Tenía un sueño inquieto.
Veía un bote a la deriva, primero a lo lejos, luego de repente más cerca, hasta que comprendió que ella se encontraba a bordo de dicho bote y que estaba rodeada de agua. Su primera reacción fue de pánico, buscar a su alrededor y encontrar a alguien a quien comunicar la importante información de que no sabía nadar. Pero cada vez que giraba la cabeza para mirar, su posición en la borda del bote se hacía más precaria y la acción de las olas levantaba en vilo la pequeña embarcación, que se sostenía momentáneamente en la cresta y después se precipitaba de nuevo hacia abajo de una forma brutal, haciéndola brincar sin ningún control. En su sueño, buscó algo sólido a que aferrarse; en el momento en que se agarró al mástil del bote con todas sus fuerzas, se disparó una alarma estridente, horrible, y supo que aquél era el ruido que hacía el bote al sufrir una vía de agua y que faltaban escasos instantes para que el agua del mar le lamiera los pies en un terrorífico cosquilleo. La alarma continuó sonando; ella abrió la boca, para gritar de miedo o pedir socorro, luchando mientras el bote se bamboleaba a su alrededor. En su sueño, de improviso la cubierta se inclinó bruscamente y ella lanzó un chillido, como si se dirigiera a su yo dormido: ¡Despierta! ¡Despierta! ¡Sálvate!
Y así lo hizo.
Aspiró una fuerte bocanada de aire y en un instante saltó del sueño a la vigilia. Se incorporó bruscamente entre las sábanas y dirigió rápidamente el brazo derecho hacia la base de la cama para asirse a algo sólido en medio de los vaporosos miedos de la pesadilla. Y entonces cayó en la cuenta de que estaba sonando el teléfono.
Maldijo para sus adentros, se restregó los ojos y encontró el aparato en el suelo, junto a la cama. Se aclaró la garganta antes de contestar:
—Al habla la detective Barren. ¿Qué ocurre?
No le había dado tiempo de evaluar la situación. Vivía sola, sin marido y sin hijos, y sus padres habían fallecido hacía muchos años, de modo que la idea de que sonara el teléfono en mitad de la noche no suponía para ella nada especialmente terrorífico, como habría sido el caso para tantas personas que no estaban acostumbradas a oír el insidioso timbre a horas intempestivas y que al momento habrían tomado aquella llamada nocturna precisamente por lo que era: una noticia terrible. Además, por ser su oficio el de detective, no era insólito que solicitaran sus servicios de noche, ya que el trabajo policial, por necesidad, a menudo se llevaba a cabo fuera de los horarios comerciales. Aquello era exactamente lo que esperaba, que por alguna razón de procedimiento se requiriera su capacidad como técnico de escenas del crimen.
—¿Merce? ¿Está despierta?
—Sí, estoy bien. ¿Quién es?
—Soy Robert Wills, de Homicidios. Yo… —Wills dejó la frase sin terminar.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó la detective tras aguardar un momento.
—Merce, siento mucho ser yo el que se lo diga.
De repente se imaginó a Bob Wills sentado a su mesa en la oficina de Homicidios. Era una oficina dura, abierta, nada acogedora, iluminada con una implacable luz fluorescente que siempre estaba encendida, repleta de archivadores metálicos y mesas coloreadas en tono anaranjado; para ella era como si aquella oficina estuviera manchada con todos los horrores que habían pasado por las mesas con tanta naturalidad, en confesiones y conversaciones.
—¿Qué? —Por un instante Barren experimentó una oleada de emoción, una especie de miedo delicioso, muy distinto del pánico que la había inundado durante la pesadilla. Luego, cuando su interlocutor hizo aquella pausa, comenzó a experimentar una sensación de vacío en el estómago, que rápidamente fue reemplazada por una oleada de ansiedad, que no pudo evitar transmitir al preguntar—: ¿Qué ocurre?
—Merce, usted tiene una sobrina…
—Sí, se llama Susan Lewis, está estudiando en la universidad. ¿Qué ha pasado? ¿Ha sufrido un accidente?
En ese instante la golpeó una súbita revelación: Bob Wills trabaja en Homicidios. Homicidios.
Homicidios.
Y entonces comprendió a qué se debía la llamada.
