Medio año más tarde, en el otoño —porque la Confirmación se había aplazado—, los que iban a recibir la bendición estaban en una sala de la casa parroquial para enterarse de la orden de la ceremonia. Estaban entre ellos Oeyvind y Marit de los Brezales. Marit acababa de bajar de la habitación del párroco, de quien había recibido un hermoso libro, a más de los elogios. Risueña, platicaba de un lado a otro con las amigas, y no rehuía a los muchachos. Se había convertido en una mocita del todo crecida, de una gran soltura en todo su porte, y los de su edad, muchachos y muchachas, sabían que la pretendía el joven más bien dotado de la parroquia, Jon Hatlen. Sus motivos tenía para estar contenta. Abajo en el soportal, había algunos no afortunados en el examen, y éstos lloraban, mientras Marit y sus amigas reían. Uno había entre ellos, un chico calzado con las botas de su padre y con el pañuelo de las fiestas de su madre atado al cuello.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —sollozaba—. ¡No me atrevo a volver a casa!
Esto despertaba la compasión de los no llamados todavía para el examen a la habitación del párroco, entre los cuales se hizo general silencio. Se les leía en los ojos el miedo, se les turbaba la vista, y ni tragar podían la saliva. Uno de ellos echaba cálculos de lo que sabía, y siendo así que pocas horas antes concluyó que podía responder a todo, ahora resultaba que no se acordaba de nada, ni de un párrafo siquiera. Otro hacía repaso de los pecados de que tenía memoria desde el primer momento de su vida, y no hubiera juzgado raro que Nuestro Señor le privara de recibir la bendición. Un tercero, sentado en un rincón, buscaba señales en todo: si el reloj de pared que iba a dar las doce del día empezaba a sonar antes que él hubiera contado hasta veinte, saldría bien del examen; si la gran gota de lluvia que resbalaba lentamente por el cristal llegaba al marco de la ventana, o si el muchacho cuyos pasos se oían era Lars, haría un buen examen. La última prueba, la decisiva, vería si lograba enlazar el pie derecho en torno del izquierdo; y le resultó imposible. Aquel otro estaba totalmente de acuerdo consigo mismo en que saldría airoso con tal de que el párroco le preguntara de la Historia bíblica desde después de José, y del Catecismo desde después del Bautismo o después de Jesús, o de los Mandamientos, o… Le llamaron antes que llegara a calcular todo su activo de conocimientos. Otro se había dedicado con preferencia al Sermón de la Montaña, porque había soñado con él; tenía el convencimiento de que le preguntarían sobre éste, y murmuraba para sí de cabo a rabo el Sermón de la Montaña. Salió, y cerca de la puerta posterior del edificio se sentó para leer una vez más el tal Sermón, pero no había tenido tiempo de empezar cuando le llamaron. Y la pregunta fue sobre los grandes Profetas y los menores. Otro pensaba en el párroco, tan buen señor, y tan conocido de su padre, y pensaba también en el maestro, de semblante tan amable, y en Dios que era misericordioso y había socorrido a tantos, como a Jacob y a José; y luego pensaba también en su madre y sus hermanas que allá en la casa estaban rezando por él, lo cual sin duda le ayudaría. Otro, allí sentado, no podía menos de rebajar algo de las ambiciones de hacer gran papel en la vida. Una vez se había propuesto no descansar hasta ser rey, otra vez aspiraba a ser al menos general o sacerdote. Parecía un sueño. Todavía por el camino de su casa a la parroquia había pensado en lanzarse a la vida del mar: ser capitán de barco, o quién sabe si pirata, ganando con ello fabulosas riquezas; pero ya dudaba de lo de las riquezas, y desistía de ser pirata, y luego de ser capitán de navío, y luego de ser piloto. Ya se contentaría con ser marinero, con remar en una lancha, y aún podría ser que no se hiciera a la mar sino que se quedara en la hacienda para ayudar a su padre. Otro estaba más convencido, si no más seguro de sus conocimientos, porque seguro no estaba ni el más aplicado. Éste pensaba en el traje nuevo que se pondría para la ceremonia. ¿Y para qué serviría si no salía bien del examen? Si salía bien iría él mismo a la ciudad a elegir el traje de buen paño que luciría por la Navidad, despertando la envidia de todos los muchachos y siendo la admiración de ellas. Otro echaba otros planes. Presentaba a Nuestro Señor uno como libro de Debe y Haber; en una página: «Ha de hacer que salga bien del examen», y en la página de su crédito: «Y me comprometo a no mentir nunca más, ni a chismorrear; a no faltar a las ceremonias de la iglesia, a dejar en paz a las muchachas y a quitarme el vicio de blasfemar». Otro pensaba entretanto que si Ole Hansen había