El maestro estuvo acertado en rogar al párroco que comprobara si Oeyvind merecía en realidad la clasificación de primero. En el espacio de las tres semanas que pasaron antes de la Confirmación, ni un solo día dejó de ver al muchacho. Un alma blanda cederá fácilmente a una emoción, pero otra cosa es que permanezca grabada en toda la fuerza conveniente. Muchas horas sombrías vivió Oeyvind antes de aprender a tomar por guía en sus planes para el porvenir algo mejor que la vanidad y el despecho. A veces, perdía de pronto en medio del estudio la apetencia, y lo dejaba a un lado. «¿A qué fin trabajo? —se decía—. ¿Qué saco de ello?». Pero al cabo de un rato se acordaba del maestro, de sus palabras, y de su bondad. Necesitaba de esta mediación humana para volver a remontarse cada vez que salía de la apreciación justa de su elevado deber.
En la casa paterna coincidían los preparativos para el día de la ceremonia, y para la partida a la Escuela de Agricultura, que sería al día siguiente. Dábanse prisa sastre y zapatero, andaba atareada la madre en la cocina, y el padre trabajaba en un baúl de viaje. Mucho se habló aquellos días así de lo que costarían sus estudios durante dos años, como en la dificultad para pasar la primera Navidad, ni tal vez la segunda cerca de los padres, y de lo penosa que les sería tal separación. Extendíase el comentario al amor que debía a unos padres que hacían por él grandes sacrificios. En medio de todo esto, Oeyvind se encontraba como alguien que, habiendo intentado hacer frente al mundo por su propia cuenta, ha naufragado y es acogido ahora por una gente bondadosa.
Un sentimiento de esta índole crea humildad, y como consecuencia, otros afectos. Próximo ya el día solemne, podía llamarse preparado y esperarlo con rendida confianza. Cada vez que surgía en su alma la figura de Marit, la rechazaba, pero no sin que le doliera. Se esforzaba en ser cada vez más dueño de sí mismo, pero lo conseguía mal; el dolor era cada vez más agudo: por esto, en la víspera de la ceremonia se sentía fatigado cuando, tras un largo examen de conciencia, pidió a Dios que no le pusiera demasiado a prueba.
Al anochecer se presentó el maestro. Sentados en la habitación después de los preparativos propios de la víspera de una ceremonia tal, la madre estaba emocionada, y callaba el padre; pasado mañana partiría Oeyvind, y era incierto el día en que volverían a hallarse, como ahora, reunidos. El maestro repartió los libros de cánticos, hicieron sus preces, y cantaron.
Las cuatro personas permanecieron reunidas, sin que sintieran el cansancio, hasta muy avanzada la noche. Despidiéronse con los mejores propósitos para el próximo día y lo que vendría en pos de él. Al acostarse, Oeyvind hubo de conceder que todavía nunca le había acogido sintiéndose tan feliz. Hoy daba a esta felicidad una nueva interpretación, entendiendo que nunca como ahora se había entregado a la voluntad de Dios, y descansado en ella. Volvió a imaginar el rostro de Marit, y fue lo último de que tuvo conciencia como si una voz interior le susurrara: «No del todo feliz. No del todo», a lo que él replicaba: «Sí, feliz por completo». Pero volvía la voz: «No del todo». «Sí; por completo». «No del todo…».
Al despertar se le manifestó el significado del día que empezaba, rezó, y se sintió fortalecido. Levantóse, y se puso cuidadosamente las prendas nuevas; nunca había llevado encima un traje tan bueno, especialmente el bien cortado sayo de paño, que hubo de palpar cuatro veces antes de familiarizarse con él. Una vez bien ajustado el cuello y ceñido el sayo, que anteriormente se había probado varias veces, sacó un espejuelo, y al ver su propia cara satisfecha, que le sonreía, encuadrada por el cabello rubio claro, le ocurrió sospechar en esto la vanidad que volvía.
«Bien, pero los hombres deben vestir pulcramente», se respondía a sí mismo apartándose del espejo, como si fuera pecaminoso mirarse en él. «Claro que sí, pero dar demasiado valor a esto no está bien». «No; aunque, bien considerado, Dios mismo debe complacerse en que alguien se alegre de parecer bien». «Es posible, pero mira, más le complacería que parecieras bien sin detenerte tanto en ello». «Es verdad; todo procede de que las prendas sean tan nuevas». «Poco a poco tendrás que desacostumbrarte, a medida que la ropa se haga vieja».
Otros diálogos parecidos se planteó todavía aquella mañana, deseoso de que no empañara el día ninguna falta.
Encontró en la planta baja a sus padres ya vestidos y esperándole para el desayuno. Fue hacia ellos y les dio las gracias por ej traje nuevo.
—Que puedas romperlo con salud —tal fue el voto cordial de los padres.
