló con la mano.
—Parece ser que ese tipo tenía un fiel doberman. Uno de los de las brigadas especiales ha tenido que pegarle un tiro.
En ese momento les dio un susto de muerte un avión que pasó por encima de ellos con los alerones y el tren de aterrizaje bajados, ahogando en su ruidoso estruendo todo lo que el teniente se disponía a añadir. La detective Barren se dijo que si ella tuviera que oír aquel ruido frecuentemente, también se habría convertido en una asesina.
Aparcaron el coche y se abrieron paso por entre un reducido grupo de curiosos que contemplaban en silencio la escena. La detective Barren vio a un par de policías de Homicidios conocidos trabajando con los vecinos, cerciorándose de obtener cualquier pista viable antes de que se les echara encima la prensa. Saludó con la cabeza al jefe del equipo que estaba registrando la casa; era un expolicía de tráfico, no muy distinto de lo que era ella, que ya había trabajado con una identidad falsa en demasiadas ocasiones. En uno de sus últimos casos había habido un problema más bien singular acerca de un dinero procedente de la droga que se había confiscado en una redada. Cien mil dólares en billetes de veinte y de cien, además de un kilo de cocaína. Los acusados eran dos estudiantes universitarios del Nordeste; cuando tuvo lugar la redada habían dicho a asuntos internos que tenían más de un cuarto de millón en efectivo, lo cual dejaba unos ciento cincuenta mil dólares sin justificar. Una difícil situación que acabó con el traslado del policía y la imposición de condenas notablemente rebajadas a los dos estudiantes. El dinero no se recuperó jamás. La detective Barren se había negado rotundamente a extraer la conclusión obvia y prefirió creer que alguien había mentido y esperaba que no fuera el policía. Aun así, al acercarse a él pensó que era un detective sumamente competente, y se sintió extrañamente aliviada en cierto modo.
—¿Cómo te va, Fred? —le dijo.
—Bien, Merce. ¿Y a ti?
—Bien, supongo.
—Siento mucho la razón por la que estás aquí.
—Gracias, Fred. Te agradezco que me lo digas.
—Este es el cabrón, Merce. Frío como una piedra. No tienes más que entrar, y lo notarás.
—Eso espero.
Él le sostuvo la puerta abierta para que pasara. Hacía fresco dentro de la pequeña vivienda. Se oía el fuerte ruido del aire acondicionado; probablemente lo habían encendido los policías, se dijo. Aun así, sintió un escalofrío y dudó que se debiera al súbito cambio de temperatura.
A primera vista la casa parecía la típica de un estudiante. Las estanterías para libros estaban hechas de ladrillos de ceniza y tableros de pino, y soportaban filas y filas de volúmenes en rústica que pugnaban por hacerse sitio. El mobiliario se veía modesto y austero: un sofá cubierto con una descolorida manta india para ocultar un desgarrón en la tela, un par de sillones tapados con un plástico, una gastada mesa de madera marrón llena de quemaduras de cigarrillos. En las paredes había carteles turísticos de Suiza, Irlanda y Canadá, todos con fotos de bucólicos paisajes de un verde exuberante. La detective Barren lo registró todo en su cerebro, pero hasta el momento pensó que no aportaba nada.
—Bastante corriente, ¿no crees?
Se giró hacia la voz.
—Fred, enséñame algo que sea interesante.
—Es que tienes que fijarte un poco más. Observa la máquina de escribir.
Sobre la mesa marrón había una máquina de escribir con una hoja de papel en el carro. La detective se acercó y leyó lo que había escrito:
impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro
impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro impuro
Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios Dios
Dios Dios
Matar
He de lavar el mundo
—También hemos encontrado su caja de trofeos.
—¿Su qué?
—Su caja de trofeos.
—No ent…
—Perdóname, Merce, se me había olvidado de dónde vienes. —El detective hizo una pausa—. Por lo visto, este tipo guardaba cosas de sus víctimas, o por lo menos de algunas de ellas. En el armario había una caja de zapatos con un manojo de recortes de periódico acerca de todos los asesinatos, hasta el de tu sobrina. También había varios pendientes y una o dos sortijas. Vamos a ver, un zapato de mujer y unas bragas con manchas de sangre.
Pensó un instante.
—Es la típica caja que nosotros siempre rezamos para encontrar en estos casos. No sé si ahí dentro habrá algo que relacione a ese tipo sin duda alguna con todos los asesinatos, pero hay objetos suficientes para relacionarlo con alguno. Y eso quiere decir que está pillado por los cojones.
Ella lo miró.
—Eso espero.
—Créetelo. No hay ninguna duda. Lo jodido es que estoy seguro de que hay un par de delitos que ha cometido este cabrón de los que nosotros no tenemos noticia siquiera.
La rodeó con el brazo y echó a andar hacia la salida.
—No te preocupes. Este registro es legal. Y ahí están las pruebas. Lo más probable es que este tipo esté ya eludiendo toda responsabilidad. Lo único que debe preocuparnos es esa nota tan rara. Seguro que es un pirado. ¿Por qué no vas a verlo por ti misma?
—Gracias, Fred.
—No pienses en ello. No dudes en llamarme, a la hora que sea, si necesitas saber cualquier cosa.
—Te lo agradezco. Ya me siento mejor.
—Genial.
Pero no era verdad.
Se volvió hacia el teniente Burns, que la estaba aguardando fuera.
—Quiero ver a ese individuo. En persona.
Y se alejó de la casa sin mirar atrás.
