2

Mediaba la mañana cuando por fin se llevaron el cadáver de Susan. La detective Barren había permanecido al borde mismo de la escena del crimen, observando cómo recogían pruebas ordenadamente. Los policías de uniforme se esforzaron todo el tiempo por mantener alejada a la creciente multitud de curiosos, por lo cual se sintió agradecida. Los medios de comunicación de Miami habían llegado temprano y se insinuaban constantemente dentro de la escena del crimen. Las cámaras de televisión habían fotografiado la actividad policial mientras los periodistas se encargaban de interrogar al teniente Burns y a otros detectives. Ella sabía que era inevitable que uno de los periodistas terminara por enterarse de su relación personal con el cadáver y que ese hecho resultaría prominente en el relato de lo sucedido. Así que decidió limitarse a esperar las preguntas.

Se volvió de espaldas cuando dos técnicos forenses introdujeron cuidadosamente el cadáver de Susan en una bolsa negra. Fue hasta donde se encontraba el teniente Burns hablando con un par de detectives vestidos muy elegantemente con trajes de tres piezas, al parecer ajenos al calor cada vez más bochornoso. Cuando el teniente la vio acercarse, se volvió y procedió a hacer las presentaciones.

—Merce. Detective Barren. No sé si conoces a los detectives Moore y Perry, del departamento de Homicidios del condado. Son los que dirigen la investigación sobre el «asesino del campus».

—Sólo por su fama.

—Lo mismo digo —repuso el detective Moore.

Todos se estrecharon la mano, incómodos.

—Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias —dijo el detective Perry—. Soy un admirador de su trabajo. Sobre todo por el caso del violador múltiple.

—Gracias —dijo la detective Barren.

Tuvo una breve visión de un rostro picado de viruela y una nariz torcida. Se acordó de que estuvo escudriñando dos decenas de expedientes, repasándolos una y otra vez hasta que dio con la pista que condujo a la detención. El violador, un individuo fornido y musculoso, siempre usaba una media para cubrirse la cara. Casi todas las víctimas afirmaron haberse fijado en que sufría de severo acné en la espalda. Un dermatólogo le había dicho que las personas con acné en la espalda suelen tener cicatrices también en la cara, pero ella creyó que aquella media era para ocultar algo más. Así que empezó a dejarse caer por los gimnasios de la zona, guiada más por una corazonada que por una causa probable. En el Gimnasio Calle 5.a de Miami Beach, un lugar en el que los sueños de los aspirantes a boxeadores se mezclaban libremente con el sonido de los puñetazos propinados al saco, descubrió un peso ligero de baja estatura pero de constitución fuerte, con abundantes marcas de acné en la cara y en la espalda, una notoria nariz rota y una distintiva cicatriz de color rojo que le bajaba por la mejilla.

—Nunca hay que subestimar la intuición —comentó el detective Perry.

—Excepto si no sirve de nada con un juez cuando se necesita una orden judicial.

Todos sonrieron con timidez.

—Bien, ¿y en qué podemos ayudarla? —dijo el detective Perry.

—¿Se ha descubierto alguna cosa debajo del cadáver?

—Nada que tenga un valor como prueba. Había un papel un tanto raro.

—¿De qué se trataba? —preguntó la detective.

—En realidad era un fragmento. Como la parte superior de esas etiquetas que se ponen en el equipaje de mano al facturarlo en el aeropuerto, sólo que considerablemente más grande. De todos modos, era una especie de cartulina. —Levantó la mano—. No, no llevaba ninguna marca. Era sólo la parte del extremo, el resto había sido arrancado. Además, no había forma de saber cuánto tiempo llevaba allí. Podría ser que hubieran puesto a la víctima encima. No era más que basura, creo yo.

La detective Barren se imaginó a su sobrina tendida en medio de la basura. Sacudió la cabeza en un gesto de negación, en el intento de borrar la imagen.

—¿Qué van a hacer ahora? —inquirió.

—Vamos a pasarnos por el bar en cuestión, a ver si encontramos alguna persona que se haya fijado en si la víctima estuvo hablando con alguien o si la siguieron… —El detective Perry miró a la detective Barren—. Llevará un tiempo.

—El tiempo da lo mismo.

—Entiendo. —Perry hizo una pausa—. Mire, detective. Esto ha de ser imposible para usted. Si se tratara de una de mis hermanas, yo me volvería loco, me entrarían ganas de pegarle yo mismo un tiro a ese tipo. De modo que, en lo que a mí respecta, puede usted obtener la información que quiera acerca de la investigación, siempre que no intente entrometerse ni hacer nuestro trabajo por nosotros. ¿Le parece justo?

La detective Barren asintió:

—Desde luego…

—Una cosa más —agregó el detective Perry—. Si se le ocurre alguna idea, cuéntemela directamente a mí.

—No hay problema —contestó la detective Barren, sin saber muy bien si no estaría mintiéndole. Reflexionó unos instantes—. Una pregunta. Esta es la quinta, ¿verdad? ¿En qué situación se encuentran las demás? ¿Tienen algún sospechoso de los casos anteriores?

Los detectives titubearon y se miraron el uno al otro.

—Buena pregunta. Tenemos algunas pistas. Un par de ellas, buenas. Venga a vernos dentro de un par de días y hablaremos, ¿le parece? Cuando se haya tranquilizado un poco.

