Willy Meehan estaba sentado al piano que su esposa Alvirah le había regalado por su sesenta y dos cumpleaños. Ceñudo, intentaba leer las notas del Libro para principiantes maduros. Quizá me será más fácil si me acompaño cantando, se dijo.
—Duerme, niño, y que la paz sea contigo —empezó.
Qué voz tan maravillosa, pensó Alvirah cuando entró en la sala. Toda la noche es uno de mis villancicos favoritos, pensó mientras miraba afectuosamente a su marido desde hacía más de cuarenta años. De perfil, su parecido con el difunto Tip O'Neil, el legendario portavoz de la Cámara de Representantes, era aún mayor que de frente, decidió. Con su mata de pelo gris, sus marcadas facciones, esos penetrantes ojos azules y esa cálida sonrisa, Willy todavía era objeto de miradas de reconocimiento aun cuando O'Neil llevaba muerto varios años.
A los ojos cariñosos de Alvirah, Willy estaba deslumbrador con el traje azul marino que se había puesto por deferencia a Bessie Durkin Maher, a cuyo velatorio estaban a punto de asistir. A regañadientes, Alvirah se había visto obligada a quitarse el traje azul de la talla doce que pensaba llevar y ponerse un vestido negro de una talla superior. Justamente el día antes ella y Willy habían llegado de un crucero por el Caribe y la suntuosa comida había echado por tierra su dieta.
—Ángeles de la guarda Dios te enviará —cantó Willy acompañándose con el piano.
A nosotros sí nos ha enviado un ángel nuestro querido Señor, pensó Alvirah, que para no molestar a Willy se dirigió de puntillas hasta la ventana a fin de disfrutar de la vista de Central Park.
Dos años atrás Alvirah, entonces mujer de la limpieza, y Willy, fontanero, vivían en el barrio de Jackson Heights de Queens, en el mismo apartamento que habían alquilado al casarse. Ella había tenido un día especialmente agotador en casa de la señora O'Keefe, quien nunca se daba por satisfecha a menos que Alvirah desplazara cada mueble de la casa al pasar la aspiradora. Con todo, tal como hacían los miércoles y sábados por la noche, el matrimonio se sentó frente al televisor a fin de oír cantar los números de la lotería y ver cómo las bolas caían en su lugar. Y casi les dio un infarto cuando comprobaron que sus números, los que siempre jugaban, eran cantados uno a uno.
Entonces nos dimos cuenta de que habíamos ganado cuarenta millones de dólares, pensó Alvirah, que todavía no daba crédito a su buena suerte.
No sólo fue suerte, sino también una bendición, se dijo mientras contemplaba la hermosa vista del parque. Eran las siete y cuarto y los árboles y campos de Central Park aparecían cubiertos por un manto fulgurante de nieve fresca. A lo lejos, las luces navideñas iluminaban los alrededores de la Taberna del Parque. Los faros de los coches formaban un río de luz a lo largo de los sinuosos senderos. En cualquier otro lugar le habría parecido simplemente tráfico. Los carruajes tirados por caballos, no visibles en ese momento pero presentes sin duda en el parque, siempre le traían a la memoria las historias que su madre solía contarle sobre su niñez cerca de Central Park a principios de siglo. Los patinadores que se deslizaban por el hielo de Wollman Rink le recordaban a aquellas noches remotas en que iba patinando hasta los conciertos de órgano de la iglesia de San Raimundo del Bronx.
Después de ganar la lotería, ella y Willy se habían mudado a este lujoso apartamento. Vivir en Central Park siempre había sido uno de los sueños de Alvirah y, además, se trataba de una buena inversión. Con todo, todavía conservaban el apartamento de alquiler de Jackson Heights.
Lo cierto era que Alvirah había hecho un buen uso de su nueva riqueza y donado generosas sumas a obras benéficas sin dejar por ello de divertirse y pasarlo bien. Además, había tenido algunas experiencias memorables. Había ido al balneario de Cypress Point, en Pebble Beach, y allí había estado a punto de ser asesinada a causa de su olfato para las noticias. La experiencia demostró haber merecido la pena cuando se convirtió en articulista del New York Globe. Y, puesto que una cosa siempre conduce a otra, ayudándose de una grabadora oculta en un broche con forma de sol que llevaba prendido a la solapa había resuelto varios crímenes y poco a poco se había ganado una reputación de auténtica detective, aunque aún era una aficionada, por supuesto.
Actualmente, de las habilidades de Willy como fontanero únicamente se beneficiaba su hermana mayor, la monja Cordelia, que cuidaba de los pobres y ancianos del Upper West Side de Manhattan. Mantenía a Willy ocupado reparando fregaderos, lavabos y calentadores en las viviendas que tenía a su cargo.