En la oficina de Homicidios del condado, ella y el teniente Burns fueron acompañados a una estancia tenuemente iluminada en la que había un espejo bidireccional que daba a otra habitación. Estrechó la mano a varios policías más que estaban reunidos observando el interrogatorio en la estancia contigua. En un rincón había un hombre manejando una grabadora. Nadie dijo nada. Por un momento aquella escena le recordó los cientos de películas y series de televisión que había visto. Alguien le ofreció una silla y le dijo en voz baja:
—Sigue negándolo todo, y parece fuerte. Llevan ya dos horas con él. Yo le doy tal vez cinco minutos más, o cinco horas más. Resulta difícil de saber.
—¿Ha pedido un abogado? —inquirió ella.
—Todavía no. De momento, todo bien.
La detective Barren pensó en la nota escrita a máquina.
—¿Tiene antecedentes?
Hizo la pregunta al tiempo que miraba al sospechoso por primera vez. Era un hombre de baja estatura, musculoso, dotado de una constitución muy fuerte, como un boxeador o un luchador de peso ligero. Tenía el cabello negro y ondulado y unos ojos azul brillante, una combinación que a la detective Barren le resultó extrañamente inquietante. Le parecía que estaba en tensión; se fijó en cómo se le contraían los músculos del brazo. Pensó lo potente que debía de ser aquel brazo, y de repente visualizó el golpe corto y tajante del martillo, un instantáneo estallido blanco de dolor en medio de la nada oscura.
—Es un tipo extraño. Hace un minuto citó el Corán. Escucha.
La detective Barren se concentró en los tres hombres que se encontraban en la sala de interrogatorios. El detective Moore se encargaba de hacer las preguntas mientras que el detective Perry permanecía sentado y tomaba notas, pero la mayor parte del tiempo taladraba al sospechoso con una mirada dura e imperturbable, siguiendo con los ojos cada uno de los movimientos que realizaba éste, entornándolos mientras el interrogado pontificaba, se evadía o se salía por la tangente, entrecerrándolos con una expresión de amenaza y de maldad como si la falta de sinceridad lo estuviera poniendo furioso hasta el punto de llegar a la violencia. Cada vez que el detective se revolvía en su silla, el sospechoso se movía con inquietud. La detective Barren opinaba que era una actuación magistral.
—Dígame por qué compró las medias.
—Eran un regalo.
—¿Para quién?
—Para alguien de casa.
—¿Dónde está su casa?
—En el Líbano.
—¿Y el martillo?
—Para arreglar el coche.
—¿Dónde estuvo usted el ocho de septiembre?
—En casa.
—¿Lo vio alguien?
—Vivo solo.
—¿Por qué mató a todas esas chicas?
—Yo no he matado a nadie.
—Entonces, ¿cómo es que hemos encontrado en su casa un pendiente que pertenece a una joven llamada Lisa Williams? ¿Y qué me dice de unas bragas de color rosa manchadas de sangre, iguales que las que llevaba puestas Andrea Thomas cuando un cabrón la raptó del campus de Miami-Dade? ¿También eran para un regalo? Además, ha estado muy entretenido sacando recortes de los periódicos, ¿eh? Le gusta guardar artículos de periódicos, ¿no?
—¡Esas cosas son mías! ¡Son especiales! ¡No tenían derecho a tocarlas! ¡Exijo que me las devuelvan!
—Mira, hijo de puta, tú no puedes exigir nada.
—Usted es un demonio.
—Sí, puede ser, así que te veré a ti en el infierno.
—¡Jamás! Yo soy un verdadero creyente.
—¿Qué? ¿Uno que cree en el asesinato?
—En el mundo hay personas impuras.
—¿Las chicas jóvenes?
—Sobre todo las chicas jóvenes.
—¿Por qué son impuras las chicas jóvenes?
—¡Ja! Lo sabe de sobra.
—Dímelo de todas formas.
—No. Usted también es impuro. ¡Infiel!
—¿Sólo yo, o todos los policías?
—Los policías, todos los policías.
—Te gustaría pegarme un tiro, ¿verdad?
—Usted es un infiel. El Libro me dice que es santo matar a un infiel. El Profeta dice que es el camino que lleva al paraíso.
—Ya, bueno, pues el sitio al que vas a ir tú, amigo, no se parece mucho al paraíso.
—No significa nada. Es tan sólo la carne.
—Háblame de la carne.
—La carne es el mal. La pureza proviene del pensamiento.
—¿Y qué hay que hacer con la malvada carne?
—Destruirla.
—¿Cuántas veces has hecho eso?
—En mi corazón, muchas.
—¿Y con las manos?
—Esto es entre mi maestro y yo.
—¿Quién es tu maestro?
—Tenemos un único maestro, que reside en el jardín.
—¿Cómo lo sabes?
—Él habla conmigo.
—¿Con frecuencia?
—Cuando él lo ordena, yo le escucho.
—¿Y qué dice?
—Instrúyete en el estilo de vida del infiel. Aprende sus costumbres. Prepárate para la guerra santa.
—¿Cuándo empieza la guerra santa?
El sospechoso lanzó una sonora carcajada; se echó hacia atrás en su silla y abrió mucho la boca, dejando que sus gruñidos y sus resoplidos llenaran toda la estancia. Comenzaron a rodarle lágrimas por las mejillas. Siguió riendo por espacio de varios minutos sin que lo interrumpieran los detectives. La detective Barren escuchó las risotadas y tuvo la sensación de que le acuchillaban el corazón. Por fin el sospechoso se fue calmando poco a poco, hasta terminar por emitir alguna que otra risita ocasional. Entonces miró directamente al detective Perry y dijo en un tono de voz sereno, terrorífico:
—Ya ha empezado.
De repente Perry se levantó de la silla, se echó hacia delante y descargó ambos puños sobre la mesa que lo separaba del sospechoso. El ruido que hizo fue igual que un disparo, y la detective Barren vio que los hombres que la acompañaban se ponían rígidos.
—Una guerra contra las chicas jóvenes, ¿no es eso? ¿Y follarlas formaba parte del plan de batalla?
El sospechoso se quedó petrificado, mirando al detective.
