CAPÍTULO XII

Han pasado algunos años desde la escena anterior. El verano está avanzando. El maestro acaba de traspasar el umbral de Nordistuen; no encuentra a su paso ninguno de los moradores, abre una segunda puerta, y no para hasta llegar a la habitación más interior de la larga construcción, donde encuentra a Ole Nordistuen solo junto a su cama, mirándose las manos. Salúdale el maestro, y Ole le da la bienvenida. Toma el maestro un taburete y se sienta delante del anciano.

—Has solicitado mi visita —empieza.

—Precisamente —le responde Ole.

El maestro pone un pierna encima de la otra, pasea los ojos por la habitación y toma un libro que está sobre el escaño. Y lo hojea.

—¿Qué quieres, pues, de mí?

—Justamente, lo estoy pensando.

No se muestra impaciente el maestro, saca lentamente del bolsillo las gafas para leer el título del libro, frota los cristales, y se las pone.

—Empiezas a envejecer, Ole.

—Sí, y precisamente por eso quiero hablar contigo. Voy cuesta abajo, y pronto cerraré los ojos para siempre.

—Entonces, Ole, has de procurar que el sueño sea en paz.

Con estas palabras cierra el libro, y mira la ventana.

—Es un buen libro el que tengo en las manos.

—No es malo.

—¿Has pasado mucho más allá del título, Ole?

—Lo que es en estos últimos tiempos…

Deja a un lado el libro el maestro y vuelve a meterse las gafas en el bolsillo.

—¿No te salen las cosas como querrías, Ole?

—Desde que tengo recuerdo, jamás he gozado de esta dicha.

—Lo mismo me ha pasado a mí de mucho tiempo acá. Había tenido diferencias con un amigo, y en espera de que se acercara a mí me sentía desdichado. Acabé decidiéndome a ir yo, y desde entonces vivo mejor.

Ole ha levantado los ojos, pero no dice una palabra.

—¿Cómo te va con tu cortijo?

—Hacia atrás, tan mal como a mí mismo.

—¿Quién se hará cargo de él una vez hayas dejado este mundo?

—No sé, y he aquí el objeto de mi angustia.

—A tu vecino ahora le va bien, Ole.

—No me extraña. Tienen…, tienen un agrónomo en casa.

—Tú, Ole, podrías tener la misma ayuda —replica el maestro, mientras se vuelve hacia la ventana con indiferencia.

—Pero no hay quien esté dispuesto a ayudarme.

—¿Lo has solicitado?

Ole no responde.

—Antaño —prosigue el maestro— yo me encontré en igual situación con Dios: «No me tienes de la mano», le decía. «¿Me has implorado ya?», preguntó Él. No, no lo había hecho. Y recé, y desde entonces me ha ido muy bien.

Ole se reserva, y el maestro no dice tampoco nada más.

Por fin, Ole expone:

—Tengo una nieta; ella sabe muy bien cómo me haría feliz antes que yo emprenda el camino de todos los que somos de carne, pero no lo pone en práctica.

El maestro contesta sonriendo:

—Tal vez tu felicidad y la suya no van por el mismo camino.

Ole enmudece.

Al cabo de un rato el maestro volvió a la suya:

—Tienes tus penas y, a mi entender, todo da vueltas alrededor de tu hacienda.

Ole responde con voz desmayada:

—Hace siglos que está en manos de los de mi sangre, y tiene buena tierra. Está empapada de sudor de mis progenitores; pero ahora ya no le aprovecha. Tampoco sé quién ocupará mi sitio cuando a mí me lleven. De la familia no será.

—Pero tu nieta perpetuará en ella el nombre de los tuyos.

—¿Qué sé yo cómo administrará aquel que la tome por esposa? Esto quisiera saber antes de que me echen tierra encima. Lleva prisa, Baard, tanto por lo que a mí se refiere como a la granja.

