A las diez de la mañana del martes Henry Brown, secretario del tribunal de testamentarías de la calle Chambers, levantó la mirada y vio a una mujer de unos sesenta años de aspecto resuelto, pelirroja y con una mandíbula ligeramente prominente. Observador entusiasta de la naturaleza humana, Henry reparó en las líneas en torno a la boca de la mujer y las arrugas alrededor de los ojos. Comprendió que eran el reflejo de un temperamento afable y sonriente, y que la irritación que veía en la cara sólo era puntual.
Estaba seguro de que la había calado, de que se hallaba ante un familiar disgustado deseoso de examinar el testamento de un pariente que le había excluido.
Muy pronto descubrió que tenía razón en cuanto al deseo de ver el testamento pero que la mujer no era ningún familiar.
—Me llamo Alvirah Meehan. Tengo entendido que los testamentos pendientes de verificación son documentos públicos y tengo derecho a examinarlos si quiero.
—Así es —respondió amablemente Henry—. Pero debe hacerlo en presencia de un miembro del personal.
—Por mí, como si el ayuntamiento entero se me cuelga del hombro —repuso bruscamente Alvirah.
Entonces se aplacó. Después de todo, aquel hombre no tenía la culpa de que cuanto más cerca se hallaba del testamento original de Bessie, más nerviosa se sintiera.
Quince minutos más tarde Alvirah se hallaba estudiando el documento con Henry Brown sentado al lado.
—Otra vez esa palabra.
—¿Cómo dice?
—El adjetivo «pulquérrimo», que me da mala espina. Verá, juraría que la dama que escribió este testamento jamás utilizó, en sus ochenta y ocho años de vida, esa palabra.
—Oh, se sorprendería de lo literaria que se vuelve alguna gente a la hora de escribir su testamento —explicó Henry—. A veces, lógicamente, cometen errores y ponen cosas como «en respecto con» o «repetir de nuevo». —Hizo una pausa y añadió—: No obstante, debo reconocer que nunca había visto utilizar el adjetivo «pulquérrimo».
Alvirah, tras oír la decepcionante noticia de que la gente acostumbraba añadir palabras inusuales e incluso pomposas en su testamento, no le prestaba atención.
—¿Qué es esto? —preguntó—. Me refiero a la última página.
—Se conoce como la cláusula de atestación. Según la ley del estado de Nueva York, los testigos deben rellenar esta página. En ella se atestigua que han estado presentes en la firma del testamento. La testadora, en este caso la señora Bessie Durkin Maher, también debe firmarla. Este documento confirma la presencia de los testigos en la firma del testamento. Sin él, los testigos tendrían que comparecer en el momento de la verificación, y dado que a veces la investigación tarda años, cabe la posibilidad de que hayan fallecido o se hayan mudado.
—Fíjese en esto —dijo Alvirah alzando las dos hojas—. Compare la firma de Bessie en el testamento con la firma en la… ¿cómo lo ha llamado?… cláusula de atestación. La tinta es diferente y, si no me equivoco, ambos documentos deben firmarse al mismo tiempo.
Henry Brown examinó ambas firmas.
—No hay duda de que son tintas diferentes —dijo—. Quizá su amiga Bessie pensó que la firma del testamento, aunque legible, estaba escrita con tinta demasiado clara y cambió de estilográfica, lo cual no es ilegal. Los testigos sí firmaron con la misma pluma.
—Una de las firmas de Bessie es decidida y la otra vacilante —señaló Alvirah—. Quizá firmó ambos documentos en momentos distintos.
—Eso sí sería ilegal.
—Por supuesto.
—En fin, si ha terminado, señora Meehan…
Alvirah sonrió.
—No, me temo que no he terminado. No se imagina lo agradecida que le estoy por dedicarme tanto tiempo, pero estoy segura de que no desearía que se produjera una injusticia.
Henry sonrió. Todas las personas que han sido excluidas de un testamento aseguran que se trata de una injusticia, pensó.
—Mire, Henry —prosiguió Alvirah—. ¿Puedo llamarle Henry? A mí puede llamarme Alvirah. —Sin esperar a comprobar si él aceptaba esa familiaridad, dijo—: Bessie jura que éste es su último testamento. Yo juro que este testamento es falso. Además, ¿dónde aprendió Bessie a redactar la cláusula de atestación? ¿Eh?
—Quizá le pidió a alguien que la redactara o puede que le dieran un ejemplar —repuso pacientemente Henry—. Y ahora, señora Meehan, quiero decir, Alvirah…
—De acuerdo, reconozco que no es una prueba, pero estas dos firmas parecen diferentes y yo le digo que Bessie no firmó estos documentos en el mismo momento. —Recogió sus cosas con gesto enérgico—. Gracias, Henry —dijo, y se marchó en pos de su siguiente misión.
Fue directamente a la agencia inmobiliaria de James y Eileen Gordon. Había quedado para ver otro apartamento, esta vez en Central Park Oeste, descrito por Eileen Gordon como «una ganga de dos millones».
Mientras fingía interés por el piso y escuchaba a Eileen elogiar la hermosa vista —algo limitada pues el apartamento se hallaba en una segunda planta y delante tenía sólo árboles—, Alvirah se las arregló para desviar la conversación hacia la firma del testamento de Bessie.
—Por supuesto que esa encantadora viejecita firmó ambos documentos —dijo Eileen con los ojos bien abiertos y una amplia sonrisa—. Estoy segura de ello. Pero parecía cada vez más fatigada, por eso la segunda firma resultó algo insegura. No me fijé si cambió de estilográfica. Probablemente me hallaba contemplando la habitación. Esa casa se encuentra en muy buen estado. Hay que hacer algunas reparaciones, como la puerta del salón, pero es poca cosa. Tal como están los precios hoy día, podría sacar fácilmente por ella cinco millones.
Por una vez creo que tienes razón, pensó Alvirah mientras, presa del desánimo, apagaba la grabadora de su broche.