Dos noches después, el 23 de diciembre, el público abarrotaba el Carnegie Hall para el concierto de gala que ofrecía la actuación de grandes estrellas del mundo de la música y la presentación de la joven y brillante violinista Sondra Lewis.
En un palco central estaban Alvirah y Willy con Stellina, el abuelo de Sondra, su novio Gary Willis, monseñor Ferris, la hermana Cordelia, la hermana Maeve Marie y Kate Durkin.
Stellina, objeto de incontables miradas curiosas, estaba sentada en primera fila con sus ojos castaños brillando de placer y felizmente ajena al revuelo que estaba causando.
Durante los últimos dos días los periódicos habían publicado la historia sobre el reencuentro de la madre y la hija y la recuperación del añorado cáliz. Era una historia de interés humano maravillosa y muy apropiada para la época navideña.
Los artículos mostraban fotos de Sondra y Stellina, y, como Alvirah había comentado: «Hasta un ciego podría ver que Stellina es un calco de su madre. No puedo creer que no me diera cuenta antes».
Cuando preguntaron al fiscal general sobre la posibilidad de acusar a Sondra de abandono, éste respondió:
—Haría falta ser todavía peor de lo que mis enemigos piensan de mí para acusar a la joven. ¿Cometió un error al correr a un teléfono en lugar de llamar al timbre de la rectoría? Sí. ¿Hizo esa joven de dieciocho años todo lo posible por encontrarle un hogar a su bebé? Desde luego que sí.
El auditorio estalló en aplausos cuando el director subió al podio. Las luces se apagaron y la exquisita velada musical comenzó.
Alvirah, espléndida con un vestido de terciopelo verde oscuro, tomó la mano de Willy.
Una hora después Sondra apareció en el escenario envuelta en un tumultuoso aplauso. Monseñor Ferris se inclinó hacia Alvirah.
—Como Willy diría, has vuelto a conseguirlo, Alvirah, y nunca olvidaré que gracias a ti hemos recuperado el cáliz del obispo. Es una lástima que el diamante haya desaparecido, pero lo importante es el cáliz.
—Creo que el mérito es de Willy —susurró Alvirah a su vez—. Si su libro de música no hubiese estado abierto sobre el piano por la página de Toda la noche, Sondra no la habría cantado. Fue ahí cuando empecé a sospechar. Luego, cuando Stellina la cantó en la función, ya no tuve ninguna duda.
Cuando Sondra alzó el arco, se acomodaron de nuevo para escucharla.
—Mírala —susurró Alvirah a Willy, señalando a Stellina.
La pequeña estaba anonadada con la interpretación de su madre. Su cara brillaba de admiración.
Cuando llegó el bis y Sondra empezó a tocar Toda la noche, levantó la vista hacia el palco donde se hallaba su hija. Audible sólo para los que estaban cerca, Stellina empezó a cantar. Nadie tuvo la menor duda de que madre e hija estaban actuando la una para la otra. Para ellas, no había nadie más en el mundo.
Cuando las últimas notas tocaron a su fin, hubo un silencio. En ese momento Willy se inclinó hacia Alvirah y susurró:
—Cariño, es una pena que no trajera mi partitura. Les hubiera ido bien un poco de acompañamiento al piano, ¿no crees?