VII

—Jaskier —dijo Ojazos mientras cortaba con los dientes la punta del vendaje y lo anudaba sobre la muñeca de Geralt—. Explícame de dónde ha salido todo ese montón de conchas de caracoles que hay bajo las escaleras. En este momento la mujer de Drouhard lo está limpiando y no oculta el juicio que ambos le merecéis.

—¿Conchas? —se hizo el sorprendido Jaskier—. ¿Qué conchas? No tengo ni idea. ¿No los habrán dejado allí algunos patos voladores?

Geralt sonrió, volviendo el rostro hacia la oscuridad. Sonreía al recordar las blasfemias de Jaskier, que había pasado toda la tarde abriendo moluscos y rebuscando en la viscosa carne, se había cortado el dedo y ensuciado la camisa, pero no había hallado ni una sola perla. Y no es de asombrarse puesto que lo más seguro es que no fueran perlíferos sino simples chirlas o mejillones. La idea de hacer una sopa con ellos la habían descartado cuando Jaskier abrió la primera concha: la carne se veía tan poco apetitosa y apestaba de tal modo que hasta les saltaban lágrimas de los ojos.

Ojazos terminó el vendaje y se sentó en la tina vuelta del revés. El brujo le dio las gracias, al tiempo que se miraba la mano elegantemente vendada. La herida era profunda y bastante larga, afectaba también al codo, que dolía con rabia cuando lo movía. La había vendado ya provisionalmente a la orilla del mar, pero en cuanto alcanzaron la casa había comenzado a sangrar de nuevo. Antes de que llegara la muchacha, Geralt había echado en el antebrazo herido un elixir para coagular la sangre, tomó del elixir anestésico y Essi los había descubierto en el momento en que junto con Jaskier intentaba coser la herida con ayuda de un sedal atado a un anzuelo de pesca. Ojazos les había gritado y ella misma había cosido la herida, mientras que Jaskier la gratificó con una colorida descripción de la lucha, reservándose varias veces los derechos exclusivos para un romance sobre todo el acontecimiento. Essi, está claro, ahogó a Geralt con un diluvio de preguntas a las que no supo responder. Se lo tomó a mal, había sacado por lo visto la impresión de que le ocultaban algo. Se amohinó y dejó de preguntar.

—Agloval ya lo sabe —dijo—. Os vieron al volver, y la de Drouhard, cuando vio la sangre en las escaleras, corrió a cotillear. La gente se aprieta en las rocas con la esperanza de que las olas echen algo, todavía están dando vueltas por allí; por lo que sé no han encontrado nada.

—Y no lo encontrarán —dijo el brujo—. Iré a ver a Agloval mañana, pero avísale, si puedes, para que prohiba a la gente andar junto a los Colmillos del Dragón. Pero por favor, ni una palabra sobre esas escaleras ni sobre las fantasías de Jaskier acerca de la ciudad de Ys. Enseguida saldrían los buscadores de tesoros y de emociones y habría más cadáveres…

—No soy ninguna charlatana. —Essi puso mala cara, se apartó violentamente el rizo—. Si pregunto algo no es para salir corriendo a la fuente y contárselo a las lavanderas.

—Lo siento.

—Tengo que salir —comunicó de pronto Jaskier—. Tengo una cita con Akeretta. Geralt, me llevo tu jubón, el mío está inhumanamente sucio, aparte de húmedo.

—Todo aquí está húmedo —dijo con sarcasmo Ojazos, y, dando señales de repugnancia, asestó un golpecito con la punta del pie a las piezas de ropa desparramadas acá y allá—. ¿Cómo se puede ser así? Hay que colgar esto, dejarlo secar como es debido… Sois horribles.

—Se seca solo. —Jaskier tomó la almilla mojada del brujo y miró con alegría las tachuelas de plata de las mangas.

—No pongas excusas. ¿Y qué es esto? Va, no me digas, esta bolsa todavía está llena de fango y algas. Y esto… ¿Qué es esto? ¡Puaj!

