No hay mucho que contar de los años sucesivos de la infancia de Oeyvind, hasta el de su confirmación. Aprendía por las mañanas, trabajaba mientras había luz del día, y jugaba al anochecer.
Siendo él animado y de buen temple como pocos, la juventud de la vecindad hizo punto de reunión en horas libres del sitio donde pudieran hallarse con él. De su casa partía la mole de una colina, que moría por un lado en la ensenada que ya hemos mencionado, y estaba por el otro ceñida de bosque. La juventud se reunía allí cada domingo por la tarde, si el tiempo era favorable, pues resultaba una magnífica pista para los pequeños trineos. Oeyvind ejercía funciones de dueño y anfitrión en la colina; tenía dos trineos: el «Trotón» y el «Zaguero». Cedía este último a grupos más numerosos, pero el primero lo dirigía él mismo, sentando a Marit sobre sus rodillas.
La primera diligencia de Oeyvind al despertar era observar el tiempo; si era húmedo, si veía que el matorral, allende la bahía, estaba cubierto de neblina, o bien oía gotear el agua del tejado, se vestía lentamente, como si el día no fuera bueno para nada. Pero si en su despertar dominical el frío era cortante y la atmósfera clara, se endosaba el mejor traje, no emprendía labor ninguna, asistía a los divinos oficios y al Catecismo, y una tarde y unas horas de noche libres le sonreían. ¡Con qué afición saltaría de la cama, para vestirse, como si se prendiera fuego a la casa! Casi se olvidaba de desayunar. Así que empezaba la tarde, cuando había comparecido el primer muchacho, con sus botas de nieve, haciendo voltear el bastón por encima de la cabeza y dando gritos de alegría que resonaban de ladera en ladera sobre el fiordo, y llegados también los demás para reunirse en la colina escogida para su deporte, Oeyvind, llevando su «Trotón», se daba prisa para alcanzar la cumbre, saludando entonces a todos con un prolongado clamor de júbilo, que recorría el fiordo, resonando de una en otra montaña, perdiéndose lentamente en términos lejanos.
Miraba a su alrededor por si Marit había llegado, pero no se preocupaba más en cuanto estaba allí.
Uno y otro cumplirían los dieciséis o diecisiete años en la próxima Navidad, y recibirían la Confirmación en la primavera siguiente. El cuarto día después del de Navidad se celebró gran fiesta en los Brezales, el cortijo de los abuelos de Marit; en el hogar de éstos se había educado la niña, y le tenían prometida aquella fiesta desde hacía tres años. Por fin llegaba el día, y fue Oeyvind uno de los invitados.
Era un anochecer entreclaro del invierno, y no molestaba el frío. No se veían estrellas, lo que parecía indicar lluvia para el día siguiente. Un viento suave pasaba a ras de la nieve que cubría parte de la vegetación a manchas desiguales. Donde no había nieve el camino se veía recubierto de hielo, que relucía en tonos de un negro azulado, y así hasta donde alcanzaba la vista. La nieve se acumulaba en altos montones al pie de los peñascos, y sus bordes lucían bajo el manto blanco, excepto en los sitios donde los apretados abedules daban una tonalidad oscura. No se veían los espejos del agua, y sí solamente brezales areniscos medio desnudos y charcos en copiosas manchas alternando hasta el pie de los peñascos. De las hoscas granjas desparramadas sobre la nieve en la sombra de la tarde de invierno, brotaban, ora de una ventana, ora de otra, reflejos de luz que se proyectaban en la extensión de los campos; por su movilidad estas luces daban a entender el ajetreo del interior de los hogares. La gente moza acudía de varios sitios; eran los menos los que seguían el camino trillado, y les venía bien cualquier pretexto para apartarse de él en cuanto se acercaban al cortijo, entrando los unos por detrás de la cuadra, atravesando los otros el almacén, y algunos llegando por la parte del granero. Daban éstos unos gritos como la zorra; respondían aquéllos de lejos como gatos; a uno se le ocurrió ladrar como viejo perro de presa, con la voz cascada, y luego empezó contra él una cacería general. En numerosos grupos llegaban las muchachas; rodeábanlas ellos, sobre todo los menos crecidos, quienes haciéndose los hombres andaban a la greña para lograr su preferencia como acompañantes. Cuando una de estas bandadas femeninas llegaba al cortijo y alguno de los mozos ya mayores lo notaba, rebullíanse ellas, separábanse, corrían al vestíbulo o al jardín. Tal era la timidez de algunas que fue preciso llamar a Marit para que ella misma las acompañara al interior de la casa. No faltaba entre ellas alguna que no había sido invitada ni intentaba, por otra parte, mezclarse con los demás, y sólo venía para ver. Pero acababan siempre por aceptar siquiera un baile. Las que eran del agrado de Marit, ésta las presentaba a los abuelos que estaban en una sala: el anciano fumando sentado en una silla, y la abuela andando de un lado a otro; las obsequiaban, poníanlas en contacto con los que dirigían la fiesta. Oeyvind, que no era de estos últimos, se encontraba un poco fuera de su centro.
