Sondra ya no soportaba leer el periódico, ver la televisión o escuchar la radio. La historia de Alvirah sobre el bebé había levantado una ola de protestas en los medios de comunicación que la hacían encogerse de vergüenza.
El lunes por la noche rebuscó en su maleta y encontró los somníferos que el médico le había recetado para el insomnio. Nunca los había tocado, pues prefería mantenerse firme a ceder a la tentación de utilizar algo que consideraba una mera muleta. Mas llegado el lunes supo que no tenía elección. Sencillamente, tenía que dormir.
No obstante, a las ocho del día siguiente, despertó con las mejillas cubiertas de lágrimas, y entonces recordó que en sus sueños había estado llorando. Mareada y desorientada, finalmente consiguió erguirse y poner los pies en el suelo.
Durante unos segundos sintió que la habitación daba vueltas. Las cortinas de flores se mezclaron con la tapicería rayada del sofá formando un calidoscopio de colores. Hubiera sido preferible soportar el insomnio o tragarme el frasco entero de pastillas, pensó. Luego sacudió la cabeza. No, no soy una cobarde.
Una ducha larga y caliente la ayudó a recuperarse. Se puso el albornoz, se envolvió el cabello en una toalla y se obligó a pedir huevos revueltos con tostadas, zumo de naranja y café.
El abuelo y Gary llegarán esta noche, pensó. Si me ven en semejante estado se empeñarán en averiguar el motivo y al final me hundiré y se lo contaré todo. Hoy tengo que hacer un buen ensayo. Y mañana uno aún mejor porque el abuelo estará escuchando. He de ofrecer una actuación que le haga sentir que todos los años de enseñanzas y sacrificios han valido la pena.
Sondra caminó hasta la ventana. Hoy es martes 15 de diciembre, pensó mientras contemplaba la calle llena de tráfico y peatones que se dirigían al trabajo.
El concierto tendrá lugar el miércoles de la semana que viene, pensó. El jueves es Nochebuena y se supone que regresaremos a Chicago. Pero yo no iré. En lugar de eso me presentaré en la rectoría de San Clemente, algo que debí hacer hace siete años en lugar de echar a correr hasta un teléfono situado a dos manzanas de distancia. Le diré a monseñor Ferris que soy la madre del bebé y luego le pediré que llame a la policía. No puedo vivir con este sentimiento de culpa ni un día más.