Esta vez fue más largo el silencio, que rompió el maestro:

—El tiempo convida. ¿Si saliéramos un rato y diéramos un vistazo a la hacienda?

—Muy a propósito; tengo arriba en el monte unos trabajadores que están cortando ramas, pero si no estoy delante se retardan. —Mientras iba cojeando en busca de la ancha gorra y del bastón, dice el viejo—: No trabajan de buena gana en lo mío, y no entiendo por qué. —Al doblar la esquina posterior de la casa, añadió—: ¡Ya lo ves! Orden ninguno, la leña echada de cualquier modo, el hacha fuera de su sitio. —Se agachó con dificultad, la levantó del suelo, y la clavó de un golpe firme en el cepo—. Y lo que cae al suelo, lo dejan donde cae. —Y se agachó de nuevo para recoger un pellejo—. ¿Y aquí, en el almacén, se ha cuidado alguien de quitar la escalera? —Y acompañó la palabra con la acción. Descansó luego un rato, miró al maestro, y concluyó—: Y siempre es así, mañana como hoy.

Al emprender la cuesta oyeron una canción alegre que llegaba de un rellano del monte.

—Oye, alguien que se anima al trabajo cantando —dijo el maestro.

—Será el pequeño Knud Oestistuen, que corta ramas para su padre. Allí trabajan mis mozos, pero no es fácil que canten.

—No parece una melodía conocida en el distrito.

—Yo al menos no la conocía.

—Oeyvind, allá en Oestistuen ha tenido mucho que hacer, y tal vez sea una de las canciones que se ha traído. Con él no puede faltar el canto.

Esta observación no tuvo respuesta.

El campo que atravesaban no era bueno, por carencia de cultivo. El maestro lo dijo con entera franqueza, y como es natural, Ole se quedó instintivamente parado; casi con emoción confesó:

—Ya no tengo fuerzas bastantes. Si tomas trabajadores forasteros, resultan demasiado caros. Créeme, causa pena recorrer mis campos.

Al tratar de la extensión de la hacienda, y de lo que era indispensable poner en orden, decidieron subir a un sitio donde la vieran panorámicamente. Una vez en aquella altura, extendido a sus pies el territorio, dijo el anciano, conmovido:

—No quisiera dejar la heredad en el estado en que ahora se encuentra. Nosotros, mis padres como yo, hemos trabajado en ella, pero ya no queda huella de nuestros esfuerzos.

De pronto, casi sobre sus cabezas vibró una canción, con el tono agudo característico de una voz de niño. Se encontraban a no mucha profundidad debajo del árbol, sentado en la copa del cual el pequeño Knud Oestistuen estaba cortando ramas para su padre.

La canción era ésta:

Sigue la senda escogida

con tu hayo a la espalda,

no en demasía lo llenes,

muy poco te basta.

Rehúye aquellas empresas

que sean sobradas

con tus canciones alegres

y ágil esperanza.

Y las aves en el nido

saludando al alba

quitarán al peregrino

inútiles ansias,

y volverán en la brisa

goces de su infancia.

No conoces todavía

la espaciosa calma

que murmura en el arroyo,

y como palabra,

de Dios, sólo al que ha pecado

perturba y azara.

Corazón, palpita, ruega,

pensando en tus faltas,

que si aspiras a la altura

hallarás la gracia,

y, en cesando tus latidos,

del cielo la entrada.

Ole se había sentado cubriéndose el rostro con las manos.

—Hablemos del asunto aquí mismo —dijo el maestro sentándose a su lado.

Echemos ahora una ojeada al hogar de Oeyvind. Éste acababa de llegar de un largo viaje. El coche de alquiler estaba parado todavía delante de la casa, para dar una tregua al caballo. Por más que Oeyvind disfrutara ahora de un buen sueldo como agrónomo del distrito, continuaba viviendo con sus padres y dormía en el mismo cuartito, y ayudaba en las labores del campo hasta el punto que su cargo le permitía. El cultivo era el más cuidadoso, pero tan pequeño el campo que Oeyvind lo llamaba en broma el juguete de mamá, porque ésta tomaba parte con especial cariño en los trabajos.

