CAPÍTULO XI

Había llegado el mediodía y los hombres dormían la siesta al abrigo de las mantas, extendíanse por el prado los haces de heno y se veían clavados en tierra los rastrillos. Junto a la puerta del granero esperaban los carros cargados de heno, yacían en medio de ellos los aperos propios de la labor, y un poco más lejos veíanse los caballos, los únicos seres vivientes, descontando alguna gallina, que se arriesgaba a cruzar los campos. Arriba, en el muro de roca que hacía de respaldar a la granja se abría una hendidura, a través de la cual se llegaba a los extensos campos de espesa hierba de los Brezales.

Arriba, en aquella hendidura, se veía un día a un hombre que oteaba la llanura, como si de allá debiera acercarse alguien por quien se interesaba. Detrás de él se extendía un pequeño lago de montaña, del cual salía el arroyo que había formado aquella hendidura.

Llegaban del monte a los oídos del que esperaba alegres voces y ladridos, bajaban de los rellanos los sones de las esquilas de las vacas, y las zagalas corrían para llegar a las orillas del lago, compitiendo ellas y los perros para mantener a raya las bestias, pero en vano. Llegaban las vacas, dando los brincos más inverosímiles, y allí se quedaban paradas; a cada movimiento de la testuz levantábase por encima del lago la música de las esquilas. Los perros bebían un poco, pero no se movían de la orilla, y las vaqueras se sentaban sobre los repechos calientes y lisos del monte. Una vez acomodadas sacaban del zurrón las provisiones que se repartían entre ellas, y hacían cada una el elogio de sus perros, de sus bueyes y de sus familiares, desnudábanse luego y saltaban el agua para estar al lado de las vacas. Los perros preferían al agua las riberas propicias al descanso, al cual se entregaban, caída la cabeza, después de refrescarse las fauces con el agua del lago. No animaba las peñas ni un solo pájaro, ni se oía más que la cháchara de las zagalas y el tintinear de las esquilas; ardiente, tostada, se veía la maleza que alrededor crecía, y el sol calentaba las márgenes y parecía como si todo echara de menos el refrigerio.

El hombre que esperaba en aquella cima bajo el sol del mediodía era Oeyvind. En mangas de camisa, sentado junto al arroyo arrullador que fluía del lago, no veía dibujarse todavía figura humana ninguna en la hondonada del término de los Brezales. Empezaba a inquietarse cuando un perrazo se precipitó torpemente de una de las puertas de Nordistuen, y detrás de él salió una joven en ligera ropa de verano; se acercaba a través de la pradera. Oeyvind estuvo tentado a dar un grito de júbilo, pero no se atrevió. Atento a la casual salida de alguien que pudiera vigilar a la muchacha, fijaba la vista en la granja; pero la muchacha había desaparecido ya detrás de la maleza; y Oeyvind, impaciente, se levantaba de un salto, se sentaba y volvía a levantarse.

Subiendo trabajosamente a lo largo del arroyo se acercaba por fin el perro, precediendo a la joven; se paraba y volvía a andar como buscando un rastro. La muchacha llegaba cansada por entre las matas. Oeyvind se adelantó. Gruñía el perro, y Marit le impuso silencio. No bien vio que Oeyvind se acercaba, rendida de calor, sofocada, se sentó en un saliente de roca. Él saltó a su lado.

—Te agradezco que hayas venido.

—¡Qué calor y qué camino! ¿Hace rato que esperas?

—No. Desde que nos vigilan por la noche sólo nos queda el mediodía. Pero confío que en lo sucesivo no tendremos que ampararnos en la oscuridad ni pasar tantas molestias; precisamente a este propósito me interesaba hablarte.

—¿Dices que no tendremos que buscar la oscuridad?

—Ya sé que se aviene contigo todo lo oscuro y secreto, pero tienes también el ánimo que va bien con la luz del día. Hoy me he propuesto hablar largo contigo, y has de escucharme.

—¿Es cierto que te propones entrar de agrónomo del distrito?

