CAPÍTULO X

Una tarde de verano, mientras la madre y una moza hacinaban el heno que el padre y Oeyvind almacenaban, se presentó un muchacho campo a través, descalzo y destocado, con prisas para dar a Oeyvind un papel escrito.

—¡Sabes lo que es correr! —le dijo Oeyvind.

—Como me lo han pagado, me doy maña a cumplir pronto —respondió el chico.

Al preguntarle si había respuesta contestó negativamente, y emprendió la cuesta arriba, pues, según dijo, alguien venía detrás de él. Apresuróse Oeyvind a desplegar el pedazo de papel en varias dobleces y sellado, y leyó:

«Se ha puesto en camino, pero anda despacio. Corre al bosque y escóndete.

La que tú sabes».

«No haré yo tal», pensó Oeyvind, y miró provocativamente hacia el monte.

No tardó mucho en aparecer en lo más alto un anciano, que andaba un cierto trecho, descansaba y volvía a andar pocos pasos.

Lo mismo Thore que su mujer abandonaron un momento la labor para mirar al que se acercaba. Thore no tardó en sonreír, y su mujer mudó el color.

—¿Le conoces?

—Ciertamente, no cabe el error.

Padre e hijo prosiguieron en su ocupación, y Oeyvind se lo arregló de modo que no les precisara estar separados ni un momento. Como el viento remolinaba del Oeste veían moverse al viejo en su bajada. Era de aventajada estatura y algo corpulento; como padecía de los pies, ayudábase de un bastón, y ponía trabajosamente un pie delante de otro. Llegó por fin tan cerca que podían distinguir muy bien su figura; hizo alto, se quitó la gorra, y secó el sudor con el pañuelo. Completamente calvo, la cara redonda y arrugada, cejas de matorral, ojillos punzantes, y todos los dientes en la boca todavía; áspera y chillona era su voz, como si saltaran las palabras por entre piedras y maderos, y se complacía en arrastrar un buen rato las erres y en entonar vigorosamente. Tenía fama de haber sido en sus mejores tiempos un hombre animoso, hasta pecar de acalorado; por culpa de las contrariedades se había convertido en un individuo áspero, irascible y receloso.

Thore y Oeyvind tuvieron ocasión de cruzar varias veces la palabra en sus idas y venidas antes que Ole llegara a ellos; entendían ambos que el hombre no se acercaba con muy buenas disposiciones, y la oposición que había entre esto y la lentitud a que el hombre se veía forzado, les resultaba altamente cómica. Veíanse obligados a parecer serios y hablar bajo, pero como la situación se prolongara, acabó por parecerles ridículo. En casos así la palabra más insignificante hace estallar la risa, y más si hay peligro de reír. Cuando estaba a pocos pasos, y así y todo no acababa de llegar nunca, Oeyvind dijo secamente y en voz más bien baja:

—¡Viene cargado el hombre!

Esto bastó a colmar la medida.

—¡Qué poco juicio tienes! —susurró el padre, pero apremiándole la risa.

—¡Ejem! ¡Ejem! —carraspeaba Ole en la falda del monte.

—Prepara la voz —murmuró Thore.

Oeyvind se dejó caer de rodillas, y de cara contra un montón de heno desahogó su risa. El padre disimuló igualmente, inclinándose.

—Vamos a la granja —pretextó, tomando una brazada de heno.

Oeyvind cogió al azar un haz pequeño y se apresuró a seguirle, poseído de una verdadera crisis de hilaridad, pero acabó echándose al suelo. El padre era un hombre generalmente serio, pero una vez algo le había movido a risa empezaba a reír, primero a intervalos, luego más seguido, en una especie de trino, hasta acabar en una gran risa sonora en ondas más y más elevadas. En éstas estaba, mientras el hijo permanecía en el suelo de la era, llenando ambos el espacio con sus risas. Ya tenían a veces de esos días de risa, pero no era aquél el más a propósito. Acabaron no sabiendo qué partido tomar, ya que el viejo debía de estar muy cerca del patio.

—Yo no pienso salirle al encuentro, porque no es a mí la visita —objetó el padre.

—Yo no me hallo tampoco en disposición de recibirle —declaró Oeyvind.

—¡Ejem! ¡Ejem…! —carraspeaba el viejo, llegado a la pradera.

El padre instó al muchacho:

—¡Sal de una vez!

—Tú delante.

—¿Quieres o no andar?

—Enséñame el camino.