—Lo siento —estaba diciendo él, pero su voz parecía muy distante, y por un segundo ella deseó estar soñando todavía.
La detective Mercedes Barren se vistió a toda prisa y cruzó la noche, negra como el regaliz, típica de finales de verano de Miami, camino de la dirección que había anotado con una mano que se le antojó poseída por las emociones de otra persona; notaba cómo le latía el corazón, pero en cambio su mano permanecía firme, garabateando palabras y números en un cuaderno. Era como si fuese otra persona la que había finalizado la conversación con el detective de Homicidios. Había oído su propia voz, dura y sin inflexiones, solicitando la información disponible, la situación actual, los nombres de los agentes encargados, datos que ya se supieran acerca del crimen, opciones que estaban explorando los detectives. Testigos. Pruebas. Declaraciones. Persistió, procurando no dejarse desinflar por las evasivas y las excusas del detective Wills, pues se dio cuenta de que él no era el encargado del caso pero sabía lo que ella deseaba saber, y pensando todo el tiempo que en su interior estaba gritando, a punto de reventar a causa de algún sentimiento animal que pretendía quebrar su resistencia y disolverla simplemente en un quejido de dolor profundo.
Pero no quería permitirse pensar en su sobrina.
En un momento dado, al girar para tomar la interestatal que atraviesa el centro de la ciudad, cegada momentáneamente por los faros de un camión gigantesco que pasó amenazadoramente cerca y la obligó a hacer sonar la sirena a toda potencia, apartó el súbito temor a sufrir un accidente y descubrió que había sustituido dicha sensación por una imagen de sí misma en compañía de su sobrina, una situación vivida dos semanas antes: estaban tomando el sol junto a la piscina del pequeño edificio de apartamentos en la playa en el que residía ella, y Susan había reparado en el revólver reglamentario de su tía, que sobresalía aparatosamente de una bolsa, de manera tonta e incongruente entre toallas, crema para el sol y una novela de bolsillo. La detective Barren se acordó de la reacción de su sobrina adolescente: había calificado el revólver de «asqueroso», lo cual, para su mentalidad de detective, resultaba una descripción totalmente apropiada.
—¿Y por qué has de llevarlo encima?
—Porque técnicamente nunca dejamos de estar de servicio. Si descubriera un delito, tendría que reaccionar como un policía.
—Pero yo creía que ya no hacías esas cosas, desde lo de…
—Correcto. Desde el tiroteo. No, ahora soy una policía bastante tranquila. Para cuando llego al lugar del delito, el asunto ya está prácticamente zanjado.
—Qué asco. Con cadáveres, ¿no?
—Exacto. Y sí, es un asco.
Las dos rieron.
—Tendría gracia —comentó Susan.
—¿Qué es lo que tendría gracia?
—Que te detuviese una agente de policía en bikini.
Las dos rieron otra vez. La detective Barren contempló a su sobrina levantarse y zambullirse en el agua color azul opaco de la piscina. Luego la observó bucear sin esfuerzo hasta el extremo opuesto y a continuación, sin salir a tomar aire, girar sobre sí misma y regresar serpenteando. Por un instante la detective Barren experimentó un aguijón de envidia por la juventud perdida, pero enseguida lo dejó pasar pensando: «Bueno, tú tampoco estás en tan mala forma». Susan apoyó los codos en el borde de la piscina y preguntó a su tía:
—Merce, ¿cómo es posible que vivas al lado del mar y no sepas nadar?
—Forma parte de mi misterio —respondió ella.
—A mí me parece una tontería —dijo Susan al tiempo que salía de la piscina con el cuerpo reluciente del agua que se escurría de su delgada figura. Y continuó—: ¿Te he dicho que he decidido que este otoño escogeré como especialidad Oceanografía? Peces babosos, claro. —Rió—. Crustáceos con púas. Mamíferos descomunales. ¡Que se haga a un lado Jacques Cousteau!
—Eso es excelente —dijo la detective—. A ti siempre te ha encantado el agua.
—Pues sí —contestó Susan, y a continuación canturreó—: «Cuánto me gustaría una vida con sol, arena, el profundo mar y pescado para comer».
Ambas rieron de nuevo.