«Cabrón condescendiente», pensó ella.

—De acuerdo —contestó.

Dejó a los hombres todavía conversando y regresó a las camionetas de recogida de pruebas. Un individuo delgado y de pinta ascética estaba cotejando los números escritos con rotulador negro en unas bolsas de plástico con una lista maestra que tenía en una tablilla en la mano.

—Hola, Teddy —le dijo.

El hombre se giró hacia ella. Poseía unas manos grandes y huesudas que parecían revolotear a su alrededor.

—Ah, Merce. Creí que ya te habías ido. No deberías estar aquí, ¿no te parece?

—Ya lo sé. ¿Por qué todo el mundo no deja de repetirme lo mismo?

—Perdona. Es que, bueno, en realidad nadie sabe cómo reaccionar. Supongo que nos pones nerviosos a todos; no estamos acostumbrados a vernos afectados por una muerte, ya sabes, y esto, en fin, el hecho de verte a ti, hace que sea menos un trabajo y parezca más algo real. ¿Me explico?

—Sí. —Le sonrió.

—Merce, no sabes lo mucho que lo sentimos todos por ti. Todo el mundo ha trabajado de firme en la escena del crimen. Espero que haya algo que nos conduzca al asesino.

—Gracias, Teddy. ¿Qué habéis recogido?

—No hay gran cosa. Ésta es la lista.

Le entregó la tablilla, y ella recorrió el folio con la vista.

  1. Muestra de sangre cabeza de la víctima
  2. Muestra de sangre entrepierna de la víctima (ver diagrama)
  3. Muestra de saliva hombro de la víctima
  4. Impregnación genitales de la víctima
  5. Impregnación hombro de la víctima (marca de mordedura, ver diagrama)
  6. Muestra de tierra A (ver diagrama)
  7. Muestra de tierra B (ver diagrama)
  8. Muestra de tierra C (ver diagrama)
  9. Muestra de uña mano derecha (ver diagrama)
  10. Ídem, mano izquierda (ver diagrama)
  11. Sustancia desconocida/hoja
  12. Posible muestra de ropa
  13. Huella de sangre en hoja
  14. Colilla de cigarrillo (ver diagrama)
  15. Colilla de cigarrillo (ver diagrama)
  16. Condón usado
  17. Condón usado
  18. Condón sin usar en papel aluminio (marca Ramses)
  19. Lata de cerveza (Budweiser)
  20. Lata de Coca-Cola
  21. Botella de Perrier (175 cl)
  22. Sustancia desconocida en envoltorio de aluminio
  23. Sustancia desconocida en bolsa de plástico
  24. Carrete película fotográfica Kodacolor Instamatic
  25. Carrete película fotográfica Kodacolor Instamatic
  26. Extremo caja carrete película Kodak 400 en blanco y negro para negativo
  27. Loción de afeitar usada de 150 cl
  28. Loción para mar y esquí 300 cl
  29. Paquete de cigarrillos Marlboro aplastado (vacío)
  30. Bolso de mujer (contenido en lista aparte)
  31. Billetera de mujer (víctima)
  32. Pendiente de mujer
  33. Extremo de cartulina de papel de color amarillo de origen desconocido (hallado debajo del cadáver)

—¿Qué me dices de los condones? —preguntó la detective Barren.

Teddy negó con la cabeza.

—Merce, fíjate bien. Son las cosas que se encuentran normalmente en cualquier zona a la que la gente va a merendar. La sustancia desconocida parece atún. Y los condones tienen pinta de ser viejos, probablemente tengan varios días, por decir algo. Y fíjate en los diagramas; salvo por las muestras de piel y de sangre, toda esta basura se ha recogido por lo menos a sesenta centímetros de distancia. Son las típicas cosas que uno se lleva cuando va a tomar un rato el sol, no a cometer un asesinato en mitad de la noche.

Ella asintió:

—Ya, claro.

—¿Te resulta doloroso? ¿Quieres que…?

—Sí.

—Ya me lo figuraba. Sea como sea, no lo sabremos con seguridad hasta que llevemos todo esto al laboratorio, pero a mí y a casi todos nos da la impresión de que el asesino la dejó ahí. Probablemente se acercó con el coche y la arrojó un poco más lejos. Cuando encontremos su coche, entonces será cuando lo tendremos pillado. Ahí dentro tiene que haber sangre, piel, de todo. Esas cosas no se pueden ocultar. Pero ¿una prueba fehaciente de esta escena del crimen? Podemos tener esperanzas, pero yo no contaría con ello. —Ella asintió de nuevo. Él concluyó—: No estoy diciendo nada que tú no sepas.

—Es verdad.

La detective Barren le devolvió la lista y se quedó mirando las filas de bolsas de plástico esmeradamente alineadas en la parte posterior de la camioneta. En realidad no sabía qué estaba buscando.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando una bolsa concreta.

—El último objeto de la lista. Una especie de cartulina amarilla. Se ha encontrado debajo del cadáver.

Teddy se la entregó. Ella la examinó a través del plástico transparente, dándole vueltas una y otra vez, escudriñándola. «¿Qué eres? —se preguntó—. ¿Qué significas? ¿Qué estás intentando decirme? ¿Quién te ha puesto ahí?». De pronto sintió la imperiosa necesidad de sacudir agresivamente aquel trozo de papel, como si pudiera obligarlo a hablar. «Me acordaré de ti —le dijo al papel. Luego recorrió con la mirada todas las pruebas recogidas—. Me acordaré de todos vosotros».

