Lenny regresó a casa al filo de la medianoche, entró de puntillas en su cuarto —el cual Lilly había despejado esa tarde— y se acostó.
A las nueve del día siguiente, cuando despertó, se sorprendió de oír voces en la otra habitación. Entonces recordó que era sábado y Estrella no tenía colegio.
También significaba que tía Lilly, si no había ido a misa, seguía en la cama. No había vuelto a ser la misma desde la caída del último verano. Ella quiso convencerle de que estaba bien, pero Lenny la oyó comentar a una vecina que el médico pensaba que había sufrido una leve apoplejía. Fuera lo que fuera, había notado un gran cambio en la anciana desde la última vez que la vio, en septiembre.
Lenny le había contado que había estado en Florida trabajando en una empresa de reparto. Ella había contestado que le alegraba saber que tenía un trabajo fijo, y que no tenía que preocuparse de Stellina. Lo sé, pensó Lenny. Tía Lilly sería feliz si yo desapareciera para siempre de sus vidas.
En fin, parte de lo que le había contado era verdad, pensó mientras encendía un cigarrillo. Hacía repartos. Repartía paquetitos que hacían feliz a la gente. Pero la cosa se estaba poniendo peligrosa allá abajo, así que había decidido regresar a Nueva York para hacer algunos trabajillos de poca monta y conocer mejor a Estrella. Sólo soy un padre soltero que se preocupa por su hija y vive en un edificio respetable con su vieja tía, pensó. Y eso está bien, porque de ese modo cuando Lilly cierre los ojos para siempre Estrella y yo llegaremos por fin a conocernos de verdad. Quién sabe, quizá hasta pueda hacer que trabaje para mí.
Reflexionó sobre la situación mientras apuraba el cigarrillo hasta el filtro. Luego lo aplastó en un platillo que contenía hilos y alfileres y decidió encender otro a fin de calmar los nervios antes de enfrentarse a su tía.
Cuando Estrella era todavía un bebé y él le daba paseos en el cochecito, Lilly ya sospechaba de él. Lenny sonrió al recordar todos los repartos que había realizado mientras la gente sonreía y arrullaba a su preciosa hijita. Pero cuando llegaba a casa, Lilly siempre le acribillaba a preguntas: «¿Por dónde habéis paseado? ¿Adónde la has llevado? La mantilla huele a tabaco. Te mataré si la metes en un bar». No paraba de atosigarle.
Sabía, no obstante, que debía ir con cuidado y no hacer que Lilly se inquietara demasiado por la pequeña. Lo único que le faltaba era que a su tía se le metiera alguna idea absurda en la cabeza, como intentar dar con la madre de Estrella, la supuesta novia que se marchó a California.
A través de sus contactos se las había arreglado para conseguir una partida de nacimiento falsa para Estrella. La nota prendida a la mantilla decía que era de ascendencia irlandesa e italiana, lo cual encajaba a la perfección, pues él era italiano. A la madre la inscribió con el nombre irlandés de Rose O'Grady pensando en la canción sobre ese personaje que tanto le había gustado de joven. Un muchacho irlandés de su clase solía cantarla.
Lilly se volvería loca intentando buscar a una Rose O'Grady en California, pensó Lenny. Era un nombre muy común y un estado muy extenso, pero cualquier tipo de indagación constituía un problema potencial y no iba a permitir que eso ocurriera. Tendría que empezar a representar mejor el papel de padre si quería calmar a su tía.
Después de bostezar, desperezarse y mesarse el cabello, se puso unos tejanos, unas zapatillas deportivas, una camiseta y fue hasta el dormitorio de su tía.
La puerta estaba abierta y Lilly se hallaba recostada en la cama. La habitación estaba muy ordenada pero resultaba agobiante con el estrecho camastro de Estrella embutido entre la pared y el lecho de Nonna.