Susan siempre estaba riendo, pensó la detective, y aceleró a través de la noche. A un costado estalló la explosiva blancura de las luces nocturnas del centro urbano, que iluminaban los bordes de los magníficos edificios que se elevaban hacia el cielo del Sur. Entonces la detective Barren sintió una fuerte oleada de calor en el corazón que la ahogó, y se obligó a concentrarse en conducir intentando borrar de su mente todos los recuerdos y pensando: ya veremos, ya investigaremos, procurando no relacionar la escena hacia la que se dirigía con los recuerdos que albergaba su mente.
La detective Barren salió de la carretera y atravesó una zona residencial. Era tarde, ya bien rebasada la medianoche, y el amanecer se acercaba rápidamente. Había poco tráfico y ella se había dado prisa, apremiada por la sensación de urgencia que acompaña a toda muerte violenta. Pero a pocos kilómetros de su destino aminoró la marcha precipitadamente, hasta que su sedán sin marcas terminó poco más que arrastrándose por las calles vacías. Examinó las filas de casas, cuidadas y de clase alta, en busca de signos de vida; las calles estaban oscuras, igual que las viviendas. Intentó imaginar las vidas de los que dormían detrás de aquella ordenada oscuridad de barrio residencial. Ocasionalmente descubría una luz encendida en una habitación y se preguntaba qué libro, qué programa de televisión, qué discusión o qué preocupación mantendría despierto a su ocupante. Sintió una necesidad imperiosa de detenerse, de llamar a la puerta de una de aquellas casas que mostraban un débil signo de vida para preguntar: «¿Hay algún problema que no le deja a usted dormir? ¿Algo que se le mete en el cerebro y en el corazón y le impide conciliar el sueño? Cuénteme».
Viró para entrar en la calle Old Cutler y supo que la distancia que la separaba de la entrada del parque era de tan sólo unos cientos de metros. La noche parecía impregnar el follaje; las grandes melaleucas y los sauces escondían negrura en sus hojas y en sus ramas estirándose sobre la calle a modo de brazos envolventes. Experimentó la sobrecogedora sensación de que se encontraba completamente sola en el mundo, de que ella era una única superviviente que se dirigía a ninguna parte en mitad de una noche sin fin. Apenas distinguió las letras blancas y descoloridas del pequeño letrero que había a la entrada del parque. Se sobresaltó cuando pasó corriendo una zarigüeya por delante de las ruedas del coche y clavó los frenos, temblando de miedo por unos instantes, hasta que respiró aliviada al ver que el animal había esquivado los neumáticos. Bajó la ventanilla y olió el aire salado; los árboles que la rodeaban habían encogido de estatura, las palmeras gigantes que bordeaban la autopista habían sido sustituidas por el ramaje enmarañado y nudoso de los manglares junto al agua. La calle se curvó bruscamente, y supo que cuando emergiera por el otro lado podría ver la amplia extensión de la bahía de Biscayne.
Al principio creyó que era el brillo de la luna, que se reflejaba en las aguas de la bahía.
Pero no era eso.
Detuvo el coche de repente y contempló la escena que tenía ante sí. Lo primero que advirtió fue el ruido mecánico de unos potentes generadores. Un golpeteo rítmico y regular alimentaba tres bancadas de luces de gran intensidad. Los reflectores delineaban un trozo de escenario recortado en la penumbra, al borde del aparcamiento del jardín, poblado por decenas de policías uniformados y detectives que se movían con cautela por aquella luminosidad antinatural. En la orilla del escenario se alineaban varios coches patrulla, una ambulancia y unas cuantas camionetas blancas y verdes de investigación de la escena del crimen, con sus luces de emergencia azules y rojas que proyectaban repentinos destellos estroboscópicos de color sobre las personas que estaban trabajando dentro de los parámetros de los reflectores.
La detective Barren respiró hondo y se encaminó hacia la luz.
Estacionó el coche al borde de la actividad y echó a andar en dirección al centro, donde descubrió un grupo de hombres. Estaban mirando algo que quedaba fuera del campo visual de ella. Sabía lo que era, pero se trataba de una apreciación nacida de la experiencia, no de la emoción. Toda la zona había sido rodeada con una cinta amarilla de siete centímetros de ancho. Cada tres metros más o menos se había colgado de la cinta un pequeño cartel blanco que decía: «Escena del crimen - no pasar». Alzó la barrera y se coló por debajo. Ese movimiento captó la atención de un agente de uniforme que acudió enseguida a cortarle el paso con las manos en alto.
