Cuando el ruido de cascos de caballos resonó inesperado en las tablas del puente, Yurga ni siquiera alzó la cabeza, se limitó a gemir en voz baja, soltó el aro de la rueda sobre el que se afanaba y se arrastró debajo del carro tan deprisa como pudo. Aplastado en el suelo, restregaba la espalda contra la áspera capa de estiércol y barro que recubría la parte baja del vehículo, gañía entrecortadamente y temblaba de miedo.
El caballo se acercó despacito al carro. Yurga vio cuán delicada y precavidamente pisaba con los cascos en los húmedos y enmohecidos maderos.
—Sal —dijo el invisible jinete.
A Yurga le castañetearon los dientes, metió la cabeza entre los brazos. El caballo relinchó, pateó el suelo.
—Tranquila, Sardinilla —dijo el jinete. Yurga escuchó cómo palmeteaba al caballo en el cuello—. Sal de ahí, paisano. No te haré daño.
El mercader no creyó en absoluto la declaración del desconocido. Sin embargo, en la voz había algo que tranquilizaba y que intrigaba al mismo tiempo, pese a que lo mínimo que se podía decir es que no era una voz cuyo sonido pudiera ser considerado agradable. Yurga, barbullando oraciones a varias decenas de dioses al mismo tiempo, sacó con cuidado la cabeza de debajo del carro.
El jinete tenía los cabellos blancos como la leche, ligados en la frente por una banda de cuero, y vestía un capote negro de lana que resbalaba por la grupa de una yegua castaña. No miraba a Yurga. Inclinado en la silla contemplaba la rueda del carro, que estaba metida hasta el cubo por el hueco entre dos destrozadas tablas del puente. De pronto levantó la cabeza, pasó la mirada por el mercader, con la faz inmóvil observó los matojos a ambos lados del barranco.
Yurga se arrastró hacia afuera, parpadeó y se limpió la nariz con la mano, lo que sirvió para repartirle por todo el rostro la porquería de la rueda. El jinete clavó en él sus ojos, oscuros, estrechos, penetrantes, agudos como arpones. Yurga callaba.
—Los dos solos no lo podremos sacar —dijo por fin el desconocido señalando a la rueda atascada—. ¿Viajabas solo?
—Sí, sólo tres —balbuceó Yurga—. Con los sirvientes, señor. Pero huyeron, los cagones…
—No me extraña —dijo el jinete mirando bajo el puente al fondo de la garganta—. No me resulta extraño en absoluto. Estimo que debieras hacer lo mismo que ellos. Ya va siendo hora.
Yurga no siguió con la vista la mirada del desconocido. No quería mirar al montón de cráneos, costillas y tibias desparramadas por entre las piedras que sobresalían de entre las bardanas y las ortigas que crecían en el fondo del seco riachuelo. Tenía miedo de que bastara echar un simple vistazo más, una nueva mirada a las oscuras cuencas de las calaveras, a los dientes brillantes y a los destrozados huesos, para que todo en él estallara, para que los restos de su desesperada valentía escaparan de él como el aire escapa de una vejiga de vaca. Para que se tirara por el camino real abajo, de vuelta, lanzando gritos, como el carretero y el criado habían hecho menos de una hora antes.
—¿A qué esperas? —le preguntó despacio el jinete, volviendo el caballo—. ¿A que se haga de noche? Entonces será demasiado tarde. Ellos vendrán a por ti apenas oscurezca. Y puede que antes. Monta, salta al caballo, detrás de mí. Vayámonos de aquí los dos, y cuanto antes.
—¿Y el carro, señor? —gritó a pleno pulmón Yurga, sin saber si era por el miedo o por la rabia—. ¿Y las mercaderías? ¿Todo un año de trabajo? ¡Antes reviento! ¡No las dejaré!
