Faltaban veintidós días para Navidad, pero este año Lenny quería comprar sus regalos con antelación. Seguro de que nadie conocía su presencia y tan inmóvil y silencioso que apenas se oía respirar, observó desde el confesionario cómo monseñor Ferris recorría la iglesia cerrando con llave las puertas para la noche. Con una sonrisa despectiva en los labios, aguardó impaciente a que las luces del sagrario se apagaran. Al ver que el monseñor echaba a andar por el pasillo lateral encogió el cuerpo, pues eso significaba que iba a pasar por delante del confesionario. Una de las tablas del cubículo crujió y Lenny blasfemó en silencio. Por un resquicio de la cortina vio que el clérigo se detenía y aguzaba el oído.
Luego, creyendo que no era nada, monseñor Ferris siguió hasta el fondo de la iglesia. Instantes después la luz del vestíbulo se apagó y se oyó una puerta al cerrarse. Lenny se permitió un suspiro audible. Estaba completamente solo en la iglesia de San Clemente, en la calle 103 Oeste de Manhattan.
Sondra se hallaba bajo el portal de una casa situada justo enfrente de la iglesia, al otro lado de la calle. El edificio estaba en reformas y el andamio, levantado a ras de suelo, la ocultaba de la vista de los transeúntes. Quería asegurarse de que el monseñor salía de la iglesia y entraba en la rectoría antes de dejar al bebé. Durante los dos últimos días había asistido a los oficios de San Clemente para conocer las costumbres del clérigo. También sabía que cada día a las siete, en época de Adviento, dirigía el rosario.
Debilitada por la tensión y el esfuerzo del parto ocurrido unas horas antes, con los pechos hinchados por el líquido que precedía a la leche, se apoyó en el marco de la puerta. Un débil gemido procedente del interior de su abrigo parcialmente abotonado hizo que sus brazos, llevados por el instinto materno, hicieran el gesto de mecer.
En la hoja de papel que planeaba dejar con el bebé había escrito cuanto podía revelar sin delatarse: «Por favor, entregue a mi pequeña a una familia buena y cariñosa. El padre es de ascendencia italiana y mis abuelos nacieron en Irlanda. Nuestras familias no padecen, que yo sepa, enfermedades hereditarias, de modo que gozará de buena salud. La quiero, pero no puedo cuidar de ella. Si algún día preguntara por mí, enséñele esta nota. Dígale que las horas más felices de mi vida fueron las que pasé con ella en mis brazos después de alumbrarla. En esos momentos sólo estábamos ella y yo en el mundo, nadie más».
Sintiendo un nudo en la garganta, Sondra vio la figura alta y algo encorvada del monseñor salir de la iglesia y dirigirse a la rectoría, situada justo al lado. Era el momento.
Había comprado dos camisitas, unos patucos, un camisón largo, un abrigo con capucha, algunos biberones y pañales desechables. Había arropado a la pequeña al estilo indio, con una bata de lana gruesa y dos mantas, pero la noche era tan fría que en el último momento había traído consigo una bolsa de papel marrón. Había leído en algún lugar que el papel era un buen aislante contra el frío. De todos modos, el bebé no iba a pasar mucho tiempo a la intemperie, sólo hasta que Sondra encontrara un teléfono y llamara a la rectoría.
Lentamente, se desabrochó el abrigo y cambió de postura al bebé teniendo especial cuidado con la cabeza. Las farolas de la calle le permitían ver la cara de la pequeña con claridad.
—Te quiero —susurró con vehemencia—. Siempre te querré.
La niña levantó la vista. Tenía los ojos totalmente abiertos por primera vez. Unos ojos marrones, unos mechones claros y rizados sobre una frente diminuta, labios pequeños y encogidos buscando el pecho de la madre.
Sondra estrechó la cabecita y sus labios rozaron la suave mejilla de la criatura al tiempo que le acariciaba el cuerpecito. Luego, con gesto decidido, introdujo la diminuta figura en la bolsa marrón y cogió el cochecito de segunda mano que, cerrado, descansaba a su lado.
Los coches aparcados la protegían de las miradas curiosas al cruzar la calle en dirección a la rectoría. Subió los tres escalones de la estrecha entrada y abrió el cochecito. Tras colocar el freno, depositó a su hijita debajo de la capota y dejó la bolsa con la ropa y los biberones a sus pies. Se arrodilló y la contempló por última vez.
