VI

—Geralt —dijo Jaskier, mirando a su alrededor y olisqueando como un sabueso de caza—. Aquí apesta, ¿no te parece?

—¿Yo qué sé? —El brujo aspiró—. He estado en lugares en los que olía peor. Esto no es más que el olor del mar.

El bardo dio la vuelta a la cabeza y escupió por entre las rocas. El agua borboteaba en los rompientes, haciendo espuma y siseando, dejando al descubierto hoyas llenas de guijarros y pulidas por las olas.

—Mira qué bien que se ha secado todo esto, Geralt. ¿Dónde se ha metido esta agua? ¿Qué es lo que son estos flujos y reflujos, joder? ¿De dónde salen? ¿No has pensado nunca en ello?

—No. Tengo otras preocupaciones.

—Pienso —Jaskier tembló ligeramente— que allá, en lo profundo, en el mismo fondo de este maldito océano, está sentado un enorme monstruo, una masa gorda, escamosa, un sapo con cuernos sobre su horrorosa cabeza. Y cada cierto tiempo llena la tripa de agua, y con el agua todo lo que vive y se puede comer: peces, focas, tortugas, todo. Y luego, una vez que ha quedado satisfecho, mea el agua y ya tenemos la marea. ¿Qué piensas de esto?

—Pienso que estás tonto. Yennefer me dijo una vez que las mareas las produce la luna.

Jaskier se rió.

—¡Vaya una sandez! ¿Qué tendrá que ver la luna con el mar? Los perros aúllan a la luna, y nada más. Te la dio con queso, Geralt, esa mentirosilla tuya, se burló de ti. Y por lo que sé, no por vez primera.

El brujo no comentó nada. Miró a las rocas brillantes de humedad que habían surgido tras el reflujo. Todavía se retorcía en ellas el agua llena de espuma, pero parecía que se podía pasar.

—Venga, al tajo —dijo levantándose y colocándose la espada de su espalda—. No podemos esperar más porque no nos daría tiempo antes de la subida de la marea. ¿Aún tienes ganas de ir conmigo?

—Sí. Un tema para un romance no es una piña que se encuentre debajo de un árbol. Aparte de eso, mañana es el cumpleaños de Marioneta.

—No veo la relación.

—Pues es una pena. Entre nosotros, la gente normal, existe la costumbre de hacerse regalos con ocasión del cumpleaños. No tengo para comprar nada. Encontraré algo para ella en el fondo del mar.

—¿Un arenque? ¿Una sepia?

—Tonterías dices. Ámbar, quizás un caballito de mar, puede que alguna bonita concha. Se trata de un símbolo, de una prueba de simpatía, de que se la recuerda. Me gusta Ojazos, quiero darle una alegría. ¿No lo entiendes? Me lo imaginaba. Movámonos. Tú por delante, porque puede que por acá haya algún monstruo.

—Vale. —El brujo saltó desde la orilla a la resbaladiza piedra cubierta de algas—. Iré delante para, en caso de peligro, cubrirte. En prueba de simpatía y recuerdo. Sólo que, no te olvides, si acaso grito, agárrate bien y no te pongas al alcance de mi espada. No vamos allá a recoger caballitos de mar. Vamos a vérnoslas con monstruos que matan personas.

Se dirigieron hacia abajo, hacia el fondo de la grieta dejada al descubierto por el reflujo. Pisaban a trechos el agua que se escondía todavía entre las chimeneas de piedra. Se hundían en huecos rellenos de arena y algas. Para colmo, comenzó a llover, así que en poco tiempo estuvieron mojados de los pies a la cabeza. Jaskier se detenía a cada momento, hurgaba con el talón entre los guijarros y los ovillos de plantas marinas.

—Oh, mira, Geralt, un pececillo. Completamente rojo, que me lleven los diablos. Y aquí, oh, una pequeña anguila. ¿Y esto? ¿Qué es esto? Parece una gigantesca pulga transparente. Y esto… ¡Ay madre! ¡Geraaalt!

El brujo se dio la vuelta rápidamente, con la mano en la espada.