Se hizo el silencio.
Cuando habló, lo hizo muy despacio, amenazante.
—Yo no sé nada de esas mujeres impuras.
Señaló al detective con un dedo.
—No pienso hablar más con usted.
De pronto el dedo cayó sobre un papel que el sospechoso tenía frente a sí. La detective Barren sabía que era un impreso de derechos constitucionales. El sospechoso comenzó a tamborilear con los dedos encima de él.
—No tengo por qué hablar con usted…
El dedo que tamborileaba sonaba igual que el tiroteo de una pistola de pequeño calibre.
—Quiero que esté presente un abogado.
El repiqueteo cobró intensidad.
—Nómbreme uno…
Los dedos se curvaron en un puño y golpearon la mesa.
—Conozco mis derechos. Conozco mis derechos. Conozco mis derechos. Conozco mis derechos. Conozco mis derechos.
Los dos detectives se pusieron en pie mirando malévolamente al preso.
—No me dan miedo —dijo él—. Dios está conmigo, y no temo en absoluto la justicia de ustedes, infieles. ¡Tráiganme a un abogado para que pueda hacer uso de mis derechos! ¡Para que pueda disfrutar de mis derechos! ¿Es que no me oyen? ¡Sadegh Rhotzbadegh requiere un abogado!
Los dos detectives salieron de la sala.
—¡Soy un verdadero creyente! —gritó él—. ¡Un verdadero creyente!
El sospechoso vio cómo se iban. A continuación se volvió hacia el espejo y levantó el dedo medio. La grabadora que funcionaba en silencio en el rincón captó otra carcajada, larga y estridente, antes de que la desconectara un policía que juró para sus adentros. La detective Barren se levantó y suspiró.
«Por lo menos —se dijo—, el hombre que había matado a Susan resultaba fácil de odiar».
Y aquel pensamiento la consoló.
El tiempo transcurría alrededor de los sentimientos de la detective Barren.
Reanudó sus actividades cotidianas y desterró la detención del estudiante libanés a un lugar de prominencia disminuida. Lo pasó mal el día en que fue a la habitación de Susan en el campus a recoger todos los libros, los papeles y la ropa para enviárselos a su hermana. Se encontró con una carta de amor a medio terminar, dirigida a un muchacho llamado Jimmy, al cual no había conocido nunca, que estaba llena de la mezcla de efusiones típica de una jovencita que está dejando rápidamente atrás su infancia. Leyó la carta y la relacionó con un chico alto y desgarbado al que había visto en la iglesia durante el funeral, de pie al fondo, con actitud tímida, y después en el entierro, apartado a un lado, inseguro de cuál era su posición en medio de aquel dolor; sintiéndose violento, pensó la detective, igual que se había sentido ella en otra ocasión, ante la idea de estar viva, y horrorizada por la incómoda sensación de alivio que inunda a los jóvenes en los momentos de la muerte, como diciendo: Por lo menos mi vida continúa. La detective Barren leyó: «… No puedo esperar a que pase el año. A mitad del trimestre vamos a ir a las Bahamas a realizar un trabajo de laboratorio de una semana, tomaremos el barco de investigación y pasaremos una semana bajo el agua. Ojalá pudieras estar aquí para compartirlo conmigo. Pienso en esas últimas noches y en lo que hemos compartido…». La detective Barren sonrió. ¿Qué habrían compartido? Durante unos insumes de perplejidad abrigó la esperanza de que su sobrina hubiera llegado a conocer la pasión y el abandono auténticos, que se hubiera entregado plenamente al deseo. Ello mitigaría en cierto grado la violación que vivió en sus últimos momentos.
Después apartó la carta a un lado. Por alguna razón, le pareció que el hecho de leerla era injusto. Pero experimentó un placer momentáneo, como si durante el más breve de los instantes Susan hubiera sido, si no resucitada, al menos restaurada. Aquello le provocó un profundo sentimiento de culpa, de modo que se dedicó a empaquetar y dejó a un lado la carta y otras pocas cosas parecidas para entregárselas al muchacho desgarbado.
«Mantente ocupada», se dijo a sí misma.
Diez días después de la detención de Sadegh Rhotzbadegh llamó al detective Perry, de Homicidios del condado. Era la tarde de un martes, el día en que solía reunirse el gran jurado. Él se puso al teléfono enseguida y habló en tono de disculpa.
—Merce, perdona que no te haya llamado, es que he estado de lo más liado…
—No tiene importancia —repuso ella—. ¿Has ido hoy al gran jurado?
—Pues sí y no.
—Explícame eso.
—Pues sí, hemos ido al gran jurado y sí, esperamos tener hoy mismo la acusación de asesinato en primer grado. Pero no en el caso de Susan ni en otro más.
—No lo entiendo.
—Verás, el modus operandi es el mismo en los cinco homicidios de Dade y en uno del condado de Broward, en el centro de educación superior. El acusado estuvo haciendo allí un curso de técnico electricista. Sea como sea, en su casa tenía recortes de periódico de los seis asesinatos. Su grupo sanguíneo coincide con el de una de las muestras de semen halladas cerca del cadáver de Susan, pero con la otra no. Y luego está la cuestión de la edad en la muestra que sí coincide. El grupo sanguíneo de ese tipo es muy común, y no ha sido posible concretarlo mucho más. Lo más que ha podido hacer el laboratorio ha sido clasificarlo en una categoría del percentil veinticinco.
—¿No han podido eliminar nada más?
—No. Lo mismo que en el caso de Broward.
—¿Y?
—En uno de los otros casos de Dade no hay nada, sólo los recortes de prensa.
—¿Y?
