Un domingo, en el corazón del verano, Thore surcaba el fiordo a remo para salir al encuentro del hijo que llegaba aquella tarde de la Escuela de Agricultura, terminados sus estudios. La madre tenía ocupadas en casa hacía días las mujeres de faenas, que la ayudaban a que todo quedara limpio y reluciente; se habían hecho reparaciones, y una estufa nueva había sido instalada en el cuarto de Oeyvind. La madre esparcía hojas tiernas, sacaba mantelería limpia, preparaba la cama de su hijo, y entre uno y otro paso miraba por la ventana si se dibujaba algún bote en el fiordo. Todo estaba apunto para la comida de gran festividad, pero siempre quedaba un detalle, o era preciso ahuyentar las moscas, o volvía a haber polvo en el cuarto, a pesar del vapuleo. El bote no aparecía; la madre se apoyó en el marco de la ventana y miró hacia la bahía. Abajo, en el camino, alguien se acercaba. Volvió la cara. Era el maestro de escuela que subía la cuesta, apoyado en un bastón, porque le dolía la cadera. Aquella mirada juiciosa recorría el paisaje. Se paró a fin de tomar aliento, saludó luego, y preguntó:
—¿Todavía no ha llegado?
—No, le espero de un momento a otro —respondió la madre.
—Buen día para el heno.
—Pero demasiado caluroso para andar los viejos.
El maestro miraba a la madre sonriendo.
—¿Y la gente joven no ha asomado por aquí?
—Una vino, pero ya se ha marchado.
—Como es natural, más tarde se verán en un sitio u otro.
—Seguramente; Thore es de opinión que no han de verse en casa antes que los viejos hayan dado el consentimiento.
—Muy puesto en razón.
Al cabo de un rato gritó la madre:
—Creo que llegan.
El maestro fijó la mirada en el fiordo.
—Sí, ellos son.
La madre se retiró de la ventana, y el maestro, después de haber descansado y de beber algo bajó y fue al encuentro del bote, lo mismo que la madre. El bote se acercaba velozmente, ya que remaban padre e hijo. Se habían quitado las chaquetas; saltaba la espuma bajo el golpe de los remos, y abordaron muy cerca de donde estaban la madre y el maestro. Oeyvind se volvía, con una ancha mirada a los dos, descansando sobre los remos, gritó:
—¡Buen día, madre, buen día, maestro!
—¡Qué varonil se ha hecho su voz! —dijo la madre con el rostro iluminado—. Pero del mismo color rubio el pelo —añadió.
El maestro amarró el bote en el puente del desembarcadero mientras el padre quitaba los remos. De un brinco saltó Oeyvind a tierra, tendió la mano a la madre y en seguida al maestro, volvió y volvió a reír, y, a estilo de los campesinos, empezó a contar en un torrente de palabras lo de los exámenes, del viaje, del certificado del director y de las buenas ofertas que se le habían presentado. Preguntó del estado de las cosechas y se enteró de las circunstancias de amigos y conocidos, con excepción de una determinada persona. El padre iba a descargar del bote el equipaje, pero, deseoso de oír, dijo que de momento podía dejarse allí. Y siguieron juntos el camino hacia la casa, mientras Oeyvind reía y narraba, reía la madre con él, pues no sabía qué decir, y el maestro, con sus ojos de hombre reflexivo, miraba a Oeyvind; el padre, poseído de un cierto respeto, andaba detrás de todos. Así llegaron a la casa. A Oeyvind todo lo que veía le era motivo de alegría, lo mismo el nuevo revocado de la casa, que la ampliación del molino, que los vidrios blancos en lugar de los verdes en las ventanas, ahora más grandes, y suprimidos los antiguos rebordes de plomo. Al entrar en la casa todo le pareció haber empequeñecido, al compararlo con la imagen que él llevaba, pero todo tan acogedor, tan agradable. El reloj de pared parecía cacarear como gallina bien cebada, el labrado de las sillas se destacaba, y diríase que todo tomaba parte en la conversación; reconocía cada taza de las que estaban puestas sobre la mesa, el hogar le sonreía encalado de nuevo, como si le diera la bienvenida. Las ramas recién cortadas exhalaban su aroma en guirnaldas sobre las paredes, y el suelo estaba sembrado de briznas de enebro, completando el efecto festivo que respiraba todo. Sentáronse para la comida, pero no se comió mucho, y Oeyvind hizo el gasto de la conversación. Mirábanle todos satisfechos, le descubrían parecidos o diferencias, notaban las innovaciones en su porte, el traje de paño azul. En una corta pausa que siguió a la historia que contó Oeyvind de uno de sus camaradas, habló el padre:
—Casi no puedo seguir lo que dices: ¡hablas tan aprisa!