—Eh —le dijo—, señora, no puede entrar aquí.
Ella lo miró fijamente, y él se detuvo. Bajó las manos.
Exagerando sus movimientos y caminando muy despacio, la detective abrió el bolso y extrajo su placa dorada. El agente le echó una rápida ojeada y se apresuró a apartarse murmurando una excusa. Pero su llegada había sido advertida por los hombres que ocupaban el centro de la escena, y uno de ellos se separó del resto y se acercó para interceptarla.
—Merce, por el amor de Dios. ¿No te ha dicho Wills que no vinieras?
—Sí —contestó ella.
—Aquí no hay nada que debas ver.
—¿Cómo diablos vas a saberlo tú?
—Merce, lo siento. Esto va a ser…
Ella lo interrumpió furiosa.
—¿Qué va a ser? ¿Duro? ¿Triste? ¿Trágico? ¡Qué crees que va a ser!
—Cálmate. Mira, ya sabes lo que ocurre aquí; ¿te importaría esperar unos minutos? Ven, vamos a tomar un café. —Intentó tomarla por el codo y llevársela, pero ella se zafó rápidamente.
—¡Suéltame, maldita sea!
—Sólo un par de minutos, y luego te daré un informe completo…
—No quiero un informe completo. Quiero verlo yo misma.
—Merce… —El detective extendió los brazos para no dejarle ver nada—. Por favor.
Ella respiró hondo y cerró los ojos. Luego habló en un tono tajante, sucinto.
—Peter. Teniente Burns. Dos cosas. Una: la que está ahí tumbada es mi sobrina. Dos: soy policía profesional. Quiero ver la escena yo misma. ¡Yo misma!
El teniente se detuvo y la miró.
—Está bien. No quedan más que unos minutos para que el forense termine la exploración inicial. Cuando la pongan en una camilla podrás pasar. Incluso podrás llevar a cabo la identificación personal, si quieres.
—No quiero hacerlo dentro de unos minutos, ni cuando la pongan en una camilla. Quiero ver lo que le ha sucedido.
—Merce. Por el amor de Dios…
—Quiero verlo —dijo Barren con autoridad.
—¿Por qué? Vas a hacer que resulte más duro.
—¿Y qué diablos sabes tú? ¿Cómo diablos va a resultar más duro de lo que ya es?
Detrás del teniente surgió de pronto un destello de luz. El teniente se dio la vuelta, y la detective Barren vio a un fotógrafo de la policía situándose y retirándose de nuevo.
—Merce, yo…
—Ahora —insistió—. Quiero verlo ahora.
—Muy bien —cedió el teniente, haciéndose a un lado—. Para ti la pesadilla.
Ella se apresuró a dejarlo atrás.
Entonces se detuvo.
Aspiró profundamente.
Cerró los ojos una vez para visualizar la sonrisa de su sobrina.
Respiró hondo una vez más y se aproximó con cuidado al cadáver. Pensó: «¡Acuérdate de todo! Grábatelo en el cerebro». Obligó a sus ojos a escudriñar el suelo que rodeaba la forma que aún no podía mirar. Tierra arenosa y hojas caídas. Nada que pudiera conservar una buena huella de pisada. Con ojo entrenado, calculó la distancia entre el aparcamiento y el lugar donde yacía la forma…, porque aún se le hacía raro llamarlo cadáver. Veinte metros. Demasiada distancia para arrojarlo. Intentó pensar de manera analítica: había un problema. Siempre era más fácil si…, una vez más su pensamiento flaqueó, y vaciló mentalmente. La víctima era descubierta en el punto en que se había cometido el homicidio, porque invariablemente había alguna prueba física. Continuó examinando el suelo, oyendo la voz del teniente a su espalda:
—Merce, ya hemos examinado detenidamente la zona, no es necesario que…
Pero ella lo ignoró, se puso de rodillas y palpó la consistencia del suelo. Y pensó: «Si se le ha pegado a los zapatos algo de este material, podríamos buscar coincidencias». A continuación, sin volverse a ver si el teniente seguía allí, dijo en voz alta:
—Tomad muestras de tierra de toda la zona.
