Sondra se había prometido que no volvería a acercarse a la iglesia de San Clemente. Si no fuera porque el abuelo está a punto de llegar para el concierto, iría a la policía ahora mismo, pensó. No puedo seguir viviendo así. Si alguien encontró a mi pequeña y después de leer la nota decidió quedársela y criarla en Nueva York, probablemente exista una partida de nacimiento falsa. Esa persona podría haber declarado que le habían enviado el bebé a casa. En el hotel donde me alojaba nadie se dio cuenta de que había dado a luz, pues en ningún momento tuve dolores de parto.
El dolor llegó después, pensó Sondra el domingo por la noche, mientras permanecía tumbada en la cama. Estaba amaneciendo cuando finalmente se durmió. Unas horas más tarde despertó con un dolor de cabeza cegador.
Se levantó y se puso el chándal para ir a correr. Una carrera me despejará, se dijo. He de conseguir concentrarme en el ensayo de hoy. He hecho demasiadas cosas mal. No quiero decepcionar al abuelo con una mala actuación.
Se había prometido que no saldría de Central Park, pero cuando llegó al extremo norte del parque sus pies giraron hacia el oeste. Poco después se hallaba delante de la iglesia de San Clemente, recordando una vez más el momento en que sostuvo a su bebé por última vez.
La temperatura había aumentado y la calle estaba más animada, así que no podía entretenerse mucho si no quería llamar la atención. La nieve que cubría el suelo el jueves había desaparecido y los sedimentos aparecían mezclados con el hollín.
Aquélla era una noche muy fría, recordó, y la nieve a los lados de la calle estaba helada. El cochecito de segunda mano tenía una mancha en un costado. Aunque fregué bien el interior, estaba tan viejo que odié tener que dejar allí a mi bebé. Alguien del hotel había tirado la bolsa de papel marrón con la que envolví a mi pequeña para protegerla mejor del frío. Recuerdo que tenía el logotipo de Sloan. Compré los biberones y la leche en la farmacia Duane Reade.
Sondra sintió un golpecito en el hombro. Sobresaltada, se volvió y vio el rostro preocupado de una mujer pelirroja y algo rolliza de unos sesenta años.
—Necesitas ayuda, Sondra —dijo Alvirah con dulzura—. Y yo voy a dártela.
*****
Regresaron al sur de Central Park en taxi. Una vez en el apartamento, Alvirah preparó una tetera e introdujo pan en la tostadora.
—Apuesto a que todavía no has comido nada —dijo.
Al borde de las lágrimas, Sondra asintió con la cabeza, presa de una mezcla de irrealidad y tremendo alivio. Ahora que se encontraba en ese apartamento desconocido con esa mujer desconocida, se sentía serena.
Sabía que iba a contar a Alvirah Meehan lo del bebé, y sintió, ya solo con su presencia, que Alvirah encontraría la forma de ayudarla.
Veinte minutos más tarde Alvirah habló con firmeza:
—Ahora escúchame bien, Sondra. Lo primero que debes hacer es dejar de flagelarte. Ocurrió hace siete años, cuando aún eras una chiquilla. No tenías madre y te sentías responsable de tu abuelo. Tuviste a la niña sola, pero lo planeaste todo a conciencia. Compraste ropa, leche y biberones y ahorraste hasta el último céntimo para que el bebé naciera en Nueva York porque sabías que algún día querrías vivir aquí. Abrigaste bien a tu pequeña y la dejaste en un cochecito frente al portal de la rectoría. Elegiste la misma iglesia que había salvado a tu abuelo cuando descubrió que la artritis le estaba robando su talento de violinista. Apenas cinco minutos después telefoneaste a la rectoría y pensaste que los curas habían encontrado al bebé.
—Así es —dijo Sondra—, pero suponga que unos niños empezaron a jugar con el cochecito. Suponga que el bebé murió congelado y que cuando finalmente alguien lo encontró, no quiso meterse en líos y… suponga…
—Supón que unas buenas personas encontraron el cochecito y la pequeña es ahora la alegría de sus vidas —le interrumpió Alvirah con una convicción que no sentía.
De haberse tratado de buenas personas, pensó, habrían avisado a la policía y luego habrían intentado adoptar al bebé. No lo habrían mantenido en secreto todos estos años.
—Es cuanto puedo pedir —dijo Sondra—. No merezco más que eso, porque no sé…
—Te mereces mucho más de lo que crees. Es hora de que empieces a valorarte —repuso Alvirah—. Ahora lo que tienes que hacer es practicar con tu violín y obsequiar a los melómanos neoyorquinos con un gran concierto. Deja la investigación en mis manos. —Luego, con espontaneidad, añadió—: Sondra, ¿tienes idea de lo hermosa que eres cuando sonríes? Debes hacerlo más a menudo, ¿me oyes?
Poco a poco, frente a otra taza de té, Alvirah consiguió hacerla hablar.
