El viernes 11 de diciembre apareció en la portada del New York Globe el artículo de Alvirah sobre el bebé abandonado en el portal de la rectoría de San Clemente siete años atrás. Tan pronto el periódico llegó a los quioscos las llamadas empezaron a llover en el número especial que monseñor Ferris se había apresurado a instalar en la rectoría.
Su secretaria, tras atender la llamada, comunicaba a su interlocutor que estaba grabando la conversación y, si creía que podía aportar algún dato interesante, la pasaba al monseñor. No obstante, cuando Alvirah telefoneó al clérigo el lunes por la mañana, lo encontró muy desanimado.
—De las más de doscientas llamadas recibidas hasta ahora ninguna merece la pena —dijo—. Por desgracia, muchas provenían de personas indignadas que expresaban su reprobación hacia alguien que había sido capaz de dejar a un bebé a la fría intemperie aunque fuera durante unos minutos.
—¿Ha ido a verle la policía? —preguntó Alvirah.
—Pasó por aquí una asistenta social del departamento de servicio a la infancia y te aseguro que no estaba nada contenta. Lo único que podemos afirmar ahora es que no existe ningún informe de ningún bebé hallado muerto o abandonado en Nueva York en aquella época.
—Supongo que eso ya es algo —dijo Alvirah con un suspiro—. Estoy muy decepcionada. Pensaba que era una idea excelente y que daría sus frutos.
—Y yo. ¿Cómo está la madre? Finalmente he llegado a la conclusión de que debe de tratarse de la joven que rondaba por aquí la semana pasada.
—Con todo, supongo que todavía puede declarar honestamente que no sabe quién es, ¿verdad? —preguntó Alvirah con cierta preocupación.
Como siempre, estaba grabando la conversación por si el monseñor decía algo que ella pudiera pasar por alto.
—No hace falta que apagues la grabadora, Alvirah. No sé quién es y no quiero saberlo. Por cierto, me han dicho que estás buscando apartamento.
—Tengo los pies destrozados de tanto caminar —reconoció ella—. Los Gordon son gente agradable, pero aunque no se les dé mal eso de vender inmuebles, no destacan por su inteligencia. Son capaces de enseñarte un agujero diminuto y oscuro mientras te cuentan que es un apartamento encantador, y lo peor es que se lo creen. Luego te explican entusiasmados que el propietario ha aceptado vendértelo por novecientos mil dólares en lugar del millón que pedía.
—Los agentes inmobiliarios tienen que mostrar entusiasmo por los lugares que enseñan —repuso apaciblemente monseñor Ferris—. En algunos círculos se conoce como optimismo.
—En su caso es estrechez de miras. En fin, ahora me voy con Eileen a ver un piso que, según ella, goza de una vista espectacular de Central Park. Estoy impaciente por verlo. Después visitaré a Kate para intentar animarla.
—Espero que lo consigas. Se pasa el día leyendo y releyendo el testamento de Bessie y en cada ocasión encuentra la forma de hacer que hiera sus sentimientos. La última vez me aseguró que la firma de Bessie estaba escrita con tanta fuerza que la pluma casi había atravesado el papel. «Como si estuviera impaciente por regalar su casa a unos extraños», dijo.
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Después de colgar, Alvirah permaneció veinte minutos absorta en sus pensamientos. Luego se puso el abrigo y el sombrero y salió a la terraza.
El viento le azotó la cara y, pese al abrigo, un escalofrío le recorrió el cuerpo. He fracasado, se dijo. Pensaba que estaba haciendo un favor a Sondra. Le hice albergar esperanzas para nada y ahora estará más acongojada que nunca. Su abuelo y su novio llegan mañana y tendrá que fingir alegría delante de ellos y en los ensayos.
También infundí en Kate la esperanza de que encontraría una forma de invalidar ese testamento, pero después de haberme recorrido todos los apartamentos vacíos de la zona oeste, solamente he llegado a la conclusión de que Jim y Eileen son buenas personas a quienes probablemente la suerte les acompaña a la hora de vender, porque está claro que no te escuchan cuando les dices lo que buscas.
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—Nada por ahora —admitió tristemente a Kate cuando fue a verla—. Pero, como suelo decir, la esperanza es lo último que se pierde.
—Oh, Alvirah —repuso Kate—, me temo que ya no hay esperanza. Lo que más me molesta es que mis emociones parecen una montaña rusa. Pienso en aquel lunes en que dejé a Bessie sentada delante del televisor, viendo sus programas favoritos, ya sabes, Sólo se vive una vez y Hospital General, hablando como una cotorra sobre los personajes y las cosas terribles que se hacían unos a otros, y al mismo tiempo estaba planeando hacerme algo terrible a mí.
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Esa noche Alvirah sufrió uno de sus ataques de insomnio detectivescos. Finalmente, a la una de la madrugada, se dio por vencida, fue a la cocina, preparó té y rebobinó la cinta.
Hércules Poirot, se dijo. ¡Piensa como él!
A las siete, cuando Willy salió del dormitorio frotándose los ojos, encontró a una detective jubilosa.
—Willy, creo que he encontrado la clave de este asunto —anunció con una amplia sonrisa—. Empieza con la firma de Bessie en el testamento. Es difícil apreciarla en una copia. Hoy iré al tribunal de testamentarías para examinar el documento original. Podría encontrar algo interesante.
—Si hay algo que encontrar, tú lo encontrarás, cariño —dijo Willy con voz todavía soñolienta—. Apuesto por ti.