Cuando Oeyvind a la mañana siguiente abrió los ojos despertaba de un sueño largo y reparador, poblado de visiones halagüeñas. Allá en el monte, Marit echaba encima de él brazadas de fresco follaje, y él a su vez la cubría con las mismas ramas, en un ir y venir de formas y colores, bajo un sol ardiente que iluminaba el monte de arriba abajo. Ya despierto, quería rehacer las figuras del mundo de los sueños. Se acordó de lo sucedido pocas horas antes, y volvió a sentir el mismo aguijón que le laceraba el pecho.
«No podré librarme nunca más de ella», pensó, y se sintió sin fuerzas, como si le hubiera abandonado toda esperanza en el porvenir.
—Bastante has dormido —le decía su madre junto a la cama—. Levántate, y toma algo; tu padre está ya en el bosque cortando árboles.
Esta voz pareció reanimarle, y se levantó un poco aliviado. La madre se acordaba muy bien del tiempo en que ella misma hallaba su gozo en el baile; sentada junto al torno de hilar estuvo tarareando unas coplas mientras el muchacho se vestía y desayunaba. Levantóse impaciente de la mesa, y se acercó a la ventana, sin poder librarse del todo de la pesadumbre. Pero tuvo que sacudirla y pensar en la labor. Había bajado la temperatura, y la lluvia que el día antes amenazaba se había convertido en nieve. Se calzó las botas, se puso la gorra de piel, requirió la chaqueta de marinero y las manguillas, y salió con el hacha al hombro.
Caían lentamente grandes copos de nieve. Oeyvind emprendió la subida por la colina de los trineos, y dobló a la izquierda en dirección al bosque; nunca, invierno o verano, había andado por este camino sin que se acordara de algo que le alegraba, o despertaba en él una cierta nostalgia. Ahora le parecía áspero y sin vida el camino, y sentía al andar sobre la nieve húmeda una rigidez en las rodillas, sea a causa de las impresiones recibidas el día antes o por la mala gana que se había apoderado de él; se decía que habían terminado por aquel año, y tal vez para siempre, las carreras de trineos. A su paso por entre los troncos mientras caía la nieve silenciosa, anhelaba algo distinto; un pájaro de las nieves asustado dio un chillido, y voló un poco más lejos, pero todo lo demás permanecía en un estupor, como si esperase una palabra que jamás sería pronunciada. El objeto de lo que tanto ansiaba no hubiera podido precisarlo; no lo hallaría ni en su hogar ni lejos de él, no se refería ni a sus gozos ni a su trabajo; era algo como un himno que se remonta al cielo. Poco a poco adquirió la figura de un anhelo que se convertiría en una bendición al llegar la primavera. El corazón le latía al pensar en todo esto, y aun antes de que llegara a sus oídos el golpe de hacha de su padre en los árboles temblorosos, el deseo había tomado cuerpo como ningún otro desde que nació.
Como de ordinario, el padre le habló poco. Ambos cortaban leña y la amontonaban; una y otra vez en el curso de la faena, coincidían en un sitio determinado, y en uno de estos encuentros, Oeyvind, apesadumbrado, dejó caer estas palabras:
—A un asalariado le toca soportar malos tragos.
—A él como a los otros —replicó el padre, escupió en la mano y empuñó el hacha.
Una vez abatido el árbol y cortado en pedazos, mientras el padre los ponía en un montón, dijo Oeyvind:
—Si fueras dueño de una hacienda no necesitarías cansarte así detrás de la leña.
—Mira —le respondió el padre sin cesar en su faena—, entonces serían otros los pesares.
Llegó la madre, que les traía la comida, y se sentaron en grupo. La madre estaba de buen humor, y tarareaba una canción, llevando el compás con los pies.
—¿Qué piensas emprender cuando seas más crecido? —preguntó de pronto a su hijo.
—Para el hijo de un jornalero no hay muchos caminos abiertos —replicó él.
—El señor maestro dice que tendría que ir al Seminario de maestros.
—¿Hay allí plazas dotadas? —preguntó Oeyvind.
—La caja de la escuela sale fiadora —afirmó el padre, ocupado todavía en comer.
—¿Sería de tu agrado? —preguntó la madre.
—Instruirme es lo que deseo, pero no ser maestro de escuela.
Callaron los tres por un rato; la madre volvió a tararear, mirando delante de sí. Oeyvind se levantó y fue a sentarse más lejos.
—No es tampoco preciso recurrir a la caja de la Escuela —dijo la madre cuando el muchacho se hubo alejado.
Su marido fijó en ella los ojos.
—¿Pobre gente como nosotros…? —replicó el padre.