Tras una pausa instantánea, oyó un gruñido de asentimiento. Prosiguió, pensando: fuerza, fuerza, hasta que llegó a donde estaba la forma. «Muy bien —se dijo a sí misma—; mira a Susan. Memoriza lo que le ha sucedido esta noche. Mírala. Mírale todas las partes del cuerpo. No te dejes nada».
Y entonces levantó los ojos y los posó en la forma.
—Susan —pronunció en voz alta, pero en tono suave. Era consciente de que había otras personas moviéndose alrededor de ella, pero tan sólo de modo periférico. Se daba cuenta de que tenían caras, de que eran personas que conocía, colegas, amigos, lo sabía, pero sólo de la manera más subliminal. Más tarde intentaría recordar quién había estado allí, en la escena, y no lo conseguiría—. Susan —repitió.
—¿Es tu sobrina, Susan Lewis? —Era la voz del teniente.
—Sí. —Pensó un instante—. Lo era.
De pronto se sintió inundada por un calor intenso, como si uno de los reflectores se hubiera centrado en ella y la hubiera envuelto en un haz compacto de una fuerte luminosidad. Tragó una gran bocanada de aire, después otra, para luchar contra la sensación de vértigo. Le vino a la memoria aquella ocasión, años atrás, en que se dio cuenta de que le habían disparado, recordó que el tibio calor que sintió era la sangre que se le escapaba, y luchó con esa misma intensidad para impedir que los ojos se le pusieran en blanco, como si abandonarse a la negrura de la inconsciencia fuera a ser tan fatal ahora como lo habría sido entonces.
—¿Merce?
Oyó una voz.
—¿Te encuentras bien?
Otra voz.
Ella estaba paralizada.
—¡Que alguien llame a los bomberos!
Entonces consiguió mover la cabeza negando.
—No —contestó—. Pero me recuperaré.
«Qué tontería de respuesta», pensó ella misma.
—¿Estás segura? ¿Quieres sentarte?
No sabía con quién estaba hablando. Volvió a negar con la cabeza.
—Estoy bien. —Alguien la estaba tomando del brazo. Ella se soltó de un tirón—. Examínale las uñas —dijo—. Es posible que se haya defendido peleando. Puede que el sospechoso tenga algún arañazo.
Vio que el forense se inclinaba sobre el cadáver, le levantaba con cuidado una mano y después otra, y acto seguido, con ayuda de un pequeño escalpelo, raspaba suavemente el contenido que halló debajo de cada uña y lo introducía en una bolsa de plástico para pruebas.
—No hay gran cosa —comentó.
—Tiene que haber luchado como un tigre —insistió la detective Barren.
—Quizás el asesino no le dio la oportunidad. Presenta un trauma severo en la nuca. Un instrumento romo. Probablemente ya se hallaba inconsciente cuando le hizo esto. —El médico señaló la media enrollada alrededor del cuello de la joven. La detective Barren contempló durante unos instantes el tono azulado de la piel.
—Examine el nudo —le ordenó.
—Ya lo he mirado —respondió el médico—. Es un nudo cuadrado simple. Página uno del manual del Boy Scout.
La detective Barren observó la media. Deseaba desesperadamente desnudarla, poner cómoda a su sobrina, como si por el hecho de hacer que pareciera dormida pudiera conseguir que fuera verdad. Se acordó de un día, cuando todavía era pequeña, no tendría más de cinco o seis años. La perra de la familia había sido atropellada por un coche y había muerto. «¿Por qué se ha muerto Lady?», preguntó la niña a su padre. «Porque se le han roto los huesos», contestó él. «Pero cuando yo me rompí la muñeca el médico me puso una escayola y se me curó, vamos a escayolar a Lady», replicó ella. «Pero es que también ha perdido toda la sangre», explicó su padre. La niña que vivía en su recuerdo insistió con desesperación: «Bueno, pues se la volvemos a poner». «Ay, pequeña —dijo su padre—, ojalá pudiéramos. Ojalá fuera tan fácil». Y a continuación la envolvió con unos enormes brazos mientras ella sollozaba. Fue la noche más larga de toda su niñez.
Contempló el cadáver de Susan y anheló de nuevo aquellos brazos.
—¿Y qué me dice de las muñecas? —preguntó—. ¿Hay algún signo de ataduras?
—No —respondió el médico—. Eso nos indica algo.