Era un cráneo humano, blanco, alisado contra las rocas, encerrado en una grieta, lleno de arena. Y no sólo. Jaskier, al ver salir por la cavidad ocular un ciempiés marino, se asustó y emitió un desagradable sonido. El brujo se encogió de hombros dirigiéndose hacia una meseta de piedra que había quedado al descubierto por el reflujo, en dirección a los dos arrecifes llamados Colmillos del Diablo y que ahora parecían montañas. Se acercó con precaución. El fondo estaba lleno de pepinos de mar, de moluscos, de montones de varec. En charcos y hoyas cimbreaban enormes medusas y se retorcían ofiúridos. Pequeños cangrejos, con tantos colores como un colibrí, huían ante ellos, corriendo de lado y moviendo ágilmente las pinzas.

Geralt ya había visto de lejos el cadáver que estaba hundido entre las piedras. El ahogado meneaba el torso visible por debajo de unas plantas marinas, aunque en esencia no tenía ya nada que mover. Le bullían los cangrejos, por dentro y por fuera. No podía haber estado en el agua más de una jornada, pero los cangrejos le habían dejado de tal modo que una exploración detenida carecía de sentido. El brujo, sin decir palabra, cambió la dirección de la marcha y evitó el cadáver haciendo un arco. Jaskier no se percató de nada.

—Mira que apesta a podrido aquí —maldijo, alcanzó a Geralt, escupió, escurrió el agua de su sombrerillo—. Y llueve, y hace frío. Me voy a constipar, voy a perder la voz, puta madre…

—No refunfuñes. Si quieres volverte, ya sabes el camino.

Justo detrás de la base de los Colmillos del Diablo se extendía una raña pedregosa, y más allá estaba el mar, profundo, ondulando pacíficamente. La frontera de la marea baja.

—Ja, brujo. —Jaskier miró alrededor—. Este monstruo tuyo ha tenido, por lo que parece, suficiente seso como para retroceder a pleno mar junto con el agua. Y tú seguro que pensabas que iba a estar tendido aquí, en algún lado, con la tripa al sol, esperando a que te lo cargases.

—Estate callado.

El brujo se acercó a los límites de la meseta, se hincó de rodillas, apoyó la mano con precaución sobre los afilados moluscos que cubrían la roca. No vio nada, el agua estaba oscura, la superficie enturbiada, empañada por la llovizna.

Jaskier escarbó en la falda de los arrecifes, expulsando a puntapiés a los cangrejos más atrevidos, miró y tentó las rocas que chorreaban agua, barbadas de algas caídas, moteadas de ásperas colonias de crustáceos y de moluscos.

—Eh, Geralt.

—¿Qué?

—Mira esos moluscos. Son ostras perlíferas, ¿no?

—No.

—¿Sabes algo del tema?

—No sé nada.

—Entonces guárdate tu opinión hasta el momento en que comiences a saberlo. Esto son ostras perlíferas, estoy seguro. Me voy a poner a recoger perlas, así al menos sacaremos algún beneficio de este asunto, no sólo un catarro. ¿Las recojo, Geralt?

—Recoge. El monstruo ataca a los pescadores. Los recolectores también caen dentro de esta categoría.

—¿He de hacer de cebo?

—Recoge, recoge. Toma los moluscos más grandes; si no tienen perlas, haremos una sopa con ellos.

—Lo que nos faltaba. Voy a coger sólo las perlas y a los moluscos que les den por culo. Rayos… La muy hija de su madre… ¿Cómo se… puta seas… abre? ¿No tienes un cuchillo, Geralt?

—¿Ni siquiera has traído un cuchillo?

—Soy poeta y no navajero. Así le caiga un rayo, me lo guardo en la bolsa, ya sacaremos las perlas más tarde. ¡Eh, tú! ¡Largo de aquí!

El cangrejo del que se libró con un puntapié voló por encima de la cabeza de Geralt y fue a estrellarse contra una ola. El brujo siguió andando despacio a lo largo de los límites de la plataforma, observando la impenetrable agua negra. Escuchó el rítmico golpeteo de la piedra con la que Jaskier extraía los moluscos de la roca.