Estrella estaba de espaldas a él, recitando para Lilly su papel en la función de Navidad. La anciana no reparó en su sobrino, de modo que permaneció tranquila mientras Estrella, sentada en la cama con las piernas cruzadas, la espalda recta y sus rubios rizos escapando del pasador, decía:
—Oh, José, qué importa que no nos quieran en la posada. El establo nos dará cobijo y el niño no tardará en nacer.
—Bella, bella, Madonna —dijo Lilly—. La Madre Santísima se alegrará muchísimo de que la representes. —Suspiró y tomó las manos de Stellina—. Hoy empezaré a coserte una túnica blanca y un velo azul para la función, cara Stellina.
Lilly tiene aspecto de necesitar un hospital, pensó Lenny, ligeramente alarmado. La anciana tenía la piel cetrina y la frente perlada de sudor. Lenny estaba a punto de preguntarle cómo se encontraba cuando dirigió la mirada hacia la cómoda y frunció el entrecejo. En ella descansaban toda clase de reliquias y estatuas religiosas de la Sagrada Familia y san Francisco de Asís. Estaba acostumbrado a verlas —su tía siempre había sido muy religiosa—, pero todavía lamentaba que unos años atrás encontrara la copa de plata, a la cual Lenny le había arrancado el diamante.
En aquella época se habló mucho del asunto en los periódicos, pues al padecer la copa robada era un cáliz que había pertenecido a un famoso obispo. Lenny sabía que no habría sido una buena idea intentar empeñarla entonces. Suponía un riesgo excesivo para los pocos pavos que iban a darle por ella. Así pues, la había guardado en el fondo del armario con intención de deshacerse de ella más adelante, quizá en otra ciudad. Poco después a Lilly le dio por realizar una de sus limpiezas arrasadoras, la encontró y dijo que parecía un cáliz, así que Lenny tuvo que inventarse el estúpido cuento de que había pertenecido a Rose, la madre de Estrella. Dijo que su tío, que era cura, se la dejó al morir. Así que Lilly, naturalmente, le sacó brillo y la colocó junto con sus otras reliquias.
En fin, por lo menos la puso contenta, pensó Lenny, y como aún no podía empeñarla al menos la tenía en lugar seguro. Ahora, no obstante, ya nadie la buscaba y se preguntó cuánto podría obtener por ella. Afortunadamente Lilly no había encontrado la nota que estaba prendida a la mantilla de Estrella. Lenny la conservaba por si algún día alguien le hacía preguntas sobre la procedencia de la pequeña y tenía que demostrar que no la había raptado.
Había insertado la nota en la hendidura formada entre la pared y el estante superior de su armario. Lilly jamás llegaría hasta ese lugar ni siquiera con el plumero.
Encogiéndose de hombros, regresó a la cocina y buscó en la nevera y los armarios ingredientes para preparar el desayuno. Esta cocina da pena, pensó. Es evidente que Lilly no ha ido de compras últimamente. Hizo una lista, agarró su chaqueta y regresó a la habitación de su tía.
Esta vez entró con un alegre «Buenos días. ¿Cómo están mis chicas?». Solícito, se interesó por el estado de Lilly, dijo a Estrella que no se olvidara de hacer los deberes y anunció que iba a comprar comida.
Tras leer en voz alta la lista que había confeccionado, Lilly le miró con suspicacia. Luego, no obstante, cedió y añadió un par de cosas.
En la calle el frío era intenso y Lenny lamentó no haber cogido su gorra. Primero iré a la cafetería y tomaré un desayuno como Dios manda, se dijo. Luego telefonearé a mis contactos de la ciudad para comunicarles que estoy nuevamente disponible para hacer repartos. Seguro que se alegrarán de oírme.
Y una vez tía Lilly desaparezca del mapa, podré hacer que la pequeña Estrella me ayude en mis operaciones, pensó. Será una socia estupenda. ¿Quién podría sospechar?
Sí, sí, trabajando codo con codo, Estrella y papá tendrán un gran negocio de distribución.