Geralt y Jaskier contemplaron en silencio la concha azul cobalto que Essi sujetaba con dos dedos. Se habían olvidado. El molusco estaba ligeramente abierto y apestaba visiblemente.

—Es un regalo —dijo el trovador, deslizándose hacia la puerta—. Mañana es tu cumpleaños, ¿no es cierto, Marioneta? Pues esto es un regalo para ti.

—¿Esto?

—Bonita, ¿verdad? —Jaskier sorbió aire y añadió con rapidez—: Es de parte de Geralt. Él la eligió para ti. Oh, ya es tarde. Con dios…

Después de su salida Ojazos calló por un momento. El brujo miró el apestoso molusco y se avergonzó. De Jaskier y de sí mismo.

—¿Te acordaste de mi cumpleaños? —preguntó Essi, manteniendo el molusco lejos de sí—. ¿De verdad?

—Dame eso —dijo él con aspereza. Se alzó en el jergón, protegiendo la mano vendada—. Te pido perdón por ese idiota…

—No —protestó, tomando un cuchillito con su vaina del cinturón—. De verdad que es una concha bien bonita, la guardaré como recuerdo. Sólo hay que limpiarla, y antes librarse de… su contenido. Lo tiraré por la ventana, que se lo coman los gatos.

Algo golpeó contra el pavimento, rodó. Geralt hizo más amplia la retina y vio aquel algo bastante antes que Essi.

Era una perla. Una hermosa, opalina y brillante perla de color azul pálido, grande como un guisante.

—Por los dioses. —Ojazos la vio—. Geralt… ¡Una perla!

—Una perla —se rió él—. Así pues, has recibido un regalo, Essi. Me alegro.

—Geralt, no puedo aceptarlo. Esta perla vale…

—Es tuya —la interrumpió—. Jaskier, aunque se haga el tonto, se acordó de verdad de tu cumpleaños. Y es verdad que quería darte una alegría. Habló de ello, habló en voz alta. Así que el destino le oyó y concedió lo que era necesario.

—¿Y tú, Geralt?

—¿Y yo?

—¿Acaso tú… también querías darme una alegría? Esta perla es tan hermosa… Debe de valer muchísimo… ¿No lo lamentas?

—Me alegro de que te guste. Y si hay algo que lamente es que sólo hubiera una. Y que…

—¿Sí?

—Que no te conozca desde hace tanto tiempo como Jaskier, tanto tiempo como para poder saber y recordar tu cumpleaños. Para poder hacerte regalos y darte alegrías. Para poder… llamarte Marioneta.

Se acercó a él y de pronto le echó los brazos al cuello. Geralt previó su movimiento hábilmente y con rapidez evitó sus labios, la besó con frialdad en la mejilla, la abrazó con el brazo sano, con torpeza, con reserva y delicadeza. Percibió cómo la muchacha se frenaba y retrocedía poco a poco, pero sólo a la distancia de los brazos, aún descansando en sus hombros. Él sabía lo que esperaba, pero no lo hizo. No la atrajo hacia sí.

Essi le soltó, se dio la vuelta hacia el ventanuco sucio y entreabierto.

—Por supuesto —dijo de improviso—. Apenas me conoces. Olvidaba que tú apenas me conoces.

—Essi —contestó él, al cabo—. Yo…

—Yo tampoco te conozco apenas —estalló, interrumpiéndole—. ¿Y qué más da? Te quiero. Nada puede evitarlo. Nada.

—¡Essi!

—Sí. Te quiero, Geralt. Me da igual lo que pienses. Te quiero desde el momento en que te vi, allá, en la fiesta…

Calló, bajó la cabeza.

Estaba de pie delante de él y Geralt lamentó que fuera ella y no el ser pez con su sable escondido bajo el agua. Con el ser pez tenía al menos una posibilidad de salir del paso. Con ella no.

—No dices nada —afirmó un hecho—. Nada, ni una palabra.