—Sí —dijo una voz desde un costado. La detective Barren no se giró para ver quién había hablado—. Nos dice que ese cabrón la dejó fuera de combate antes de divertirse con ella. Lo más probable es que no llegara a enterarse de lo que le pasó.
La mirada de la detective Barren se detuvo un poco más abajo del cuello.
—¿Eso que tiene en el hombro es un mordisco?
—Es posible, sí —dijo el forense—. Habrá que mirarlo al microscopio.
Posó los ojos un instante en la blusa desgarrada de su sobrina. Susan tenía los pechos a la vista, y a ella le entraron ganas de cubrírselos.
—Busque trazas de saliva en el cuello —dijo.
—Ya lo he hecho —replicó el médico—. Y también en los genitales. Tomaré más muestras cuando lleguemos al depósito.
La mirada de la detective Barren recorrió todo el cuerpo, centímetro a centímetro. Una pierna estaba colocada encima de la otra, casi en un gesto de pudor, como si su sobrina hubiera mostrado pudor incluso en la muerte.
—¿Había en los genitales algún indicio de laceración?
—Ninguno que sea visible de momento.
La detective Barren hizo una pausa, intentando asimilarlo todo.
—Merce —dijo el médico con suavidad—, se parece mucho a las otras cuatro. La forma de la muerte, la posición del cadáver, el terreno donde lo han abandonado.
La detective Barren levantó la vista de golpe.
—¿Hay otras? ¿Otras cuatro?
—¿No se lo ha dicho el teniente Burns? Opinan que se trata del individuo al que los periódicos denominan «el asesino del campus». Pensaba que ya se lo habían dicho…
—No… —repuso ella—. No me lo ha dicho nadie.
Hizo una inspiración profunda.
—Pues encaja perfectamente. Es exacto… —La detective Barren dejó la frase sin terminar.
En eso, oyó a su lado la voz del teniente.
—Probablemente es la primera del semestre. Quiero decir, no podemos dar nada por seguro, pero la pauta general es la misma. Vamos a asignarle el caso a él, para que el grupo especial pueda trabajar en ello. ¿No te parece que eso es lo mejor, Merce?
—Sí.
—¿Ya has visto bastante? ¿Quieres venir aquí, para que te diga lo que tenemos y lo que no tenemos?
Ella afirmó con la cabeza. Cerró los ojos y se giró de espaldas al cadáver. Esperaba que a Susan la trasladaran pronto, como si el hecho de sacarla de la maleza y la suciedad pudiera devolverle algo de humanidad, aliviara la violación de alguna forma, disminuyera en cierto sentido la totalidad de su muerte.
Aguardó pacientemente junto a los coches que pertenecían a los especialistas en escenas del crimen y a los técnicos de pruebas. Eran todos personas que conocía bien, que hacían el turno de noche en la misma oficina en que trabajaba ella. Uno por uno, todos interrumpieron lo que estaban haciendo detrás de la cinta amarilla y fueron a decirle unas palabras o a palmearle el hombro o a apretarle la mano, antes de regresar a su labor. Al poco volvió el teniente Burns con dos cafés. Merce cerró las manos en torno al vaso de plástico que él le entregó, helada de pronto, aunque aquella noche tropical hacía un calor opresivo. El teniente contempló el cielo, que justo empezaba a clarear y a teñirse de una luz gris, señal del primer asomo de la mañana.
—¿Quieres saberlo? —le preguntó él—. La verdad es que, dadas las circunstancias, quizá fuera mejor que simplemente…
Pero ella se apresuró a interrumpirlo.
—Sí quiero saberlo. Todo.
—Bien.
El teniente comenzó pausadamente. Merce sabía que estaba intentando valorar, para sus adentros, si el hecho de compartir información con ella podría suponer un obstáculo para la investigación. Ella sabía que estaba sopesando si estaba tratando con una policía o con un familiar medio enloquecido. El problema, pensó, era que en realidad estaba tratando con los dos.
—Teniente —le dijo—, lo único que quiero es ayudar. Poseo bastante experiencia, como bien sabes. Quiero ponerme a disposición del caso. Pero si tú opinas que podría estorbar, me retiraré…
—No, no, no —replicó él rápidamente.
Qué sencillo, pensó ella. Sabía que al ofrecerse a no formular preguntas obtendría permiso para formularlas todas.
