La hermana Maeve Marie se había quedado en Home Base dirigiendo el ensayo de la función de Navidad, pero su mente no cesaba de tejer las peores hipótesis sobre por qué la hermana Cordelia, Willy y Alvirah se habían marchado tan precipitadamente a casa de Kate Durkin.
«Ha surgido un problema y Kate está muy afligida», fue cuanto Cordelia alcanzó a contarle antes de irse.
Tal vez a Kate le habían entrado ladrones en la casa o asaltado en la calle, pensó Maeve Marie. Sabía que algunos delincuentes leían las esquelas de los periódicos para saquear la casa del difunto mientras la desconsolada familia se hallaba en el entierro. Ex policía de Nueva York, con cuatro hermanos también policías, Maeve Marie barajó la posibilidad de un delito.
Había asignado a cada niño su papel en la función y les había pedido que lo estudiaran en casa. La Hanukka la recitarían al principio y después entonarían la canción.
Luego seguiría la lectura del decreto del emperador Augusto que anunciaba la creación de un censo y ordenaba a todos los ciudadanos que fueran al pueblo de sus antepasados para registrarse.
Cordelia y Alvirah habían escrito la obra y Maeve Marie las había felicitado por haber incluido en esa primera escena tantos personajes con un papel hablado. A los niños les encantaba. Además, las frases eran breves y sencillas.
«El pueblo de mi padre está muy lejos».
«Es un viaje muy largo y no tengo a nadie que cuide de los niños».
«Debemos encontrar a alguien, porque lo más importante es la seguridad de nuestros niños».
Cordelia había confesado que se había tomado algunas libertades con el diálogo, ya que los inspectores municipales habían sido invitados a la función y quería asegurarse de que captaban el mensaje: «Lo más importante es la seguridad de nuestros niños».
Los únicos que no habían recibido frases al azar eran los tres Reyes Magos, los pastores, la Virgen María y san José. Los niños seleccionados para interpretar dichos personajes tenían las mejores voces del grupo y dirigirían los cantos en la escena del establo.
Jerry Núñez, el chiquillo más travieso entre los pequeños, hacía de san José, y Stellina Centino, una niña seria y extrañamente tranquila de siete años, era María.
Stellina y Jerry vivían en el mismo edificio y la madre de éste solía recogerlos al final del día.
—La mamá de Stellina se marchó a California cuando ella aún era un bebé —explicó la señora Núñez a las monjas—. Y su padre siempre está viajando. La ha criado Lilly, su tía abuela, pero últimamente la pobre está muy delicada de salud. Y no se imaginan lo mucho que le preocupa Stellina. Siempre me dice: «Gracie, tengo ochenta y dos años y he de vivir otros diez para poder cuidarla. No le pido otra cosa a Dios».
Stellina es una niña preciosa, pensó Maeve mientras repasaba la escena final de la función. Los rizos rubios, recogidos en la nuca con un pasador, le caían por la espalda como una cascada. Sus grandes ojos castaños y sus largas pestañas hacían resaltar su tez de porcelana.
Jerry, que era incapaz de estarse quieto, empezó a hacer muecas a uno de los pastores. Antes de que Maeve Marie tuviera tiempo de reñirle, Stellina dijo:
—Jerry, cuando eres san José tienes que portarte muy bien.
—Vale —convino Jerry, y se quedó inmóvil en una postura de exagerada solemnidad.
—El coro de ángeles empieza a cantar, los pastores los oyen y tú, Tommy, los señalas y dices… ¿qué dices? —preguntó la hermana Maeve Marie.
—Digo: «Caray, esos ángeles cantan de miedo» —sugirió Tommy, que tenía seis años.
La hermana Maeve Marie se esforzó por no sonreír. Tommy tenía a un listillo por hermano y todo indicaba que éste le había estado dando lecciones.
—Tommy, tienes que aprenderte bien el papel. Si no escuchas no podrás ser el jefe de los pastores —dijo la hermana con firmeza.
El ensayo terminó a las seis. No ha estado mal para ser el primer día, se dijo Maeve Marie mientras felicitaba a los niños por su actuación. Y lo mejor era que los chiquillos se divertían. Y ella también, aunque el placer que le daba verles aprenderse el papel se había visto eclipsado por un nerviosismo creciente: ¿Dónde estaba Cordelia? ¿Qué había ocurrido?