Se sentía superada por su propia obsesión. Volvió a dejar la bolsa de plástico en el interior de la camioneta.

Se le ocurrió que parecía una tonta; sabía que iba a llevar un tiempo procesar las pruebas, sabía que las posibilidades de encontrar algo de interés eran mínimas. De pronto se sonrojó y se dio media vuelta. Vio a los detectives subiendo a un coche sin marcas. Más allá descubrió a un fotógrafo de la policía, tomando fotos de lejos. La camioneta del forense estaba saliendo de la parte trasera del aparcamiento; los cámaras de televisión estaban en fila, filmando imágenes de la salida. Se sintió abrumada por un sentimiento de impotencia, como si su barniz de policía, cuidadosamente construido, que la había protegido durante toda la mañana, estuviera escurriéndose ahora que aquella multitud de técnicos, detectives y curiosos comenzaba a dispersarse. De súbito se sintió vulnerable, como si lo único que le quedara fueran sus sentimientos. Notó un grito que se le empezaba a formar en el pecho y le subía hacia la garganta; lanzó un fuerte suspiro, dio media vuelta y emprendió el regreso hacia su coche. Al abrir la portezuela sintió la bofetada de calor acumulado en su interior. Se deslizó rápidamente detrás del volante y cerró la portezuela. Permaneció unos instantes inmóvil en el asiento ardiente, dejando que aquel calor se filtrase dentro de su voluntad, y pensó en Susan. Pensó en la pesadilla que había tenido. Sintió deseos de gritarse a sí misma, tal como había hecho en el último tramo del sueño: «¡Despierta! ¡Sálvate!».

Pero no pudo.

La mujer de la floristería había observado de modo peculiar a la detective Barren, y finalmente le preguntó:

—¿Quiere las flores para alguna ocasión o acontecimiento especial? —La detective Barren dudó antes de responder, y la mujer continuó diciendo alegremente—: Si las quiere para una compañera de trabajo o una secretaria, puedo recomendarle uno de estos ramos. ¿Son para un enfermo o una persona inválida? Un ramo así quedaría muy bien. ¿Una persona hospitalizada, quizá? Según nuestra experiencia, a los pacientes de los hospitales les encanta que les regalen plantas, ya sabe, les gusta ver cómo echan raíces y crecen…

—Son para mi amante —dijo la detective Barren.

—Oh —dijo la mujer, ligeramente desinflada.

—¿Ocurre algo?

—No, es que es poco corriente. Por lo general, son los hombres los que entran a comprar flores, normalmente rosas, para sus…, es decir…, compañeras. Esto es un cambio. —Rió—. Hay cosas que no cambian nunca, por mucho que nos modernicemos. Los hombres compran flores a sus amigas y sus esposas, pero no al revés. Entran en la tienda y se quedan más bien con gesto tímido delante del mostrador refrigerado, mirando las flores con ojos como platos, como si esperaran ver una señal, algo que les diga: cómprame para tu mujer. O para tu novia. Y tampoco son hombres jóvenes; por lo visto, los jóvenes de hoy no entienden el valor de unas flores como Dios manda. Hay veces que pienso que nos hemos vuelto demasiado…, no sé cómo expresarlo…, científicos. Quiero decir, a mí me parece que dentro de poco querrán enviar tarjetas de San Valentín escritas por ordenador. Pero siempre son hombres, cariño, no mujeres. No, creo que nunca ha venido una mujer a… —La mujer sintió la mirada de la detective Barren, se interrumpió a mitad de la frase, pensó un instante y después prosiguió—: Oh, cielos. Estoy haciendo el ridículo, ¿verdad?

—Un poco —repuso la detective Barren.

—Oh, ciclos —repitió la mujer.

—No pasa nada —la tranquilizó la detective Barren.

—Es usted muy amable —dijo la mujer. La detective observó cómo se apartaba un mechón de cabello gris de la frente y recobraba la compostura—. Voy a empezar otra vez por el principio —dijo—. ¿En qué puedo servirla?

—Quisiera comprar unas flores —contestó la detective Barren.

—¿Para alguien especial?

—Por supuesto.

—Ah, permítame que le sugiera unas rosas. Puede que sean lo menos original de todo lo que aquí tengo, pero nunca fallan. Y le gustan a todo el mundo, lo cual, naturalmente, es el motivo por el que compramos flores.

—Me parece bien —dijo la detective Barren.

—¿Una docena?

—Excelente.

—Las tengo rojas, blancas, rosas… —Se trataba de una pregunta. La detective reflexionó durante unos momentos.

—Rojas y blancas, creo.

—Excelente. Y también querrá un poco de verde alrededor, imagino.

—Quedan preciosas.

—Gracias.

La detective Barren pagó y la mujer le entregó la caja.

—A veces me embalo un poco —dijo la florista.

—¿Perdón? —contestó la detective.

—Verá, termino pasando la mayor parte del día hablando con las flores y las plantas. A veces se me olvida hablar con las personas. Estoy segura de que a su… amigo…, le encantarán.

—Mi amante —corrigió la detective.

Se guardó la caja de flores bajo el brazo e intentó recordar cuántos años llevaba sin visitar la tumba de John Barren.