Así él como su padre, que llegaba del molino cubierto del polvillo de la harina, se habían cambiado el traje, y se disponían a dar un corto paseo esperando la hora de la cena, cuando la madre, pálida, se precipitó en la habitación.

—Mirad —exclamó—. Se acercan unos forasteros.

Apresuráronse ambos hacia la ventana, y fue Oeyvind el primero que rompió el silencio:

—Es el maestro, y…

—Sí, creo no equivocarme, el viejo Ole Nordistuen viene con él —dijo simultáneamente Thore, apartándose de la ventana para no ser notado, pues los visitantes estaban ya muy cerca.

El maestro, no obstante, había tenido tiempo de hacerle una seña de inteligencia Baard sonreía y miraba al viejo Ole que venía un poco más atrás, apoyado en su bastón, encorvado y a pasos pequeños, levantando una pierna más que la otra. Se distinguió la voz del maestro:

—Según parece ha llegado hace poco.

A lo cual refunfuñó Ole:

—No le irá mal en su continuo viajar.

Largo rato se detuvieron en el soportal. La madre, entretanto, estaba atareada en el ángulo donde guardaba la leche, Oeyvind, como solía de muchacho, apoyaba la espalda en la gran mesa, mientras miraba a la puerta, y el padre estaba sentado cerca de él. Llamaron por fin. El maestro entró el primero, quitándose el sombrero, y Ole se quitó entonces la gorra, y cerró la puerta detrás de sí, muy lento en todos sus movimientos. Se le veía turbado. Thore se levantó y les invitó a descansar; sentáronse ambos en el banco de la ventana, y Thore volvió al sitio que ocupaba antes.

Y ahora oigamos cómo se desarrolló la petición de mano.

El maestro tomó la palabra:

—El otoño ha entrado con buen tiempo.

—Últimamente ha mejorado un poco —replicó Thore.

—El tiempo ha mudado, y es de esperar que se aguantará.

—¿Habéis terminado la recolección allá arriba?

—No todavía. Ole Nordistuen, que viene conmigo, a quien tal vez conoces, desearía tu ayuda, Oeyvind, si nada se opone.

—Desde luego, si se me pide yo haré lo que pueda.

—No es que le corra mucha prisa, pero en su propiedad no todo prospera como sería de desear, y él lo atribuye a la falta de un impulso y de una vigilancia indispensables.

—¡Por desgracia, estoy tan poco aquí!

El maestro da una mirada a Ole; éste, se da cuenta de que es hora de echarse a fondo, carraspea, y luego empieza con su cortedad de expresión:

—Yo pensaba…, pienso, en fin, que nuestras relaciones deberían afirmarse. Que consideraras, ejem, mi casa como tuya… estar siempre allí, a no ser cuando viajas.

—Te lo agradezco, pero no pienso mudar de habitación; gracias de veras.

A una mirada que Ole dirige al maestro, éste toma de nuevo la palabra.

—Me parece que Ole no está hoy muy feliz en expresarse. La razón de esto es que un día estuvo aquí, y el recuerdo de lo que sucedió aquel día le domina.

—Así es —salta Ole—. En aquel entonces estuve como loco. Tan tirante estaba la cuerda que al fin se rompió. Que esto se olvide y sea perdonado. El viento abate las mies, pero no la nieve; un aguacero no descalza una gran roca; en mayo la nieve no se aguanta mucho; no es el trueno lo que se lleva la vida.

Los cuatro oyentes sonríen, y el maestro dice:

—Lo que Ole quiere decir, fíjate bien, Oeyvind, es que no has de pensar más en lo pasado, ni tú tampoco, Thore.

Ole, después de mirarles no sabe si ha de continuar. Y Thore dice:

—La blanca espina, con sus muchos aguijones, no produce heridas. Quiero creer que en mí no queda ya espina alguna.

