Frente a una taza de té y una generosa porción del inigualable bizcocho de Kate Durkin, Alvirah procedió a concebir un plan de acción destinado a salvar la casa de las garras de los Baker.
—Es increíble que tenga que hablar en voz baja en mi propia casa —dijo Kate—. Esos dos son más silenciosos que un caracol. Antes de que llegaras los descubrí detrás de mí, observándome, y casi me muero del sobresalto. Por eso he cerrado la puerta. —Miró la copia del testamento de su hermana y suspiró—. Supongo que no puedo hacer nada al respecto. Parecen tenerlo todo a su favor.
—Eso ya lo veremos —repuso Alvirah al tiempo que encendía la grabadora de su broche—. Tengo muchas preguntas que hacerte, así que será mejor que empecemos. El monseñor vino a veros el viernes 27 de noviembre. Dice que no le cabía la menor duda de que Bessie iba a dejarte la casa, aunque también sabía que a tu hermana no le hacía ninguna gracia que se llenara de niños.
Kate asintió. Su dulce mirada azul —ampliada por unas gafas grandes y redondas— parecía distante.
—Ya conoces a Bessie. Quería las cosas a su manera, y me dijo que la casa no volvería a ser la misma con todos esos niños corriendo de un lado a otro. Pero recuerdo que luego se echó a reír y comentó: «En fin, por lo menos no estaré aquí para limpiarles la porquería. Eso te tocará a ti, Kate».
—Eso ocurrió el viernes 27. ¿Cómo pasó Bessie el fin de semana?
—Fatigada. El corazón empezaba a fallarle y ella lo sabía. Me pidió que le planchara el vestido estampado azul. Luego me dijo que cuando le llegara la hora le pusiera el collar de perlas. Dijo que no tenía valor pero que era la única joya que el juez le había regalado aparte del anillo de boda, y que no merecía la pena dejarle a nadie ni una cosa ni otra. Luego añadió: «¿Sabes una cosa, Kate? Aloysius era un buen hombre. Si me hubiese casado con él de joven, probablemente habría formado una familia y no habría tenido la oportunidad de cogerle tanta manía a los arañazos y las marcas de los dedos en las paredes».
—¿Eso ocurrió el sábado? —preguntó Alvirah.
—No, el domingo.
—Y se supone que el lunes firmó el nuevo testamento. ¿No la oíste en ningún momento utilizar la máquina de escribir? ¿Qué pensaste cuando los testigos llegaron para la firma?
—No los vi —respondió Kate meneando la cabeza—. Ya sabes que los lunes y los viernes por la tarde hago dos horas de trabajo voluntario en el hospital. Esa tarde quise quedarme con Bessie pero ella no me lo permitió. Cuando me fui parecía encontrarse bien. Estaba sentada en su butaca del salón viendo la tele. Dijo que se alegraba de descansar de mí durante unas horas, que se encontraba bien y que estaba harta de verme tan preocupada por ella.
—¿Dónde la encontraste cuando regresaste a casa?
—Seguía en la butaca, viendo la tele.
—Muy bien. Lo siguiente que haré será hablar con los dos testigos. —Alvirah estudió la última página del testamento—. ¿Tienes idea de quiénes son?
—Jamás he oído hablar de ellos —respondió Kate.
—Les haré una visita. La dirección aparece debajo de las firmas. James y Eileen Gordon, calle 79 Oeste.
En ese momento Vic Baker abrió la puerta del comedor.
—¿Disfrutando de una agradable taza de té? —preguntó con forzada alegría.
—Eso parecía —dijo Alvirah.
—Sólo quería decirles que vamos a salir un rato, pero que cuando volvamos nos encantará ayudarles a bajar la ropa de Bessie.
—Nosotras nos encargaremos de las pertenencias de Bessie —repuso Alvirah—. No tienen que preocuparse de nada.
Baker se puso serio.
—He oído sin querer lo que acaba de decir sobre los testigos, señora Meehan —dijo—. Si lo desea, puedo darle su número de teléfono. Descubrirá que son gente muy formal. —Hurgó en su bolsillo—. Ahora que lo pienso, aquí tengo su tarjeta.
Baker tendió la tarjeta a Alvirah y se marchó cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco. Pero la puerta se abrió de nuevo.
—Ya no cierra —explicó Kate—. Vic Baker es uno de esos manitas que no para de hablar. Logró impresionar a Bessie, y lo cierto es que es muy bueno con la brocha, pero para lo demás es un desastre. —Señaló la puerta—. ¿Te diste cuenta de que abrió la puerta sin girar el picaporte? Antes se atascaba, así que decidió limarla. Ahora ni siquiera ofrece resistencia. Lo mismo ocurre con la del salón. La ha convertido en una puerta giratoria.