—Bueno, la conclusión es que lo relacionamos con tres de los seis homicidios gracias a la bisutería, a la ropa interior descubierta en su casa, a un zapato que sabe Dios por qué se lo quedó. Aunque relacionar no es la palabra adecuada; más bien hay que decir que lo tenemos bien cogido. De modo que significa que: resolvemos todos los casos, pero tenemos sólo tres acusaciones. Claro, podemos introducir pruebas de los otros si se llega a la fase de la pena de muerte, pero eso será más adelante.
La detective Barren permaneció en silencio, pensativa.
—Merce, lo siento mucho. De lo que se trata es que ese tipo sea castigado. Puede que se le imponga la pena de muerte. ¿No es eso lo que cuenta?
—No os rindáis —dijo ella.
—¿Qué?
—¿Qué me dices del coche?
—Estaba limpio excepto por un pendiente que encontramos.
La detective Barren hizo ademán de ir a decir algo, pero se vio interrumpida.
—… No, ya sé lo que estás pensando. Pertenecía a una de las otras chicas. No hemos encontrado la pareja del pendiente hallado junto al cadáver de Susan. Si pudiéramos, la verdad, sería genial.
—No os rindáis.
—Merce, no vamos a rendirnos. Vamos a seguir con ello. Pero ya sabes cómo funciona esto. Tengo que justificar mano de obra y horas de trabajo ante mis superiores. Han dado el caso por resuello. Vamos a obtener una condena. Ese tipo ya es historia. Mi burocracia no es muy distinta de la tuya.
—Maldita sea —dijo ella.
—No te lo reprocho.
—Me siento estafada.
—No lo mires de esa forma. Piensa en las personas que cometen un asesinato y salen impunes. Vamos, Merce, tú sabes lo insólito que es que consigamos detener a un asesino aleatorio como ese tipo. Deberías quedarte satisfecha con verlo metido en la cárcel por los casos que hemos podido asegurar.
—¿Nunca ha sido detenido?
—Qué va. Es demasiado listo para eso. De hecho, uno de los cursos que hizo en la universidad fue de derecho constitucional.
—No será…
—Ni de lejos. Quiero decir, estoy seguro de que alegarán que es un desequilibrado mental, y he de admitir que ese tipo no está jugando con una baraja completa; más bien parece que ha mezclado un par de barajas. Me refiero a que está claro que no se encuentra del todo en sus cabales. Pero aunque Alá le hubiera susurrado al oído que asesinara a esas chicas, seguro que no le ordenó que las violara también. No es así como funciona Alá, ni siquiera en sus peores tiempos. Y es seguro que tampoco funciona así un esquizofrénico paranoide.
Ambos guardaron unos instantes de silencio.
La detective Barren se sentía incómoda, como si de repente hubiera aumentado la temperatura de la habitación. Oyó la voz del detective Perry por la línea.
—Mira, Merce, no dudes en llamar. Si tenemos algo más, te lo comunicaré.
Ella le dio las gracias y colgó el teléfono.
Resultaba completamente injusto e irrazonable cómo funcionaba el sistema judicial. Se odió a sí misma por conocer tan bien las negociaciones y los métodos para ahorrar dinero que marcaba el sistema legal.
El hecho de que lo que le había sucedido a Susan fuera completamente comprensible desde el punto de vista de un policía la enfurecía todavía más. Se sentía escandalizada consigo misma por entenderlo.
Aquella noche no pudo dormir. Vio todos los programas de televisión de entrevistas y por fin leyó a Esquilo hasta que amaneció, momento en el que, cuando las primeras luces del alba se filtraron en su apartamento, cambió dicha lectura por las primeras stanzas de la Odisea, pero ni siquiera los clásicos lograron serenarla. Aquel día fue temprano al trabajo y salió muy tarde, pasó la jornada trabajando con fervor en tareas de oficina, rehaciendo informes, análisis y reconstrucciones de escenas de crímenes, dejándolo todo redactado lo más perfecto posible hasta que, por fin, otra vez mucho después de hacerse de noche, se fue a casa, se quedó en camiseta y ropa interior, puso en el suelo la almohada y una manta y se echó a dormir sobre el parqué, pensando todo el tiempo en que no quería conocer el consuelo.
La envolvió un tiempo líquido. Se sentía como si todos sus sentimientos hubieran sido puestos en modo de espera mientras aguardaba alguna resolución acerca de la muerte de Susan. Tras anunciarse el procesamiento por tres asesinatos en primer grado, la detective Barren fue a la oficina del fiscal del Estado a ver al jefe de procesamiento de homicidios y recordarle, mediante su presencia, que aunque el estudiante libanés no había sido acusado de la muerte de Susan, sí era responsable de la misma. La detective asistía a todas las vistas judiciales, a todas las reuniones celebradas por los dos jóvenes fiscales asignados a dichos casos. Revisaba el conjunto de las pruebas, las estudiaba y después volvía a revisarlas. Intentaba prever puntos débiles que podrían ser explotados por los abogados de oficio encargados de defender a Sadegh Rhotzbadegh. Enviaba informes a los fiscales en los que exponía todas sus opiniones, y después hacía un seguimiento de los mismos con una visita o por lo menos una llamada telefónica, hasta que quedaba convencida de que estaba cerrada la laguna qué se percibía en el caso. Sabía que a ellos su conducta les resultaba irritante, sobre todo por la pedantería con la que trataba cada aspecto del caso; pero también había visto demasiados casos perderse debido a la falta de vigor por parte de la acusación o a la falta de previsión, y estaba decidida a no consentir que sucediera tal cosa.
