Están hablando de mí, pensó Sondra al tiempo que se alejaba. La casa donde se había detenido a mirar ya no se hallaba en proceso de restauración. No había ningún andamio que la ocultara mientras intentaba decidir qué hacer.
Pero ¿qué podía hacer? No podía retroceder siete años y recuperar aquel momento en que cruzó la calle, abrió el cochecito y abandonó a su bebé en el portal de la rectoría. Ojalá pudiera, pensó. Dios mío, ¿qué voy a hacer? ¿Qué ha sido de mi pequeña? ¿Quién se la llevó? Trató de reprimir las lágrimas.
Un taxi se detuvo frente a ella a causa del tráfico. Sondra le hizo señas con el brazo.
—Al Wyndham, en la 58 Oeste, entre la Quinta y la Sexta avenidas —dijo mientras se instalaba en el asiento trasero.
—¿Es su primera visita a Nueva York? —preguntó el taxista.
—No.
Pero no he vuelto en siete años, pensó. Tenía doce cuando su abuelo la trajo por primera vez, desde Chicago, para asistir a un concierto de Midori en el Carnegie Hall. Después la llevó en dos ocasiones más. «Algún día tocarás en un escenario —le comentó su abuelo—. Posees talento. Puedes alcanzar tanto éxito como ella».
Violinista cuyas manos se habían visto limitadas por la artritis, hecho que acabó pronto con su carrera, su abuelo se había ganado la vida como profesor y crítico de música. Y me mantuvo, pensó tristemente Sondra. Con sesenta años me abrió las puertas de su casa.
Ella apenas tenía diez cuando sus padres fallecieron en un accidente de coche. El abuelo se ocupó de mí, me enseñó cuanto sabía sobre música, recordó Sondra. Y todo el dinero se le iba en llevarme a los conciertos de los grandes violinistas.
Gracias a su gran talento, Sondra obtuvo una beca completa para estudiar en la Universidad de Birmingham y fue allí, en la primavera de su primer año, donde conoció a Anthony del Torre, un pianista que había llegado al campus para dar un concierto. Lo que siguió fue algo que nunca debió ocurrir.
¿Cómo iba a decirle al abuelo que me había acostado con un hombre casado?, se preguntó ahora. No podía quedarme con el bebé. No tenía dinero para pagar a una niñera. Me quedaban muchos años de universidad por delante. Y si le hubiese contado lo ocurrido al abuelo, le habría roto el corazón.
Mientras el taxi se abría paso por el lento tráfico, Sondra recordó aquella dolorosa época de su vida. Había ahorrado dinero para venir a Nueva York. Se hospedó en un hotel barato y compró la ropa de bebé, los pañales, los biberones y el cochecito. Dio con el hospital más próximo y decidió acudir a la sección de urgencias en cuanto se pusiera de parto. Tendría que dar un nombre y una dirección falsos. Pero el bebé nació tan deprisa que no tuvo tiempo de llegar al hospital. Eso ocurrió un 3 de diciembre.
Desde el principio del embarazo había decidido que abandonaría al bebé en Nueva York. Le encantaba esa ciudad. Cuando la visitó por primera vez con su abuelo supo que algún día viviría en Manhattan. Allí se había sentido como en casa desde el primer momento. Durante esa primera visita su abuelo la llevó a San Clemente, la iglesia que solía frecuentar cuando era niño.
«Cada vez que deseaba un favor especial, me arrodillaba en el reclinatorio más próximo al retrato del obispo Santori y el cáliz —le había contado el abuelo—. Ellos siempre me daban consuelo, Sondra. Aquí vine cuando supe que la rigidez de mis dedos no tenía solución. Nunca había estado tan cerca de la desesperación».
Los días previos al parto Sondra había visitado varias veces la iglesia de San Clemente, y en cada ocasión se arrodillaba en el mismo reclinatorio que su abuelo. Había observado a los clérigos y visto la bondad en la cara de monseñor Ferris. Enseguida supo que le buscaría un buen hogar a su pequeña.
¿Dónde estará mi bebé?, se preguntó ahora. La angustia la consumía desde el día antes. Nada más llegar al hotel, había telefoneado a la rectoría y explicado que era una periodista que estaba siguiendo la historia del bebé abandonado en el portal de la rectoría el 3 de diciembre de siete años atrás.
—¿Un bebé abandonado en San Clemente? —Exclamó asombrada la secretaria—. Me temo que se confunde. Llevo veinte años aquí y nunca ha ocurrido nada parecido.
El taxi dobló por Central Park South. Antes solía imaginar a la gente que había adoptado a mi pequeña paseando con su cochecito por este parque, pensó.
El día antes por la tarde había entrado en la biblioteca y solicitado el microfilme de los periódicos de Nueva York del 4 de diciembre de aquel año. La única referencia que se hacía a la iglesia de San Clemente era un artículo sobre un robo perpetrado allí, el robo del cáliz del obispo Santori, el padre fundador.
Probablemente por eso la policía se encontraba allí cuando telefoneé, por eso el monseñor estaba con ellos, pensó Sondra, presa de una creciente angustia. Y yo creí que era porque habían encontrado al bebé.
Así pues, ¿quién se había llevado a su pequeña? La había dejado dentro de una bolsa de papel para mantenerla abrigada. Quizá unos niños pasaron por allí, y empujaron el cochecito y luego lo abandonaron sin darse cuenta de que contenía un bebé. Tal vez había muerto de frío.
En ese caso podría ir a la cárcel, pensó Sondra. ¿Cómo se lo tomaría su abuelo? Siempre está diciendo que todos los sacrificios que ha hecho durante estos años han merecido la pena. Le llena de orgullo que el próximo 23 de diciembre toque en el Carnegie Hall. Siempre abrigó ese sueño, primero para él y luego para mí.
La gala de beneficencia la daría a conocer entre los críticos de Nueva York. Yo-Yo Ma, Plácido Domingo, Kathleen Battle, Emanuel Ax y la brillante y joven violinista Sondra Lewis eran las principales atracciones. Todavía le costaba creerlo.
—Ya hemos llegado, señorita —dijo el taxista.
—Oh, lo siento. —Repuso Sondra, sobresaltada. Buscó en su monedero un billete de cinco dólares—. Quédese con el cambio —dijo al tiempo que abría la portezuela.
—No creo que sea su intención darme cuarenta y cinco dólares de propina, señorita.
Sondra miró el billete de cincuenta dólares que le tendía el taxista.
—Oh, gracias —barboteó.
—Tiene suerte de que no me guste aprovecharme de las jóvenes bonitas.
Mientras cambiaba el billete de cincuenta por uno de cinco, Sondra pensó: es una pena que no rondaras por aquí cuando abandoné a mi bebé para conservar la buena opinión que mi abuelo tenía de mí y la oportunidad de triunfar.