—¡Jaskier! ¡Ven aquí, mira!

La desgarrada y agrietada meseta terminaba de pronto en un borde afilado, igualado, que caía hacia abajo perpendicularmente. Bajo la superficie del agua podían verse con claridad unos enormes, angulosos y regulares bloques de mármol blanco, recubiertos de algas, moluscos y actinias, que ondulaban en el agua como flores al viento.

—¿Qué es esto? Parecen… escalones.

—Porque son escalones —susurró Jaskier con asombro—. Oooh, esto son escalones que conducen a una ciudad submarina. A la legendaria Ys, que se tragaron las olas. ¿Has oído alguna vez la leyenda del lugar de las profundidades, de Ys bajo las Aguas? Oooh, escribiré sobre ello un romance tal que la competencia se comerá las uñas. He de verlo de cerca… Mira, ahí hay algo como un mosaico, algo tallado o grabado. ¿Un letrero? Quita de en medio.

—¡Jaskier! ¡Está muy hondo! Vas a resbalar…

—Qué dices. Si ya estoy mojado. Mira, apenas cubre, por la cintura, en este primer escalón. Y hay sitio como en una sala de baile. Ay, su puta madre…

Geralt saltó como un relámpago al agua y sujetó al bardo que estaba sumergido hasta el cuello.

—Me he tropezado con la mierda esta. —Jaskier, tomando aire, se sacudió, alzando con las dos manos un enorme molusco plano, del que chorreaba el agua, y que tenía una concha de color azul cobalto, cubierta de pequeñas algas—. Hay montones de ellos en estas escaleras. Bonito color, ¿no te parece? Dame, lo meteré en tu zurrón, mi bolsa ya está llena.

—Sal de ahí —gritó el brujo, enfurecido—. Sal inmediatamente, Jaskier. Esto no es un juego.

—Calla. ¿Has oído? ¿Qué ha sido eso?

Geralt lo había oído. El sonido llegaba desde las profundidades, de debajo del agua. Sordo y grave, aunque al mismo tiempo menudo, bajito, corto, precipitado. El sonido de una campana.

—Una campana, así me… —susurró Jaskier, encaramándose a la plataforma—. Tenía razón, Geralt. Es la campana de la ciudad sumergida de Ys, la campana de la mansión de los vampiros, embotada por el peso de las profundidades. Así nos recuerdan los ahogados…

—¿Te vas a callar?

El sonido se repitió. Bastante más cerca.

—… nos recuerdan —siguió el bardo, mientras se retorcía los faldones del jubón, que estaban completamente húmedos— su terrible destino. Esta campana es un aviso…

El brujo dejó de hacer caso a la voz de Jaskier y puso su atención en sus otros sentidos. Percibía. Percibía algo.

—Es un aviso. —Jaskier sacó un poco la lengua, lo que solía hacer cuando se concentraba—. Aviso, o bien… hmmm… Para que no olvidemos… hmmm… hmmm… ¡Ya lo tengo! Suena sorda la campana, canta su canción de muerte, muerte que es ligera siempre, al contrario que el olvido

El agua que estaba junto al brujo explotó. Jaskier aulló. El monstruo de ojos saltones que surgió de entre la espuma saltó hacia Geralt armado con una hoja ancha, dentada, parecida a una guadaña. Geralt tenía la espada en la mano en el mismo momento en que el agua había comenzado a agitarse, así que ahora sólo tuvo que afirmarse, girar las caderas y cortar al monstruo por debajo de la lacia y escamosa garganta. Inmediatamente se dio la vuelta hacia el otro lado, donde el agua se retorcía de nuevo con el siguiente monstruo, que portaba un extraño yelmo y armas de algo que recordaba el cobre enmohecido. El brujo, con un golpe de espada muy abierto, repelió la hoja de la corta lanza que se dirigía hacia él y con el ímpetu que había cobrado atravesó el morro lleno de dientes y con aspecto de pez. Dio un salto hacia los bordes de la plataforma, pisoteando el agua.