Y cuando ya sentía agotadas la mente y la memoria en la constante revisión de las pruebas, iba a la cárcel del condado, en la cual el estudiante libanés ocupaba una celda individual del ala de máxima seguridad, una vez traspuestos los sistemas de cierre electrónicos, al final de pasillos que se habían vuelto grises debido a los delitos cometidos por los hombres, más allá de los detectores de metales y de un letrero que declaraba: LA ENTRADA EN EL ALA OESTE DE PERSONAS NO AUTORIZADAS SERÁ PERSEGUIDA POR LA LEY. Una vez en el pasillo que se extendía frente a la celda del estudiante libanés, acercaba una silla y se limitaba a observarlo. La primera vez que lo hizo, el libanés se echó a reír y le gritó una serie de obscenidades. Al ver que aquello no le alteraba el semblante, hizo exhibicionismo. Llegado un momento asió los barrotes de la celda y se puso a escupir, rabiar e intentar tocarla. Sin embargo, al final terminó por acobardarse y corrió a esconderse detrás del retrete, y sólo asomó la cabeza de vez en cuando para ver si la detective seguía estando allí. Ella tenía cuidado de no hablar con él en ningún momento, ni de escuchar lo que pudiera decir; dejaba que la fuerza de su silencio lo llenase, eso esperaba, de miedo.
No habló con nadie de sus visitas clandestinas. Y el personal de la cárcel, plenamente enterado de sus motivos, nunca registró sus entradas y salidas en ningún impreso oficial. Era, en palabras del capitán de la unidad de seguridad, lo menos que podían hacer.
Asistió a la vista en la que se analizaron las pruebas, cuando la defensa intentó suprimir los objetos hallados en la casa del estudiante. Ella se sentó en la primera fila, con los ojos clavados en la espalda del libanés. Sabía que él notaba aquella mirada, y sintió una gran satisfacción cuando lo vio agitarse en su asiento y girar la cabeza de vez en cuando para mirarla. Las pruebas no se suprimieron. Ella susurró: «esto va bien» a su amigo Fred, el detective del condado, cuando éste finalizó su testimonio. «Es pan comido», le susurró él a su vez al tiempo que salía de la sala con paso firme.
Asistió a una vista sobre la competencia mental de Sadegh Rhotzbadegh. Oyó a los abogados de la defensa argüir que su cliente estaba descompensado debido al fuerte estrés, lo cual, para gran satisfacción suya, el juez dijo que era un estado normal en alguien que se enfrenta a la pena de muerte.
Pasaron los meses. Llegó el invierno de Miami. La luz diurna pareció recuperar una nueva claridad, habiendo perdido el lastre del duro calor tropical. Por las noches la detective Barren se sentaba en el porche y dejaba que el aire fresco la inundara igual que un baño. Pensaba en pocas cosas, salvo el próximo juicio; su único placer o liberación de la concentración en el caso los encontraba cuando acudía al antiguo estadio Orange Bowl, llevando en la mano su entrada para la zona del extremo del campo, y se dedicaba a patalear, vitorear y agitar un pañuelo blanco contra el enemigo mientras los Dolphins jugaban según lo previsto. Cuando perdieron el partido que puntuaba para el campeonato en un día triste y lluvioso, propio de Nueva Inglaterra, en el que soplaba el viento en el extremo del estadio, con una fina llovizna que dejó helado a un público en mangas de camisa poco habituado a un tiempo que no fuera el caluroso, experimentó una horrible frialdad por dentro. La muerte de un admirador, pensó. Las pérdidas son inevitables, pero siguen siendo terribles. Seguir el partido era siempre, en última instancia, conocer la infelicidad de la derrota. Aquella noche consumió casi una botella entera de vino antes de irse a la cama. Se despertó con jaqueca y pensando que el equipo de Los Ángeles estaba repleto de jugadores libaneses.
Una tarde, una semana antes de la fecha del juicio, recibió una llamada del detective Perry. Parecía nervioso.
—Merce —dijo—, va a ser mañana.
—¿Qué?
—Van a declararlo culpable.
—¿Sin juicio?
—Sin juicio. Va a ir a prisión por los tres casos.
—¿Cuál es el trato?
—Que siga vivo. Eso es todo.
—¿Cuánto tiempo?
—El máximo por cada uno. Cumplirá los veinticinco de rigor, todo entero, sin reducciones ni nada. Todos consecutivos. Setenta y cinco años enteros. Y también pagará por unas cuantas agresiones, así que el juez va a añadir unos años más. Sumará unos cien, fácilmente. Bien podríamos ir a la prisión de Raiford y excavarle la tumba, porque es allí donde acabará sus días. No saldrá nunca.
—Deberían imponerle la pena de muerte.
—Merce, Merce. Tiene delante al juez Rule. Ese viejo cabrón tenía ante sí una docena de asesinatos en primer grado, incluido el caso del torturador ese de la moto, y todavía no ha mandado a nadie a la silla eléctrica. Te acuerdas de ese caso, ¿no?
—Me acuerdo.
—Aturdidores para ganado, encendedores Zippo.
—Me acuerdo, maldita sea.
—Esos tipos están cumpliendo condenas de veinticinco años.
—Aun así…
Pero él la interrumpió.
—Ya imagino que te cabrea. También cabrea a los familiares de las otras víctimas. Pero se conforman. Además, todo el mundo está un poco receloso con el alegato de demencia de ese tipo.
—¡Chorradas! A ese tipo se le podrían apretar un poco más las tuercas…
—Ya sé, ya sé. Pero los que lo defienden el año pasado metieron en un psiquiátrico al individuo ese que descuartizó a su novia con una sierra.
—Sí, pero…
—Nada de peros. ¿Quieres arriesgarte?
Ella reflexionó durante unos instantes. Antes de que respondiera, el detective Perry le leyó el pensamiento.
—Y que no se te ocurra ni por un instante que podrías encargarte de ese cabrón tú misma. Estoy enterado de todas esas visitas tuyas a la cárcel, Merce. Ni lo pienses.
—Merece morir.
—Y va a morir, Merce.
—Sí, claro —replicó ella—. Todos vamos a morir.