El aire de principios de septiembre no contenía aún ni la más mínima insinuación del otoño. Pendía pesadamente con el calor residual del verano, y el cielo mentía con un tono azul roto por unas cuantas nubes blancas y enormes; hacía un día para holgazanear regodeándose en los recuerdos de agosto, ignorando la inevitabilidad de enero en el valle Delaware, con sus nieves, su viento frío proveniente del río, sus hielos y sus frecuentes visitas de lo que los nativos llamaban celliscas: una infortunada mezcla de hielo, aguanieve, nieve y lluvia que hacía imposibles las calles por impenetrables, gélidas y resbaladizas. Una de aquellas celliscas, pensó la detective Barren con una sonrisa breve, la sorprendió una vez fuera de casa, con la batería del coche averiada y las botas empapadas. Cuando por fin pudo regresar sintiéndose vacía, helada y sola, se prometió volver a empezar en un lugar donde hiciera calor. Miami.

Dejó las flores sobre el asiento del pasajero del coche alquilado y salió de Lambertville tomando el puente que cruza el río en dirección a New Hope. La localidad, poblada por gentes pintorescas, afectadas y de clase alta, se extendía a uno y otro lado del río; al cabo de unos instantes la ciudad quedó atrás y se encontró conduciendo despacio en mitad de una tibia tarde por una carretera umbrosa, camino del cementerio. En un momento se preguntó por qué la familia se habría mudado a vivir más cerca de Filadelfia, cuando el campo era tan hermoso. De pronto le vino una imagen de su padre, cuando se enteró de su nombramiento en la Universidad de Pensilvania, tomando a su madre en brazos y haciéndola girar como una peonza. Su padre era profesor de matemática teórica y mecánica cuántica; su inteligencia resultaba abrumadora, su conocimiento del mundo brillaba por su ausencia. Sonrió. Su padre no habría entendido en absoluto por qué ella era policía. Habría admirado parte del razonamiento deductivo, parte de las tácticas de investigación, parte de la aparente precisión de la labor policial, pero se habría sentido confuso y consternado por las verdades de esa profesión y por la perenne fricción contra el mal. Desde luego no habría entendido por qué su hija amaba tanto aquel trabajo, aunque sí habría admirado la simplicidad básica de su devoción: que constituía la manera más fácil de hacer un poco el bien en un mundo lleno de (titubeó mentalmente, cosa que le ocurría mucho en los últimos días) canallas que matan a niñas de dieciocho años rebosantes de vida y de bondad y a las que aguardaba un futuro prometedor. La detective Barren siguió conduciendo y el cálido recuerdo de su padre fue desvaneciéndose en las sombras, reemplazado por un bloc de dibujos mental mientras su imaginación intentaba hacer un bosquejo de las facciones del asesino. A punto estuvo de pasar de largo la entrada del cementerio.

Alguien había colocado una banderita estadounidense en la tumba de John Barren, y por un momento no estuvo segura de que le gustase verla allí. Pero luego cedió, pensando: «Si esto les produce satisfacción a los veteranos de guerra de aquí, ¿quién soy yo para oponerme?». «Para eso precisamente son las tumbas y las conmemoraciones —se dijo—, para los vivos». No pudo mirar la lápida y la hierba marchita que cubría la fosa, e imaginarse a John allí abajo, metido en un ataúd. De pronto contuvo la respiración al acordarse.

«Restos no visibles».

El ataúd tenía una etiqueta en el asa. Probablemente estaba previsto que la quitaran antes de que ella la viera, pero la vio.

En su rebelde aflicción, se quedó desconcertada al leerla.

«Restos no visibles».

Al principio pensó, cosa extraña, que aquello quería decir que John estaba desnudo y que el Ejército, en una tonta actitud de pudor masculino, intentaba proteger a todo el mundo contra la vergüenza. Le entraron ganas de decir a los hombres que rodeaban el féretro: No sean tan memos; está claro que nos hemos visto desnudos el uno al otro, y además hemos disfrutado mucho con ello. Fuimos amantes en el instituto, en la universidad, en la noche en que él fue llamado a filas y en las horas antes de que tomase el autobús para recibir el entrenamiento básico, y también constantemente en las dos cortas semanas de permiso que tuvo él antes de partir al extranjero. En el verano, en la costa de Jersey, salíamos furtivamente de casa cuando nuestros padres ya se habían ido a la cama, nos juntábamos a la luz de la luna y retozábamos desnudos entre las dunas.

«Restos no visibles».

Reflexionó sobre aquellas extrañas palabras. Restos: bueno, se trataba de John. No visibles: eso quería decir que no podía verlo. Se preguntó por qué razón. ¿Qué le habían hecho? Intentó preguntar a alguien, pero descubrió que a la joven esposa de un fallecido no le daban respuestas claras. En lugar de eso, la abrazaron y le dijeron que era mejor así y que había sido la voluntad de Dios y que la guerra era un infierno y no sé cuántas cosas más que, en su opinión, no tenían mucho que ver con el asunto. Empezó a impacientarse y a alterarse cada vez más, con lo cual sólo consiguió que las negaciones de los militares y los varones de la familia resultaran más frustrantes todavía. Por fin, cuando empezó a levantar la voz y a insistir con más agresividad en sus exigencias, sintió que una mano la agarraba con fuerza del brazo. Era el director del funeral, un hombre al que no había visto en ningún momento anterior. Él la miró con intensidad y acto seguido, para sorpresa de su familia, se la llevó a una oficina apartada. Con actitud muy profesional, la sentó en una silla frente a su mesa y se puso a revolver papeles mientras ella esperaba. Finalmente encontró lo que estaba buscando.