Sacudiéronse un poco para estar presentables, y salieron revistiéndose de seriedad. Al llegar a la escalera exterior vieron a Ole parado delante de la puerta de la cocina, como si vacilara. Con la misma mano que empuñaba el bastón se quitó la gorra, y secó el sudor de su cabeza calva con el pañuelo de bolsillo hasta el escaso resto de pelo que le quedaba detrás de las orejas y en el cogote. Oeyvind no se apartaba de las pisadas del padre; éste, para acabar de algún modo, dijo con exagerada seriedad:

—¡Es cosa de ver que personas tan ancianas emprendan una caminata!

Ole se volvió y le miró con perspicacia mientras se calaba la gorra, y por fin dijo:

—Se dan algunos casos.

—Pero estarás cansado. ¿No quieres entrar?

—También puedo descansar aquí; no es largo el asunto.

La madre abrió precavidamente la puerta. El viejo Ole estaba plantado entre ésta y Thore, con la visera casi sobre los ojos, pues la gorra le venía muy ancha. Para ver bien tenía que levantar exageradamente la cabeza; con la mano derecha cogía el bastón y con la otra se apretaba el costado, cuando no gesticulaba. En realidad toda la gesticulación consistía en adelantar a medias la mano, manteniéndola así, como guardiana de su dignidad.

—¿Este hombre que veo detrás de ti es tu hijo? —empezó con su voz cascada.

—Así dicen.

—¿No se llama Oeyvind?

—Éste es su nombre.

—¿No ha estudiado en una de las escuelas de Agricultura, en el Sur?

—Te han enterado bien.

—La chica, la hija de mi hija, Marit en fin, hace algún tiempo que anda como loca.

—¡Es muy de lamentar!

—No quiere casarse.

—¡Quién lo creyera!

—Desdeña los partidos de hijos de granjeros que la han requerido.

—¡Quién lo hubiera pensado!

—Y tiene la culpa ése, tu hijo, Oeyvind.

—¡Ya es él buen demonio!

—Mira, yo no aguanto que nadie se ampare de mis caballos cuando los mando al pasto, y no toleraré tampoco que alguien pretenda quitarme mi niña cuando le permito ir al baile; nunca lo toleraré.

—Naturalmente.

—No puedo seguirla continuamente; soy viejo, no puedo estar vigilando a todas horas.

—¡Así lo creo! ¡Así lo creo!

—Mira, yo entiendo que todo requiere su método; éste es el sitio del cepo, y aquél el del hacha, y el del cuchillo, y este sitio es para aserrar, y aquél para otra labor. Del mismo modo cuando digo a Marit: No éste sino aquél, ha de ser aquél y no otro.

—Naturalmente.

—Pues no es así; de tres años acá dice que no, y no ha habido paz entre nosotros durante estos tres años. Esto es malo, y como es él quien tiene la culpa, en presencia tuya, la del padre, vengo a decirle que esto no puede serle de provecho, y que ha de poner fin a la historia.

—¡Bien, bien!

Ole miró un rato a Thore, y dijo luego:

—¿Tan corta es la respuesta?

—No alarga más.

Con todo y no estar de humor, Oeyvind se echó a reír. Pero en los hombres de temple jovial el miedo suele lindar con la risa, que esta vez pudo más.

—¿De qué te ríes? —preguntó Ole secamente.

—¿Va por mí la pregunta?

—¿Te ríes de mí, acaso?

—¡Dios me libre!

Pero con la misma respuesta se renovaron las ganas de reír. A Ole no le pasó inadvertido, y se enfureció. Lo mismo Thore que Oeyvind se esmeraron en enmendarlo fingiendo gravedad y ofreciéndole de nuevo que entrara en la casa; pero el rencor guardado durante tres años, buscaba un desahogo y no se dejaba entretener.