—Mira —continuó el teniente—, hasta el momento las cosas son bastante inconexas. Por lo visto, Susan se fue con unas amigas a un bar del campus. Había mucha gente alrededor, muchos hombres distintos. Bailó con unos cuantos. A eso de las diez de la noche salió a tomar un poco el aire, sola. Y ya no volvió a entrar. Fue un par de horas más tarde, justo hacia las doce, cuando sus amigas empezaron a preocuparse y llamaron a los guardias jurados del campus. Más o menos a esa misma hora tropezaron con el cadáver un par de maricas que estaban por el parque, montándoselo entre los arbustos… —Alzó una mano en el aire—. No, no vieron ni oyeron nada. Tropezaron con ella literalmente. De hecho, uno de los dos se cayó encima del…
«Del cadáver —pensó Merce—. Cadáver».
Se mordió el labio.
—La chica desaparece del campus. Su cadáver es descubierto en un parque situado a unos tres kilómetros de distancia. No es difícil sumar dos más dos. No nos hemos movido de aquí. Ella llevaba tu nombre en el bolso, por eso te hemos llamado. ¿Es hija de tu hermana? —La detective Barren asintió—. ¿Quieres hacer tú la llamada?
Oh, Dios, pensó ella.
—Ya la llamaré. Cuando terminemos aquí.
—Ahí enfrente hay una cabina telefónica. Yo no les haría esperar. Además, es posible que tardemos un poco en terminar con esto…
Merce se dio cuenta de que estaba amaneciendo. La zona iba perdiendo poco a poco la negrura nocturna, los objetos iban tomando relieve y volviéndose nítidos a medida que se esfumaba la oscuridad.
—Está bien —dijo.
Pensó lo profundamente trivial y banal que era el acto de telefonear a su hermana. Por un segundo abrigó la esperanza de que no tuviera monedas para la cabina telefónica, y luego que ésta estuviera averiada. Pero no fue así. La operadora contestó con rutinaria eficiencia, como si fuera inmune a la hora del día. La detective Barren cargó la llamada a su oficina. La operadora le preguntó cuándo habría alguien allí para aceptar el importe. La detective Barren le dijo que siempre había alguien. Después oyó cómo se marcaba el número y de repente, antes de que pudiera prepararse para escoger la forma adecuada de expresarse, sonó el timbre del teléfono de la casa de su hermana. «¡Piensa! —La detective Barren pensó—. ¡Busca la manera de decirlo!». Y en eso oyó la voz de su hermana, ligeramente enturbiada por el sueño, al otro extremo de la línea:
—Sí, hola…
—Annie, soy Merce. —Se mordió el labio.
—¡Merce! ¿Cómo estás? ¿Qué…?
—Annie, escucha con atención. Ha ocurrido un… —Titubeó insegura. ¿Un accidente? ¿Un incidente? Siguió hablando, sin hacer caso, intentando mantener un tono de voz profesional, un tono calmado y sin inflexiones—. Por favor, siéntate y dile a Ben que se ponga al teléfono…
Oyó a su hermana lanzar una exclamación ahogada y llamar a su marido.
Al momento éste se puso al teléfono.
—Merce, ¿qué sucede?
Su tono de voz era firme. Ben era contable. Merce esperó que fuera igual de sólido que con los números. Respiró hondo y le dijo:
—No conozco ningún modo de decirte esto para que te resulte más fácil, así que te lo diré sin más. Susan ha muerto. La han asesinado esta noche. Lo siento.
De pronto la detective Barren vio a su hermana como era unos dieciocho años antes, sentada a su lado, inmensa en su embarazo, a una semana del parto, moviéndose con incomodidad en medio del opresivo calor del mes de julio que aplastaba, implacable, el seco valle Delaware. La detective Barren aferraba con fuerza la bandera que le había entregado el capitán de la guardia de honor y sentía la mente vacía, negra, aún reverberante con las palabras pronunciadas por el vicario castrense mezcladas con el ruido estentóreo de la salva de disparos lanzada por encima de la tumba. No tenía palabras para ninguno de los familiares y los amigos que habían ido acercándose a ella tímidamente, mudos ante la incongruencia de que una persona tan joven y vigorosa como John Barren hubiera muerto, aunque hubiera sido en combate. Annie se acomodó en el sofá junto a la detective Barren y, cuando nadie miraba, o al menos cuando creyó que nadie miraba, cogió la mano de su hermana, la posó sobre su abultado vientre y le dijo con una sencillez desgarradora: «Dios se lo ha llevado de forma injusta, pero aquí dentro hay una vida nueva, y no debes enterrar tu amor en la tumba con él sino volcarlo en esta niña».