—¡Huye, Jaskier!

—¡Dame la mano!

—¡Huye, maldita sea!

El siguiente monstruo surgió de las olas, haciendo relucir un sable curvo que sujetaba en una garra áspera y verdosa. El brujo apoyó la espalda contra la roca cuajada de moluscos y se colocó en posición, pero el monstruo de ojos de pez no se acercó. Su estatura era parecida a la de Geralt, el agua también le llegaba hasta la cintura, pero la imponente cresta erizada sobre su cabeza y las branquias infladas le hacían parecer mayor. El gesto producido por la amplia y torcida mandíbula armada de finos dientes recordaba asombrosamente a una macabra sonrisa.

El ser, sin prestar atención a los dos cuerpos que se retorcían en el agua enrojecida, alzó su sable, que aferraba con las dos manos en una larga empuñadura desprovista de guardamanos. Desplegando aún más la cresta y las branquias, hizo girar la hoja en el aire. Geralt escuchó cómo la ligera hoja silbaba y aleteaba.

El ser dio un paso al frente, enviando una ola hacia el brujo. Geralt hizo un molinete con la espada como respuesta. Y también dio un paso, aceptando el reto.

El ojos de pez, con habilidad, hizo resbalar los largos dedos sobre el puño y poco a poco bajó los brazos acorazados con carey y cobre, los sumergió hasta los codos, cubriendo el arma con agua. El brujo aferró la espada con las dos manos: la mano derecha justo debajo del gavilán, la izquierda por la perilla. Alzó el arma hacia arriba y un poco hacia un lado, por encima de su hombro derecho. Miró en los ojos al monstruo, pero eran unos ojos irisados, de pez, unos ojos de iris en forma de gotas, que brillaban fríos y metálicos. Ojos que nada expresaban y nada traicionaban. Nada que pudiera advertir del ataque.

De las profundidades, del fondo de las escaleras que desaparecían en la oscura sima, surgió el sonido de una campana. Cada vez más cerca, cada vez más claramente.

El ojos de pez se movió hacia delante, arrancó la hoja de debajo del agua, atacó con la velocidad del rayo, cortando desde abajo hacia un lado. Geralt tuvo pura suerte: apostó a que el golpe vendría dado por la derecha. Paró con la hoja dirigida hacia abajo, retorciendo con fuerza el cuerpo, acto seguido dio la vuelta a la espada, enlazándola perpendicularmente con el sable del monstruo. Ahora todo dependía de cuál de los dos iba a ser más rápido en volver los dedos sobre la empuñadura, cuál iba a ser el primero en cambiar de la estática sujeción de la hoja al golpe, un golpe cuya fuerza iban ya construyendo los dos, pasando el peso del cuerpo al pie adecuado. Geralt ya había comprendido que ambos eran igual de rápidos.

Pero el ojos de pez tenía los dedos más largos.

El brujo lo cortó por el lado, por encima de las caderas, giró en semivuelta, apretó la hoja más hondo con el peso de su cuerpo, evitó sin problemas el contraataque amplio y descontrolado, desesperado y falto de gracia. El monstruo, abriendo su boca de pez sin ruido, desapareció bajo el agua, en la que flotaban nubecillas de color rojo oscuro.

—¡Dame la mano! ¡Deprisa! —aulló Jaskier—. ¡Vienen a montones! ¡Los veo!

El brujo agarró la mano derecha del bardo y salió del agua a la plataforma de piedra. Detrás de él, con fuerza, se estrelló una ola.

Comenzaba la marea alta.

Huyeron a toda prisa, perseguidos por el agua. Geralt miró y vio cómo del mar surgían muchos más seres ícteos, cómo se lanzaban en su persecución, saltando ágiles con unos pies musculosos. Aceleró el paso sin decir palabra.

Jaskier suspiraba, corría pesadamente, haciendo saltar el agua que ya llegaba hasta las rodillas. De pronto se tropezó, cayó, gateó por entre las algas y sargazos apoyándose en unas manos hinchadas. Geralt lo agarró por el cinturón, lo arrancó de entre la espuma que se había formado a su alrededor.