—Adiós —susurró, y echó a andar a toda prisa hacia la avenida Columbus.
Telefonearía a la rectoría desde una cabina situada a dos manzanas de allí.
*****
Lenny se enorgullecía de ser capaz de entrar y salir de una iglesia en menos de tres minutos. Podría haber alarmas silenciosas, pensó al abrir su mochila y sacar la linterna. Tras dirigir el haz de luz al suelo, inició el recorrido de costumbre. Primero se encaminó hacia el cepillo de los pobres. Sabía que últimamente la cuantía de las limosnas había disminuido, pero este cepillo contenía una recaudación más sustanciosa de lo normal, entre treinta y cuarenta dólares.
Los cepillos de las ofrendas, situados debajo de las velas votivas, fueron los más satisfactorios de las últimas diez iglesias que había saqueado. Había siete, cada uno instalado frente a la estatua de un santo. Con mano rápida, forzó los cerrojos y recogió el dinero.
Durante el último mes había acudido a misa en dos ocasiones para estudiar la distribución de la iglesia y había observado que el cura consagraba el pan y el vino en copas muy sencillas, de modo que no se molestó en forzar el tabernáculo. Además, se alegraba de no hacerlo. En su opinión, los dos años vividos en la escuela parroquial le habían afectado profundamente, pues ahora le creaba remordimiento hacer ciertas cosas, lo cual era un fastidio a la hora de saquear iglesias.
En cambio, no tenía reparos en hacerse con el trofeo que le había llevado hasta aquí: el cáliz de plata con el diamante en forma de estrella en la base. Había pertenecido al sacerdote Joseph Santori, el fundador, un siglo atrás, de la parroquia de San Clemente, y era el único tesoro que poseía esta iglesia histórica.
Sobre una vitrina de caoba, en un nicho situado a la derecha del sagrario, colgaba un retrato de Santori. La vitrina, muy ornada, poseía una reja destinada a proteger el cáliz. En una de las ocasiones en que había asistido a misa, Lenny se había acercado para leer la placa expuesta debajo de la vitrina:
«El padre, y posteriormente obispo, Santori recibió con motivo de su ordenación en Roma esta copa de manos de María Tomicelli. Había pertenecido a la familia de la condesa desde los primeros tiempos de la cristiandad. A los cuarenta y cinco años Joseph Santori fue consagrado obispo y recibió el obispado de Rochester. A los setenta y cinco, ya retirado, regresó a San Clemente, donde pasó el resto de su vida trabajando entre los pobres y los ancianos. Su fama de santo estaba tan extendida que, después de su muerte, se redactó un escrito dirigido a la Santa Sede que proponía su beatificación, causa que hoy día sigue en trámite».
Por el diamante me darán un buen dinero, pensó Lenny al tiempo que blandía el machado. Dos golpes contundentes rompieron las bisagras de la vitrina. Abrió las puertecillas y agarró el cáliz. Temeroso de que hubiese saltado una alarma silenciosa, salió rápidamente de la iglesia por una puerta lateral.
Al girar hacia el oeste en dirección a la avenida Columbus el aire frío le secó el sudor de la cara y la espalda. Sabía que en la avenida podría perderse entre la muchedumbre de compradores. No obstante, al pasar por delante de la rectoría el silencio se vio roto por el aullido de una sirena de policía.
Delante de Lenny caminaban dos parejas, pero no se atrevió a echar a correr para mezclarse con ellas porque eso le habría delatado. Fue entonces cuando reparó en el cochecito que descansaba en los escalones de la rectoría. Instantes después lo estaba empujando por la calle. Sólo parecía contener un par de bolsas de papel. Metió la mochila en la rejilla inferior y apretó el paso para dar alcance a las parejas. Una vez las tuvo cerca, se puso a caminar sosegadamente.
El coche de policía pasó por delante del grupo y se detuvo ante la iglesia. En cuanto hubo doblado por la avenida Columbus, Lenny apretó de nuevo el paso pues sabía que allí no llamaría la atención. Hacía tanto frío que todos los peatones caminaban deprisa, deseosos de llegar a sus destinos. Nadie tenía por qué reparar en aquel hombre de poco más de treinta años, estatura media y rostro anguloso, que vestía una gorra y una chaqueta oscura y empujaba un cochecito viejo y raído.