De buena gana se echaron a reír, y no fue Oeyvind quien menos reía; daba la razón a su padre, pero no hubiera podido hablar más pausado. Todo lo nuevo que había visto y aprendido en su primer vuelo hacia el mundo impresionó de tal modo su imaginación y su receptividad, le sustrajo de tal modo a sus viejas disposiciones, que las fuerzas antes soñolientas se alborotaban, y su cerebro estaba en actividad constante. Notaron asimismo que a veces, en medio del raudal de ideas y de palabras era como si tropezara consigo mismo. Esto les hacía un efecto cómico, pero él mismo lo tomaba a risa, y lo echaron en olvido. El padre y el maestro observaban si acaso había perdido algo de su interior circunspección y presencia de ánimo, pero no parecía ser así. Estaba en todo, se acordaba de todo, y quiso proceder a sacar del bote su equipaje; lo abrió, expuso sus libros, su reloj, todo nuevo y bien cuidado, como observó la madre. En su cuartito se sentía extraordinariamente feliz. Dijo que se prometía estar muchos ratos en casa y ayudar en la siega del heno, y dedicarse a sus lecturas. No sabía a punto fijo en qué se ocuparía luego, pero le era del todo indiferente; disponía de una prontitud y de una solidez de juicio que se comunicaban, y de una gran vivacidad en la expresión de los sentimientos que a todos entonaba. El maestro se rejuvenecía de diez años.
—¡Quién hubiera dicho que llegaríamos tan adelante! —decía al levantarse para ir a su casa, radiante de felicidad.
Cuando la madre, después de acompañarle hasta la salida como de costumbre, volvió al interior, pidió a Oeyvind que la acompañara a su habitación.
—Te espera alguien a las nueve —murmuró.
—¿Dónde?
—Arriba, en la colina.
Oeyvind consultaba el reloj, y antes de la hora no podía aguantar ya en el cuarto. Emprendió la cuesta, permaneció parado en la cima y miró alrededor. La casa se veía al pie del monte, las matas que le ceñían, lo mismo que el bosque joven, se veían más altos; conocía árbol por árbol. Oteó el camino que rodeaba el monte y llegaba a la entrada del bosque, un camino adusto, descolorido; pero lucía el bosque de los diversos tonos vegetales; altos, esbeltos, se erguían los troncos; un barco con las velas lacias se recortaba en la pequeña bahía cargado de tablas de madera, esperando el viento propicio. Dirigió su mirada al agua, la que le había llevado y hoy le devolvía al hogar; quieta y transparente, unas aves marinas volaban por encima de ella, pero sin voz, pues el día declinaba. El padre salía del molino y se quedó un rato parado en la escalera exterior; como el hijo, miró hacia el agua y bajó hasta la rompiente para llevar a tierra el bote antes de que oscureciese del todo. La madre salió de la cocina, que tenía acceso por la parte frontera del edificio, y mientras entraba en el gallinero el grano para las aves miró hacia arriba de la colina, miró al firmamento, y tarareó unas notas. Oeyvind se había sentado en una orilla, pero tan ásperas eran las matas que no podía ver a través de ellas; estaba atento al menor ruido. El vuelo de algún pájaro estuvo a punto de engañarle; saltó una ardilla de un árbol a otro. De pronto le llamó la atención un roce que se oía no muy lejos; luego el silencio, y luego el mismo ruido; se levantó, oía los latidos de su corazón, y la sangre se le agolpaba en la cabeza. Moviéronse los arbustos más cercanos y apareció un gran perro, que se quedó parado, sosteniéndose sobre tres patas, mirándole. Era el perro de los Brezales de Arriba. Detrás de él vuelve a agitarse el arbusto, el perro mueve la cabeza y agita el rabo. Y llega Marit.
Se le había enredado la falda en la maleza y se ladeó para arreglarla. Llevaba la cabeza destocada, con el pelo peinado alto, como suelen las jóvenes noruegas en los días laborables; el corpiño era de un paño recio y sin mangas, y rodeaba su garganta un pañuelo doblado de lienzo. Venía, sin tiempo de ponerse otras ropas, con las mismas de la labor. Le miraba con la cabeza un poco ladeada, y sonreía, de un blanco deslumbrante los dientes pequeños, y llenos de luz los ojos, entre los párpados medio cerrados. Un poco aturdida en los primeros momentos, pellizcaba la falda, pero pronto se adelantó, a cada paso más sonrojada. Él dio unos pasos y le cogió la mano, ella miraba al suelo, y así estuvieron un rato frente a frente.
—Gracias por todas tus cartas —fue lo primero que dijo Oeyvind, y al verla algo confusa, que le miraba con la sonrisa en los labios, pensó que era ella la más picara hechicera que pudiera salirle al paso en el misterio de una selva. Estaban presos el uno del otro.
—¡Cómo has crecido! —dijo ella.
Pero otros muchos pensamientos se revolvían en su mente. No se cansaba de mirarle, y su risa se hacía cada vez más alegre, y él reía también; pero no se decían una palabra. El perro se había echado al borde de la roca mirando hacia la casa. Abajo, al borde del agua, Thore se había fijado en la cabeza del perro sin llegar a descifrar lo que en aquella cumbre parecía.