Sentáronse, rezaron en voz baja y desayunaron. Después de quitar los manteles la madre tomó un bolso, y dio los últimos toques a su atavío, púsose el padre la chaqueta, tomaron cada uno su libro de cánticos, cerraron la casa y emprendieron la cuesta. Una vez arriba, en el camino real, hallaron a los fieles que, a pie o en coche, se dirigían a la iglesia, entre ellos los confirmantes; venían en otro grupo los abuelos, que esta vez por nada hubieran dejado de asistir a la iglesia. Era el día otoñal, de sol velado, como anunciando cambio de tiempo. Subían las nubes, rompíanse y separábanse; un numeroso cortejo de ellas recorría todo el espacio, como si llevaran mensajes para el comienzo de la tormenta; pero abajo todo estaba tranquilo: marchito colgaba el follaje sin moverse siquiera, y el aire era algo bochornoso. Los que venían provistos de abrigos no los utilizaban. Una multitud insólita se hallaba reunida alrededor de la iglesia, pero los confirmantes, sin detenerse, entraban en el templo para colocarse en el orden previsto antes de que comenzaran las ceremonias. De pronto compareció el maestro, de frac azul, pantalón hasta las rodillas, botas altas, tiesa corbata, y asomándole la pipa del bolsillo posterior entre los faldones del frac. A todos saludaba y sonreía, daba un golpecito en el hombro de éste, o exigía a aquél una respuesta. En medio de estas actividades llegó hasta cerca del cepillo de las limosnas, junto al cual estaba Oeyvind, enterando a su amigo Juan de los planes del viaje.
—Buen día, Oeyvind, ¡qué contento vienes! —Y le cogió por el cuello de la chaqueta, como dispuesto a hablar con él—. Oye, he de confiarte la mejor noticia. Acabo de hablar con el párroco; puedes conservar el sitio que has tenido hasta ahora en la escuela; te pondrás en el primer sitio, y mira de responder con claridad.
Oeyvind miraba sorprendido al maestro. Hizo éste una señal, y el muchacho adelantó unos pasos, se paró, volvió a andar unos pasos y volvió a pararse: «Será así; seguramente ha abogado por mí al párroco», reflexionó. Y fue a ocupar el primer sitio.
—Tienes el número uno —susurró un muchacho.
—Sí —respondió él en voz baja, sin poder sustraerse a una sensación de temor por si era o no cierto.
Una vez colocados los confirmantes y presente el párroco, repicaron las campanas, y los fieles entraron en la casa de Dios. Vio Oeyvind enfrente a Marit de los Brezales, que le miró igualmente, pero tan impresionados estaban ambos de la santidad del lugar que no se atrevieron a saludarse. Oeyvind tuvo el tiempo suficiente para convencerse de que Marit estaba hermosa hasta deslumbrar, y que no llevaba ningún adorno en el cabello. Los orgullosos planes que había hecho durante seis meses en perspectiva de este momento frente a Marit, los olvidó en el punto de su realización, y no se acordó ya de su categoría, ni Marit de la suya.
Después de las sagradas ceremonias, parientes y amigos se acercaron a Oeyvind para darle el parabién; los camaradas le decían adiós, enterados de su partida al día siguiente; vinieron también otros, más niños, de los que participaban en las carreras de trineos; alguno de éstos lloraba al despedirse. Por fin vino el maestro y le tendió la mano en silencio a él y a sus padres, dispuesto a acompañarles. Hallábanse de nuevo reunidos los cuatro, y sería aquélla la última velada. Muchos le despedían de paso a lo largo del camino, y le deseaban buena suerte; pero ellos cuatro no se hablaron hasta llegar a la casa, bajo techo.
El maestro ponía todo su empeño en que no decayeran los ánimos. La familia preveía casi con terror la ausencia de dos años, cuando hasta entonces no habían pasado ni un día alejados; pero ninguno quería que se le conociera el disgusto en el semblante. A medida que avanzaban las horas, Oeyvind se sentía más oprimido; probaría de tranquilizarse un poco saliendo al aire libre.
Ya oscurecía, y se oía en el aire un zumbido; de pie en el rellano de la escalera exterior, miraba al firmamento. Oyó pronunciar su nombre al borde de la ladera del monte; no era una ilusión; dos veces lo había oído. Miró hacia arriba, y vio borrosamente entre los árboles una forma femenina, arrodillada, que se asomaba para mirar abajo.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—He oído decir que sales de viaje —respondió ella con voz discreta— y no he podido menos de acudir para decirte adiós, ya que tú no has querido ir a mi casa.
—¿Eres tú, querida Marit? Espera, voy a subir.
—No hagas eso; te he esperado largo rato, nadie sabe dónde estoy, y tengo que volver apresuradamente a casa.
—Es una buena acción que hayas procurado verme —dijo él.
—No podía soportar la idea de que partieras así, Oeyvind: nos conocemos desde los primeros años de la infancia.
—Es cierto.
—Y ahora, hace medio año que no nos hemos hablado.
—Por desgracia es así.
—¡Y el modo de separarnos fue tan raro!
—Sí, lo fue. Oye, creo que he de subir donde estás.
—¡No, por Dios, no lo hagas…! Pero, dime, ¿no me guardas rencor?
—¡Querida Marit, cómo puede ocurrírsete!
—Adiós, Oeyvind, y gracias por todas las horas agradables que me has proporcionado.
—No te vayas todavía, Marit.
—Sí, ahora debo irme, que me echarán ya de menos.
—¡Oh, Marit, Marit!
—No puedo entretenerme más rato, Oeyvind. ¡Adiós! ¡Adiós!
El muchacho entró en su casa como un sonámbulo, y al ser preguntado sus respuestas fueron incoherentes. Lo atribuyeron a la preocupación del viaje, de que participaban todos. El maestro al despedirle puso en su mano algo que luego se vio que era un billete de cinco táleros. Al acostarse no pensaba ya Oeyvind en el viaje sino en las palabras que le habían llegado de la ladera del monte, y las con que él había correspondido. De niña no permitían a Marit que se acercara a aquel sitio, porque el abuelo temía una caída.
«Tal vez baje todavía otra vez», pensaba Oeyvind.