Alvirah la escuchaba a medias. Estaba contemplando la tarjeta que Vic Baker le había dado.
—Es una tarjeta comercial —dijo—. ¿Qué te parece? Los Gordon tienen una agencia inmobiliaria.
*****
—Será un desastre arreglando puertas, pero no hay duda de que sabe cómo hacer un testamento —comentó Alvirah a Willy esa tarde, cuando su marido llegó a casa y la encontró sentada en la sala con el ánimo alicaído—. Jim y Eileen Gordon parecen gente honrada.
—¿Cómo se convirtieron en testigos?
—Según ellos, por pura casualidad. Al parecer Vic Baker ha estado mirando casas y apartamentos desde que se mudó a Nueva York hace un año. Los Gordon dicen que ya le han enseñado varias viviendas. El 30 de noviembre tenía una cita con ellos a las tres de la tarde para ver una casa en la Ochenta y una y mientras estaban allí Linda le telefoneó al móvil. Dijo que Bessie no se encontraba bien y quería algún testigo para la firma de su nuevo testamento. Vic preguntó a los Gordon si podían hacer de testigos y éstos aceptaron. También me contaron, y eso es lo más desconcertante, que Vic y Linda casi se desmayaron cuando Bessie les leyó el testamento antes de firmarlo.
—Si los Gordon estaban enseñando casas a los Baker, seguro que comprobaron primero su situación económica —observó Willy.
—Así es, y lo creas o no, los Baker andan bien de dinero. —Alvirah se esforzó por sonreír—. ¿Cordelia te ha mantenido ocupado?
—No me ha dejado ni respirar. Se rompió una tubería en la tienda y para arreglarla tuve que cerrar el agua de todo el edificio. Por suerte es sábado y no había críos.
—Bueno, dentro de poco ya no será un problema —dijo Alvirah con un suspiro—. Y a menos que a mi sesera se le ocurra algo, esos críos no tendrán a donde ir.
Apagó la grabadora, rebobinó la última parte de la cinta y pulsó PLAY. La suave voz de Eileen Gordon sonaba muy clara.
«Lo último que dijo la señora Maher fue que podía morir en paz ahora que sabía que su casa permanecería pulquérrima».
—Juraría que la maldita palabra «pulquérrima» es la clave —dijo Alvirah mientras el desánimo se borraba de su cara—. ¿Qué expresión utiliza siempre el monseñor cuando sospecha de algo?
—«Algo huele a podrido en Dinamarca» —respondió Willy—. ¿Te referías a eso?
—Sí, pero en este caso donde huele a podrido es en el Upper West Side. Y pienso seguir dejándome caer por la agencia de los Gordon hasta que descubra qué es. Creo que son buena gente, pero el hecho de que hicieran de testigos resulta sospechoso. A lo mejor son unos actorazos y simplemente estoy mordiendo el anzuelo.
—Hablando de morder —dijo Willy—, ¿por qué no cenamos ya? Estoy hambriento.
Estaban a punto de salir cuando monseñor Ferris telefoneó.
—He visto a Kate en misa y me ha contado que hiciste una visita a los testigos. ¿Qué tal fue?
Alvirah le hizo un rápido resumen y le aseguró que no tenía intención de rendirse. Antes de despedirse, añadió:
—¿Ha vuelto a aparecer la joven que vimos ayer frente a la iglesia?
—Hoy ha venido dos veces. Esta mañana estuvo en misa y se marchó durante el sermón. Parecía muy acongojada. Luego la vi a las cinco, pero tampoco pude hablar con ella. Dijiste que te sonaba su cara. ¿Tienes idea de quién es o dónde la has visto antes? Me gustaría ayudarla.
—He estado dándole vueltas, pero no caigo —se lamentó Alvirah—. No obstante, déme un poco más de tiempo. Estoy segura de que he visto su foto en algún lugar, sólo que no recuerdo dónde.
Dos horas más tarde, cuando ella y Willy pasaban por delante del Carnegie Hall de regreso a casa, Alvirah se detuvo en medió de una frase.
—Willy, mira, es la chica.
Un cartel protegido por un cristal anunciaba el concierto de Navidad. En él aparecían las fotografías de los artistas invitados: Plácido Domingo, Kathleen Battle, Yo-Yo Ma, Emanuel Ax y Sondra Lewis.
Alvirah y Willy se acercaron para leer el texto que aparecía debajo de la fotografía de la joven. También aquí tenía expresión seria y mirada triste.
—¿Cómo es posible que una muchacha que está a punto de debutar en el Carnegie Hall parezca tan desdichada? —preguntó desconcertado Willy.
—Está claro que es por algo relacionado con la iglesia de San Clemente —respondió Alvirah—. Y tengo intención de averiguar qué es.