—Me parece que no sabes todavía adónde te ha traído tu mala suerte, amigo —dijo con tranquilidad el desconocido, sacando la mano en dirección al horrible cementerio bajo el puente—. ¿No dejarás el carro, dices? Y yo te digo que cuando caiga la noche no te salvará ni siquiera el tesoro del rey Dezmot, y cuanto menos tu maldito carro. Diablos, pero ¿qué te dio para acortar camino por entre estos dólmenes? ¿No sabes lo que ha anidado aquí desde la guerra?
Yurga señaló con la cabeza que no sabía.
—No sabes —afirmó con la cabeza el desconocido—. Pero lo que yace en el fondo lo habrás visto, ¿no? Es difícil no verlo. Éstos son los que también tomaron el atajo. Y dices que no vas a dejar el carro. Y, por curiosidad, ¿qué es lo que llevas en ese carro?
Yurga no contestó, miró al jinete con aire sombrío, intentó elegir entre la versión «estopa» y la versión «trapos viejos».
El jinete no parecía estar especialmente interesado en la respuesta. Tranquilizó a la yegua castaña, que mordía el frenillo y agitaba la testa.
—Señor… —murmuró al fin el mercader—. Ayudadme. Salvadme. Hasta el último de mis días os lo agradeceré… No me dejéis… Lo que queráis; os daré todo lo que pidáis… ¡Salvadme, señor!
El desconocido volvió violentamente la cabeza hacia él, apoyando ambas manos en el arzón de la silla.
—¿Cómo has dicho?
Yurga calló, la boca abierta.
—¿Me darás lo que pida? Repítelo.
Yurga tragó saliva sonoramente, cerró la boca y lamentó no tener barba en la que se hubiera podido escupir. Por la cabeza le pasaban las imaginaciones más fantásticas posibles sobre el pago que podría exigir el extraño forastero. La mayor parte de ellos, incluyendo el privilegio del uso semanal de su joven esposa Doradita, no parecían tan terribles como la perspectiva de la pérdida del carro, ni desde luego tan macabros como la posibilidad de reposar en el fondo del barranco como uno más de los blanqueados esqueletos. La rutina de tratante le obligó a un rapidísimo cálculo. El jinete, aunque no parecía ser un pordiosero común y corriente, ni vagamundos ni saqueador de los muchos que después de la guerra poblaban los caminos, no podía ser tampoco noble, comes ni de otra clase, uno de esos orgullosos caballeritos que se tenían a sí mismos en alta estima y hallaban regocijo en despellejar al prójimo. Yurga lo valoró en no más de veinte piezas de oro. No obstante, su natural de negociante le impedía pronunciar el precio. Se limitó entonces a barbotear algo acerca de «agradecimiento eterno».
—He preguntado —le recordó sereno el desconocido, que había esperado a que el mercader se callara— si me darás lo que te pida.
No había salida. Yurga tragó saliva, inclinó la cabeza y afirmó con un gesto. El desconocido, en contra de lo que él esperaba, no sonrió ominosamente, antes al contrario; no parecía en absoluto estar contento de su triunfo en las negociaciones. Inclinándose sobre la silla, escupió al barranco.
—Pero ¿qué hago? —dijo sombrío—. ¿Qué es lo mejor que debiera hacer…? Bueno, qué más da. Intentaré sacarte de aquí, aunque no sé si esto terminará mal para ambos. Y si lo logramos, tú a cambio…
Yurga se encogió, casi llorando.
—Me darás —recitó de pronto el jinete del capote negro con fluidez— lo que en casa a tu vuelta encuentres y que no te esperas. ¿Lo juras?
Yurga jadeó y afirmó presto con un gesto de la cabeza.
—Bien. —El desconocido arrugó el ceño—. Ahora apártate. Y mejor métete de nuevo bajo del carro.
Bajó del caballo, se quitó el capote de los hombros. Yurga observó que el desconocido llevaba una espada al dorso, sujeta en un talabarte que le cruzaba el pecho al sesgo. Tenía un confuso sentimiento de que ya había oído hablar antes de gente que portaba las armas de tal forma. El gabán negro de cuero que le llegaba hasta las caderas y que estaba dotado de largas mangas cubiertas de tachuelas de plata podría significar que el desconocido procedía de Novigrado o de sus alrededores, pero la moda de este tipo de ropa se había extendido mucho últimamente, especialmente entre los jovenzuelos. Aunque el desconocido no era ningún jovenzuelo.