El mejor músico del distrito no llegó hasta más tarde, y entretanto tuvieron que contentarse con el acompañamiento de un viejo jornalero a quien llamaban Grauknut por apodo; sólo conocía cuatro danzas; dos danzas saltadas, un halling y un viejo vals, el llamado de Napoleón. El halling, al correr de los años, hubo de ponerlo a otro compás que lo convertía en chotis, y una de las dos danzas saltadas había pasado a polca-mazurca, por las mismas razones. Empezó el baile. Oeyvind no se atrevió de pronto a alternar con los que bailaban, pues casi todos ellos eran gente crecida; pero pronto se agruparon los medianos, empujándose los unos a los otros, bebieron para cobrar ánimos un vaso de cerveza fuerte, y Oeyvind se halló muy pronto en el corro de los candidatos al baile. Caldeábase la sala, y el júbilo espontáneo y la cerveza fuerte subían a la cabeza del concurso juvenil. Marit fue de las más asiduas en el baile, probablemente por ser sus abuelos los que daban la fiesta, y por el mismo motivo fue ella el blanco de las miradas de Oeyvind; pero Marit bailaba sin descanso, y él hubiera querido estar en el lugar de su pareja; por esto permaneció sentado durante uno de los bailes, decidido a presentarse a ella una vez terminado. Así lo cumplió, pero un hombrón con la tez oscura y el pelo recio, se le puso delante.
—¡Quítate de en medio, joven! —exclamó, dándole un empellón que casi le tumbó de espaldas sobre Marit.
Nunca le había sucedido una cosa así; la gente le había tratado siempre amablemente, y nadie le había llamado «joven» al disponerse a tomar parte en el baile. Se puso encendido, y se retiró de momento sin replicar hacia el sitio que ocupaba el nuevo músico que acababa de llegar y estaba afinando el violín. Callaba la concurrencia, ardiendo en la curiosidad de oír los primeros acordes enérgicos del «único». Estuvo todavía largo rato afinando, y comenzó al fin con una danza saltada. Brincaban los mozos jubilantes, mecíanse en las guirnaldas del baile con su pareja, y Oeyvind seguía con los ojos a Marit. Bailaba con el hombre de pelo recio, sonriendo por encima de su hombro, mostrando la blancura de sus dientes. Por primera vez en su vida sintió Oeyvind una espina en el corazón. No se cansaba de mirarla, y en esta contemplación se dio cuenta de que Marit era ya una muchacha crecida. «No puede ser —pensaba—, pues toma parte todavía en nuestras correrías en el trineo». Pero efectivamente, parecía mayor, y cuando el hombre del pelo áspero, terminado el baile intentó sentarla sobre sus rodillas, Marit se desasió de él, y permaneció sentada a su lado.
Fijóse asimismo Oeyvind en el hombre; vestido de azul, con una camisa a rayas azules y un pañuelo de seda atado al cuello, tenía la cara pequeña, pero echaban fuego sus ojos azules, y era insinuante su sonrisa; en resumen, su rostro era para agradar. ¡Lo que llegaba a ver Oeyvind! Se veía igualmente a sí mismo. Por Navidad le habían regalado un pantalón gris, que le agradaba, pero ahora caía en la cuenta de que era de frisa, ordinario como la chaqueta, que además era muy usada, y con dos botones nuevos y uno desaparejado. Le pareció al dar una ojeada que eran bien pocos los que vestían tan pobremente como él.