Alentado por estas palabras Ole suelta prendas:

—No conocía al muchacho en aquel tiempo. Ahora veo que donde él siembra, la semilla prospera. Tal la primavera, tal el tiempo de la recolección; fluye el oro de las puntas de sus dedos; y por esto desearía tenerlo como de mi casa.

Oeyvind mira al padre, éste a la madre, y ella mira de soslayo al maestro, sobre el cual coinciden pronto todas las miradas.

—Ole quiere dar a entender que su cortijo es bueno…

—Bueno, pero mal llevado —interrumpe Ole—. Yo ya no puedo más, soy viejo y las piernas no responden a la voluntad. Pero si alguien interviene en la hacienda con las fuerzas de la juventud, la tierra lo agradecerá, lo recompensará.

—No hay duda de que es la propiedad más grande en todo el distrito —interviene el maestro.

—La más grande, aquí está la desgracia. Calzado que viene ancho, se pierde; por bueno que sea el fusil, ¿qué haremos con él si no logramos levantarlo? —Y volviéndose rápidamente a Oeyvind, prosigue—: ¿Podrías tú encargarte de la propiedad?

—¿Cómo administrador?

—Bien, como quieras llamarlo: sería tuya.

—¡Cómo! ¿Posesión mía?

—Tal como lo digo; claro que serás de una pieza administrador también.

—¿Pero…?

—¿No aceptas?

—¡Toma! Naturalmente que acepto.

—Bien, bien. Ya lo esperaba; entendidos, como decía la gallina volando el agua.

—No del todo —repara Oeyvind.

Ole mira al maestro, perplejo.

—Oeyvind quiere significar con su reserva su interés por saber si también Marit será suya.

—Marit va comprendida en el lote; entra en el conjunto —exclamó Ole decididamente.

Las facciones de Oeyvind se iluminaron, y sonaron las notas de su alegre risa; saltaba de júbilo, y mientras los otros coreaban su risa, se frotaba las manos y repetía:

—¡Marit entra en el lote!

Thore reía con toda su alma, y la madre miraba al hijo desde su rincón, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Al cabo de un rato Ole preguntaba a Oeyvind con expectación:

—¿Qué opinión tienes de la propiedad en cuestión?

—Tierra excelente.

—Excelente es, no hay duda.

—Pastorío inmejorable.

—No tiene igual. ¿Podrás, pues, sacar partido de la heredad?

—Será la mejor granja en el distrito.

—¡La mejor, dices! ¿Lo has dicho de veras?

—Tan cierto como estoy aquí.

—¿No lo decía yo siempre?

Hablaron con afición, acordados como dos ruedas en un coche.

—Pero, dinero… —interpuso Ole—, dinero, ¿entiendes?, no tengo ninguno.

—Sin dinero va más despacio, claro, pero va.

—¡Entendido! Pero tú mismo confiesas que iría más rápido con dinero.

—Mucho más rápido.

—¡Mucho más…! ¡Quién tuviera el dinero…! En fin… Aun sin todos los dientes se puede masticar; no por lo tardíos dejan los bueyes de llevarte adelante.

Míranse de lejos padre y madre, como lo han hecho más o menos disimuladamente durante toda la visita. Se mece el padre en su silla y se restriega los muslos con las palmas de las manos; le mira el maestro disimuladamente, y el hombre abre la boca, tose, y va a hablar. Pero Ole y Oeyvind no cesan en su conversación, en sus risas, en sus voces, de manera que nadie más se hubiera atrevido a hablar.

—Callad un poco —les interrumpe el maestro— que Thore tiene algo que exponer.

Cesan de hablar y miran a Thore, que empieza con voz muy débil:

—De tiempo ha sido de pertenencia de estas tierras un molino; desde hace poco tenemos dos. En el transcurso de los años estos molinos han sido una fuente de ingresos, pero ni mi padre ni yo hemos echado nunca mano a este dinero, si exceptuamos los años de estudio de Oeyvind. El maestro ha administrado aquellos ingresos, y dice que en el fondo ha crecido con la acumulación de intereses; pero lo que ahora importa es que Oeyvind se establezca en Nordistuen.