—No se lo han dicho, ¿verdad? —le preguntó.

—No —repuso ella. No sabía de qué estaba hablando.

—Lo único que le dijeron es que había muerto, ¿no? —Aquello era cierto. Ella afirmó con la cabeza—. En fin —continuó el director en tono duro, pero de pronto se suavizó—: ¿Está segura de querer saberlo?

«¿Qué es lo que tengo que saber?», se preguntó ella, pero afirmó otra vez:

—Sí, quiero saberlo.

—Muy bien —dijo él. Su voz estaba teñida de tristeza—. El cabo Barren resultó muerto cuando efectuaba una patrulla rutinaria en la provincia de Quang Tri. El hombre que lo acompañaba pisó una mina terrestre. Una grande. Murieron su marido y otros dos.

—Pero ¿por qué no puedo…?

—Porque no ha quedado mucho que ver de él.

—¡Oh!

Se hizo el silencio en el despacho. Ella no supo qué decir.

—Kennedy nos habría sacado de esta guerra —dijo el director del funeral—. Pero tuvimos que matarlo. Creo que fue el único disparo que efectuamos. Mi hijo está allí en estos momentos, y tengo mucho miedo. Tengo la impresión de que cada semana entierro a un muchacho. Lo siento mucho por usted.

—Debe de querer mucho a su hijo —dijo ella.

—Sí. Mucho.

—Él no era un patoso, ¿sabe?

—Perdón, ¿cómo dice?

—John. Era elegante de movimientos, muy buen atleta. Jugaba muy bien al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Jamás hubiera pisado una mina.

«Restos no visibles».

—Hola, amante —dijo. Y sacó las flores de la caja.

La detective Barren se sentó sobre la tumba con la espalda recostada contra la lápida, tapando el nombre de su marido y las fechas de su nacimiento y su muerte. Volvió la mirada hacia el cielo; contempló las nubes que recorrían lentamente el ancho azul con lo que ella consideró que era una admirable ociosidad. Jugó aquel juego infantil de intentar adivinar a qué recordaba la forma de cada nube; vio elefantes, ballenas y rinocerontes. Pensó que Susan sólo habría visto peces y mamíferos acuáticos. Se permitió una agradable fantasía: más allá de las nubes existía un Cielo y John se encontraba en él, esperando a Susan. Aquella idea la consoló en cierta forma, pero sintió brotar las lágrimas. Rápidamente se las enjugó. Estaba sola en el cementerio. Pensó que era afortunada, que su comportamiento era decididamente nada serio ni grave. Percibió una leve brisa que abrió una fisura en el aire caliente y agitó los árboles. Rió, no por humor sino de tristeza, y exclamó en voz alta:

—Oh, Johnny. Tengo casi cuarenta años y tú llevas dieciocho muerto, y todavía te echo muchísimo de menos.

»Supongo que fue Susan, ¿sabes? Tú habías muerto y nació ella, tan pequeña, tan indefensa, tan enfermita. Primero cólicos y luego problemas respiratorios y Dios sabe qué más. Annie se sintió desbordada. Y Ben, bueno, en aquella época acababa de arrancar su negocio y trabajaba todo el tiempo. De modo que la situación me atrapó. Me quedaba despierta toda la noche para que Annie pudiera dormir unas horas. Mecía a Susan en la cuna, la paseaba, arriba y abajo, arriba y abajo. Cuánto lloraba la pobre pequeña, lo mal que lo estaba pasando, todo aquello lo sentía también yo; era como si las dos, al llorar juntas, consiguiéramos sentirnos un poco mejor. Creo que si no hubiera sido por ella, yo no lo habría superado. ¡Fuiste un canalla! ¡No tenías derecho a dejarte matar!

De pronto se detuvo.

Se acordó de una noche en la que ambos estaban acostados juntos, muy apretados en la cama pequeña de John en su habitación de la residencia, cuando él le dijo que había decidido no presentar la solicitud de una prórroga por razones de estudios para incorporarse a filas. No era justo, dijo él; todos los chicos de zonas rurales y de guetos estaban siendo asesinados mientras los hijos de los abogados acudían a selectas universidades de la Ivy League sin correr riesgos. El sistema era injusto, perverso y nada equitativo, y él no pensaba participar en algo perverso. Si lo reclutaban, iría. Si superaba las pruebas físicas, iría. «No te preocupes —dijo—, el Ejército no me quiere; soy un alborotador, un anarquista, un agitador de masas. Sería un soldado penoso. Cuando gritaran ¡a la carga! yo preguntaría dónde y por qué, y cómo es que tenemos que cargar, y por qué no nos reunimos y votamos». Ambos rieron ante la improbable imagen de un John Barren dirigiendo un debate de grupo o discutiendo si debían cargar contra el enemigo o no, aduciendo los pros y los contras. Pero en el caso de ella, aquella risa escondía un profundo y retorcido temor, y cuando llegó la carta que comenzaba con el saludo del presidente, ella insistió en que se casaran, en la sola idea de que necesitaba llevar su apellido, que era un detalle importante.