tenido éxito el año anterior, sería más que injusto que él, con mejor comportamiento en la escuela, y de mejor familia, no saliera airoso este año. Cerca de éste se sentaba uno que maquinaba los más terribles planes de venganza si le suspendían. Su plan era o pegar fuego a la escuela o escaparse, y más tarde levantarse como juez inflexible contra el párroco y la Administración de la escuela en peso, si bien finalmente, en un rasgo de hidalguía, pensaba ceder a la gracia el lugar de la justicia. Para empezar estaba decidido a entrar al servicio del cura de la parroquia vecina, y allí tener el primer sitio en la Confirmación del otro año, respondiendo así de modo que a todos sorprendiera. Otro, en cambio, solitario, abstraído de todos con las manos en los bolsillos, junto a la cuerda de la campana, llevaba retratada en los ojos la melancolía. Alguien había que estaba en el secreto: su prometida. Una araña grande con largas patas se arrastraba rodeando uno de sus pies; en cualquiera otra ocasión hubiera puesto la planta sobre el repugnante insecto, pero hoy levantaba el pie para dejarle paso libre. La voz de este muchacho era persuasiva como la de un piadoso ministro, sus ojos decían incesantemente que los hombres eran buenos: con gesto humilde sacó la mano del bolsillo, y la llevó a la cabeza para alisar el pelo lustroso. Si lograba atravesar felizmente la difícil situación, una vez al otro lado saldría adelante, volvería a mascar tabaco; y haría público su noviazgo. Pero otro de los muchachos, sentado en un escabel, cruzadas las piernas, estaba inquieto; sus ojillos chispeantes recorrían la habitación tres veces por segundo, y en la cabeza poblada de pelo recio y rebelde andaban revueltas las ideas de todos los otros en abigarrado desorden, desde la más franca esperanza a la duda más amarga y de los más dóciles propósitos a los más disolventes planes de venganza.
Oeyvind estaba sentado junto a la ventana; había pasado ya por el examen en el piso alto, y respondido a todas las preguntas, pero ni el párroco ni el maestro soltaron prenda. Durante medio año se había preguntado el muchacho qué es lo que dirían ambos al convencerse del éxito de sus estudios, y ahora la decepción y el resentimiento se mezclaban en él. Allí estaba Marit, que con esfuerzo mucho menor y más escasos conocimientos se hacía acreedora a la vez que a la recompensa a unas palabras alentadoras. Precisamente él había trabajado para realzarse a sus ojos, y he aquí que ella, como jugando, alcanzaba lo que a él le costó tantas renuncias y abnegación; su risa, sus agudezas le herían el alma, le contrariaba la soltura de sus movimientos. Desde aquella noche se había abstenido de hablar con ella, y así pasarían años, según sus propósitos; pero al ver con qué alegría, con qué superioridad se manifestaba, se sentía derrotado y todos sus orgullosos propósitos se convertían en hojarasca.
Poco a poco probó a desechar de sí aquella impresión. Se trataba de saber si tendría el primer sitio o no en la prueba de aquel día, y por esto esperaba. El maestro acostumbraba prolongar la entrevista con el párroco, para fijar la lista de los aptos a la Confirmación, la cual bajaba a comunicar a los candidatos; no era ésta la decisión final, pero sí el dato sobre el cual decidía el párroco. Abajo, la charla se animaba a medida que la prueba se acercaba a su término. Juntábanse los afortunados para ir a comunicar el resultado a los padres, o esperaban a los que no habían terminado. Los otros estaban cada vez más silenciosos y miraban en plena tensión hacia la puerta.
Terminado el examen bajaron los últimos, y el maestro y el cura conferenciaron un rato. Oeyvind miraba a Marit; parecía alegre como tantas veces, y permanecía allí no sabía si por interés propio o por interés hacia alguien. ¡Qué hermosa se había hecho Marit! En ninguna otra había visto la piel de un blanco tan deslumbrador, tan fina; la nariz ligeramente arremangada, la boca iluminada por una sonrisa. Cuando no miraba a nadie en particular los ojos medio se cerraban, pero cuando los abría del todo, tenían una fuerza insospechada, y como para dar a entender que no haría uso de ella, su mirada iba siempre acompañada de una sonrisa encantadora. Su cabello era más bien oscuro que claro, un poco rizado naturalmente, y le caía sobre los hombros, los que, acompañado del aire soñador de los ojos, daba una impresión de misterio que era difícil descifrar. Nunca estabais seguros de si os miraba, ni de lo que estaba pensando cuando se dirigía a alguien para hablarle, pues tomaba continuamente lo que había cedido. «Dentro de todo eso se esconde Jon Hatlen», pensó Oeyvind, y no podía dejar de mirarla una y otra vez.