Pero a la pareja se les soltó pronto la lengua, y empezaron a hablar largo y tendido. A él, a medida que iban entrando en calor, le acudían tan prontas las palabras que ella no podía aguantar la risa.
—Mira, así me sucede cuando estoy alegre, muy alegre; cuando se aclaró la situación entre tú y yo fue como si saltaran unos cerrojos dentro de mí.
Ella no pudo menos de reír nuevamente.
—Todas las cartas que de ti he recibido —dijo— podría repetirlas de memoria.
—Y yo las tuyas. ¡Pero escribías tan breve!
—Y tú te escurrías cuando te pedía que me detallaras cierto asunto.
—No me mires tan fijo —decía el hada de la selva.
—Pero, se me ha ocurrido pensar que no me has escrito todavía cómo fue el rompimiento con Jon Hatlen.
—¿Yo? Lo tomé a risa.
—¿Cómo?
—Me reí. ¿No sabes lo que significa reír?
—Mira, yo sé reír también.
—Veamos.
—¿Qué te figuras? He de tener motivos de risa.
—A mí no me es preciso cuando me siento alegre.
—¿Estás alegre ahora, Marit?
—¿Por ventura río?
—Sí, ríes.
Tomó sus dos manos y dio palma contra palma, mientras la miraba con ternura. De pronto el perro empezó a gruñir, luego se le erizó el pelo, y empezó a ladrar mirando hacia abajo, cada vez más fiero. Marit dio un salto atrás, pero Oeyvind se acercó al despeñadero. El perro ladraba a su padre, quien, con las manos en los bolsillos miraba desde abajo hacia donde estaba el perro.
—¡Tú por ahí! ¿Qué condenado perro es ése? —preguntó el padre de Oeyvind.
—Es de los Brezales de Arriba —respondió Oeyvind, algo perplejo.
—¿Y cómo diablos está ahí?
La madre, que había oído también el alboroto, miró por la ventana de la cocina, vio en seguida el caso, y dijo:
—El perro ronda por ahí todos los días; no hay nada de particular.
—Pero es un perro de malas pulgas.
—Se calma en cuanto le acarician —observó Oeyvind atusándole el pelo.
Calló el perro, no sin que refunfuñara un poco todavía, y el padre se metió buenamente en casa, y la parejita fue dejada en paz.
—Esta vez no ha ido mal —dijo Marit cuando volvieron a encontrarse al lado uno del otro.
—¿Temes que pueda ir mal?
—Yo sé de uno al menos que no nos quitará de encima la vista.
—¿Hablas de tu abuelo?
—De él mismo.
—¿Qué va a hacernos?
—Separar nuestros corazones no podrá.
—¿Haces voto de ello?
—Sí lo hago, Oeyvind.
—¡Qué hermosa eres, Marit!
—Así hablaba la zorra al cuervo para hacerle soltar el queso de la boca.
—Está convencida de que yo también ambiciono ese queso.
—No lo tendrás.
—Pues me lo tomaré.
Ella ladeó un poco la cabeza, y él no la besó, a pesar del deseo.
—Ahora he de decirte algo, Oeyvind. —Y le miraba en la misma actitud.
—Di.
—Me pareces otro.
—¿No será, pues, el queso para mí?
—No, no quiero. —Y apartó más la cabeza—. He de irme, Oeyvind.
—Te acompaño.
—Pero no hasta la salida del bosque, donde mi abuelo podría verte.
—Entendido que no. ¡Pero, niña querida, no corras de ese modo!
—Aquí no podemos andar tan cerca el uno al otro.
—¿Y a eso le llamas acompañar?
—Entonces, alcánzame.
Y echó a correr, y él detrás de ella hasta alcanzarla.
—¿Te habré cogido para siempre, Marit?
La cogió por el talle.
—Así lo creo —dijo ella a media voz, y empezó a reír, pero inmediatamente le subió el sonrojo a la cara y se puso seria.
«Ea, ha de ser ahora», pensó el muchacho, intentando besarla.
Pero ella hurtó la cara debajo del brazo del muchacho y escapó de nuevo riendo. Al llegar a los últimos árboles se paró.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó en tono discreto.
—Mañana mismo —respondió él en el mismo tono.
—Bien, mañana. ¡Ahora, adiós!
Y escapó.
—¡Marit! —Ella volvió a pararse—. Oye, es coincidencia que la primera vez que nos vimos fuera también en la cima.
—Es verdad —convino ella, y prosiguió su camino.
La vio alejarse, precedida del perro, que iba ladrando. Corría la muchacha detrás de él para imponerle silencio. Oeyvind tomó la gorra, la echó repetidas veces al aire y la cogió de nuevo, y en su camino de vuelta pensaba: «Ahora creo haber empezado a ser realmente feliz». Y se puso a cantar.