—Sí, y seguramente lo alcanzaré. Así reuniré en uno dos objetivos; el más inmediato, una colocación estable, y luego, que esto es lo importante, ocuparme en algo que tu abuelo pueda ver y juzgar. Cae muy bien que la mayor parte de los propietarios sean gente joven, deseosos de mejoramiento, y estén faltos de un guía. El dinero no les falta. Así se empezará; me propongo mejorarlo todo, empezando por los establos y acabando por la canalización del agua. Daré conferencias, y trabajaré de firme. Sitiaré al viejo, por decirlo así, con buenas acciones.

—Esto es hablar briosamente, Oeyvind; pero ¿qué más?

—Lo restante sólo a nosotros importa. Tú no saldrás de aquí, Marit.

—Pero ¿y si el abuelo lo ordena?

—Y no has de ocultar nada tampoco.

—Pero ¿si el abuelo me sujeta…?

—Obtendremos más con la franqueza, y tendremos mejor defensa. No esconderemos la cara, y la gente acabará hablando continuamente de lo mucho que nos queremos, y ellos mismos desearán que nos vaya bien. Tú no saldrás de aquí. Esta separación nos expondría a que se hicieran toda clase de comentarios. Cada uno acabaría por creer las falsedades que del otro se dijeran. Nos veremos semanalmente una vez y nos reiremos de todo el mal que porfíe por meterse entre tú y yo; podemos vernos en el baile, y mientras nos balanceamos al ritmo de la música, que diga la gente. En el atrio de la iglesia, si quieres, podemos vernos y saludarnos, de modo que lo vean todos los que nos desean a cien millas uno de otro. Si alguien sale con una copla maliciosa a nuestro propósito, de acuerdo tú y yo intentaremos componer una réplica adecuada; si nos ayudamos llegaremos a nuestro fin. No podrán nada contra nosotros si estamos unidos, y así lo demostraremos delante de la gente. Los amores desgraciados, dejémoslos para los miedosos, los débiles y los enfermizos, o para los calculadores que van a la caza de una oportunidad, o para los astutos, que acaban siendo víctimas de su propia astucia, o para los que no se aman con la fuerza que hace olvidar la posición y las diferencias; éstos se ocultan, mandan cartas, tiemblan a la menor palabra y acaban por creer que es amor este miedo, esta inquietud constante, el cosquilleo en la sangre, y se sienten felices, a punto de disolverse como un suspiro. ¡No queremos eso! Si de veras se amasen no temerían; acompañados de la sonrisa y las palabras amables de todos se acercarían al umbral de la iglesia. Lo he leído en algunos libros, y lo he visto yo mismo: miserable amor es aquel que busca los caminos escondidos. Algo ha de tener de guardado al principio, pues que empieza con un cierto rubor, pero ha de vivir libre, abiertamente, ya que el gozo es su elemento. Con el amor sucede como con la vegetación: lo que ha de crecer no se puede ocultar, y siempre habrás visto que las hojas nuevas suponen la caída de las hojas secas que se desprenden a un tiempo del árbol. Quien arde en amor no hace caso de las hojas secas; circulan las savias, y esto no puede pasar inadvertido. ¡Albricias, muchacha! Ya se alegrarán cuando nos vean alegres; dos que se han dado palabra y lo soportan todo con firmeza hacen un bien a la gente, les ofrecen un poema que los hijos, para vergüenza de padres incrédulos, aprenderán de memoria. He leído de muchos que se han amado así, y en nuestra misma feligresía viven algunos en boca de la gente, y los mismos hijos de aquéllos de los que tal se cuenta se convierten en narradores y se emocionan al narrarlo. Sí, Marit, vamos a estrecharnos la mano haciendo voto de perseverancia, y ¡hurra! Todo irá bien.

Quiso abrazarla, pero ella se inclinó a un lado y se dejó resbalar de la piedra en que estaba sentada.

Oeyvind no se había movido del sitio, y ella se le acercó. Apoyados los brazos sobre las rodillas del muchacho, le dijo mirándole a los ojos:

—Pero, oye, Oeyvind, ¿qué va a suceder si él sigue en sus trece de que he de salir de aquí?

—Pues le dices sin rodeos que no quieres.

—Querido, ¿sabes lo que estás diciendo?

—No va a meterte por fuerza en el coche.

—Aunque no, puede obligarme por otros medios.