Estoy cansado, pensó, y horriblemente débil. Tengo que sentarme, se me nubla la vista, he perdido sangre y no he comido… Tengo que sentarme. Maldito cuartucho, pensó, así estallara en la próxima tormenta tocado por un rayo. Esta maldita falta de muebles, dos malditas sillas y una mesa, que sirve para separar, ante la que hablar es tan fácil y tan seguro, se puede incluso sujetar la mano del otro. Y yo tengo que sentarme en el jergón, tengo que pedirle que se siente junto a mi. Y el jergón lleno de cáscaras de guisantes es muy peligroso, de aquí no puede uno ni siquiera escaparse, retirarse…

—Siéntate junto a mí, Essi.

Se sentó. Con una pequeña vacilación. Con delicadeza. Lejos. Demasiado cerca.

—Cuando me enteré —susurró, rompiendo un largo silencio—, cuándo escuché que Jaskier te había traído cubierto de sangre, salí corriendo de casa como una loca, corrí a ciegas, sin prestarle atención a nada. Y entonces… ¿sabes lo que pensé entonces? Que es magia, que me echaste un encantamiento, que en secreto, a traición, me hechizaste, con tus Señales, con tu medallón de lobo, con tus ojos malos. Así pensé, pero no me detuve, seguí corriendo, porque comprendí que lo deseaba… que deseaba estar bajo tu poder. Y la realidad resultó ser aún más terrible. No me habías echado ningún hechizo. ¿Por qué, Geralt? ¿Por qué no me hechizaste?

Él guardó silencio.

—Si esto fuera magia —siguió—, todo sería sencillo, fácil. Me doblegaría ante tu poder y sería feliz. Y así… Tengo… No sé qué me pasa…

Diablos, pensó Geralt, si Yennefer cuando está conmigo se siente como yo ahora, la compadezco. Nunca más me asombraré. Nunca más la odiaré… Nunca.

Porque puede que Yennefer sienta esto mismo que yo siento ahora, sienta una profunda seguridad de que debiera conceder lo que es imposible de conceder, incluso aún más imposible que la relación entre Agloval y Sh’eenaz. La seguridad de que no bastaría un pequeño sacrificio, de que haría falta sacrificar todo y no se sabe siquiera si eso sería suficiente. No, no voy ya a odiar a Yennefer porque no pueda y no quiera darme algo más que un pequeño sacrificio. Ahora sé que un pequeño sacrificio es muchísimo.

—Geralt —gimió Ojazos, sujetando la cabeza entre los brazos—. Me da mucha vergüenza. Me avergüenzo de lo que siento, que es como una maldita anemia, como un resfriado, como el asma…

Él callaba.

—Siempre pensé que sería un hermoso y elevado estado del alma, noble y orgulloso, incluso si producía la infelicidad. ¿Acaso no he escrito tantos romances sobre algo así? Y resulta que esto es orgánico, Geralt, terrible y absolutamente orgánico. Así se siente alguien que está enfermo, que ha bebido veneno. Porque del mismo modo que alguien que haya bebido veneno se está dispuesto a todo a cambio del antídoto. A todo. Incluso a la humillación.

—Essi. Por favor…

—Sí. Me siento humillada, humillada porque te lo he confesado todo, olvidándome de la dignidad, que obliga a sufrir en silencio. Porque con mi confesión te he metido en problemas. Me siento humillada por causarte problemas. Pero no puedo hacer otra cosa. Carezco de fuerzas. A merced de la gente, como alguien con una enfermedad terminal. Siempre he tenido miedo de las enfermedades, del momento en que esté débil, sin fuerzas, sin saber qué hacer, sola. Siempre he tenido miedo de las enfermedades, siempre he pensado que una enfermedad sería lo peor que me podía pasar…

Calló.

—Sé —gimió de nuevo—. Sé que debiera estarte agradecida de que… de que no te aproveches de la situación. Pero no te estoy agradecida. Y esto también me avergüenza. Porque odio ése tu silencio, ésos tus ojos aterrorizados. Te odio. Porque callas. Porque no mientes, que no… Y a ella también la odio, a ésa tu hechicera, de buena gana le clavaría el cuchillo. Porque… la odio. Mándame irme, Geralt. Ordéname que salga de aquí. Porque yo sola, de propia voluntad, no puedo, y quiero salir de aquí, ir a la ciudad, a la taberna… Quiero vengarme de ti por mi vergüenza, mi humillación, quiero encontrar al primero que pase…

Pena negra, pensó Geralt, al escuchar cómo su voz iba decayendo como una pelota de trapo por una escalera. Se va a poner a llorar, pensó, dos frases más y se pondrá a llorar. ¿Qué hacer, dioses, qué hacer?

