El cabrito era más dócil que nunca, pero los ojos de Oeyvind permanecían clavados en la ladera del monte. Salió la madre de su casa y se sentó junto a él. El niño le pedía que le contara cuentos de cosas muy lejanas, porque ya no le bastaba la compañía del cabrito. Así se enteró de que en un tiempo todo tenía la facultad de la palabra: la montaña hablaba con el arroyo, y el arroyo con el río y el río con el mar, y el mar con el cielo. Pero el niño quiso saber si el cielo hablaba también con alguien. Claro que sí: el cielo hablaba con las nubes, las nubes con los árboles, los árboles con la hierba, la hierba con las moscas, y éstas con los demás animales. Y éstos hablaban a los niños, y los niños con las personas mayores. Y así continuamente, recorriendo todo el círculo de las cosas, hasta no saber el fin. Oeyvind miraba el monte, los árboles, el mar y el cielo, y nunca había visto las cosas tan verdaderamente. En este momento salía el gato de la casa, y vino a tenderse al sol.
—¿Y qué dice el gato? —preguntó a la madre.
Ésta se puso a cantar:
¡Cómo luce el sol! El gato está echado,
¡gato perezoso!
Y decía el gato: «Cacé un ratoncillo,
relamí la nata, y zampé goloso
cuatro pescaditos del aparador.
Me siento pesado, y aquí, hecho un ovillo,
dormiré la siesta». ¡Así hablaba el pillo
gato cazador!
Salió el gallo rodeado de las gallinas.
—¿Qué dice el gallo? —preguntó Oeyvind dando palmadas.
Y la madre cantó:
Erguido en medio de su prole
sobre una pierna, reflexiona el gallo:
¡El ganso se ufana, como si bailara,
pero tiene el fallo
y es más entendido que todos el gallo!
«Seguidme, gallinas. Cese la algazara:
todas al corral,
que cae la tarde».
Esto es lo que decía el gallo.
Sobre el alero se posaban ahora dos pajariIlos gorjeando. Y Oeyvind preguntó regocijado:
—¿Qué dicen los pájaros?
La vida sería buena, Señor,
si no fuera tan dura la labor.
Esto es lo que dicen los pájaros.
Y así fue enterándose de lo que hablaban todos, hasta la hormiga que se arrastraba por el cenagal, y el gusano que roía una corteza.
Aquel mismo verano la madre le enseñó las primeras letras. Anteriormente ya había visto libros, que le hacían pensar mucho. ¿Cómo sería cuando también ellas empezaran a hablar? Las letras se le convertían en pájaros y otros animales, en todo cuanto se arrastra o vuela. Luego empezaron a juntarse, invariablemente de dos en dos; la a estaba quieta, y descansaba al pie de un árbol que era llamado b, luego venía la c, y hacía lo mismo. Pero al juntarse tres o cuatro dijérase que estaban enojadas entre ellas: la cosa no iba del todo bien. A medida que avanzaba iba echando en olvido lo que eran; el que le quedó más tiempo fue el recuerdo de la a, su preferida; se la imaginaba un corderito negro, y todos le eran amigos; pero pronto olvidó igualmente esta figura. El libro ya no contenía niñerías sino deberes.
Un día la madre entró en su cuarto, y le dijo:
—Mañana vuelven a abrir la escuela. Irás allá conmigo.
Oeyvind había oído decir que la escuela era un sitio donde jugaban los niños, y nada tenía contra los juegos. Estaba muy contento. Ya había visto el edificio, aunque no las clases, y seguía los caminos del monte que a ella conducían más ágil que su madre, deseoso de llegar. Por fin, doblaban el patio posterior. Les llegaba un murmullo terrible de voces, parecido al ruido del molino, y el muchacho preguntó a su madre qué era aquello.
—Es que los niños están leyendo —respondió la mujer; y el muchacho quedó contento, porque él también había leído de aquel modo antes de conocer bien las letras.
Al entrar en la escuela vio una multitud de muchachos sentados alrededor de una mesa, más que personas pudiera haber en la iglesia. Unos estaban sentados contra las paredes sobre las mochilas destinadas a llevar algo de comer, y otros permanecían en pequeños grupos alrededor de una tabla. El maestro, un señor con el pelo gris, estaba sentado en un taburete cerca del hogar, cargando su pipa. Cuando entró Oeyvind acompañado de su madre todos los ojos se fijaron en él, y cesó de pronto el zumbido de molino, del mismo modo que en éste cuando se cierra el agua. Todos miraban a los que acababan de entrar; saludó la madre al maestro, y éste le correspondió.
—Aquí le traigo un chiquillo deseoso de aprender a leer —dijo la madre.
—¿Cómo se llama esa miniatura? —preguntó el maestro, y metió los dedos en el fondo de su petaca para sacar tabaco.