—¡Corre! —gritó—. ¡Los contendré!

—Geralt…

—¡Corre, Jaskier! ¡Pronto el agua llenará la grieta y entonces no podremos salir! ¡Corre mientras tengas fuerzas!

Jaskier gimió y echó a correr. El brujo le siguió, contando con que los monstruos se separarían en la persecución. Sabía que en una lucha con todo el grupo estaba perdido.

Lo alcanzaron junto a la misma grieta, porque el agua ya estaba tan alta que podían nadar, mientras que él, sumergido en la espuma, trepó con esfuerzo hacia arriba por las resbaladizas piedras. La grieta era, sin embargo, demasiado estrecha como para que pudieran atacarle desde todos los ángulos. Se detuvo en una hoya, allí donde Jaskier había encontrado la calavera.

Se paró, se dio la vuelta. Y se tranquilizó.

Al primero le clavó la punta de la espada en el lugar donde debiera estar la sien. Al segundo, armado con algo parecido a un hacha corta, le abrió la barriga. El tercero huyó.

El brujo se lanzó hacia la salida del agujero, pero en ese mismo momento se estrelló una ola contra él, lo ahogó en espuma, creó un remolino en la chimenea, lo arrancó de las rocas y lo tiró hacia abajo, hacia el ojo del remolino. Se estrelló contra un ser pez que se sacudía en el remolino, lo alejó de un puntapié. Alguien le agarró de una pierna y tiró de él hacia abajo, hacia el fondo. Apoyó la espalda en las rocas, abrió los ojos justo a tiempo para ver unas oscuras siluetas, dos rápidos brillos. El primer brillo lo paró con la espada, el segundo le hizo cubrirse inconscientemente con la mano izquierda. Sintió el golpe, el dolor, y acto seguido la ácida mordedura de la sal. Golpeó con los pies en el fondo, se impulsó hacia arriba, hacia la superficie, colocó los dedos, prendió la Señal. La explosión fue sorda, hirió sus oídos en un corto paroxismo de dolor. Si salgo de ésta, pensó, agitando el agua con manos y pies, si salgo de ésta, iré a ver a Yen a Vengerberg, intentaré otra vez… Si salgo de ésta…

Le pareció escuchar el sonido de una trompa. O de un cuerno.

La ola, estallando de nuevo en la chimenea, lo impulsó hacia la superficie, lo arrojó de bruces sobre la gran plataforma. Ahora escuchaba con claridad el sonido de un cuerno, los gritos de Jaskier, que parecían llegar de todos lados al mismo tiempo. Resopló para expulsar el agua salada de su nariz, miró alrededor, mientras se retiraba los cabellos mojados del rostro.

Estaba en la playa, junto al lugar del que habían partido. Estaba tendido de bruces en las piedrecillas, en su entorno la espuma blanca se preparaba para la subida de la marea.

Detrás de él, en la plataforma, ahora apenas un estrecho cabo, bailaba sobre las olas un enorme delfín gris. En sus lomos, agitando unos cabellos de verde celadón, cabalgaba una sirena. Tenía unos hermosos pechos.

—¡Peloblanco! —cantó, saludando con la mano en la que sujetaba una enorme concha cónica, retorcida, en espiral—. ¿Estás vivo?

—Estoy vivo —se asombró el brujo.

La espuma a su alrededor tomó un color rosáceo. El brazo izquierdo estaba rígido, la sal le roía. El brazo de su jubón tenía un corte recto e igualado, de la abertura manaba la sangre. Salí de ésta, pensó, lo conseguí de nuevo. Pero no, jamás iré.

Vio a Jaskier, que corría hacia él, tropezando con el suelo mojado.

—¡Los he detenido! —cantó la sirena y sopló de nuevo en la concha—. ¡Pero no por mucho tiempo! ¡Huye y no vuelvas por aquí, peloblanco! El mar… ¡no es para vosotros!

—¡Lo sé! —repuso—. ¡Lo sé! ¡Gracias, Sh’eenaz!