—No intentes engañarme con buenas palabras —empezó—. Estoy en mi derecho al velar por la dicha de mi nieta como Dios me da a entender, y no me hará volver atrás la risa de un barbilampiño. No educamos a nuestras niñas para echarlas en la primera granja que les abra las puertas, y no se echan cuentas durante cuarenta años para dejarlo todo en brazos del primero a quien se le ocurra trastornar a la muchacha. Mi hija se guardó, hizo oposición y acabó casándose con un vagabundo. El vicio de la bebida acabó con ambos, y yo tuve que amparar a la niña y pagar la cuenta; pero el diablo me lleve si hubiera de repetirse algo semejante en la hija de mi hija. Ya lo sabes, pues. Como Ole Nordistuen de los Brezales que me llaman, te aseguro que antes echará el párroco la bendición a los duendes y los gnomos del bosque de Hordal que echaros las amonestaciones desde el púlpito a ti y a Marit. ¿Te has propuesto tal vez esquivar de mi hacienda los candidatos que a mí me convienen? Prueba de subir y verás en cuán poco rato llegas al pie del monte con las suelas echando humo. ¡Con tus muecas…! ¿No sabré yo lo que tramáis tú y la moza? Os decís que el viejo Ole Nordistuen estará pronto con la nariz hacia arriba en el cementerio, y vosotros os acercaréis entonces al altar. Sesenta y seis años dejo detrás de mí, pero quiero que te convenzas, muchacho, de que he de aguantar hasta veros a entrambos enfermos de ictericia. Por mí puedes rondar día y noche mi casa detrás de ella, que no verás ni las huellas de sus pies, porque he de mandarla fuera del distrito, he de mandarla donde la tenga segura, mientras tú vagues por ahí, como una urraca, y te cases con la lluvia y el cierzo. No tengo nada más que decirte; tu padre conoce mis puntos de vista, y si desea tu bien procurará dar otro giro a tu afición; no hay sitio para ella en mi hacienda.

Y con estas palabras se alejó a pasos cortos pero rápidos, levantando un poco más el pie derecho que el izquierdo, y gruñendo no sé qué.

Una profunda gravedad se había apoderado de Oeyvind y de su padre. Un presentimiento fatídico parecía ir mezclado con las bromas y las risas anteriores, y durante un rato pareció que pesaba un sortilegio sobre la casa. La madre, que lo había oído todo desde el umbral de la cocina, miraba a Oeyvind apenada, pero guardando silencio a fin de no aumentar su aflicción. Al hallarse reunidos en el interior, Thore se sentó a un lado de la ventana, y siguió desde allí los pasos de Ole con el semblante sombrío. Oeyvind estaba pendiente de cada uno de sus movimientos; de sus primeras palabras dependía la suerte futura de la pareja. Si Thore oponía sus miras a la negativa de Ole con el mismo tesón, la causa podía darse por perdida. Los pensamientos de Oeyvind iban despavoridos de uno a otro obstáculo; por un momento sólo vio delante de sí pobreza, oposición, incomprensión y amor propio herido. Aumentaba su intranquilidad al ver que la madre andaba indecisa entre la sala y la cocina, temerosa de perder el ánimo al oír el fallo que estaba a punto de dictarse. Oeyvind miraba a su padre, el cual hacía como si de nada se diera cuenta; el hijo no se atrevía a tomar la iniciativa, haciéndose cargo de que era preciso algún tiempo para ordenar sus ideas. Por fin logró esquivar los pensamientos angustiosos y ser dueño de sí mismo. Nadie más que Dios logrará separarnos, se decía, cuando notó que su padre arrugaba la frente. Era el momento decisivo.

Thore había tomado aliento en una honda aspiración; se levantó, elevó la mirada, y la puso en los ojos de Oeyvind. Se paró delante de éste, y le miró largamente.

—Sería mi deseo —empezó— que renunciaras a ella, porque ni rogar por más tiempo ni ponerse amenazador nos sacarían de apuro. Dado el caso que no pudieras renunciar, me lo dices oportunamente, y tal vez consiga ayudarte.

Con estas palabras se dispuso a volver al trabajo, y el hijo le siguió.

Aquella misma noche Oeyvind había sacado en claro su plan; solicitaría la plaza de agrónomo del distrito, pidiendo al director y al maestro que le prestaran apoyo.

«Si ella se muestra perseverante, yo me siento capaz de ganarla, si Dios me ayuda, con mi trabajo».

Tal era su pensamiento.

En vano esperó a Marit aquella noche; pero mientras medía con los pasos el monte, entonó con profunda emoción su canción preferida:

Levanta la cabeza

y sé valiente. Muere una esperanza

pero el cielo te alcanza

una esperanza más. ¡La vida empieza!

Levanta la cabeza,

porque te llama Aquél que te ha salvado

y que de todo lado

te guarda y te defiende.

¡Levanta la cabeza!

Es en tu mismo pecho que se enciende

un cielo de alegría

que hacia el Señor eleva su armonía.

Levanta la cabeza

y aleja el ansia. Se abrirán las flores

del hervir de tu pecho, y como en mayo

las savias subirán, al claro rayo

de la fe que las vidas endereza,

y cura de miserias y dolores.

¡Levanta la cabeza!