Alvirah dejó de dormir a pierna suelta, tal como sucedía cada vez que intentaba resolver un posible delito. Ella y Willy habían apagado la luz después del telediario de las once, que veían desde la cama, y las siguientes seis horas las pasó dormitando y teniendo sueños perturbadores. Al final despertó sobresaltada.
Finalmente, a las cinco y media, apiadándose de Willy —que a lo largo de la noche había farfullado varios «¿estás bien, cariño?»—, se levantó, se puso su vieja bata de felpa, cogió un bolígrafo y la libreta donde hacía las anotaciones de sus investigaciones en curso, preparó una taza de té, se sentó a la mesa de comedor que daba a Central Park, puso en marcha su broche-grabadora y empezó a pensar en voz alta.
—No es extraño que Bessie, que siempre andaba pendiente de su casa, la haya dejado a gente que, en su opinión, la cuidará como a ella le habría gustado. Por otro lado, no puede decirse que haya echado a su hermana, pues se ha asegurado de que pueda ocupar el apartamento del ático, que es, en cualquier caso, donde Kate tenía pensado vivir tras donar la casa a Home Base.
Inconscientemente, adelantó la mandíbula y prosiguió.
—A Bessie no le volvían loca los niños. De hecho, recuerdo que en una ocasión alguien le preguntó si lamentaba no haber tenido hijos y ella contestó: «La gente con hijos y la gente sin hijos se compadecen mutuamente».
Se detuvo un instante y pensó en lo mucho que a ella y a Willy les habría gustado tener hijos. A estas alturas sus nietos tendrían la edad de los niños que acudían a Home Base. Sacudió la cabeza. En fin, qué se le va a hacer, se dijo. Está claro que no tenía que ocurrir.
—Así pues —continuó—, supongamos que Bessie verdaderamente detestaba la idea de tener a un montón de niños correteando por la casa, dejando marcas en las paredes y rayando el suelo, y de que los muebles que había pulido durante cincuenta años, desde que entró a trabajar para el juez y su esposa, fueran sustituidos por parafernalia infantil.
Para comprobar que la grabadora funcionaba debidamente, pulsó los botones STOP, REWIND y PLAY y escuchó la cinta por breves instantes. Funciona, se dijo aliviada, y se diría que estoy que muerdo. ¡Y así es!
Tras aclararse la garganta, reanudó su indignada diatriba:
—Por tanto, el único indicio real de que el nuevo testamento podría ser falso es que a Bessie jamás se le oyó pronunciar la palabra «pulquérrimo».
Cogió el bolígrafo y abrió el cuaderno por la primera página en blanco, la que seguía a «El caso de la muerte de Trinky Callaham». Escribió: «El caso del testamento de Bessie». Luego anotó la primera observación de su investigación: «Uso del adjetivo «pulquérrimo».
Empezó a escribir con mano rauda. ¿Quiénes eran los testigos que habían presenciado la firma del testamento el 30 de noviembre? ¿Conocía Kate a los testigos? En caso de encontrarse en casa, ¿qué pensó que estaba ocurriendo cuando le pidieron ver a Bessie?
Por fin mi vieja sesera empieza a trabajar, pensó Alvirah. No hacía mucho había releído las novelas de Agatha Christie protagonizadas por Hércules Poirot y ahora intentaba seguir su método deductivo cuando trabajaba en la investigación de algún caso.
Una vez anotado el último punto de su plan de acción, consultó la hora. Siete y media, hora de cerrar el cuaderno y apagar la grabadora, se dijo. Willy no tardará en despertarse y quiero tenerle el desayuno preparado. Luego, en algún momento del día, me sentaré a solas con Kate para hacerle estas preguntas.
De repente tuvo una idea y puso en marcha la grabadora. Cuando, después de ganar la lotería, escribió su primer artículo para el New York Globe sobre su estancia en el balneario de Cypress Point, ella y Charley Evans, su editor, hicieron buenas migas. Él podría conseguirle informes confidenciales sobre Vic y Linda Baker. Mi sesera realmente está despertando, exclamó. Es hora de pedir a los investigadores del Globe que ahonden en la basura de los Baker. Tan cierto como que Dios existe que no es la primera vez que ese par de farsantes embaucan a alguien.
*****
A la misa de las siete de la mañana de la iglesia de San Clemente no solían acudir más de treinta personas, la mayoría ancianos jubilados. Pero ahora, en pleno Adviento, el número de feligreses se duplicaba. Durante la breve homilía monseñor Ferris describió el Adviento como el tiempo de espera:
—Nos hallamos en la época en que aguardamos el nacimiento del Salvador —dijo—. Esperamos el momento en que María verá por primera vez a su hijo, en Belén.
Un débil sollozo hizo que el religioso desviara la mirada hacia el banco próximo al retrato del obispo Santori. La bonita joven que había visto con anterioridad delante de la rectoría estaba sentada en él. Tenía expresión desolada y le temblaban los hombros. He de conseguir que se acerque, pensó el clérigo, pero en ese momento la joven sacó unas gafas oscuras del bolso y echó a andar hacia la salida.
*****
A las nueve y media Kate Durkin procedió a hacer un repaso de las cosas que había en la habitación de su hermana. Sería un crimen dejar que la ropa de Bessie se pudra en el armario cuando hay tanta gente que necesita algo que ponerse, se dijo.
La cama con dosel que Bessie compartió con el juez Aloysius Maher durante ocho años y desde la cual se había reunido con el Creador pareció adoptar una actitud de reproche cuando Kate empezó a sacar los vestidos y las chaquetas del armario. Algunas prendas tenían hasta veinte años de antigüedad. Bessie solía decirme que no tenía sentido regalarlas porque algún día yo podría utilizarlas, pensó Kate. Lo que nunca comprendió es que me habrían hecho falta algunos centímetros más para poder ponérmelas. Es un milagro que no se las haya dejado también a Linda Baker, se dijo con amargura.
Los ojos de Kate se llenaron de lágrimas al recordar las sorprendentes revelaciones del día anterior. Enjugándose una lágrima con gesto impaciente, dirigió la mirada hacia el escritorio de Bessie y vio la máquina de escribir. Entonces tuvo la sensación de que debía recordar algo, pero ¿qué?
No tuvo tiempo de reflexionar sobre eso, pues en ese momento oyó un ruido y se volvió rápidamente. Vic y Linda estaban en la puerta.
—Oh, Kate —exclamó dulcemente Linda—, te agradezco que recojas las cosas de Bessie para dejarnos libre la habitación.
En ese momento sonó el timbre.
—Yo abriré —dijo Vic.
Todavía no has tomado posesión de la casa, pensó Kate, y corrió tras él.
Segundos después divisó en el portal la figura tranquilizadora de Alvirah. Entonces la oyó preguntar:
—¿Está Kate Durkin, la señora de esta pulquérrima casa?