El jinete descolgó las enjalmas de la yegua, se volvió. En su pecho se balanceaba un medallón circular en una cadena de plata. Apretaba bajo las axilas un pequeño y redondeado cofrecillo y un hato alargado envuelto en cuero y atado con correas.
—¿Todavía no estás debajo del carro? —preguntó, acercándose.
Yurga vio que en el medallón había grabada una testa de lobo, con los morros abiertos armados de colmillos. De pronto recordó.
—¿Sois… brujo? ¿Señor?
El desconocido se encogió de hombros.
—Lo adivinaste. Un brujo. Y ahora vete. Al otro lado del carro. No salgas de allí y guarda silencio.
Yurga obedeció. Se encogió junto a la rueda y se envolvió en la tela del toldo. No quería mirar lo que hacía el desconocido al otro lado del carro, y mucho menos hacia los huesos al fondo del barranco. Así que miró sus botas y las manchas de musgo verde y con forma de estrella que crecían en las húmedas barandillas del puente.
Un brujo.
El sol se ponía.
Escuchó pasos.
El desconocido salió de detrás del carro y anduvo despacio, muy despacio hasta el centro del puente. Estaba de espaldas, Yurga se dio cuenta de que la espada que llevaba no era la que había visto antes. Ésta era una hermosa arma, el pomo, el puño y las guarniciones de la vaina brillaban como estrellas, reflejaban la luz incluso en la oscuridad que caía, incluso aunque ya casi no había luz, pues había desaparecido hasta la claridad dorado-purpúrea que no hacía mucho aún colgaba sobre el bosque.
—Señor…
El desconocido volvió la cabeza. Con esfuerzo, Yurga retuvo un grito.
El rostro del extraño era blanco, blanco y poroso como un queso fresco al que se le ha exprimido el cuajo y se le ha envuelto en trapos. Y los ojos… Dioses, algo aulló en el interior de Yurga. Los ojos…
—Detrás del carro. Ya —habló el desconocido con voz ronca.
No era la voz que Yurga había escuchado antes. El mercader sintió de pronto cuán horriblemente le apretaba la vejiga. El desconocido se dio la vuelta y siguió caminando sobre el puente.
Un brujo.
El caballo atado a una estaca del carro bufó, jadeó, golpeó sordamente con los cascos en las tablas.
Junto al oído de Yurga zumbó un mosquito. El mercader ni siquiera movió la mano para espantarlo. Zumbó otro más. Toda una nube de mosquitos zumbaba en los matojos al otro lado de la garganta.
Y aullaban.
Yurga, apretando los dientes hasta que le dolieron, se dio cuenta de que no se trataba de mosquitos.
De las tinieblas al borde cubierto de matorrales del abismo fueron surgiendo unas pequeñas y deformes siluetas. No eran mayores de cuatro codos, terriblemente delgadas, como esqueletos. Salieron al puente con un extraño paso de garza, levantaban muy alto unas rodillas huesudas, con fuertes y violentos movimientos. Bajo unas frentes planas y angulosas brillaban unos ojos amarillos, en unas anchas mandibulillas de rana relucían blancos y agudos colmillos. Se acercaron, siseando.
El desconocido, inmóvil como una estatua en el centro del puente, alzó de pronto la mano derecha con los dedos en una extraña posición. Los monstruosos enanos retrocedieron, sisearon aún más fuerte pero inmediatamente volvieron a moverse hacia delante, deprisa, cada vez más deprisa, alzaron unas patas largas, delgadas, armadas de garras.
