Creció Oeyvind, y llegó a ser un muchacho despierto y animoso. Era en la escuela de los más aplicados, y en casa no hallaba labor para la cual no tuviera capacidad. Y esto porque en el hogar profesaba afecto a la madre, como en la escuela al maestro; a su padre le veía apenas, porque si no había ido a la pesca estaba ocupado en su molino, al cual acudían para la molienda la gente de la mitad del distrito.
Lo que más hondamente le había impresionado en estos años era la historia del maestro de escuela, que una noche, al amor de la lumbre, le había contado su madre. Era como si esta historia recorriera sus libros, se revelara en cada palabra que decía el maestro y vagara como una sombra por la escuela en las horas silenciosas. Infundía en él docilidad y respeto, y le hacía entender más fácilmente todo lo que iba estudiando. La historia era la que sigue:
Baard era el nombre del señor maestro; tenía un hermano llamado Anders. Ambos vivían en la misma ciudad y se querían de veras; juntos se alistaron e hicieron la guerra, cabos los dos de la misma compañía. Cuando después de la guerra volvieron al hogar les miraban todos como a dos hombres cabales. Murió su padre; los bienes de éste eran de difícil repartición, de modo que se dieron palabra de que tampoco esta vez podría nada en ellos el espíritu de desunión. Todo sería sacado a subasta pública, y de lo que resultara harían, como buenos hermanos, dos partes iguales. Y se hizo conforme a lo dicho. Pero el padre había poseído un vistoso reloj de oro, como aquellas gentes no habían visto igual en su vida. Al ser puesto a subasta fueron varios los ricos del lugar que lo codiciaron, hasta que los dos hermanos entraron también como postores; desde este momento los demás renunciaron a hacer oferta. Baard creyó que su hermano le facilitaría la adquisición, y Anders esperaba lo mismo por parte de Baard; hicieron cada uno su oferta, y mirándose el uno al otro fueron subiendo el precio. Llegado a veinte táleros, Baard opinaba en su interior que su hermano no había obrado bien, pero él mismo ofreció a continuación treinta táleros; no cesó Anders de mejorar las ofertas, y Baard pensó entre sí que hacía mal en olvidar las bondades que con él había tenido, sin contar que él era el mayor. Ofreció más. Anders aumentó el precio. Entonces Baard subió de pronto a cuarenta táleros, y ya no volvió a mirar a su hermano. Sólo interrumpía el silencio de la sala la voz del subastador que repetía el precio con toda calma. Anders pensaba que si Baard tenía medios para ofrecer cuarenta, igualmente los tenía él, y que el reloj había de ser suyo. Superó la oferta, lo cual fue para Baard la mayor vergüenza que jamás hubiera caído sobre él. Con voz tenue ofreció cincuenta. Una porción de gente les rodeaba, y Anders, creyó que no podía quedar así la provocación de su hermano, y a su vez subió la oferta. Entonces Baard dijo riendo:
—Cien táleros, y con ellos mi calidad de hermano.
Dio media vuelta, y abandonó la sala. Momentos después alguien se le acercó mientras estaba ensillando el caballo que había comprado hacía poco.
—El reloj es para ti —decía el hombre—. Anders ha cedido.
Cuando Baard oyó estas palabras le asaltó algo así como un remordimiento; pensó en el hermano y no en el reloj. Ya bien cinchada la silla no se decidía a montar, puesta la mano sobre la espalda del caballo, indeciso. Salieron muchas personas de la casa, y Anders entre ellos, quien al ver a su hermano junto al caballo no acertó a concretar los pensamientos que le acosaban. Excitado todavía le gritó:
—¡Gracias por el reloj, Baard! ¡No le verás marcar la hora en que nos encontremos de nuevo juntos!
—Ni tampoco aquélla —replicó Baard— que me vea camino de tu casa.
Con el rostro pálido montó a caballo. Desde entonces ni el uno ni el otro entraron en la casa donde habían vivido en armonía con su padre.