—Merce —dijo el detective Perry; su voz se había suavizado—, Merce, deja en paz el asunto. Ese tipo va a desaparecer del mapa. Ya es historia. Se acabó, ¿lo entiendes? No me obligues a soltarte este discurso. Además, seguro que ya te lo sabes de memoria. Se terminó. ¿Estamos?
—Se acabó.
—Eso es.
—Se acabó.
—Se acabará a las nueve de la mañana.
—Allí nos veremos —dijo ella, y colgó el teléfono.
Sadegh Rhotzbadegh parecía un ratón asustado, tímido y tembloroso, aunque la presión del público que se agolpaba en la sala creaba un ambiente denso y sofocante. Cuando descubrió al detective Perry sentado como de costumbre en la primera fila, se encogió hacia uno de sus abogados de oficio, el cual se volvió y dirigió una mirada fulminante al detective. Se produjo un momento de tensión cuando el juez entró en la sala. Era un hombre entrado en años, con un penacho de cabello blanco que le daba un ligero aire de chiflado. Recorrió rápidamente la sala con la mirada y se fijó en las familias de las víctimas, en los periodistas de la televisión y de la prensa, que llenaban todos los asientos y se apretaban contra las paredes. La sala era antigua, con muros oscuros jalonados de fotografías de jueces de aspecto distinguido que miraban hacia abajo, ahora hundidos en el más profundo anonimato.
—Trataremos primero el caso del señor Rhotzbadegh —anunció—. Tengo entendido que existe una declaración.
—Sí, señoría. —Uno de los jóvenes fiscales se había puesto en pie—. Dicho de manera sencilla, a cambio de una declaración de culpabilidad respecto de todos los cargos pendientes, el Estado renunciará a solicitar la pena de muerte. Entendemos que al señor Rhotzbadegh se le impondrán las condenas máximas en todos los cargos, que se cumplirán de forma consecutiva. Eso suma un total de ciento once años.
Y se sentó. El juez miró a la mesa de la defensa.
—Es correcto —dijo uno de los abogados defensores.
A continuación el juez miró al acusado. El estudiante libanés se puso de pie.
—Señor Rhotzbadegh, ¿le han explicado sus abogados lo que va a sucederle?
—Sí, señoría.
—¿Y está usted de acuerdo con la declaración?
—Sí, señoría.
—¿No ha sido coaccionado ni forzado a hacer dicha declaración?
—No, señoría.
—¿Lo hace por voluntad propia?
—Sí, señoría.
—¿Sabe que sus abogados habían preparado una defensa y que le asistía el derecho de enfrentarse a sus acusadores delante de un jurado y obligar al Estado a demostrar más allá de toda duda razonable y con exclusión de la misma las alegaciones que pesan contra usted?
—Lo entiendo, señoría. Estaban preparados para alegar que yo estaba desequilibrado mentalmente. Y no lo estoy.
—¿Tiene algo que desee añadir?
—Hice lo que hice porque estaba escrito y se me había ordenado hacerlo. De eso es de lo que soy culpable. A los ojos del Profeta, estoy libre de toda culpa. Espero con alegría el día en que él me acogerá en su seno y pasearemos juntos por los jardines.
La detective Barren oyó a los reporteros tomando apuntes, intentando anotar todo lo que dijera el sospechoso. El juez interrumpió:
—Muy bien, me alegro de que sus creencias religiosas le sirvan de consuelo…
—Así es, señoría.
—Bien. Gracias.
El juez hizo un leve movimiento con la mano y el estudiante libanés se sentó. Luego el juez recorrió la abarrotada sala con la vista.
—¿Se encuentran aquí los familiares de las víctimas?
La sala guardó silencio. Entonces se puso de pie una pareja de ancianos sentados a la derecha de la detective Barren. Ella también se levantó. La sala continuó sumida en un frágil silencio, y la detective reparó en que a Sadegh Rhotzbadegh le temblaban los hombros. «Miedo», pensó. El libanés mantenía la vista al frente, con decisión.
—¿Alguno de ustedes desea decir algo?
Hubo unos instantes de confusión. El cerebro de la detective Barren se llenó de cosas que decir sobre Susan, sobre lo que era, sobre lo que habría llegado a ser. Pero la ahogó la emoción y volvió a sentarse. En cambio, una de las otras personas que se habían levantado, un hombre alto y delgado, de aspecto distinguido, vestido con un traje a rayas azul y de buen corte, dio un paso al frente. Tenía los ojos enrojecidos. Por un instante contempló fijamente la mesa de la defensa con una mirada que pareció absorber todo el calor de la sala. Luego se volvió hacia el juez.
—Señoría. Soy Morton Davies, padre de Ángela Davis, víctima…
Pensó un instante.
—Hemos aceptado este acuerdo porque comprendemos que el sistema preferiría estafarnos a nosotros, que hemos sufrido tan grave pérdida, antes que a este… —vaciló, buscando una palabra adecuada—… esta basura.
Hizo una pausa.
—Nuestra pérdida, señoría, nuestra pérdida…
Entonces se interrumpió.
Su última palabra quedó flotando en el aire de la sala, reverberando en el súbito silencio.
La detective Barren supo de forma instantánea por qué el hombre había dejado la frase sin terminar. Y todo el mundo lo supo igualmente, pensó. ¿Cómo se podía describir con palabras una pérdida? Sintió que también a ella se le cerraba la garganta, y por un instante experimentó tal sensación de pánico que creyó que no sería capaz de respirar mucho más, y desde luego nada en absoluto, si el hombre intentase continuar hablando.
