Siendo muy pequeña Stellina le había preguntado a Nonna por qué ella no tenía una mamá como los demás niños. Nonna le dijo que su madre la había dejado con su padre porque después de dar a luz enfermó y tuvo que ir a California para recuperarse. Le contó que a su madre le había dado mucha pena tener que dejarla y que había prometido que si algún día mejoraba vendría a verla. Pero Nonna también le dijo que eso quizá nunca ocurriera y que, personalmente, creía que Dios se la había llevado al cielo.
Más adelante, justo el día que Stellina empezaba el jardín de infancia, Nonna le enseñó el cáliz de plata que había encontrado en el armario de su padre y le explicó que el tío de su madre, un cura, se lo había regalado a su sobrina y que ésta se lo había dejado a Stellina. Nonna le dijo que la copa había sido utilizada para celebrar misas y estaba bendita.
La copa se convirtió en un talismán para Stellina y a veces, cuando antes de dormirse pensaba en su madre y añoraba poder verla algún día, le preguntaba a Nonna si podía abrazarla.
Entonces Nonna se burlaba de ella.
—Los niños dejan el osito de pequeños, Stellina. Y tú, ahora que eres una niña grande y vas a la escuela, quieres uno.
Pero siempre sonreía y permitía que Stellina cogiera la copa. A veces en inglés, otras veces en italiano y a menudo en una mezcla de ambos idiomas, tranquilizaba a su maravillosa niña, el único regalo que su inútil sobrino le había hecho, diciendo:
—Ah, bambina, siempre cuidaré de ti.
Stellina nunca le contó que cuando abrazaba la copa podía sentir las manos de su madre sobre ella.
El domingo por la tarde, mientras observaba cómo Nonna cosía el velo azul para la función, tuvo una idea. Le pediría permiso para utilizar la copa en la función, donde representaría que se la entregaba al Niño Jesús.
—Oh, no, Stellina, podría perderse. Además, la Virgen María no tenía plata que dar a su hijo. No estaría bien.
Stellina no protestó, pero sabía que tenía que encontrar la forma de convencer a Nonna para que la dejara utilizar la copa en el establo. Sabía exactamente lo que diría cuando la tuviera allí: «Si mi madre todavía está enferma, te ruego que la cures y le pidas que venga a verme, aunque sólo sea una vez».
*****
En la comisaría 24 de Manhattan, el detective Joe Tracy se mostró muy interesado en el hecho de que Lenny Centino hubiese regresado. Se acordaba de él por una investigación en la que había participado unos años atrás. No había conseguido relacionarlo directamente con el delito en cuestión, que tenía que ver con la venta de drogas a menores, pero estaba seguro de que Lenny era uno de los implicados.
El compañero de Tracy le recordó que el historial de Lenny sólo mostraba robos de poca monta, pero Tracy estaba convencido de que eso se debía a que nunca le habían pillado con las manos en la masa.
—Hace veinticinco años estuvo encerrado una temporadita en un centro para menores —dijo Tracy—, pero en mi opinión lo único que aprendió allí fueron nuevos trucos de su oficio. Ha sido arrestado varias veces pero nunca condenado. No hemos conseguido pillarle ni una vez con las manos en la masa, pero siempre estoy convencido de que repartía drogas entre los chicos de los institutos. Todavía lo recuerdo empujando el cochecito de su bebé por todo el West Side. Más tarde me contaron que el bebé sólo era una tapadera y que Centino escondía la mercancía en el cochecito.
Tracy arrojó sobre la mesa el delgado expediente de Lenny Centino.
—Pero ahora que ha vuelto, voy a vigilarlo muy de cerca. Si le veo con esa pequeña puede que hasta le detenga. Tarde o temprano cometerá un error, y cuando lo haga pienso estar ahí.