Poco tiempo después Anders se casó, pero Baard no fue invitado a la boda, ni se le vio en el templo. En el año siguiente al de su casamiento, fue hallada muerta detrás de la casa la única vaca que poseía, sin que nadie pudiera descubrir la causa de su muerte. Siguieron otras desdichas, y el hombre iba de capa caída; lo peor sucedió cuando, al invierno siguiente, su granero y todo lo que en él había ardió, sin que nadie sacara en claro cómo estalló el incendio.
—Ha sido alguien que me tiene ojeriza —dijo Anders; y lloró amargamente aquella noche.
Empobrecido, perdía el gusto de trabajar. Al día siguiente del incendio Baard se presentó en su choza. Anders estaba acostado, pero saltó de la cama al verle.
—¿Qué quieres en este sitio? —le preguntó, sin quitarle los ojos de encima. Y permaneció erguido, en silencio.
Baard vaciló antes de responder.
—Vengo a ofrecerte mi ayuda, Anders, ya que no te va bien.
—Me va según tus deseos, Baard. ¡Quítate de delante, o no sé si podré aguantar!
—Te equivocas, Anders; me remuerde…
—¡Sal de aquí, Baard, o que Dios se apiade de ti y de mí!
Retrocedió Baard unos pasos, y dijo con voz temblorosa:
—Si quieres el reloj, lo tendrás.
—¡Vete, Baard! —gritó el otro.
Y Baard no tuvo el valor de insistir, y salió.
Veamos lo que había pasado con Baard. No bien se enteró de las penalidades que habían caído sobre su hermano se le removió el corazón, aunque su orgullo no se doblegase. Sintió la premiosidad de acudir a la iglesia, y allí hizo buenos propósitos, pero no era capaz de ponerlos en práctica. Alguna vez llegó a las inmediaciones de la casa de su hermano, pero precisamente alguien asomaba a la puerta, o había en ella una persona forastera, y una de las veces vio a Anders que cortaba leña en el patio. Cada vez se le interponía algo. Hasta que un domingo, cercano al invierno, vio en la iglesia a Anders, que oía los divinos oficios, como él. Lo observó; estaba pálido y flaco, sus ropas eran las mismas que llevaba cuando vivían juntos, ajadas y remendadas. Durante el sermón tenía los ojos levantados a la altura del púlpito puestos en el predicador, y su semblante le pareció plácido y bondadoso. Se transportó a los años de la infancia, y se acordó de lo bueno que era su hermano. Baard se acercó aquel día a la Santa Mesa, y rogó a Dios fervorosamente por la reconciliación con su hermano, dispuesto a conseguirla, pasara lo que pasara. Este propósito le llenaba el alma mientras bebía el cáliz, y al ponerse en pie iba decidido a acercársele, a sentarse a su lado. Pero alguien se sentó antes que él cerca de su hermano, y éste no levantaba los ojos. Después del sermón, nuevos obstáculos; el concurso de fieles era numeroso y al lado de su hermano estaba la esposa, una desconocida para él. Decidió que lo mejor sería ir a su casa y hablar seriamente con él. Dio este paso al anochecer; se acercó a la puerta, y estuvo atento: la mujer hablaba de él: oyó pronunciar su nombre.
—Hoy se ha acercado a la Mesa del Señor —decía a su esposo—, y seguramente se acordaba de ti.
—En mí no pensaría —replicó Anders—. Bien le conozco; no piensa más que en sí mismo.
Después de oídas estas palabras, Baard se dio cuenta de un largo silencio, y a pesar del fresco del anochecer sentía arder su cuerpo. La esposa de Anders se acercaba al hogar que chisporroteaba, con una olla, la dejaba sobre la lumbre… Se oyó el llanto de una criatura de pañales, y Anders se puso a mecer la cuna. De pronto la mujer insinuó:
—Creo que estáis pensando el uno en el otro y no os atrevéis a confesarlo.
—Hablemos de otras cosas —replicó Anders.