Pero no fue así. El hombre giró sobre sus talones y atravesó la sala, traspuso las puertas del fondo de la misma y salió al pasillo. Hubo un repentino fogonazo de luz cuando los cámaras de televisión apiñados en el pasillo captaron su aflicción. La detective Barren volvió a girarse hacia el frente. Sadegh Rhotzbadegh se había puesto en pie, flanqueado por sus abogados; le estaban tomando las huellas dactilares y el juez estaba entonando la sentencia, leyendo los cargos y declarando la condena máxima. Los años iban sumándose rápidamente, y de pronto el juez concluyó y los dos abogados defensores se hicieron a un lado y fueron reemplazados por dos inmensos guardias de prisiones que, con firmeza y decisión, procedieron a llevarse a Sadehg Rhotzbadegh de la sala. Oyó al juez declarar un receso y desaparecer, con su toga negra ondeando, por una puerta lateral. Los reporteros estaban todos de pie alrededor de ella, llenando el aire de preguntas y respuestas. Una familia se abrió paso a su lado, moviendo la cabeza en un gesto negativo. Otra se detuvo para lanzar invectivas contra el sistema. La detective Barren vio que los fiscales estrechaban la maño al sonriente detective Perry. Entonces se adelantó y observó al estudiante libanés. Estaba casi en la puerta de salida de los presos, cuando de pronto se detuvo y giró la cabeza, buscando con la mirada. Se topó con la de la detective Barren, y los dos se observaron el uno al otro por espacio de unos instantes. Era la primera vez que los ojos del libanés no mostraban una expresión asustada, sino de profunda tristeza. Ambos se miraron. Él sacudió la cabeza enérgicamente, como si intentase insistir, como si intentase transmitirle la negación de algo importante. Ella vio que formaba con los labios una palabra o dos, pero no estuvo segura de cuáles.
Y entonces el libanés desapareció. Engullido. Oyó el golpe de la puerta y la llave en la cerradura.
Y entonces se apoderó de ella un completo vacío.
Al principio lo hizo todo en exceso. Acostumbrada a correr por las mañanas unos tres kilómetros a ritmo tranquilo, aumentó hasta ocho kilómetros en cuarenta y cinco minutos, tras lo cual quedaba dolorida y jadeando sin resuello. En el trabajo, repasaba dos o tres veces todos los aspectos de cada uno de sus casos, pues la precisión y la exactitud se convirtieron en un consuelo para ella. También empezó a beber más, ya que el sueño le resultaba esquivo a no ser que contara con un poco de ayuda. Una amiga le ofreció Valium, pero ella hizo uso de lo que tristemente consideró que eran los restos de su sentido común para rechazar los fármacos. Reconocía que estaba exhibiendo una conducta extraña, desesperada, y también sabía que tenía problemas. Sus sueños, cuando conseguía dormir, eran agitados, llenos de la presencia del estudiante libanés o de Susan o de su esposo muerto. A veces veía la cara del hombre que le había disparado, a veces la de su padre, que la miraba con curiosidad y con expresión llorosa, como si estuviera entristecido, incluso en la muerte.
Odiaba la idea de que todo hubiera terminado.
Conocía el procedimiento. Sadegh Rhotzbadegh sería enviado al centro de clasificación que había en el centro de Florida, donde le harían una exploración física y mental. A continuación, a su debido tiempo, sería trasladado a la unidad de máxima seguridad de Railford para iniciar su vida en prisión, el lugar donde acabaría sus días.
El hecho de que siguiera vivo le producía consternación.
En su imaginación, reproducía mentalmente una y otra vez el leve gesto que le había dirigido él, intentando descifrar, en medio de la confusión, el terror y la locura, qué habría querido decir con aquel último movimiento de cabeza.
Por las noches permanecía acostada en la cama, pensando.
Intentaba ralentizar aquel gesto, igual que hacían las cámaras en televisión, tratando de separar cada movimiento para estudiarlo de forma independiente. El libanés había inclinado la cabeza primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda, después abrió la boca y formó unas palabras, pero éstas se evaporaron en medio del ruido.
Adoptó la costumbre de dedicar una parte del fin de semana a practicar en la galería de tiro. Le producía cierta satisfacción mejorar sus habilidades con la pistola del 38 habitual de la policía. La sensación del arma vibrando y sacudiéndose en su mano le resultaba sensual, relajante. Compró una Browning semiautomática de nueve milímetros, una pistola grande y violenta, y también aprendió a manejarla con destreza. Entonces fue a ver al teniente Burns y solicitó que la sacara de las tareas de analizar escenas del crimen y la devolviera a las calles.
—Me gustaría volver a patrullar.
—¿Qué?
—Con un horario fijo. Quizás haciendo la ronda.
—Ni hablar.
—Es una solicitud oficial.
—¿Y qué? ¿Tengo que permitirte que salgas a la calle a pegarle un tiro a un robabolsos? ¿Crees que estoy loco? Solicitud denegada. Si quieres pasar por encima de mí, de acuerdo. Si quieres acudir al sindicato, vale. Pero el resultado va a seguir siendo el mismo.
—Quiero salir.
—No es verdad. Tú quieres tener paz. Eso no puedo dártelo. Sólo te la dará el tiempo.
Pero ella sabía que no.
Llamó al detective Perry.
—Mira, Merce, al final estuvimos muy cerca de conseguir que lo condenaran por el asesinato de Susan. Teníamos los recortes de periódicos que encontramos en su casa, y cuando apareció su foto en la prensa fue reconocido por dos alumnas que estaban en el bar con Susan la noche del asesinato. Hubieran testificado que lo vieron allí aquella noche. El problema era que no lo vieron con ella ni tampoco lo vieron seguirla, y una de las chicas recordaba con toda nitidez haber visto a ese cabrón después de que Susan hubiera desaparecido. Así que estuvimos cerca, pero…
—¿Puedes darme sus nombres?
—Claro.
La detective los anotó. Tenía intención de ir a verlas.
Pensaba a menudo en el estudiante libanés moviendo negativamente la cabeza. Qué sería, pensaba una y otra vez; ¿qué sería lo que estaba diciéndole?