—Me duele oírte hablar siempre como si fueras un pobre; al fin y al cabo, no hay para tanto.
Miraron disimuladamente los dos hacia donde estaba el muchacho, por si pudiera oírles. Y el padre dijo bruscamente:
—Tú charlas y te entiendes.
La madre reía.
—No tientes a Dios, que, en resumidas cuentas, no nos ha ido tan mal —replicó luego seriamente.
—Se le puede dar gracias sin que por esto nos ufanemos más de la cuenta —observó el padre.
—Entendido, pero no es dar las gracias dejar que Oeyvind se presente al baile como se presentó ayer.
—Oeyvind es el hijo de un asalariado.
—No quita para que le vistamos como es debido si tenemos los medios.
—¡Grita ahora para que nos oiga!
—Oírnos no puede, pero aunque así fuera diría lo mismo —replicó ella, sosteniendo la mirada del marido, que se había puesto serio, y dejaba la cuchara por la pipa—. Miserable terruño es el nuestro —concluyó.
—Es para reír cuando te da por hablar de la tierra. ¿No son nada los molinos?
—¡Con qué me sales! Y tampoco pareces muy contenta de oírlos moler.
—Dios me diera oírlos de día y de noche.
—Están parados desde la Navidad.
—La gente no traerá el grano al molino en el tiempo de Navidad.
—Se muele cuando hay agua; pero desde que anda el molino nuevo, de poco aprovechan los nuestros.
—No ha dicho tal el maestro.
—Confiaré mis asuntos de dinero a otro más reservado que el maestro.
—Naturalmente, no se le ocurriría hablar con tu propia mujer de estas cosas.
A esto no replicó Thore. Acababa de encender la pipa; se apoyó contra una hacina, dirigió la mirada primero a su esposa y luego al hijo, y acabó fijándola en un nido de cornejas medio deshecho, que se mecía en una rama de pino.
Oeyvind no salía de su soledad, engolfado en sus pensamientos para el porvenir, que se le ponía delante como una lisa faja de hielo, por la que había de pasar de una a otra orilla. No podía desprenderse de la idea de la pobreza que le ponía obstáculos de todos lados, pero los arrestos para vencerlos no le faltaban: ella le había separado para siempre de Marit, a quien consideraba como la prometida de Jon Hatlen. No sería sin competición; estaba dispuesto a no dejarse echar a un lado como ayer, y a mantener una actitud digna, hasta poder presentarse a ella siendo alguien. Con la ayuda del Todopoderoso esperaba conseguirlo. No cabía en su alma la menor duda de que se saldría con la suya. Tenía un vago presentimiento de que con una instrucción adecuada lograría fácilmente su propósito, y de que este presentimiento se concretaría debidamente.
Hacia la noche la pista de los trineos estaba en buenas condiciones, y los muchachos acudieron, pero Oeyvind no apareció esta vez. Estudiaba al amor de la lumbre, y no quiso perder un momento. Cansáronse los muchachos; ahora uno, ahora otro, habían ido acercándose impacientes a la casa, apretando la nariz contra los cristales, o le habían llamado. Pero él hizo como si no oyera nada. Una y otra tarde se acercaron a la casa asombrados, rondaron el corral, pero él, vuelta la espalda, proseguía la lectura, procurando profundizar en lo que leía. Supo luego que tampoco Marit se interesaba ya por el trineo. Con tal celo estudiaba, que su mismo padre no dejaba de decir que iba demasiado lejos. Su semblante había cobrado una severidad muy propia; sus facciones blandas y redondeadas se enflaquecieron, y el perfil se afinó, mientras los ojos cobraban seguridad; cantaba raras veces y no jugaba nunca; parecía como si no le bastara el tiempo. Cuando le asaltaba la tentación de volver a reunirse con sus camaradas, le parecía oír una voz que le decía: ¡Más tarde! ¡Más tarde!
Cesaron por fin las risas de los muchachos y sus correrías; al ver que no sacaban nada ni de sus gritos de júbilo en las carreras de trineos, ni llamándole por su nombre, desertaron pronto, para buscar en otro sitio el campo de sus diversiones.
Pero el maestro no tardó en notar que Oeyvind no era el mismo Oeyvind que aprendía porque no tenía más remedio, y que jugaba porque no podía concebir nada mejor. En frecuente conversación con él, intentó sacarle el porqué de su transformación, pero no lograba tan fácilmente como en otro tiempo llegar al corazón del muchacho. Se entrevistó con los padres; un domingo de invierno por la tarde, según habían acordado, se presentó en la casa. Al cabo de un rato de estar acomodado, dijo:
—Ven, Oeyvind, acompáñame; quisiera hablar contigo.