—Susan mejoró —dijo la detective Barren—. Se nos antojó una eternidad, pero al final mejoró. Y de repente se convirtió en una niña, y Annie ya era un poco más adulta y se asustaba menos de todo, y el trabajo de Ben dejó de ser tan duro. A mí me pareció adecuado en aquel momento convertirme en tía Merce, porque Susan iba a vivir, y porque también iba a vivir yo. —De improviso, la detective Barren se ahogó en sus recuerdos—. Oh, Johnny, ¡y ahora va no sé quién y la mata! A mi pequeña. Se parecía mucho a ti. Tú también la habrías querido mucho. Era como la hija que hubiéramos tenido nosotros. ¿No suena un poco trillado? No te rías de mí por ser una sentimental; te conozco, tú eras peor que yo. Eras tú el que siempre lloraba en las películas. ¿Te acuerdas de Whisky y Gloria, en el ciclo dedicado a Alee Guinnes? Primero vimos Lady killers, y tú insististe en que nos quedáramos a ver la segunda sesión. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas cuando John Mills se pega un tiro y Guinnes enloquece y empieza a ejecutar una marcha fúnebre delante de los demás hombres del comedor de oficiales? Se oían suavemente las gaitas, y a ti te caían unos tremendos lagrimones por la cara, así que no digas que la emotiva soy yo. Y acuérdate en el instituto, cuando Tommy O’Connor no pudo lanzar contra los de St. Brendan y te pasó a ti el balón y tú te lanzaste de cabeza; la cancha entera chillando o conteniendo la respiración, con el campeonato a las puertas, a diez metros de la canasta. Había que marcar, dijiste tú, pero cada vez que yo sacaba el tema te echabas a llorar, so bobo. Ganasteis y eso te hizo llorar. Seguro que Susan hubiera llorado también. Ella lloraba por las ballenas enfermas que van a morir a la playa, por las focas que carecen de sentido común que las lleve a huir de los cazadores y por las aves cubiertas de petróleo. Esas son las cosas por las que también habrías llorado tú.

La detective Barren hizo una inspiración profunda.

«Estoy loca», pensó.

Hablando con un marido muerto acerca de una sobrina muerta.

«Pero es que han matado a mi amor», se dijo a sí misma.

«Todo mi amor».

La detective Barren mostró su placa a un agente de uniforme que estaba sentado detrás del mostrador, controlando todas las visitas que llegaban a la oficina del sheriff de Dade County. Tomó el ascensor hasta la tercera planta y se guió por su memoria hasta la división de Homicidios. Allí, una secretaria la hizo esperar en un incómodo sofá de plástico. Miró a su alrededor y observó la misma mezcla de equipamiento de oficina antiguo y moderno. El trabajo de policía tenía algo especial, pensó; aunque las cosas fueran nuevas, perdían su brillo casi de forma instantánea. ¿No habría alguna relación entre la mugre del oficio en sí y el ambiente nunca limpio de las oficinas de la policía? Su mirada fue a posarse en tres fotos que había en la pared: el presidente, el sheriff y un tercer hombre al que no reconoció. Se levantó y se aproximó a la foto del desconocido. Debajo del retrato del individuo en cuestión, sonriente, con un ligero sobrepeso y luciendo una banderita estadounidense en la solapa, había una pequeña placa de bronce que había perdido el lustre. Contenía el nombre de la persona y una inscripción que decía: «Muerto en el cumplimiento del deber», más una fecha de dos años antes.

Se acordaba del caso; fue una detención rutinaria, tras un episodio de violencia doméstica que terminó en homicidio. Un padre borracho y su hijo, en Little Havana. Un asesinato simple, el más fácil de todos los homicidios: cuando llegó la policía, el padre estaba de pie sobre el cadáver, sollozando. Se encontraba tan alterado que los agentes se limitaron a sentarlo en una silla, sin esposarlo. Nadie sospechó que explotaría cuando intentaron llevárselo afuera, que se apoderaría del arma de un policía y la volvería contra ellos. La detective Barren recordaba el funeral, los agentes con el uniforme completo e impecable, la bandera plegada y el saludo con los rifles, muy parecido a lo que ella misma había vivido poco antes. Pero qué manera tan tonta de morir, pensó. Luego, reflexionando de nuevo, se preguntó cuál era una manera útil de morir. Se dio la vuelta cuando entró en la habitación el detective Perry.

—Perdone que la haya hecho esperar —le dijo—. Vamos a mi despacho. —Ella lo acompañó por un pasillo—. En realidad es un cubículo, un espacio de trabajo. Lo cierto es que ya no tenemos despachos de verdad, con puertas. Supongo que es el progreso. —Ella sonrió, y él le indicó una silla—. ¿Y bien?

—Ésa es mi pregunta —replicó ella.

—Está bien. Aquí tiene.

Le entregó una hoja de papel que depositó sobre la mesa. Ella la cogió. Se trataba del dibujo de un hombre de cabello rizado y piel oscura, no mal parecido excepto por los ojos, muy hundidos, que le daban una expresión ligeramente cadavérica. «Aunque no lo bastante para echar atrás a alguien», pensó ella.

—¿Este es…?

—Lo mejor que tenemos por ahora —la interrumpió él—. Ese retrato ha sido distribuido por toda la ciudad y por todos los campus universitarios. Cuando usted estaba en el funeral se emitió por las cadenas de televisión.