Aquella niña era Susan.
Por un momento, la detective Barren sonrió al recordar, pensando: «Esa niña me salvó la vida».
Y entonces, de improviso, al regresar a la realidad, oyó cómo su hermana dejaba escapar el primer sollozo de angustia de una madre.
Ben quiso tomar el primer vuelo que hubiera a Miami, pero Merce logró disuadirlo. Sería más sencillo, les dijo, que ella se encargara de organizar con una funeraria todo lo necesario para enviar el cadáver una vez que el forense hubiera finalizado la autopsia. Ella acompañaría al cadáver de Susan a bordo del avión. Ben dijo que él llamaría a una funeraria local para coordinar los planes. La detective Barren les dijo que probablemente la noticia saldría en los periódicos, incluso en la televisión. Les recomendó que colaborasen; era mucho más fácil, y seguramente de aquel modo los periodistas los molestarían menos. Les explicó que los indicios preliminares apuntaban a que Susan había sido víctima de un asesino que llevaba un año merodeando por los campus de diversas universidades de Miami y que había un grupo especial de detectives asignado a aquellos casos. Dichos detectives se pondrían en contacto con ellos. Ben le preguntó si estaba segura de que había sido aquel asesino, y ella le respondió que no había nada seguro pero que parecía ser que sí. Ben empezó a alterarse, furioso, pero tras escupir unas cuantas palabras de rabia, cambió y pasó a adoptar una actitud de asentimiento y estupefacción. Annie no dijo nada; la detective Barren adivinó que se encontraban en habitaciones distintas y que cuando colgasen y se mirasen el uno al otro comenzaría a invadirlos la desesperación de verdad.
—Eso es todo lo que puedo deciros por el momento —dijo la detective Barren—. Ya os volveré a llamar, cuando sepa algo más.
—Merce. —Era su hermana.
—Sí, Annie.
—¿Estás segura?
—Ay, Annie…
—Quiero decir, lo has comprobado, ¿verdad? ¿Estás segura del todo?
—Annie. La he visto, la he mirado. Es Susan.
—Gracias. Necesitaba saberlo con seguridad —dijo Annie resignadamente.
—Lo siento mucho.
—Sí. Sí. Por supuesto. Ya hablaremos luego.
—¿Ben?
—Sí, Merce. Sigo aquí. Ya hablaremos luego.
—Está bien.
—Oh, Dios, Merce…
—¿Annie?
—Oh, Dios.
—Annie, sé fuerte. Tienes que ser fuerte.
—Merce, por favor, ayúdame. Tengo la sensación de que si cuelgo el teléfono será como matar a Susan. Oh, Dios. ¿Qué es lo que está pasando? Por favor. No entiendo nada.
—Yo tampoco lo entiendo, Annie.
—Oh, Merce, Merce, Merce…
La detective Barren oyó su propio nombre perdiéndose poco a poco. Comprendió que su hermana había dejado caer el teléfono de la mano a la cama; oyó sollozos, y fue como oír un corazón que se rompe. Se acordó de una ocasión, en el instituto, en que estaba viendo un partido de fútbol americano desde la cancha. Un jugador sufrió un golpe peculiar. El chasquido que hizo su pierna al quebrarse se elevó por encima del ruido de los cuerpos al chocar unos contra otros. Vio que uno de los jugadores vomitaba, mientras los entrenadores corrían a auxiliar al herido. Por un instante esperó oír ese mismo crujido. Sostuvo el teléfono en la mano durante un instante y después, con suavidad, como si no quisiera despertar a un niño dormido, volvió a depositar el auricular en su sitio. Permaneció así un rato, escuchando su propio corazón. Luego tragó saliva con fuerza y flexionó los músculos de los brazos una vez, después otra. Luego las piernas. Notó cómo se estiraban y se contraían la piel, los músculos y los tendones. «Soy fuerte —pensó—. Y aún tengo que serlo más».