Vistióse Oeyvind, y le siguió. Andaban en dirección a los Brezales, y la conversación era animada, pero no importante el asunto. Llegados cerca del caserío, el maestro se dirigió hacia donde se oía un alegre vocerío.
—¿Qué es esto? —preguntó el maestro.
—Hay baile —respondió el muchacho.
—¿No vamos a entrar?
—No.
—¿Nunca vas al baile, muchacho?
—Todavía no.
—¿A cuándo esperas?
Como el muchacho no respondía, dijo el maestro:
—Vámonos ya, y no hablemos más.
—No, no voy con usted.
Hablaba con decisión y parecía excitado de veras.
—¡Que tu propio maestro haya de rogarte para que vayas al baile!
Hubo un largo silencio.
—¿Sería que frecuenta el baile alguien a quien temes ver?
—No voy a saber quién está allí.
—Pero ¿podría haber alguien?
Oeyvind callaba. El maestro se paró frente a él, le puso una mano encima del hombro, y dijo:
—¿Temes ver a Marit?
Oeyvind bajó los ojos; su respiración se hizo pesada y corta.
—Dímelo, Oeyvind.
Éste callaba.
—Tal vez te de vergüenza decirlo porque no has recibido aún la Confirmación; dímelo si es así, Oeyvind, que no te ha de pesar.
Oeyvind había levantado los ojos, pero no se sentía capaz de decir una palabra, y evitaba de nuevo la mirada del maestro.
—En estos últimos tiempos te he visto menos alegre. ¿Sería que ella prefiere a otro?
Oeyvind persistía en su silencio. El maestro, algo molesto, se volvió para desandar lo andado. Al cabo de un rato, cuando Oeyvind volvía a estar a su lado, aclaró:
—Comprendo que desees la bendición del confirmado.
—Sí.
—¿Y qué piensas emprender luego?
—Quisiera frecuentar el Seminario.
—¿Y luego prepararte para maestro?
—No.
—¿Te parece una profesión de menor importancia?
Oeyvind callaba. Al cabo de otro rato de andar, el maestro volvió a la suya:
—¿Y qué piensas emprender cuando hayas terminado en el Seminario?
—En esto no he pensado formalmente.
—Si dispusieras de dinero, ¿te gustaría comprar un cortijo?
—Sí, pero no abandonaría por esto los molinos.
—Entonces, sería mejor que asistieras a una Escuela de Agricultura.
—¿Se aprende tanto como en el Seminario?
—No diré tanto, pero los alumnos aprenden allí lo que luego necesitan en su esfera de acción.
—¿Y tienen también sus certificados?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque deseo distinguirme.
—También puedes hacerlo sin certificados.
Prosiguieron el camino en una nueva pausa, hasta que vieron la casa de Oeyvind; la luz de la lámpara irradiaba en la noche de invierno, la masa del monte se levantaba oscura detrás de ella, y el fiordo yacía allá abajo con la pulida brillantez del hielo; el bosque sin nieve ceñía la orilla de la tranquila bahía, y la luna, derramando su esplendor, hacía que el bosque se viera reproducido en el hielo como en un espejo.
—Bella situación la de vuestra casa —exclamó el maestro.
Algunas veces Oeyvind veía el sitio con los mismos ojos que antaño cuando su madre le contaba cuentos, o con la mirada serena que lucía en sus ojos cuando jugaba en el monte. Ahora tenía uno de esos momentos. Todo adquiría una belleza, una distinción…
—Sí, es hermoso —dijo. Respiró hondamente.
—Tu padre ha tenido aquí su subsistencia —dijo el maestro—, y también tú podrías tenerla.
De pronto, el amable aspecto del sitio desapareció a los ojos de Oeyvind. Como esperando una respuesta, el maestro se había parado, y no obteniéndola movió la cabeza y entró con el muchacho en la casa. Estuvo un rato con los padres, pero callaron más que hablaron, todos contagiados de aquella desgana de hablar. Al despedirse, los padres le acompañaron hasta el umbral, y parecían esperar que dijera algo más. Afuera se quedaron un rato parados mirando el firmamento.
—Desde que los muchachos se han buscado otro sitio para los juegos, ¡hay un silencio tan raro! —dijo por fin la madre.
—Tampoco tenéis ya un niño en casa —replicó el maestro.
La madre comprendió muy bien el sentido.
—Oeyvind ha perdido la alegría en los últimos tiempos —observó.
—Yo diría: ¡un ambicioso nunca está alegre!
Y el maestro miraba al callado cielo divino con el reposo del anciano.