Al día siguiente llegaron a los Árboles. Braenn se arrodilló, bajó la cabeza. Geralt sintió que debía hacer lo mismo. Ciri suspiró con asombro. Los Árboles —sobre todo robles, tejos e hicorias— medían varias brazas de diámetro. No había modo de apreciar hasta qué altura alcanzaban sus copas. Ya el punto mismo en el que las poderosas y retorcidas raíces daban paso a un tronco liso estaba muy por encima de sus cabezas. Ahora les sería posible caminar más deprisa, los gigantes crecían ralos y a sus sombras no sobrevivía ninguna otra planta, tan sólo había una alfombra de hojas podridas.
Les sería posible ir más deprisa. Pero andaban despacio. En silencio. Con la cabeza gacha. Aquí, entre los Árboles, eran pequeños, insignificantes, inexistentes. No contaban para nada. Incluso Ciri guardaba silencio, no dijo palabra durante casi media hora.
Y una hora de marcha después pasaron el cinturón de los Árboles, de nuevo se introdujeron en la espesura, en el hayedo húmedo.
El catarro atormentaba cada vez más a Ciri. Geralt no tenía pañuelo, pero como estaba harto de su incansable sorbimiento de nariz, le enseñó a limpiarse con los dedos. A la muchacha esto le gustó sobremanera. Mirando a su sonrisilla y a sus ojos brillantes, el brujo estuvo completamente seguro de que se alegraba con el pensamiento de que, en poco tiempo, iba a poder alardear de su nuevo arte en la corte, durante algún banquete o en la audiencia de un embajador de ultramar.
Braenn se detuvo de pronto, se dio la vuelta.
—Gwynbleidd —dijo, desatando un pañuelo verde que llevaba enrollado alrededor del codo—. Ven. Te vendaré los ojos. Así ha de ser.
—Lo sé.
—Te habré de guiar. Tiéndeme la mano.
—No —protestó Ciri—. Yo lo llevaré. ¿Vale, Braenn?
—Vale, bichito.
—¿Geralt?
—¿Ajá?
—¿Qué significa Gwyn… bleídd?
—Lobo Blanco. Así me llaman las dríadas.
—Cuidado, una raíz. ¡No te tropieces! ¿Te llaman así porque tienes los pelos blancos?
—Sí… ¡Puta madre!
—Ya te dije que había una raíz.
Anduvieron. Poco a poco. El suelo estaba resbaladizo de las hojas caídas. Sintió en el rostro un calor, el brillo del sol atravesaba la tela que le cubría los ojos.
—Oh, Geralt —escuchó la voz de Ciri—. Qué bonito es esto… Una pena que no puedas verlo. Hay tantas flores. Y pájaros. ¿Escuchas cómo cantan? Oh, cuántos hay aquí. Muchísimos. Oh, y ardillas. Cuidado, vamos a pasar un arroyo, por un puente de piedra. No te caigas al agua. Oh, ¡cuántos peces! Llenito. Nadan en el agua, ¿sabes? Cuántos animales hay aquí, buf. Creo que en ningún lugar hay tantos…
—En ningún lugar —murmuró él—. En ningún lugar. Esto es Brokilón.
—¿Qué?
—Brokilón. El Último Lugar.
—No lo entiendo…
—Nadie lo entiende. Nadie quiere entender.