VII

—¡Hey, brujo!

Geralt alzó la cabeza de la mesa sobre cuya superficie dibujaba, pensativo, fantásticos diseños con la cerveza que se había derramado.

—No es fácil encontrarte. —El estarosta Herbolth se sentó, desplazó la jarra y el cantarillo—. En la posada han dicho que te habías mudado a las caballerizas, en las caballerizas he encontrado sólo tu caballo y tu hato. Y estabas aquí… Creo que ésta es la taberna más asquerosa de toda la ciudad. Sólo la peor maraña se reúne. ¿Qué haces aquí?

—Bebo.

—Lo veo. Quería charlar contigo. ¿Andas sobrio?

—Como un niño.

—Me alegro.

—¿Qué es lo que queréis, Herbolth? Estoy ocupado, como veis.

Geralt sonrió a la mozuela que le servía otra jarra.

—Corre el rumor —el estarosta frunció el ceño— que tú y nuestro hechicero habéis decidido mataros.

—Es asunto nuestro. Suyo y mío. No os entrometáis.

—No, no es asunto vuestro —negó Herbolth—. Istredd nos es necesario; no nos podemos permitir otro hechicero.

—Entonces id al templo y rezad porque él venza.

—No te burles —bramó el estarosta—. Y no te hagas el listo, vagabundo. Por los dioses, si no supiera que el hechicero no me lo iba a perdonar, te metería en la trena, en el mismo fondo de la mazmorra, mandaría que dos caballos te arrastraran fuera de las murallas o le diría a El Cigarra que te rajara como a un cerdo. Pero, por desgracia, Istredd tiene una obsesión en lo tocante al honor y no me lo perdonaría. Sé que no me lo perdonaría.

—Entonces, estupendo. —El brujo bebió de un trago otra jarra y escupió debajo de la mesa una pajita que había dentro—. Me cayó la breva, nada que objetar. ¿Es todo?

—No —dijo Herbolth, sacando de debajo del abrigo una bolsa—. Aquí tienes cien marcos, brujo; tómalos y lárgate de Aedd Gynvael. Lárgate de aquí, mejor ahora mismo; en cualquier caso antes de la salida del sol. Ya te he dicho que no nos podemos permitir otro hechicero, no dejaré que arriesgue su vida en un duelo con alguien como tú, y por un motivo tan idiota como una…

Se interrumpió, no terminó, aunque el brujo no había ni siquiera temblado.

—Quita de esta mesa tu morro de mierda, Herbolth —dijo Geralt—. Y tus cien marcos te los puedes meter en el culo. Vete, porque me pongo malo sólo de verte, un poco más y acabaré por vomitarte desde la capellina hasta los botines.

El estarosta guardó el saquete, colocó ambas manos sobre la mesa.

—No, es que no —dijo—. Por las buenas quería, pero si no, es que no. Pegaos, haceos picadillo, quemaos, cortaos en migajas por la puta ésa, que se abre de piernas a quien le da la gana. Pienso que Istredd se las puede bandear contigo, tú, asesino a sueldo, no van a quedar de ti más que las botas, y si no, ya te cogeré yo, antes de que su cadáver se enfríe, y todos los huesos te voy a romper en las torturas. No te va a quedar ni una pulgada sana, tú…

No le dio tiempo a retirar los brazos de la mesa, el movimiento del brujo fue demasiado rápido, el brazo que surgió de debajo de la tabla desapareció ante los ojos del estarosta y el estilete se clavó con un golpe entre los dedos de su mano.

—Puede ser —susurró el brujo, apretando el puño sobre la empuñadura de la daga y mirando al rostro del estarosta que había palidecido por completo—. Puede que Istredd me mate. Pero si no… Entonces me iré de aquí y tú, cabrón de mierda, no intentes detenerme si no quieres que las calles de vuestra puta ciudad se llenen de sangre. Largo de aquí.

—¡Señor estarosta! ¿Qué pasa aquí? Eh, tú…

—Tranquilo, Cigarra —dijo Herbolth, retirando lentamente la mano, introduciéndola poco a poco debajo de la mesa, cada vez más lejos del filo del estilete—. Nada ha pasado. Nada.

El Cigarra volvió a meter en la vaina la espada que había sacado hasta la mitad. Geralt no lo miraba. No miraba al estarosta que salía de la taberna, protegido por El Cigarra de los tambaleantes almadieros y arrieros. Miraba a un hombre pequeño de rostro como el de una rata y de negros y penetrantes ojos, que estaba sentado unas cuantas mesas más allá.

Me he puesto nervioso, advirtió con asombro. Me tiemblan las manos. De verdad me tiemblan las manos. Esto es imposible, lo que me pasa. A menos que esto supusiera que…

Sí, pensó, mirando al hombrecillo de cara de rata. Creo que sí.

Es necesario, pensó.

Qué frío…

Se levantó.

Miró al hombrecillo, sonrió. Después se abrió los faldones del abrigo, sacó de una bolsa dos monedas de oro, las arrojó a la mesa. Las monedas tintinearon, una, girando, golpeó la hoja del estilete que todavía estaba clavado en la bruñida madera.