—No lo creo; le debes obediencia mientras no quiera obligarte a nada malo; pero también tú puedes darle a entender lo difícil que te es obedecerle en esta circunstancia. Opino que esto le hará volver atrás; se le figura, como a tantos, que se trata de una niñería. Demuéstrale que es algo más.

—Créeme, con él no es tan fácil entenderse. Me vigila como a una cabra que temiera perder, atada al borde del pasto.

—De todos modos, tú rompes la cuerda cada día.

—No es verdad.

—Sí lo es, porque la rompes cada vez que en la intimidad piensas en mí.

—Entendido; pero ¿estás seguro de que piense en ti tan a menudo?

—Si así no fuera no estarías aquí.

—¡Querido, eres tú quién me ha invitado a venir!

—Algo tuyo te impulsó a venir.

—¡El tiempo estaba tan hermoso!

—Hace poco te quejabas de calor excesivo.

—Para subir la cuesta sí, no para desandarla.

—¿Por qué subiste, pues?

—Para darme el gusto de bajar.

—¿Cómo es que todavía estás aquí?

—Necesitaba descansar.

—¿Para hablar de amor conmigo?

—No perdía nada en cederte el placer de escucharte. Mientras, un pájaro cantaba sus trinos de alegría, y el otro se quejaba, y la esquila tañía al viento en el pinar…

La pareja se dio cuenta en este momento de que allá, en el cortijo, el abuelo de Marit, con su paso tardo, salía al corral, y tocaba la campana para llamar a la gente al trabajo. De graneros, cobertizos y cabañas salió el personal y se dirigió soñoliento donde estaban los caballos, a tomar los rastrillos, y esparcidos todos por el campo, al cabo de poco la vida y el movimiento volvieron a reinar en todo el paisaje. El abuelo iba de una dependencia a otra, inspeccionaba los altos montes de heno, y estaba en todo lo que se hacía. Un muchacho corrió hacia él; seguramente le había llamado, y en seguida se puso a correr el chico en dirección a la casa de Oeyvind, mientras el abuelo de Marit cojeaba de un lado a otro del corral, no sin mirar de vez en cuando hacia el monte, bien ajeno seguramente al pensamiento de que las motas negras que se divisaban allí arriba fueran Marit y Oeyvind. Pero una vez más el perrazo de Marit iba a turbar la paz. Había visto entrar allí en terreno de los Brezales un caballo forastero, y creyéndose obligado a hacer valer sus derechos el perro de la casa, empezó a ladrar furiosamente. Procuraron calmarlo, pero estaba tan enfurecido que se resistía a callar. Plantado en el corral, el abuelo levantó la cabeza. Pero la cosa no paró aquí; los perros de las vaqueras, al oír con sorpresa un ladrar desacostumbrado, corrieron al sitio de donde salía, y al ver que se trataba de un perro de estampa imponente, con trazas de lobo, se reunieron los velludos canes para provocarlo. Marit se llevó tal susto que empezó a correr sin más despedida. Oeyvind se metió en medio de aquel alboroto, y repartió porrazos, pero únicamente logró que la lucha mudara de campo con renovados ladridos y aullidos. Persiguió a la jauría y logró acorralarlos hacia el agua, precisamente en el sitio más profundo, y confusos, separados de una vez por este medio, terminó la lucha. Oeyvind atravesó en diagonal el bosque hasta llegar a la entrada de la aldea, mientras que Marit, de cuya presencia el anciano se había dado cuenta por culpa del perro, llegaba al seto que rodeaba el cortijo.

—¿De dónde vienes? —preguntó el abuelo.

—Del bosque.

—¿Y qué te ha llevado allí?

—Cogía unas bayas.

—No es verdad.

—No, no es verdad.

—¿Qué hacías, pues?

—Hablaba con alguien.

—Sería con el hijo de aquel asalariado, ¿verdad?

—Sí.

—Déjame que te diga, Marit, que mañana saldrás de aquí.

—No.

—Una sola cosa he de decirte: que saldrás de aquí.

—No vas a meterme por fuerza en el coche.

—¿Crees que no podría?

—No; sencillamente porque no querrás.

—¿Que no? ¡Bueno! Mira, así como por broma he de decirte que a ese truhán de tu amado le romperé las costillas.

—No osarás hacerlo.

—¿Qué no? ¿Crees que no me atreveré? ¿Quién me lo impide?