—¿Han tenido alguna reacción?

—La habitual. Todo el mundo cree que es idéntico a su casero, o al vecino que casualmente les debe dinero, o al tipo con el que sale su hija. Pero estamos comprobando todo muy despacio. A lo mejor tenemos suerte.

—¿Qué más?

—Bueno, cada uno de los asesinatos posee ciertos rasgos distintivos, pero si se pone todo sobre la mesa se parecen mucho entre sí. Todas las chicas han sido sacadas de una fiesta de estudiantes, o de un bar, o de una asociación estudiantil, o de la proyección de una película en el campus. Aunque sacar no es la palabra exacta; más bien habría que decir seguir. Nadie ha visto al tipo en cuestión llevarse a la víctima por la fuerza…

—Pero…

—Bueno, no hay peros. Estamos entrevistando gente. Estamos analizando a fondo a toda clase de personas: jardineros, estudiantes, parásitos, intentando dar con alguien que tenga experiencia en todos los campus y que sea lo bastante joven y puesto al día para mezclarse con los demás.

—Eso podría llevar bastante tiempo.

—Tenemos a una docena de agentes trabajando en ello.

La detective Barren reflexionó durante unos instantes. No era exactamente que Perry le estuviera dando evasivas, pero tampoco le estaba contando todo. Además, percibía en él una sensación de seguridad en sí mismo que no cuadraba con una imagen de trabajo de campo, horarios prolongados y frustración. Le daba la impresión de que se estaban riendo de ella. Y también sabía que iba a tener que formular la pregunta apropiada para abrir la puerta adecuada. Pensó unos momentos, y entonces se le ocurrió.

—¿Y las agresiones sexuales?

—¿Perdón? —dijo el detective Perry.

—Lo que me ha dicho hasta ahora es que tienen un poco de esto, un poco de aquello, pero nada que puedan sacar de los homicidios. ¿Y de una violación? Si ese tipo lleva haciendo esto, ¿cuánto?, un año o más, supongo que habrá tenido algún intento fallido, que la habrá cagado más de una vez. Lo habrá sorprendido otro estudiante cuando intentaba raptar a una víctima, algo así, ¿no? Cuénteme.

—Bueno —contestó Perry, alargando la palabra—, es una idea interesante…

—Que no se me ha ocurrido únicamente a mí.

—Bueno… —titubeó él.

—No me venga con chorradas, Perry.

—No es mi intención.

—Entonces responda.

Perry se mostró incómodo. Revolvió algunos papeles más; miró alrededor en busca de ayuda.

—No estaba previsto que tuviera que ser tan franco —reconoció.

—Ya.

—¿Podría dejar de agobiarme? Quiero decir…

—Ni lo sueñe —replicó la detective Barren—. Quiero saberlo.

—De acuerdo, pero no voy a darle demasiados detalles concretos… Dos veces.

Ella asintió y repitió:

—Dos veces.

—Dos veces la ha cagado ese cretino. La última fue la noche anterior a lo de su sobrina. Conseguimos parte de la matrícula y la marca del coche.

—¿Tienen un nombre?

—No puedo decírselo.

La detective Barren se puso en pie.

—Acudiré a su jefe, y también al mío. Acudiré a los periódicos…

Él le indicó que volviera a sentarse.

—Sí, tenemos un nombre. Y le hemos puesto una persona para seguirlo. Y cuando tengamos lo suficiente para obtener una orden judicial, se lo diremos a usted.

—¿Está seguro?

—Seguro no hay nada. Mire, los periódicos no dejan de hablar de este asunto y ya han aparecido muchos detalles en la prensa. De modo que estamos moviéndonos despacio, queremos cerciorarnos de que a ese tipo lo juzguen por asesinato en primer grado, no por intento de agresión sexual. Diablos, queremos pillarlo bien pillado. Y eso nos llevará un tiempo.

—Háganlo como es debido —dijo ella.

El detective Perry sonrió aliviado.

—Eso es lo que supuse que diría. —Ella lo miró—. Bueno, eso es lo que esperaba que dijera. —Se levantó de la silla—. Quiero que ese cabrón entienda lo que son las celdas. La primera celda es la que le estoy preparando yo; se meta donde se meta, yo voy a enterarme. No tendrá modo de escaparse. La segunda va a ser una de dos metros por tres en la «Riviera» de Raiford…

El corredor de la muerte, dedujo la detective Barren, y afirmó con la cabeza.

—Lo estoy siguiendo…

—Y la última ya se imagina usted cuál es.

Ella experimentó una momentánea oleada de satisfacción. Acto seguido se levantó.

—Gracias —dijo.

—¿Quiere estar presente cuando suceda?

—No me lo perdería por nada del mundo.

—De acuerdo. Ya la llamaré.

—Estaré esperando.

Se estrecharon la mano y ella se marchó, hambrienta por primera vez en varios días.