Los hombros encogidos de Essi temblaron con fuerza. La muchacha volvió la cabeza y comenzó a llorar, con un llanto bajito, terriblemente sereno, incontenible.

No siento nada, afirmó con horror, nada, ni la más mínima compasión. Esto, el que ahora abrazo su espalda, es un gesto pensado, medido, no espontáneo. La abrazo porque siento que es preciso, no porque lo desee. No siento nada.

Cuando la abrazó dejó inmediatamente de llorar, se limpió las lágrimas, agitando con violencia la cabeza y volviéndose de tal modo que no pudo verle la cara. Y luego se aferró a él más fuerte, apretando la cabeza contra su pecho.

Un pequeño sacrificio, pensó, sólo un pequeño sacrificio. Al menos esto la tranquilizaría, el abrazo, el beso, unas serenas caricias… Ella no desea más. E incluso si lo quisiera, ¿qué? Un pequeño sacrificio, un muy pequeño sacrificio, pues ella es hermosa y se lo merece… Si quisiera más… La tranquilizará. Un acto de amor quedo, sereno, delicado. Y yo… A mí, al fin y al cabo, me da todo igual, porque Essi huele a verbena y no a lila y grosella, no tiene esa fría y electrizante piel, los cabellos de Essi no son un negro tornado de rizos brillantes, los ojos de Essi son hermosos, blandos, cálidos y celestes, no arden con un frío, impasible y profundo violeta. Essi se dormirá después, volverá la cabeza, abrirá ligeramente los labios. Essi no se sonreirá con expresión de triunfo. Porque Essi…

Essi no es Yennefer.

Y por eso no puedo. No puedo cargar sobre mí el peso de ese pequeño sacrificio.

—Por favor, Essi, no llores.

—No lo haré. —Se apartó de él muy poquito a poco—. No lo haré. Entiendo. No puede ser de otro modo.

Callaron, sentados el uno junto al otro sobre el jergón relleno de cáscaras de guisantes. La noche se iba acercando.

—Geralt —dijo ella de improviso, y la voz le temblaba—. Y puede… Pudiera ser… como con el molusco ése, como con ese extraño regalo. ¿Y pudiera ser que de verdad halláramos una perla? ¿Más tarde? ¿Después de algún tiempo?

—Veo esa perla —dijo él con énfasis—. Envuelta en plata, en florecillas de plata de pétalos misteriosos. La veo en tu cuello, como yo llevo mi medallón. Será tu talismán, Essi. Un talismán que te protegerá de todo mal.

—Mi talismán —repitió, bajando la cabeza—. Mi perla, que engarzaré en plata, de la que nunca me separaré. Mi joya, que recibí como sustituto. ¿Acaso un talismán así puede traer buena suerte?

—Sí, Essi. Estate segura de ello.

—¿Puedo quedarme un rato más? ¿Contigo?

—Puedes.

Se acercaba el ocaso, cayeron las sombras, y ellos aún estaban sobre el jergón relleno de cáscara de guisante, en el cuartucho bajo el tejado en el que no había muebles, en el que sólo había una tina y una vela apagada en el suelo, sobre un montón de cera deshecha.

Estuvieron en completo silencio, sin hablar, durante mucho tiempo. Y luego llegó Jaskier. Escucharon cómo se acercaba, rasgueando el laúd y canturreando. Jaskier entró, los vio y no dijo nada, ni palabra. Essi también se mantuvo en silencio, se levantó y salió, sin mirarlos.

Jaskier no dijo ni una palabra. Pero el brujo veía en sus ojos las palabras que no habían sido pronunciadas.