Marit llevaba un corpiño negro y una falda de fino paño; un broche prendía el pañuelo que rodeaba su garganta, y el que llevaba en la mano era de seda, acordado con el resto. Adornaba la cabeza por detrás una linda cofia de seda negra, atada en la sobarba por anchas cintas de seda. Blanca y colorada era su tez, y reía, mientras el hombre hablaba con ella sonriente. Cuando el violín volvió a preludiar se dispusieron a entrar de nuevo en el baile. Un camarada vino a sentarse al lado de Oeyvind.
—¿Cómo es que no bailas, Oeyvind? —le preguntó, amable.
—No me siento en disposición —respondió Oeyvind—. ¡Bailar yo!
—¿Cómo es esto? —inquirió el camarada.
Sin darle tiempo a más observaciones, Oeyvind preguntó:
—¿Quién es el hombre del traje azul que baila con Marit?
—Es Jon Hatlen, el mismo que ha pasado mucho tiempo, como sabes, en la Escuela de Agricultura, y ahora va a regentar el cortijo.
En este momento Marit y Jon se sentaban, y éste preguntó:
—¿Quién es aquel joven del cabello claro que está sentado cerca del músico con la mirada fija en mí?
Marit se echó a reír, y dijo:
—Es el hijo de un asalariado de estos contornos.
Bien sabía Oeyvind que era su condición la de hijo de un colono, pero nunca como ahora había tenido conciencia del hecho. De pronto se sentía inferior a todos, muy poca cosa; probó, para apoyar su dignidad, de pensar en todo lo que hasta entonces le había infundido alegría y orgullo, en sus hazañas con el pequeño trineo allá en la colina, en máximas que había oído… Pero al llegar el turno en su imaginación al padre y a la madre que allí en la casa creían que él se sentía dichoso en aquellos momentos, pudo reprimir difícilmente las lágrimas. A su alrededor todo eran risas y escarceos, y las notas del violín sonaban con tal agudeza que le dolían los oídos, y llegó un momento en que únicamente negruras veía en su interior. Pero cruzó por su imaginación la escuela con todos los camaradas y el señor maestro, que le acariciaba la mejilla, y también la figura del párroco, que en el último examen le había regalado un libro, asegurando al padre, que recibió de ello un gran contentamiento, que era un muchacho aplicado.
«Ahora pórtate bien, Oeyvind», le parecía oír repetir al maestro, como en sus primeros años de escuela, cuando le sentaba sobre sus rodillas.
«Todo esto es de poca monta, y en el fondo los hombres son buenos; sólo parece que no lo sean. Nosotros dos llegaremos a los mismos resultados de Jon Hatlen, y nos vestiremos con buenos trajes, y bailaremos entre cientos con Marit en una sala resplandeciente entre risas y conversaciones; y llegaréis a ser una pareja de novios. Os veo en la iglesia delante del sacerdote, y yo estoy en el coro sonriéndote, y la madre en casa ruega por ti, y entras a ser dueño de un buen cortijo, con veinte vacas y tres caballos. Y Marit, buena y dócil como en la escuela, anda por la casa».
El baile llegó a su término. Oeyvind veía a Marit sentada en el banco muy cerca de Jon, tanto que las caras casi se rozaban. Volvió a sentir en el pecho aquel dolor violento, y parecía como si una voz interior le dijera: «Es verdad, me siento mal».
En aquel mismo instante, Marit se levantaba y fue derecha a él. Se inclinó, y le dijo:
—No está bien que te quedes sentado, fijando en mí los ojos continuamente; tú mismo puedes ver cómo la gente se da cuenta de esto; elige una muchacha y baila con ella.
No respondió: se limitó a mirarla, y no pudo impedir que sus ojos se empañaran de lágrimas. Al notarlo ella, que estaba a punto de alejarse, no se movió. De pronto se puso encendida, dio media vuelta, como si fuera a ocupar de nuevo el lugar de antes, no sin volver la cabeza. Pero cambió de sitio, y Jon detrás de ella.