Estaba tendida en la cama, rodeada por la oscuridad. Habían transcurrido varias semanas desde que se dictó la sentencia; la primavera del trópico, con su arrollador impulso de crecimiento y lozanía, había envuelto la ciudad entera. Hasta la oscuridad parecía haber surgido de nuevo a la vida. «Supongamos que el libanés intentaba decir que no, que él no había matado a Susan. No seas ridícula. El te odiaba», pensó. Estaba más loco que una cabra. Alá esto, Alá aquello, estaba buscando una especie de perdón. ¿De ella? Tenía demasiado miedo y era demasiado arrogante, una combinación imposible. Entonces, ¿qué estaba diciendo? Negó con la cabeza, eso fue todo. Olvídalo. ¿Cómo?
Entonces la invadió un miedo extraño, inquietante, como si hubiera algo muy obvio que se le había olvidado. Por un momento le dio vueltas la cabeza, y encendió la luz. Perforó la noche. Cruzó descalza la habitación y fue hasta una mesa pequeña en la que guardaba todas las copias de informes, pruebas y notas de la investigación y la resolución del asesinato de Susan. Las fue extendiendo lentamente a su alrededor; acto seguido, con cuidado, pensando para sus adentros: «Sé una buena detective, deja de actuar como un cachorrillo afligido», comenzó a examinarlos. «Mira bien —se dijo a sí misma—; encuéntralo, sea lo que sea. Ahí hay algo».
Y en efecto lo había. Un algo pequeño.
Se encontraba en el informe de su jefe sobre la disposición de las pruebas.
Trazas de alcohol.
Leyó: «… El individuo debió de tomar una o dos copas. El alcohol siempre lo echa todo a perder…».
—Oh, Dios —dijo en voz alta sin dirigirse a nadie.
Corrió hasta una librería del cuarto de estar, tomó un diccionario y buscó «musulmán chií», pero no le fue de mucha ayuda. Descubrió un catálogo de asignaturas de la universidad que Susan había desechado en cierta ocasión. Lo cogió y lo abrió a toda prisa. Encontró Estudios sobre Oriente Próximo en la página 154. Subrayó el nombre del jefe de dicho departamento y tomó una agenda telefónica. El tipo figuraba en ella.
Consultó el reloj. Las tres de la madrugada.
Permaneció tres horas sentada sin moverse, intentando apartar a un lado el miedo.
«Lo siento», pensó cuando el reloj señaló las seis. Y marcó el número.
—Con Harley Trench, por favor.
—Vaya —dijo una voz soñolienta—. Soy yo. Nada de extensiones, ya se lo he dicho a todos en clase.
—Profesor Trench, soy la detective Mercedes Barren, de la policía de Miami. Se trata de un asunto policial.
—Oh, Dios, perdone. Suelen llamarme mis alumnos. Saben que suelo madrugar, y se aprovechan de mí…
La detective oyó que recobraba la compostura.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el profesor.
—Tenemos un sospechoso de un caso importante cuya extracción es de Oriente Próximo. Afirma ser musulmán chií.
—Ah, igual que ese horrible individuo que mató a esas jóvenes.
—Muy parecido.
—En fin, sí, continúe.
—Necesitamos saber, bueno, podemos excluirlo como sospechoso de un caso si podemos demostrar que bebió una copa.
—Se refiere usted a alguna bebida alcohólica.
—Exacto.
—¿Una cerveza, o una copa de vino, o un combinado más fuerte?
—Eso es.
—Bueno, es una pregunta sencilla, detective. Si es un chií sincero, como dijo que era ese pobre loco, de ninguna manera.
—¿Cómo dice?
—Es un pecado mortal, detective. Nada de alcohol. Ni tocarlo, en ningún momento. Es una norma bastante generalizada de los musulmanes fanáticos y de los reformistas. Un musulmán auténticamente observante no tocaría ni una gota. Seguramente piensan que el ayatolá en persona va a ir a por ellos. Claro que en este caso no estamos hablando de un Saudita o de un musulmán del norte de África. Pero ¿un chií auténtico, de los que ponen los ojos en blanco y secuestran rehenes? Ni hablar. ¿Responde eso a su pregunta, detective? —La detective Barren guardó silencio—. ¿Detective?
—Sí. Perdone, estaba pensando. Gracias, sí, responde a mi pregunta.
«Trazas de alcohol», pensó.
Se sintió mareada.
Colgó el teléfono y miró largamente las palabras que tenía ante sí. Trazas de alcohol.
«Oh, Dios», pensó.
Vio la cabeza del libanés como a cámara lenta, sacudiéndose de un lado al otro, insistente.
Corrió al dormitorio y hojeó los papeles hasta dar con un inventario de todo lo que había en el interior de la casa de Sadegh Rhotzbadegh. De alcohol, nada.
«Pero sí que estuvo en el bar —pensó—. Lo vieron».
«Pero ¿lo vieron beber?».
«Oh, Dios», pensó nuevamente.
Se puso de pie y fue al cuarto de baño. Por un instante se contempló a sí misma en el espejo. Vio sus ojos, abiertos por el miedo y el horror. Entonces le sobrevino una náusea, se inclinó sobre el retrete y vomitó con violencia. Se limpió y volvió a mirarse en el espejo.
—Oh, Dios —le dijo a su propia imagen reflejada—. Sigue por ahí suelto. Estoy segura de que sigue suelto. Quizás, quizás, oh, Dios, quizás. Oh, Susan, oh Dios mío, lo siento, pero es posible que ese hombre ande por ahí todavía. Oh, Susan, cuánto lo siento. Oh, Susan.
Y entonces, por primera vez desde aquella primera llamada telefónica meses atrás, dio rienda suelta a su pena y claudicó frente a todas las resonancias de su corazón que había suprimido con éxito para de pronto entregarse, de forma completa y sin restricciones, al llanto.