Al cabo de un rato se levantó y dio unos pasos hacia la puerta. Baard sólo tuvo tiempo de esconderse precipitadamente en el almacén, adonde se dirigió precisamente Anders para sacar un brazado de leña. Baard le veía muy bien desde su rincón; no llevaba el mismo traje que en la iglesia, sino el uniforme que había traído de la guerra. Baard tenía uno igual. Entrambos se había hecho promesa de no ponérselo nunca, y pasárselo en herencia del uno al otro. El de Anders estaba ahora maltrecho y lleno de remiendos y sobre su cuerpo de gran osamenta parecía un agregado de guiñapos. En tanto que observaba todo eso, oía Baard el tictac del reloj de oro que llevaba en el bolsillo. Anders se acercó al sitio donde había la leña de ramas, pero antes de bajarse para tomar el haz, se quedó parado, se apoyó contra un rimero de troncos, y miró al firmamento, donde las limpias estrellas parpadeaban, y con un hondo suspiro pronunció estas palabras:
—¡Sí…! ¡Sí…! ¡Dios mío, Dios mío!
A lo largo de toda su vida oiría Baard aquel suspiro. Quiso ir hacia él inmediatamente, pero el hermano tosió en aquel mismo instante, y esto bastó a detener sus pies. Anders tomó el haz de ramas, y le pasó tan cerca que las ramas le rozaron la cara dolorosamente.
Permaneció todavía unos diez minutos inmóvil en el mismo sitio, y quién sabe cuándo hubiera salido, a no ser por una sensación de frío que le hizo temblar, efecto de la violenta excitación. Cuando se disponía a salir hubo de confesarse a sí mismo que era demasiado cobarde para aquel acercamiento. Hizo otro plan. En el ángulo que acababa de dejar había un cofre que contenía cenizas; tomó de él unas ascuas que daban todavía calor, escogió un pedazo de madera seca, fue a la era, cerró detrás de sí, y cuando la madera hubo prendido, se hizo luz con la llama para hallar el clavo del que Anders solía colgar la linterna cuando le cogía el amanecer en el granero para la trilla. Colgó de aquel clavo su reloj de oro, apagó el tizón, y al salir se sentía tan ágil que andaba por la nieve con la presteza de un muchacho.
Al día siguiente se enteró de que aquella misma noche se había incendiado el granero. Probablemente unas chispas del tizón con que Baard se alumbró para colgar el reloj se había propagado a la paja.
Esta noticia hizo que al otro día no pudiera levantarse de la cama. Sentíase enfermo. Con tal fervor se puso a cantar algunos himnos de su libro, que los de la casa creyeron que había perdido el juicio. Pero salió por la noche, al claro de luna. Fue al patio de la casa de su hermano, cavó en los escombros, y encontró en efecto un grumo de oro fundido que había sido el reloj.
Con él en la mano fue aquella noche a ver a Anders, le ofreció la paz, y quiso explicarle. Pero sucedió lo que hemos narrado. Una mocita le había visto cavar en el lugar del incendio, unos muchachos que iban al baile se cruzaron con él la noche del domingo cuando se dirigía a casa de Anders, y sus mismos familiares hacían notar lo raro que les había parecido en aquel lunes. Conocida de todos la enemistad entre ambos hermanos, el tribunal cursó sus diligencias.
Pruebas, nadie pudo presentarlas, pero todas las sospechas recayeron sobre él. Ahora se haría más difícil que nunca el acercamiento entre los dos hermanos.
Anders, no vio arder el granero, había pensado en Baard, aunque a nadie lo dijo. Y ahora, al verle entrar en su casa, pálido y con un porte tan singular, pensó en seguida:
«Siente remordimiento; pero una acción tan abominable contra su propio hermano no es para perdonarla».
Más tarde se enteraba de que algunos le habían visto entrar en el corral la misma noche del incendio, y por más que en el juicio no pudo probarse nada, Anders estaba firmemente convencido de su delincuencia. Halláronse frente a frente en el interrogatorio. Baard con su buen traje, Anders con sus prendas remendadas. Al aparecer su hermano, Baard le miró con ojos suplicantes, y esto llegó al fondo del corazón de Anders.
«No quiere que diga según qué», pensó Anders.
Y, cuando le fue preguntado si sospechaba de su hermano, respondió con la voz plena y segura:
—¡No!
Pero desde aquel día se dio a beber con exceso, y pronto le fue muy mal. Peor le fue a Baard por otras causas; estaba desconocido.