Mientras ayudaba a separar abrigos, bufandas y guantes de lana, Maeve observó que Stellina, como siempre, había colgado con sumo cuidado el precioso abrigo azul que le había hecho su nonna.
A las seis y media todos los niños, salvo Jerry y Stellina, se habían marchado, la mayoría de la mano de un adulto o un hermano mayor. A las siete menos cuarto la hermana Maeve Marie los bajó a la tienda de ropa, que ya estaba cerrada. Cinco minutos más tarde Gracie Núñez irrumpió jadeante en el local.
—Mi jefa —dijo poniendo los ojos en blanco—. Teníamos que enviar unas faldas y hoy faltaban dos compañeras. Me habría jugado el trabajo si llego a decirle que tenía niños de los que ocuparme. Que Dios la bendiga, hermana. No imagina lo que significa para mí saber que están seguros con usted. Jerry, di gracias y buenas tardes a la hermana.
Stellina no necesitaba que se lo recordasen.
—Buenas noches, hermana —dijo—, y muchas gracias. —Luego, con una sonrisa inusual en ella, añadió—: Mi nonna está muy contenta de que interprete a la Virgen María. Cada noche me escucha cuando recito mi papel y me llama Madonna.
Una vez se hubieron marchado, Maeve cerró la puerta con llave y procedió a apagar luces. Cordelia debe de estar todavía con Kate Durkin, o tal vez haya ido a ver a las viejitas, pensó. Preocupada por las noticias que le esperaban en casa, dejó escapar un suspiro.
Estaba poniéndose el abrigo cuando oyó unos golpecitos en la ventana. Al volverse vio la cara de un hombre de unos cuarenta años iluminada por las luces de la calle. Maeve le miró con la inquietud instintiva de una ex policía.
—¿Hermana, está mi hijita aquí? Se llama Stellina Centino.
¡El padre de Stellina! Maeve corrió hasta la puerta y la abrió. Estudió el rostro anguloso del hombre y enseguida desconfió de su buen aspecto y de su cara de pocos amigos.
—Lo siento, señor Centino, pero no le esperábamos —dijo fríamente—. Stellina se marchó con la señora Núñez, como hace siempre.
—Sí, claro, lo había olvidado —repuso Lenny Centino—. Viajo mucho a causa de mi trabajo. En fin, hermana, hasta la semana que viene. Tengo intención de recoger a mi pequeña algunos días para llevarla a cenar y puede que incluso al cine. Se lo merece. Estoy orgulloso de ella. Se está convirtiendo en una niña muy guapa.
—Debería estarlo. Es una niña muy guapa en todos los sentidos —repuso secamente Maeve Marie.
Luego observó cómo el hombre se marchaba; había algo en él que la inquietaba.
Todavía preocupada por la hermana Cordelia, dio un repaso al edificio, conectó el sistema de alarma y se dirigió a casa bajo una nieve que anunciaba otra fuerte tormenta.
*****
Encontró a la hermana Cordelia sentada junto a la hermana Bernadette y la hermana Catherine, dos monjas jubiladas con las que compartían apartamento.
—Maeve, debo reconocer que estoy agotada —dijo Cordelia, y procedió a hablarle del nuevo testamento de Bessie Durkin Maher.
Recelosa, Maeve empezó a hacer preguntas sobre el documento.
—Y aparte del uso del adjetivo «pulquérrimo», ¿hay algo más que sugiera que el testamento es falso?
Cordelia sonrió con tristeza.
—Únicamente la intuición de Alvirah.
La hermana Bernadette, que estaba a punto de cumplir los noventa, asentía con la cabeza desde su butaca.
—La intuición de Alvirah y algo que el Señor nos dijo, Cordelia —añadió—. Ya sabéis a lo que me refiero.
Al ver la cara de desconcierto de sus compañeras, la monja sonrió y murmuró:
—«Dejad que los niños se acerquen a mí». Dudo que Bessie olvidase eso por muy orgullosa que estuviera de su casa.