Por fin compareció el maestro. Todos salieron de su sitio y se precipitaron:
—¿Qué nota es la mía?
—¿Y la mía?
—¿Y la mía…?
—¡Silencio, alborotadores! ¡Qué confusión! ¡Quietos, que pronto lo sabréis criaturas! —Y mirando alrededor iba diciéndoles—: Tú has quedado en segundo lugar —y señalaba a un muchacho de ojos azules que le había estado mirando suplicante, y salió del corro bailando al oír su clasificación—. Tú eres el tercero —y ponía la mano sobre el hombro de un muchacho bajito, pelirrojo—. Tú tienes el quinto lugar… Tú, el octavo. —Y así sucesivamente. Al notar la presencia de Marit, dijo—: Tú, entre las muchachas, quedas clasificada la primera. —El rostro y la garganta de Marit se enrojecieron, y probó de sonreír—. Tú tienes el doce; perezoso y arisco has sido; tú, el once, y era de esperar, muchacho; tú tienes el trece, y conviene que te apliques para un segundo examen, o te irá mal…
Oeyvind no podía aguantar más tiempo. La clasificación de primero no se había dado todavía. Había permanecido todo el rato en un sitio donde el maestro podía verle muy bien.
—¡Señor maestro! —pero el buen viejo parecía no oírle—. ¡Señor maestro! —tuvo que decirlo una vez más.
Por fin hizo caso de él:
—Tienes el octavo o el noveno sitio, no me acuerdo bien.
Y pasó a otro.
—¿Quién es el primero? —preguntó Juan, el mejor amigo de Oeyvind.
—No tú, seguramente, cabecita ensortijada —dijo el maestro, dándole un golpe en la mano con un rollo que llevaba.
—Pues, el primero, ¿quién es? —preguntaron—. Vaya, ¿quién es?
—Quien sea, no quedará sin saberlo —concluyó el maestro con seriedad, dispuesto a evitar nuevas preguntas—. Id a vuestras casas, muchachos, dad gracias a Dios, y sed la alegría de vuestros padres. Y no olvidéis tampoco a vuestro viejo maestro, pues no lo hubierais pasado tan bien sin él.
Diéronle las gracias y emprendieron con júbilo la vuelta a sus hogares, dichosos a pesar de todo, a no ser uno que no acertaba a recoger sus libros, y que al lograrlo se sentó, como queriendo volver a aprender desde el principio.
El maestro se le acercó:
—¿Y tú, Oeyvind? ¿No sales con los otros?
No respondió.
—¿A qué propósito hojeas los libros?
—Quiero ver en qué me he equivocado al responder.
—Ni en una sola respuesta te has equivocado.
Oeyvind le miró, y le subieron las lágrimas a los ojos, y miraba a su maestro mientras una lágrima tras otra recorría sus mejillas, pero sin decir una palabra. El maestro, se sentó junto a él.
—¿No estás contento de haber salido bien del examen…?
Sus labios temblaban, pero no respondía.
—Tu madre y tu padre estarán muy contentos.
Oeyvind, bajo la mirada del maestro, luchó algún tiempo antes de poder pronunciar una palabra; al fin preguntó con la voz ahogada, entrecortada la frase:
—¿Será porque… soy el hijo de un asalariado… que me han clasificado noveno o décimo…?
—Seguramente será por esto —asintió el maestro.
—Entonces, todo mi trabajo poco aprovecha —replicó, apagada la voz, viendo desvanecerse ante sí todos sus sueños.
Pero de pronto irguió la cabeza, levantó la mano derecha, y con toda su fuerza la dejó caer sobre la mesa, escondió la cara, y rompió en un llanto vehemente.
Lo dejó llorar el maestro. Fue larga la espera. El llanto llegó a hacerse poco a poco como el de un niño. Cogió entonces con ambas manos la cabeza del muchacho, la levantó, y contempló su desolación.
—¿Cómo puedes haber sentido a Dios tan cercano en estos últimos tiempos? —le dijo, apretándole cariñosamente contra el pecho—. Oeyvind, pagas tu propia culpa. No has estudiado por amor a tu calidad de cristiano, no por amor a tus padres, sino por vanidad.