—El maestro.

—¿El maestro? ¿Te figuras que se ocupa de él?

—Sí, y es él quien le dio los medios para instruirse en la Escuela de Agricultura.

—¿El maestro?

—El maestro.

—Resumiendo, Marit, no quiero oír hablar más de los paseítos con ese muchacho, y por ti misma has de salir de estos sitios. Sólo penas y cuidados me ocasionas, como tu madre: penas y cuidados. Yo soy viejo y quiero dejarte en buenas manos. Que nunca puedan tacharme de necio. Deseo tu bienestar, como comprenderás, Marit. Mi historia acabará pronto, y quedarás sola. ¿Qué le hubiera pasado a tu madre si no llego a vivir yo? Óyeme, pues, Marit; sé juiciosa, sé dócil y haz lo que te digo; sólo quiero tu bien.

—No, no lo quieres.

—¡Buena es ésa! ¿Qué quiero, si no?

—Imponer tu voluntad es lo que quieres; de la mía prefieres no enterarte.

—¿Acaso tendrías ya una voluntad, chiquilla? ¿Conoces por ventura cuál es tu propio bien, necia? Los azotes, tan larga como eres, vas a alcanzar de mí. Fíjate bien, Marit, estoy dispuesto a tratar contigo a las buenas, porque en el fondo no es que seas tonta, pero sí mal aconsejada. Haz caso de mí que con los años he adquirido el razonamiento. Hablemos con el corazón en la mano: no me va tan bien como supone la gente; un pobre pájaro que no tiene todavía un nido seguro no puede con lo poco que posee volar ligero de un lado a otro; tu padre dio un buen pellizco al caudal. Cuide cada cual de sí mismo en este mundo que no es merecedor de más. El maestro puede levantar el gallo porque tiene dinero propio. El cura tiene también sus bienes; ellos pueden predicar. Pero nosotros, los que hemos de afanarnos por el pan de cada día, vemos las cosas de otro modo. Soy viejo, sé muchas cosas y he leído mucho. Del amor se puede hablar, pero a nada bueno conduce; pase que me hablen a su modo los sacerdotes y otras personas parecidas, pero nosotros, campesinos, hemos de concebir el asunto de otro modo; lo primero el mantenimiento, ¿entiendes? Y luego la palabra de Dios, y lo que nos baste tocante a leer y escribir, y luego un poco de amor si viene al caso; pero, lléveme el diablo, nada bueno puede resultar de dar el primer sitio al amor, y luego, como añadidura, al pan. ¿Tienes algo que oponer, Marit?

—No sé.

—¿No sabes lo que hace al caso responder?

—Naturalmente. A mis ojos, el primer lugar lo ocupa el amor.

El viejo quedó un rato como aturdido; luego reflexionó sobre los cien diálogos sobre igual tema, y con el mismo resultado volvió la espalda a su nieta, y siguió en las tareas del campo.

Susceptible, regañando con mozos y zagalas, golpeando al gran perro, ahuyentando una gallina que se arriesgó a entrar en el campo, a todos hizo pagar lo que callaba a Marit.

Cuando ésta se retiró a su cuartito para acostarse se sentía tan feliz que se asomó a la ventana abierta, ávidos los ojos, y acabó entonando una canción. Era una canción de amor que había recibido poco tiempo antes:

Si me quieres, amigo,

también te querré yo

mientras aliente.

¡Cuán pronto se acabó

lo que trae el verano!

Pero el alma presiente

la rica primavera.

Tendré por siempre más

como fiel compañera

la promesa de un día.

Tú, ruiseñor, dirás

con tu gorjeo puro:

Eres la que elegía.

Al pie del abedul,

¿oyes mi canto, mozo?

—Tal dice el ruiseñor—

Dame de nuevo el gozo

de ver el cielo azul

y la falda escarpada.

Yo no canté de amor

ni he revelado nada

de un beso en aquel día.

Doncella enamorada,

el beso es fantasía,

¡lo forjó tu quimera!

Cierra la noche austera

y pronto tu figura

se borrará en el sueño,

pero aun en sueños dura

la voz, que me asegura

que serás para mí.

Que se detenga aquí

tu deseo. Reposa,

cierra los ojos, alma,

y baje a ti la calma.