Una noche se presentó a Baard una pobre mujer, y le rogó que fuera con ella. Era la mujer de su hermano; adivinando lo que le traía, se puso pálido como un muerto, vistióse, y fue detrás de ella sin pronunciar una palabra. En la ventana del cuarto de Anders se veía un débil reflejo, que desaparecía a intervalos. Ésta era su guía, pues la nieve había borrado todo rastro de camino. Al llegar, Baard percibió un olor que le oprimió. Cerca del hogar mascando carbón y con toda la cara tiznada, había un niño, que levantó los ojos y se echó a reír, mostrando unos dientes blancos. Y allí en la cama yacía Anders, vestido con prendas dispares, demacrado, alta la frente luminosa, mirando al hermano con sus ojos hundidos. Flaqueáronle las piernas a Baard, se sentó a los pies de la cama y rompió en sollozos. El enfermo le miró en silencio un buen rato. Al fin rogó a su mujer que les dejara solos, pero Baard le hizo seña de que podía quedarse, y en seguida comenzaron entre ambos hermanos las explicaciones. Recíprocamente repasaban su conducta desde el día en que se convirtieron en postores para adquirir el reloj; Baard, como conclusión, sacó el grumo de oro que llevaba siempre encima. Ahora veían claramente los dos hermanos que durante aquellos años no habían gozado de un solo día de felicidad.
Anders hablaba poco por razón de su gran debilidad. Mientras estuvo enfermo, Baard no dejó de cuidarle.
—Ahora estoy completamente sano —dijo una mañana al despertar—. Vamos a vivir desde ahora juntos, como en otros tiempos, para nunca más separarnos.
Pero aquel mismo día murió.
La viuda y el niño hallaron albergue en la casa de Baard, y desde aquel día vivieron tranquilos. Pronto se divulgó por todo el distrito lo que los dos hermanos se habían comunicado junto al lecho de muerte de uno de ellos, y Baard fue el más considerado de los hombres. Saludábanle todos como a uno que ve sonreírle la vida después de largo duelo, o como a uno que al cabo de larga ausencia vuelve al hogar. Y le fue de gran consuelo esta amabilidad que todos le dispensaban. Se mantenía fiel al Señor, y echando de menos la actividad, el viejo cabo se hizo maestro. En todo el tiempo de su ministerio, la primera idea que grababa en los niños era el amor, que predicaba con el ejemplo, de tal manera que le miraban como a un compañero a la vez que como a un padre.
Esta historia del anciano impresionó de tal modo a Oeyvind, que fue como religión y ciencia para él. El maestro se le aparecía como un ser sobrenatural, por muy áspero y gruñón que se manifestara a veces. Por esto no hubiera ni tan sólo concebido la negligencia en uno solo de sus deberes escolares; cuando, como premio de una lección bien aprendida, el maestro le sonreía, o le acariciaba la cabeza, la satisfacción le duraba todo el día.
Una de las cosas que más impresionaba a los párvulos era cuando el señor maestro les hacía un breve discurso antes del canto, o les leía, al menos una vez por semana, algo en verso, tratando del amor al prójimo. En la primera de estas lecturas, su voz temblaba con todo y conocer la composición desde veinte o treinta años atrás. Decía así:
Ama en Cristo a tus hermanos.
Aunque a veces, pecadores,
se desvíen del camino,
no les hundas en el polvo
con tus manos.
Bajo el milagro divino
de amor está lo que viva,
lo que aliente,
y lo estará eternamente.
No parpadeó ni miró a sus alumnos durante el recitado. Permaneció en pie y callado por un rato, y volvió a su modo:
—¡Levantaos, duendes, y salid sin alborotar hacia casa! ¡Que no hayan de venirme con noticias desagradables a vuestro propósito, gentezuela! —Y cuando al recoger libros y mochilas cundió el rumor del enjambre, volvió a sus gritos para acallarlo—: Que mañana salgáis de vuestras casas con la primera luz, o seré yo quien vaya por vosotros y os enseñe a obedecer. Llegad a la hora convenida, mocitas y muchachos, y trabajemos como es debido.