Sobre las tablas del puente, desde la izquierda, rechinaron las uñas; el monstruo más cercano saltó súbito bajo el puente y el resto se lanzó hacia delante dando unos saltos increíbles. El desconocido se retorció en el sitio, la espada, que había sacado no se sabe en qué momento, brilló. La cabeza del monstruo que trepaba sobre el puente voló unas brazas hacia arriba, dejando tras de sí una cola de sangre. El peloblanco saltó entre un grupo de otros, giró, mientras segaba todo a izquierda y derecha. Los monstruos, agitando las zarpas y aullando, se echaron sobre él desde todos lados, sin prestar atención a la luminosa hoja que cortaba como una navaja de afeitar. Yurga se hizo un ovillo, se apretó contra el carro.
Algo cayó justo a sus pies, le regó de sangre. Era una larga y huesuda zarpa, de cuatro garras y con unas callosidades como de pata de pollo.
El mercader gritó.
Sintió cómo algo pasaba furtivamente junto a él. Se encogió, quiso esconderse debajo del carro, en ese momento algo le aterrizó en la nuca y unas patitas con zarpas le agarraron por la frente y las mejillas. Se tapó los ojos con la mano, mientras aullaba y agitaba la cabeza, se levantó y con un paso desequilibrado se lanzó hacia el centro del puente tropezando al paso con los cadáveres que yacían sobre los maderos. En el puente, la lucha continuaba, Yurga no vio nada excepto un salvaje revoltijo, un torbellino del que de vez en cuando surgían los brillantes rayos de la hoja de plata.
—¡Socorrooooo! —aulló; sentía cómo unos colmillos agudos atravesaban el fieltro de su capucha y se le clavaban en el occipucio.
—¡Baja la cabeza!
Apretó la barbilla contra el pecho, capturó con el ojo el brillo de la hoja. El estoque silbó en el aire, rasgó la capucha. Yurga escuchó un horrible y húmedo chasquido, después del cual, sobre el pecho, como de un cubo, le corrió un río de sangre caliente. Cayó de rodillas arrastrando con él al peso ya sin vida que le colgaba del cuello.
Ante sus ojos tres monstruos más surgieron de debajo del puente. Saltaron como extraños saltamontes, se pegaron al muslo del desconocido. Uno recibió un corto golpe a través del morro abierto, se arrastró rígido y se derrumbó sobre las tablas. A otro le golpeó la misma punta de la espada, cayó retorciéndose espasmódicamente. Los restantes rodearon al peloblanco como hormigas, le empujaron hacia el borde del puente. Uno salió volando del torbellino hacia atrás, esparciendo sangre, temblando y aullando. En aquel momento toda la embrollada maraña se lanzó por los bordes y cayó al barranco. Yurga se tiró sobre el puente, cubriéndose la cabeza con las manos.
De debajo del puente se oyeron multitud de gritos de triunfo de los monstruos que, sin embargo, se tornaron rápidamente en gritos de dolor, en aullidos interrumpidos por el silbido de la hoja. Luego le alcanzó en la oscuridad el estruendo de piedras y el crujido de esqueletos al ser aplastados y pisoteados, luego de nuevo el silbido de la espada y los alaridos violentamente cortados, desesperados, que helaban la sangre.
Y por fin sólo hubo un silencio cortado de pronto por los graznidos de un pájaro asustado, en lo profundo del bosque, entre los gigantescos árboles. Luego hasta el pájaro calló.
Yurga tragó saliva, levantó la cabeza, se incorporó con esfuerzo. Seguía reinando el silencio, ni siquiera las hojas susurraban, el bosque entero parecía haber enmudecido del horror. Rachas de nubes oscurecían el cielo.
—Hey…
Se volvió, se cubrió el rostro inconscientemente con el brazo. El brujo estaba delante de él, inmóvil, negro, con la espada brillando en una mano que mantenía muy baja. Yurga percibió que estaba algo torcido, que tendía hacia un lado.
—Señor, ¿qué os sucede?
El brujo no respondió. Dio un paso, desmañado y pesado, cojeaba con la pierna derecha. Sacó la mano, se apoyó en el carro. Yurga vio la sangre reluciente y negra que fluía hasta los tablones del puente.
—¡Herido estáis, señor!
El brujo no contestó. Miró directamente a los ojos del mercader, colgó de pronto de la caja del carro, cayó poco a poco sobre el puente.