A: Detective Mercedes Barren

De: Teniente Ted March

Merce: era la marca de una mordedura, pero estaba demasiado desgarrada para fabricar un molde nítido, y por lo tanto no posee mucho valor como prueba. El análisis de la saliva de la muestra tomada en esa zona del cuerpo arroja valores enzimáticos normales, pero debido a los restos de alcohol ha resultado difícil, si no imposible, averiguar el grupo sanguíneo. El tipo debió de tomarse una o dos copas. De todas formas, he enviado toda la muestra nuevamente al laboratorio y les he dicho que la analicen otra vez. Los dos condones recuperados en la escena del crimen contenían diversas muestras de esperma. Ambos estaban considerablemente deteriorados. Aun así, uno era del grupo A positivo, el otro O positivo. Están haciendo más análisis. De momento no hay huellas válidas en nada, pero van a probar con el evaluador por láser en las latas de refresco. Ya te mantendré al tanto. De momento parece ser que no hay nada, pero vamos a seguir intentando.

A: Detective Mercedes Barren

De: Ayudante del Forense Arthur Vaughn

Detective: La causa de la muerte de la fallecida, una mujer blanca de dieciocho años de edad, identificada como Susan Lewis, de Bryn Mawr, Pensilvania, es un trauma masivo en la zona posterior derecha del hueso occipital, unido a asfixia por estrangulamiento con una ligadura de nylon alrededor del cuello. (En el protocolo de la autopsia encontrará una descripción más detallada). Las muestras tomadas en los genitales han dado negativo. El test de fosfatasas ácidas ha dado negativo.

Detective: debido al golpe en la cabeza, la víctima se hallaba inconsciente cuando sufrió la agresión sexual. Probablemente no llegó a recuperar el conocimiento cuando el asesino la estranguló. Sin embargo, el acto sexual fue premortem. Pero no se han encontrado signos de eyaculación. Tal vez se deba al uso del preservativo.

Siento muchísimo todo esto. El protocolo de la autopsia responderá a cualquier pregunta que tenga, pero si no fuera así, no dude en llamarme.

La detective Barren se guardó los dos informes en la agenda de bolsillo. Echó un vistazo al protocolo de la autopsia, con su diagrama esquemático y sus varias páginas de descripción del cuerpo de su sobrina, transcrita de la grabadora del forense. Altura. Peso. Cerebro: 1220 gramos. Corazón: 230 gramos. Estadounidense post-adolescente bien desarrollada. No se han hallado anomalías físicas. La vida reducida a tantos datos y cifras. Ninguna forma de medir la juventud, el entusiasmo ni el futuro. La detective Barren sintió el estómago revuelto y agradeció que el forense, en su compulsiva meticulosidad, hubiera olvidado enviar las diapositivas de la autopsia.

Aquella noche, de camino a casa, la detective Barren se detuvo en una pequeña librería. El dependiente era un hombre de ojos pequeños y brillantes que se frotaba las manos con frecuencia, puntuando lo que decía con movimientos corporales. La detective Barren se dijo que era la perfecta reencarnación del roquero Uriah Heep.

—¿Algo para evadirse? Una novela, supongo, una aventura, o quizás, una historia gótica de terror. Un romance, una de misterio. ¿Qué va a ser?

—La auténtica evasión —dijo la detective Barren— se logra sustituyendo una realidad por otra.

El dependiente reflexionó unos instantes.

—A usted le gusta la no ficción, ¿a que sí?

—No. Puede ser. Es que en este momento no me siento romántica. Pero sí quiero algo que me distraiga.

Salió con dos libros: una historia de la campaña británica en las Malvinas y una nueva traducción de la Orestiada de Esquilo. Calle abajo había una tienda del gourmet, y se dio el capricho de comprarse una ensalada de pasta y una botella de lo que el dependiente le aseguró que era un excelente chardonnay de California. Iba a cenar bien, pensó, y después leería un poco. Aquella noche había en televisión un partido de fútbol americano, que podría ver hasta quedarse dormida. Aquélla era una pasión secreta. Sonrió para sí; ante sus compañeros de trabajo no dejaba ver su entusiasmo. Ya se sentían bastante amenazados por la competencia femenina que ejercía ella. Si además intentara usurparles su deporte… Así que lo disfrutaba en privado, comprando entradas para ella sola, sentándose en las gradas al fondo del estadio, o bien quedándose en casa y tumbándose a solas delante del televisor. A lo mejor su única concesión a su condición femenina era el vino blanco servido en una copa de cristal tallado y de pie largo, en lugar de la lata de cerveza. Pero eso sí, se vestía para la ocasión. Si jugaban los Dolphins, se ponía la camiseta anaranjada y azul y veía el partido con las manos sudorosas, como cualquier macho entusiasta. Admitía cierto grado de estupidez en su comportamiento, pero se dijo que con ello no hacía daño a nadie y que así se sentía cómoda. Pensó en Susan, que vino de visita un domingo, el año anterior, y se quedó casi boquiabierta de asombro al ver a su tía la detective Barren maldiciendo de cuando en cuando, incapaz de quedarse quieta en su asiento, paseando angustiada por el salón de su apartamento, encontrando alivio tan sólo cuando los Dolphins marcaron un gol de cuarenta y nueve metros en los últimos segundos del partido. La detective Barren sonrió al recordarlo.

—Si ellos supieran… —dijo Susan en aquella ocasión.

—¡Chist! Es un secreto —replicó su tía—. No se lo digas a nadie.

—Oh, tía Merce —dijo Susan por fin—, ¿por qué nunca sé qué pensar de ti? —Entonces se abrazaron—. Pero ¿por qué el fútbol? ¿Por qué los deportes? —persistió su sobrina.

—Porque todos necesitamos tener victorias en nuestra vida —contestó la detective Barren.