—Oeyvind —respondió la madre—. Ya conoce las letras, y empieza a juntarlas.
—¡Mira, mira! ¡Así me gusta! Acércate, cabeza de lino. —El muchacho se le acercó, y el maestro le sentó sobre sus rodillas y le quitó la gorra— un rústico de lo más simpático —dijo, acariciándole el cabello. Oeyvind le miraba a los ojos y reía—. ¿Acaso te ríes de mí? —preguntó el maestro, frunciendo las cejas.
—¿Pues de quién? —replicó Oeyvind, soltando la risa.
Reía el maestro con él, y reía la madre; y los muchachos, comprendiendo que había llegado su vez, hicieron coro a las risas.
Tal fue el recibimiento de Oeyvind en la escuela. Cuando le tocó sentarse, todos le querían a su lado, y el muchacho, con el libro debajo del brazo y la gorra en la mano, se volvía a todos lados, indeciso.
—¿Acabaremos? —preguntó el maestro, atareado de nuevo con su pipa.
Cuando Oeyvind se volvía para mirar al maestro, se dio cuenta de que precisamente Marit, la de los varios nombres, estaba allí sentada, cerca del hogar; se había cubierto la cara con ambas manos, y le miraba disimuladamente.
—Me sentaré aquí —dijo el muchacho, cogiendo uno de los cestos para la comida que por allí se veían y se sentó a su lado.
Ella levantó un poco uno de los brazos, y le miró por debajo del codo. Así estuvieron un rato, haciéndose muecas, hasta que ella se echó a reír, y luego él, y algunos muchachos espectadores. Pero les interrumpió una voz de trueno, de tal naturaleza, empero que a cada palabra iba haciéndose más blanda.
—¡A ver si estáis quietos, duendes, bichos, tunantes…! ¡Quietos! ¡A ser buenos, monigotes de azúcar!
Era por natural así, el señor maestro. Tenía de esos arranques furiosos, y luego iba ablandándose antes que acabara su reprimenda. De pronto se restableció la calma en la clase, y hasta que el molino se puso de nuevo a moler. Cada uno leía en voz alta, entremezclándose las voces atipladas y las más rudas, que redoblaban como tambores, y cada vez más elevadas, y las medias voces, Oeyvind no se había sentido nunca tan feliz.
—¿Siempre es así? —preguntó a Marit.
—Claro que sí —respondió ella.
Al cabo de un rato tuvieron que acercarse al maestro para la lectura particular; después continuaban leyendo de nuevo.
—Ahora yo tengo también un cabrito —dijo la niña.
—¿De veras?
—Sí, pero tan bonito como el tuyo no es.
—¿Cómo no has venido más a menudo al monte?
—Mi abuelo teme que podría caerme en un precipicio.
—¡No es tan alto!
—Mi abuelo no me da el permiso.
—¡Las canciones que sabe mi madre! —le confió él.
—¡Oh!, mi abuelo sabe también muchas, puedes estar tranquilo.
—Pero no serán las mismas que sabe mi madre.
—El abuelo sabe hasta unas coplas para bailar. ¿Quieres oír la danza?
—De buena gana.
—Habrás de acercarte más, para que el maestro no las oiga.
El muchacho se acercó, y ella le dijo, cuatro, cinco veces algunos versos de una canción, hasta que él la supo de memoria; y fue lo primero que aprendió en la escuela.
«¡Al baile!», dice el violín
con sus voces de danza.
Como ruedas veloces
los muchachos saltan.
«Basta», dice Ola.
Mareos le asaltan,
rueda por el suelo…
Ríen los muchachos.
«Arriba», dice Erick
y brinca, y golpea
con la planta el suelo
que todo retiembla.
«¡Basta!», dice Elling,
y en vilo le lleva,
y le echa a la calle:
¡No tanto te crezcas!
Otro, por el talle
coge a una doncella.
«Devuélveme el beso
que un día te diera».
Pero la muchacha
el beso le niega:
levanta la mano
y le abofetea:
«¡Esto es lo que tengo!».
—¡Levantaos, niños! Por ser el primer día de clase os permito salir más temprano, pero antes vamos a rezar y cantar. —La animación que esto produjo fue extraordinaria; traspasaban los bancos saltando, corrían de un lado a otro, charlaban entre ellos—. ¡Quietos, hato de diablillos, urracas de nido, potros indómitos…! Sed buenos y andad ordenadamente —peroraba el maestro.
Ya calmados, el maestro se acercó a ellos y rezó una corta plegaria, y luego cantaron; el maestro entonó el cántico con potente voz de bajo, y todos los muchachos permanecieron con las manos juntas y cantaron con él; Oeyvind era el último de la fila; cerca de Marit; también juntaron las manos, pero no acertaban a cantar.