Antes de iniciar el crucero había trabajado a destajo para acabar de reparar el primer piso del almacén de muebles abandonado donde Cordelia dirigía una tienda de ropa de segunda mano, Home Base, que también era un centro que acogía por las tardes a los niños de primer a quinto grado cuyos padres trabajaban.
Sí, había decidido Alvirah, tener dinero no estaba nada mal siempre y cuando uno no olvidara cómo vivir sin él, algo que ella y Willy no tenían intención de hacer. Es maravilloso poder ayudar a otras personas, pensó, pero si nos quedáramos sin un céntimo nos bastaría con estar juntos para seguir siendo felices.
—Toda la noche —terminó Willy con un crescendo categórico—. ¿Estás lista, cariño? —preguntó mientras se levantaba del taburete.
—Lista —dijo Alvirah—. Tocas con mucho sentimiento. La mayoría de la gente se precipita con las canciones dulces.
Willy sonrió con benevolencia. Aunque lamentaba el día que comentó a Alvirah lo mucho que le habría gustado aprender a tocar el piano cuando era niño, estaba empezando a sentir auténtico placer cada vez que conseguía interpretar una canción sin cometer un solo error.
—Si toco tan despacio es porque no consigo leer las notas más deprisa —bromeó—. En fin, es hora de irnos.
El tanatorio estaba situado en la calle Noventa y seis, cerca de Riverside Drive. Mientras el taxi se dirigía hacia la parte alta de la ciudad, Alvirah meditó sobre sus amigas Bessie y Kate Durkin. Las había conocido muchos años atrás, cuando Kate trabajaba de dependienta en Macy's y Bessie era el ama de llaves interina de un juez jubilado y una esposa achacosa.
Cuando la mujer del juez murió, Bessie presentó su dimisión alegando que no podía vivir bajo el mismo techo que el juez sin la presencia de otra mujer.
Una semana después el juez Aloysius Maher le propuso matrimonio y Bessie, tras sesenta años de soltería, aceptó. Una vez casada, decidió convertir la hermosa y espaciosa casa del Upper West Side en su hogar.
Tras cuarenta años de feliz matrimonio, Willy y Alvirah habían llegado al extremo de pensar sobre los mismos temas antes siquiera de mencionarlos.
—Bessie sabía muy bien lo que hacía cuando dejó su trabajo —comentó Willy. Sus palabras se fundieron perfectamente con el pensamiento de Alvirah—. Sabía que si no pescaba al juez antes de que otras mujeres le echaran el ojo, perdería su oportunidad. Siempre trató esa casa como si fuera suya y el hecho de tener que abandonarla la habría matado.
—Es cierto, amaba esa casa —convino Alvirah—. Y seamos justos, tampoco ella era un mal partido. Como ama de llaves era magnífica y cocinaba como los ángeles. El juez siempre andaba impaciente por sentarse a la mesa. Tienes que reconocer que se desvivía por él.
Willy nunca había sido un partidario de Bessie Durkin.
—Sabía lo que hacía, pues el juez apenas duró ocho años más. Después de eso heredó la casa y una pensión, invitó a su hermana a vivir con ella y a partir de ese momento fue Kate la que se desvivió por Bessie.
—Kate es una santa, pero ahora que su hermana se ha ido la casa será suya y contará con unos buenos ingresos. No pasará apuros.
Animada por su optimista declaración, Alvirah miró por la ventanilla del coche.
—¿No te parecen adorables todos esos adornos navideños en las ventanas, Willy? —preguntó—. Es una pena que Bessie haya muerto antes de las fiestas navideñas. Le encantaban.
—Sólo estamos a 4 de diciembre. Al menos vivió para ver el día de Acción de Gracias.
—Eso es cierto. Me alegro de haberlo pasado con ella. ¿Recuerdas cómo disfrutó del pavo? Se comió hasta el último bocado.
—Y todo lo que había a la vista —añadió Willy—. Ya hemos llegado.
Cuando el taxista se hubo detenido junto al bordillo, un empleado del tanatorio abrió la portezuela del coche y con voz solemne les dijo que Bessie Durkin Maher reposaba en el salón Este. Envueltos por el olor denso y dulzón de las flores, echaron a andar por el silencioso pasillo.
—Los tanatorios me ponen la piel de gallina —comentó Willy—. Siempre huelen a claveles muertos.
En el salón había unos treinta dolientes, entre ellos Vic y Linda Baker, la pareja que alquilaba el apartamento del ático de la casa de Bessie. Se hallaban en la cabecera del féretro, junto a Kate, la hermana de Bessie, recibiendo los pésames como si fueran de la familia.
—¿Qué hacen ahí? —susurró Willy a Alvirah mientras aguardaban su turno para hablar con Kate.