—¿Se imagina lo que supuso para mi pobre abuelo, un hombre que vivía solo, un crítico de música y profesor de violín, verse de repente con una niña de diez años que criar? —dijo Sondra—. Tenía un piso de cuatro habitaciones en Chicago muy agradable, en un buen edificio que daba al lago Michigan, pero era pequeño y no podía permitirse uno más grande.
—¿Qué hizo cuando te fuiste a vivir con él? —preguntó Alvirah.
—Cambió por completo su vida. Convirtió su estudio en un dormitorio y me dio a mí la habitación grande. Cada vez que salía contrataba a alguien para que me cuidara y me diera de comer. A mi abuelo le encantaba salir a cenar con sus amigos y, por supuesto, asistía a muchos conciertos. Por mí renunció a muchas cosas que le gustaba hacer.
—Te estás culpando de nuevo —le interrumpió Alvirah—. Apuesto a que tu abuelo se sentía muy solo antes de tu llegada y se alegró mucho de que entraras en su vida.
La sonrisa de Sondra se amplió.
—Puede, pero a cambio de mi compañía tuvo que renunciar a hacer lo que le viniera en gana y a los pequeños lujos que hasta entonces se había permitido. —Su sonrisa se desvaneció—. Supongo que al final le compensé por ello. Soy una buena violinista.
—¡Bravo! Por fin empiezas a decir algo bueno de ti.
Sondra rió.
—Sabe una cosa, usted posee el don de la comunicación.
—Eso mismo dice mi editor. Bueno, a ver si lo he entendido bien. Sentiste la obligación de triunfar, obtuviste una beca y, con dieciocho años recién cumplidos, conociste a un hombre de talento y atractivo y te enamoraste de él. Probablemente él te dijo que estaba loco por ti y, reconozcámoslo, eras una muchacha vulnerable. No tenías padre ni madre, y tampoco hermanos. Sólo tenías un abuelo que, en aquella época, estaba empezando a enfermar. ¿Es así?
—Sí.
—El resto ya lo conocemos. Saltemos al presente. Es imposible que una muchacha tan bonita y dotada como tú viva en una burbuja. ¿Tienes novio?
—No.
—Respuesta demasiado rápida, Sondra, lo que significa que lo tienes. ¿Quién es?
Hubo un largo silencio.
—Se llama Gary Willis —reconoció la joven con renuencia—. Forma parte de la junta directiva de la Sinfónica de Chicago. Tiene treinta y cuatro años, ocho más que yo, y es muy guapo, muy agradable y quiere casarse conmigo.
—Hasta aquí, bien —opinó Alvirah—. Y tú, ¿le quieres?
—Podría quererle, pero no estoy preparada para el matrimonio. Ahora mismo emocionalmente soy un trapo. Temo que si me caso jamás podré mirar a mi nuevo bebé sin recordar que dejé a su hermanita abandonada en la calle en pleno invierno, metida en una bolsa de papel. Gary está siendo muy paciente y comprensivo conmigo. Ya lo conocerá. Vendrá con mi abuelo para el concierto.
—Ya me cae bien —dijo Alvirah—. Y no lo olvides, el noventa por ciento de las mujeres de hoy en día se las arregla para tener una familia o un marido y una profesión. Lo sé por experiencia.
Sondra contempló la elegante decoración del apartamento y la espectacular vista de Central Park.
—¿A qué se dedica usted?
—Actualmente mis profesiones son ganadora de lotería, solucionadora de problemas y articulista del New York Globe. Pero hasta hace tres años era una espectacular mujer de la limpieza.
Sondra se echó a reír, no sabiendo si creerla o no, pero Alvirah no entró en detalles. Ya habrá tiempo para la historia de mi vida, pensó.
Se levantaron.
—Debo ir a ensayar —dijo Sondra—. Hoy llega un instructor con fama de poner los pelos de punta a intérpretes como yo.
—En ese caso, ve y da lo mejor de ti. Yo, entretanto, concebiré una forma de localizar a tu bebé sin que nadie sepa quién lo está buscando. Te llamaré cada día, te lo prometo.
—Mi abuelo y Gary llegarán una semana antes del concierto. Sé que mí abuelo querrá ir a la iglesia de San Clemente, y se pondrá muy triste cuando sepa que el cáliz del obispo Santori ha desaparecido. Es posible que nos tropecemos con monseñor Ferris. ¿Le importaría pedirle que no le diga al abuelo que me ha visto rondando por la iglesia?
—Cuenta con ello —respondió Alvirah.
Al cruzar la sala de estar, Sondra se detuvo frente al piano. Sobre él descansaba el Libro para principiantes maduros, abierto por la partitura de Toda la noche.
Tocó la melodía con una mano.
—Me había olvidado por completo de esta canción. Es preciosa, ¿verdad? —Sin esperar una respuesta, volvió a tocarla mientras cantaba en voz baja—. «Duerme, niño, y que la paz sea contigo toda la noche. Ángeles de la guarda Dios te enviará, toda la noche». Muy oportuno, ¿no le parece? —Su voz se apagó—. Espero que mi bebé encontrara aquella noche un ángel de la guarda. —De repente pareció a punto de llorar.
—Te llamaré —le prometió Alvirah.