—Yennefer.
Se dio la vuelta, como sorprendida, aunque el brujo no dudaba de que ya de lejos había escuchado sus pasos. Puso sobre la tierra el cubo de madera, se irguió, retiró de su frente los cabellos que se escapaban bajo la redecilla de oro, los rizos retorcidos que caían sobre los hombros.
—Geralt.
Como de costumbre, sólo llevaba dos colores, negro y blanco. Negros cabellos, negras y largas pestañas que obligaban a adivinar el color de los ojos escondidos por ellas. Una falda negra, un corto caftán negro con cuello de piel blanca. Una camisa del más fino lino. En el cuello una cinta negra de terciopelo adornada con una estrella de obsidiana cuajada de diamantes.
—No has cambiado nada.
—Tú tampoco. —Yennefer frunció los labios—. Y en ambos casos es lo normal. O, si prefieres, lo anormalmente normal. De cualquier modo, decir esto, aunque pueda ser una buena forma para comenzar una conversación, es absurdo. ¿No es cierto?
—Cierto —afirmó él con un ademán de la cabeza, miró a un lado, en dirección a la tienda y las hogueras de los arqueros reales, medio escondidas detrás de las negras siluetas de los carromatos. Desde el fuego más alejado les alcanzaba la sonora voz de Jaskier cantando «Estrellas en el camino», uno de sus romances de amor más conseguidos.
—En fin, ya hemos dejado atrás la introducción —dijo la hechicera—. Escuchemos lo que sigue.
—¿Ves, Yennefer…?
—Veo —le cortó con fuerza—. Pero no comprendo. ¿Por qué has venido aquí, Geralt? ¿Seguro que no es por el dragón? Supongo que en este aspecto no habrás cambiado.
—No. No he cambiado.
—Entonces, pregunto, ¿por qué te has unido a nosotros?
—Si dijera que a causa tuya, ¿lo creerías?
Lo miró en silencio, y en sus ojos relampagueantes brillaba algo que no le gustaba.
—Te creo, por qué no —dijo por fin—. A los hombres les gusta encontrarse con sus antiguas amantes, les gusta revivir los recuerdos. Les gusta imaginarse que los antiguos arrebatos amorosos les dan algo así como un derecho perpetuo de propiedad sobre la mujer. Tal cosa influye positivamente sobre su estado de ánimo. No eres una excepción. Pese a todo.
—Pese a todo —sonrió—. Tienes razón, Yennefer. Verte influye maravillosamente sobre mi estado de ánimo. En otras palabras, me alegro de verte.
—¿Y eso es todo? Bueno, digamos que yo también me alegro. Alegrados ya, te deseo buenas noches. Me voy, como ves, a dormir. Antes de ello tengo intenciones de lavarme, y para esta actividad tengo la costumbre de desnudarme. Así que vete, para concederme al menos la cortesía de un mínimo de discreción.
—Yen.
Desplazó una mano hacia ella.
—¡No me llames así! —gritó ella con rabia, saltando, y de los dedos que apuntó en dirección a él salieron chispas rojas y azules—. Si me tocas te quemaré los ojos, canalla.
El brujo retrocedió. La hechicera, algo más tranquila, se retiró de nuevo los cabellos de la frente, se puso frente a él con los puños apoyados en las caderas.
—¿Qué pensabas, Geralt? ¿Que íbamos a charlotear alegremente, que íbamos a recordar viejos tiempos? ¿Que quizá después de terminar con la charla nos íbamos a ir juntos al carro e íbamos a hacer el amor, así, para reavivar los recuerdos? ¿Qué?
Geralt, sin estar seguro de si la hechicera le leía el pensamiento por medio de la magia o si sólo lo había adivinado, calló, adoptó una sonrisa torcida.
—Estos cuatro años han hecho lo suyo, Geralt. Ya se me ha pasado y única y exclusivamente por ello no te escupí a los ojos cuando te vi hoy. Pero no te dejes engañar por mi cortesía.
—Yennefer…
—¡Calla! Te di a ti más que a cualquier otro hombre, maldito seas. Y tú… Oh, no, querido mío. No soy una puta ni una elfa encontrada en el bosque, a la que se pueda abandonar por la mañana, irse sin despertarla, dejando sobre la mesa un ramito de violetas. A la que se puede dejar al hazmerreír. ¡Ten cuidado! ¡Si dices ahora siquiera una palabra lo vas a lamentar!
Geralt no dijo ni palabra, percibió sin error posible cómo le volvía el enfado a Yennefer. La hechicera se retiró de nuevo de la frente los cabellos desobedientes, lo miró a los ojos desde cerca.
—Nos hemos encontrado, qué se le va a hacer —dijo en voz baja—. No vamos a dar un espectáculo ante todos éstos. Vamos a mantener el tipo. Fingiremos ser buenos conocidos. Pero no cometas un error, Geralt. Entre tú y yo no hay ya nada. Nada, ¿entiendes? Y alégrate porque esto significa que he rechazado ciertos proyectos que todavía no hace mucho tenía con respecto a ti. Pero no significa que te haya perdonado. No te perdonaré, brujo. Nunca.
Se dio la vuelta con brusquedad, agarró el cubo, derramando agua, se fue hacia el carro.
Geralt espantó un mosquito que le zumbaba junto al oído, caminó con lentitud hacia el fuego ante el que unas escasas palmas recompensaban la actuación de Jaskier. Miró al cielo granate por encima de la dentada y negra cadena de cumbres. Tenía ganas de reír. No sabía por qué.