Cada vez que entraba en la habitación de Bessie, Kate Durkin tenía la impresión de que había algo que se le escapaba, pero no sabía decir qué. Exasperada, finalmente suplicó a san Antonio que la ayudara a averiguarlo. Mientras rezaba reconoció que generalmente le pedía ayuda con cosas tangibles, como las gafas, el monedero o su única joya, el anillo de prometida de su madre, un aro con un diminuto diamante de Tiffany.
En aquella ocasión san Antonio había tardado dos semanas en ayudarle a recordar que lo había escondido en un tubo de aspirinas vacío cuando ella y Bessie se fueron de viaje a Williamsburg en un autobús para la tercera edad.
—Verás, san Antonio —dijo mientras colocaba ropa interior pulcramente doblada en una caja que descansaba sobre la cama—, creo que Alvirah podría tener razón. Quizá sea cierto que los Baker embaucaron a Bessie para quedarse con la casa. No estoy segura de ello, pero estoy preocupada. Cada vez que entro en esta habitación y veo el escritorio de Bessie con la vieja máquina de escribir, en mi cabeza se dispara una alarma.
Kate reparó en unas medias dobladas que tenían una carrera.
Pobre Bessie, pensó. Estaba perdiendo la vista pero se negaba a hacerse unas gafas nuevas. Decía que era tirar el dinero porque probablemente no llegaría a Navidad. Y no se equivocaba, se dijo con un suspiro al tiempo que abría el siguiente cajón y cogía los camisones de lana que constituían el uniforme de cama de Bessie.
Pobrecilla, pensó, éste debió de devolverlo al cajón sin darse cuenta de que ya lo había usado. Sacudió la cabeza mientras frotaba el cuello de puntillas manchado de colorete de un camisón de flores rosas. Lo lavaré antes de empaquetarlo. Bessie lo habría querido así.
La verdad es que no me sorprende que se lo hubiese puesto para luego quitárselo, pensó. Nunca le gustaron las puntillas del cuello. Decía que le picaban. Lo que me extraña es que se lo pusiera siquiera.
Todavía tenía el camisón en la mano cuando un ruido la hizo girarse. Vic Baker se hallaba de nuevo en el umbral de la puerta, observándola.
—Estoy preparando la ropa de mi hermana para enviarla a un centro benéfico —dijo secamente Kate—. A menos que tú y tu mujer también queráis reclamar sus camisones.
Vic se marchó sin responder. Ese hombre me da miedo, pensó Kate. Hay algo tenebroso en él. Sentiré un gran alivio cuando me haya ido de aquí.
Esa noche fue hasta la lavadora y se extrañó al ver que el camisón de flores rosas no estaba con la ropa sucia que había dejado allí.
Creo que me estoy volviendo loca, pensó Kate. Juraría que lo había bajado. Probablemente lo he empaquetado. Ahora no tendré más remedio que revisar esas condenadas cajas una por una.