La madre, en su rincón, como deseosa de empequeñecerse, miraba a Thore con los ojos brillantes; éste, muy serio, parecía alelado; y Ole, sentado frente a él, permanecía boquiabierto. Oeyvind no salió de su asombro sino para exclamar:

—¿No es como si me persiguiera la ventura? —Fue directamente a su padre y le sacudió enérgicamente el hombro—. ¿Cómo? —le decía alegremente—. ¿Tú con dinero, padre?

Y frotándose las manos alegremente permaneció de pie a su lado.

—¿Qué cantidad vendrá a ser? —cuchicheó finalmente Ole al maestro.

—No poco.

—¿Unos cientos de táleros?

—Más todavía.

—¿Más? ¡Oye, Oeyvind, todavía más, ha dicho! ¡Qué cortijo va a ser ése, Dios santo!

Y riendo de gozo brincó de la silla.

—He de acompañarte a Marit —interrumpe Oeyvind—. Vamos a subir en el coche que espera todavía abajo, para ganar tiempo. Llegaremos más pronto. ¡Sí, pronto, volando!

—Pronto, volando, así lo quería yo todo en mi juventud.

—Aquí está la gorra, aquí el bastón. ¡Y ahora te echo!

—Me echas, ha, ha…, pero vienes conmigo, ¿verdad? ¿Verdad que vienes conmigo? Y vosotros todos, vamos; esta noche estaremos reunidos hasta que la llama luzca en la chimenea. ¡Vamos!

Salieron. Oeyvind ayudó a su futuro suegro a subir al coche, que emprendió la cuesta, camino de Nordistuen. Una vez arriba no fue el perro el único que pareció sorprendido al ver que se apeaban del mismo coche Ole Nordistuen y Oeyvind. Mientras Oeyvind ayudaba al anciano, criados y jornaleros les miraban atónitos. Marit se asomó a la planta baja para enterarse de por qué el perro no paraba de ladrar; sofocada, no parecía sino que había echado raíces en el suelo, hasta que reponiéndose, logró emprender la huida hacia su habitación. No tardó en llamarla el viejo Ole con su voz tremebunda, y se vio obligada a comparecer de nuevo.

—Sube y componte, mocita; aquí está el hombre que ha de quedarse con la hacienda.

—Pero ¿es cierto? —exclamaba la joven, como si viviera en otro mundo, en voz alta y con alegre excitación.

—Sí, es cierto —respondió Oeyvind dando palmadas.

Rápida como el viento, Marit volvióse a estas palabras, lanzó lejos de sí lo que tenía en la mano, y emprendió la fuga; pero Oeyvind corrió detrás de ella.

Siguiéronles el maestro, Thore y su esposa; el viejo había encendido una lámpara y mandado poner la mesa; sacaron vino y cerveza, y el mismo Ole se deshacía en los obsequios, levantando en su cojera más que de costumbre todavía el pie derecho.

Antes de poner fin a esta narración he de consignar que Oeyvind y Marit se casaron unas semanas más tarde en la iglesia parroquial. En esta festividad, hallándose enfermo su representante, el maestro dirigió el canto. Le temblaba un poco la voz por los años, pero Oeyvind disfrutaba oyéndole. Y cuando tendiendo la mano a Marit la llevó hasta el pie del altar, el maestro le sonrió desde el coro, con una sonrisa parecida a la de aquella noche de baile en que él se hallaba sumido en la tristeza. Y al pobre maestro se le llenaban ahora de lágrimas los ojos.

Aquellas lágrimas del baile tenían una consecuencia en las de ahora, y entre los dos momentos había todo un caudal de fe y de trabajo.

Aquí acaba la narración del muchacho de buen temple.