Después de estas palabras del maestro, un ancho silencio pesó en la sala. Oeyvind sentía puestas sobre él las miradas del maestro y como si ellas le ablandaran y le invitaran a la humildad.
—Con la cólera en el corazón no te hubieras atrevido a presentarte al pie del altar para hacer a tu Dios el voto de fidelidad. ¿Verdad que no?
—No —balbuceó el muchacho.
—¿Y no hubiera sido pecaminoso acercarte a Él guiado por la presunción de superar a los compañeros?
—Sí —susurró el muchacho, con los labios temblorosos.
—¿Me profesas todavía algún afecto, Oeyvind?
—Sí —dijo él. Y esta vez volvió a mirarle.
—Voy a confesarte, pues, que he sido yo mismo quien ha hecho rebajar la nota, porque te profeso un cariño de veras, Oeyvind.
Éste le miró un par de veces, con los ojos inquietos, de nuevo rodaron las lágrimas por sus mejillas.
—¿No sientes animosidad por lo que he hecho?
—No —dijo el muchacho, dirigiéndole una mirada pura y franca, aunque con la voz ahogada.
—Mi buen muchacho, estaré a tu lado mientras viva.
Esperó hasta que Oeyvind, ya dueño de sí mismo, hubo recogido sus libros, y le dijo que le acompañara a su casa. Por el camino hacia ésta, a paso lento, Oeyvind se mostró al principio reservado, y como si luchara consigo mismo, pero poco a poco se dominó. Convencido ahora de que lo sucedido era lo mejor que podía esperar, esta creencia llegó a afirmarse en tal manera poco antes de llegar a la casa, que daba gracias a Dios y se sentía dispuesto a alternar tranquilamente con el maestro.
—Ahora —dijo éste— vamos a procurar que sobresalgas en la carrera de la vida, pues que de los engaños de tu presunción estás ya libre. ¿Qué me dices de la Escuela?
—Estudiaré en ella de buena gana.
—¿Se entiende, la de Agricultura?
—Sí.
—Es la más indicada; te abre otras perspectivas que la de una plaza de maestro de escuela.
—Pero ¿cómo entrar en ella? Tengo el deseo, pero no los medios.
—Tú aplícate y sé honrado, que los medios no han de faltarte.
Oeyvind irradiaba gratitud; empezaron a brillarle los ojos, su respiración se hizo más fácil y sintióse lleno de aquel fuego de amor infinito que suele arder en nosotros cuando inesperadamente nos damos cuenta de la bondad de los hombres. En momentos así el porvenir se nos pone delante, y somos como el caminante que avanza en medio del aire ligero de los montes, y mejor que andar parece que nos lleven.
Al llegar a su casa, los padres de Oeyvind estaban esperándole calladamente, dejando esta vez la labor con todo y ser apremiante. Pasó delante el maestro. Así él como Oeyvind sonreían.
—¿Bien? —inquirió el padre, dejando a un lado el devocionario en el que acababa de leer las preces de la Confirmación.
La madre cuidaba de la lumbre, y no se atrevió a decir nada; sonreía, pero la mano le temblaba; al parecer esperaba algo bueno, sin que se atreviera a manifestarlo.
—Sólo he venido para traeros la buena noticia de que ha respondido a todas las preguntas, y de que el párroco ha afirmado que no había visto en su vida mejor candidato a la Confirmación.
—Esto me alegra en el alma —dijo la madre muy conmovida.
—Es una satisfacción —dijo el padre, carraspeando.
Después de un silencio, la madre preguntó tímidamente:
—¿Y en qué lugar ha quedado?
—Octavo o noveno —respondió el maestro con calma.
La mujer miró a su esposo, y éste a ella y luego a Oeyvind, y concluyó:
—Para el hijo de un asalariado no se puede pedir más.
Oeyvind dirigió a su vez una mirada al padre. Algo le agarrotaba de nuevo la garganta, pero se dominó, amparándose rápidamente en pensamientos gratos, hasta que pudo más la pesadumbre.
—Ahora lo mejor será que me marche —dijo el maestro; se despidió y se dispuso a salir. Según su costumbre, marido y mujer le acompañaron hasta la salida—. Tendrá el número uno —les dijo, sonriendo—, pero no ha de saberlo hasta el mismo día de la Confirmación.
—No, no —asintió el padre cabeceando.
Y la madre lo repitió a su vez, y dijo, estrechando la mano del maestro:
—Recibe nuestra gratitud por todo lo que haces por él.
—Sí, de todo corazón —afirmó el padre.
Y salió el maestro mientras los padres permanecían en el soportal viendo cómo se alejaba.