Trece años más joven que su formidable hermana, Kate era una mujer nervuda de setenta y cinco años, cabello gris y ojos azules y afectuosos que ahora aparecían anegados en lágrimas.
Bessie la había tratado cual tirana toda su vida, pensó Alvirah, y la envolvió en un abrazo.
—Ha sido lo mejor, Kate —dijo—. Si Bessie hubiese sobrevivido a la apoplejía habría sido una inválida el resto de su vida, y eso no iba con ella.
—Tienes razón —convino Kate enjugándose una lágrima—. Ella no lo habría querido. Supongo que siempre la consideré no sólo como una hermana sino también como una madre. Aunque era un poco rígida, tenía buen corazón.
—La echaremos mucho de menos —dijo Alvirah.
Willy, detrás de ella, soltó un suspiro.
Mientras éste abrazaba a Kate, Alvirah se volvió hacia Vic Baker. Con su formal atuendo se parecía a uno de los personajes de la familia Addams. Baker, hombre bajo y fornido, de treinta y cinco años, rostro aniñado, cabello moreno y ojos azules y sagaces, vestía traje y corbata negros. A su lado, Linda, su esposa, vestía igualmente de negro y sostenía un pañuelo contra la mejilla.
Seguro que están intentando exprimir alguna lágrima, pensó fríamente Alvirah. Había conocido a Vic y Linda el día de Acción de Gracias. Consciente de la delicada salud de su hermana, Kate había invitado a Alvirah y Willy, a las hermanas Cordelia y Maeve Marie y a monseñor Thomas Ferris, el pastor de la iglesia de San Clemente que vivía en la rectoría situada a pocos portales de la casa de Bessie, en la 103 Oeste, a compartir la cena con ellas.
Vic y Linda se presentaron cuando se hallaban en el café, y Alvirah tuvo la sensación de que Kate no les invitó a quedarse para el postre deliberadamente. Así pues, ¿por qué actuaban ahora como si fueran de la familia?, se preguntó mientras juzgaba de falsa la tristeza de Linda. Seguro que mucha gente la encontrará atractiva, admitió mientras observaba el rostro de la mujer, pero no me gustaría ponerme a malas con ella. No me fío de esa mirada tan fría, y ese peinado erizado con todas esas mechas doradas es la reoca.
—… como a una madre —estaba diciendo Linda con voz trémula.
Willy, obviamente, había oído el comentario y no pudo reprimir el suyo.
—Le alquilasteis el apartamento hace menos de un año, ¿no es así?
Sin esperar respuesta, tomó a Alvirah del brazo y la condujo hacia un reclinatorio.
Tanto muerta como en vida Bessie Durkin tenía aspecto de controlar la situación. Perfectamente peinada, luciendo su mejor vestido y el estrecho collar de perlas falsas que el juez le había regalado el día de la boda, el rostro de Bessie reflejaba la satisfacción de alguien que había conseguido convertir en costumbre el hecho de que los demás hicieran las cosas a su manera.
Antes de marcharse, Alvirah y Willy se despidieron de Kate y le prometieron que acudirían al funeral, que se celebraría en la iglesia de San Clemente, y que irían con ella en el coche hasta el cementerio.
—La hermana Cordelia también vendrá —dijo Kate—. Willy, esta semana, mientras estabais fuera, tu hermana me ha tenido muy preocupada. Lo está pasando muy mal. Los inspectores del ayuntamiento se lo están poniendo cada vez más difícil con el tema de Home Base.
—Lo suponíamos —dijo Willy—. La llamé esta mañana, pero había salido. Esperaba verla aquí esta noche.
Kate vio que Linda Baker echaba a andar hacia ellos. Entonces bajó la voz.
—He invitado a la hermana a mi casa después del entierro —susurró—. Quiero que vosotros también vengáis. El monseñor también estará.
Se despidieron y, como Willy necesitaba un poco de aire fresco para sacudirse el olor abrumador de las flores, decidieron caminar un poco antes de llamar un taxi.
—¿Has visto cómo Linda Baker corrió hacia nosotros cuando nos vio hablando con Kate? —preguntó Alvirah mientras paseaban del brazo por la avenida Columbus.
—Desde luego. Tengo que reconocer que había algo en esa mujer que no me gustó. Y ahora estoy preocupado por Cordelia. No se deja acobardar fácilmente y ha abarcado más de lo que podía apretar al intentar cuidar de esos críos después del colegio.
—Sólo los mantiene calientes y seguros hasta que sus madres puedan recogerlos después del trabajo. ¿Quién puede ver algo malo en eso?
—El ayuntamiento. Nos guste o no, existe un reglamento sobre el cuidado de los niños. Creo que ya he tenido suficiente aire. Por ahí viene un taxi.