Oeyvind se levantó, pasó por entre la gente, atravesó el patio y fue a sentarse en una de las galerías que flanqueaban la casa. Luego le pareció que representaba allí un triste papel, y se disponía a irse, pero se dijo que para estar sentado tan bueno era aquel sitio como otro cualquiera. No tenía ganas de volver a su casa; tan pocas como de volver a entrar en la sala. Todo le era igual, no lograba representarse con claridad lo sucedido; mejor era no pensar; ni tampoco en lo que le reservaba el porvenir, porque no estaba para proyectos ni deseos.
«Pero ¿en qué estoy pensando? —se dijo a sí mismo a media voz, y al oírla reflexionó—: Puedes todavía hablar. ¿Podrás también reír?».
Hizo la prueba. En efecto, podía, y una y otra vez escuchó su propia risa.
—Pero, por Dios, ¿de qué te ríes?
Era la voz de su camarada Juan, el que antes se le había acercado, Oeyvind callaba.
Delante de él esperaba Juan lo que sucedería. Oeyvind se levantó, miró precavidamente alrededor y dijo con la voz débil:
—Ahora voy a confiarte, Juan, por qué antes estaba tan alegre. Hasta ahora a nadie había querido tanto; desde el día que amamos de veras a alguien hemos perdido la alegría.
Y con estas palabras rompió a llorar a voces.
Alguien decía su nombre, no muy alto, en el patio:
—¡Oeyvind!
Conteniendo el llanto, aguzó el oído.
—¡Oeyvind! —volvió la voz, y esta vez más alto.
Sólo podía ser la misma en que estaba pensando.
—Aquí estoy —respondió a media voz, secándose las lágrimas.
Se adelantó. Una forma de mujer avanzaba hacia él.
—¡Eres tú!
—Sí —respondió Oeyvind, parándose.
—¿Quién está contigo?
—Mi camarada Juan.
Juan quería irse.
—¡No, no! —le rogó Oeyvind. La figura femenina se acercaba sin prisa hacia él. Era Marit.
—¡Te has marchado tan de pronto! —decía a Oeyvind.
Éste no supo qué responder. No menos turbada estaba la muchacha. Callaron los tres, y Juan se escurrió durante la pausa. Una vez solos, cara acara, inmóviles, sin mirarse, Marit susurró:
—Toda esta velada he andado con un regalito de Navidad para ti en el bolsillo Oeyvind, pero no he acertado antes el momento de dártelo.
Y sacó unas manzanas, un pedazo de torta y una botellita, que le metió en los bolsillos, diciéndole que eran para él.
Oeyvind aceptó.
—Gracias —le dijo, tendiéndole la mano.
La de Marit ardía, y como si en realidad este contacto le hubiera quemado, la soltó rápidamente.
—Has bailado con exceso.
—¡Toma! Tú, en cambio, bien poco has bailado —replicó la muchacha.
—No; tienes razón —asintió él.
—¿Y por qué no?
—Mira, ¿qué se yo…?
—¡Oeyvind!
—¿Qué quieres?
—¿Me dirás por qué me mirabas continuamente sin moverte de tu rincón?
—¡Oye…! ¡Marit!
—Veamos…
—¿Por qué te desagradaba que te estuviera mirando?
—Había tanta gente delante…
—Has bailado mucho con Jon Hatlen.
—Es verdad. Baila bien.
—¿Te parece?
—¡Ya lo creo!
—No sé, Marit, cómo esta tarde se me ha hecho tan insoportable verte bailar con él.
Como si le hubiera sido muy costoso decirle esto, huía de mirarla.
—No te comprendo, Oeyvind.
—Ni lo comprendo yo mismo; es una tontería. Adiós, Marit; es tiempo de que me vaya.
Dio un paso, sin volver la cara. Entonces ella le gritó:
—Te han engañado los ojos, Oeyvind.
Paróse el muchacho:
—No es engaño al menos que te has convertido en una muchacha crecida.
De pronto, el ascua de una pipa encendida saltó a los ojos de Marit. Era su abuelo, que pasaba junto a los dos. Se detuvo.
—¿Eres tú, Marit?
—Sí.
—¿Con quién hablas?
—Con Oeyvind.
—¿Con quién dices?
—Con mi compañero de escuela Oeyvind.
—Ah, con el hijo del aparcero aquel; ven al momento, y acompáñame a casa.