*****
El teléfono desde donde Sondra pensaba llamar estaba ocupado por un hombre con uniforme de vigilante. Presa de la impaciencia y abatida por haber abandonado a su pequeña, pensó en decirle que se trataba de una emergencia. Pero se abstuvo, temerosa de que si la historia del bebé aparecía en los periódicos, el hombre pudiese acordarse de ella y hablar con la policía. Acongojada, buscó en sus bolsillos las monedas que necesitaba y el trozo de papel donde había anotado el número de la rectoría, innecesario porque se lo sabía de memoria.
Estaban a 3 de diciembre y las luces y adornos de Navidad cubrían ya las ventanas de las tiendas y restaurantes de la avenida Columbus. Una pareja que paseaba de la mano adelantó a Sondra. La muchacha aparentaba unos dieciocho años. Mi edad, pensó Sondra, aunque ella se sentía mucho más vieja y completamente ajena a la aureola de alegría y despreocupación que irradiaba aquella pareja.
El frío era cada vez más intenso. ¿Estará el bebé suficientemente abrigado?, se preguntó. Cerró los ojos por un instante. Por favor, Dios mío, haz que ese hombre cuelgue de una vez, suplicó. Tengo que llamar ya.
Segundos después el vigilante colgó. Sondra esperó a que se alejara. Luego entró en la cabina, introdujo las monedas y marcó el número.
—Rectoría de San Clemente —dijo la voz de un hombre mayor. Probablemente era el viejo cura que había visto en misa.
—¿Podría hablar con monseñor Ferris, por favor?
—Soy el padre Dailey. Quizá yo pueda ayudarle. El monseñor está ocupado con la policía. Tenemos una emergencia.
Lentamente, Sondra cortó la comunicación. Habían hallado el cochecito. Ahora su pequeña estaba en lugar seguro y monseñor Ferris se encargaría de encontrarle un buen hogar.
Una hora después Sondra se hallaba en un autobús con destino a Birmingham, Alabama, donde era estudiante de violín en la universidad, una estudiante cuyo sorprendente talento le tenía asegurada la fama como concertista.
*****
Lenny no oyó el débil lloriqueo del bebé hasta que llegó al apartamento de su vieja tía.
Atónito, clavó la vista en el cochecito y vio que la bolsa de papel se movía. Se apresuró a desgarrarla y se quedó boquiabierto. Sin dar crédito a sus ojos, arrancó la nota prendida a la manta, la leyó y soltó un exabrupto.
Desde el dormitorio situado al final del angosto pasillo se oyó la voz de su tía.
—¿Eres tú, Lenny? —preguntó la mujer sin el menor atisbo de bienvenida y con un fuerte acento italiano.
—Sí, tía Lilly.
¿Qué iba a decirle? No tenía dónde esconder al bebé. Necesitaba inventarse una historia.
Lilly Maldonado entró en la sala de estar. A sus setenta y cuatro años aparentaba diez menos tanto de aspecto como de movimientos. El cabello, recogido en un moño tirante, todavía aparecía generosamente salpicado de mechones negros. Tenía unos grandes ojos castaños, y desplazaba su cuerpo corto y ancho con paso rápido y seguro.
Había emigrado a Estados Unidos poco después de la Segunda Guerra Mundial junto con su hermana, la madre de Lenny. Costurera habilidosa, se había casado con un sastre de su pueblo natal de la Toscana y juntos habían trabajado en un pequeño taller propio situado en el Upper West Side hasta la muerte de él, acaecida cinco años atrás. Ahora Lilly trabajaba en su apartamento o iba a las casas de sus clientes más fieles, a quienes hacía trajes y arreglos por un precio irrisorio.
Aunque sus clientes bromeaban de lo poco que les cobraba, estaban obligados a escuchar las interminables historias de Lilly sobre su terrible sobrino Lenny.
Arrodillada, con una pila de alfileres al lado, marcando el dobladillo con tiza y la mirada muy atenta, Lilly suspiraba y acto seguido se embarcaba en su letanía de quejas: «Mi sobrino me tiene harta. Ha dado problemas desde el día que nació. Ya en el colegio le arrestaron dos veces y lo mandaron a una prisión para chicos. Pero eso no lo enmendó, no. Los trabajos no le duran ni dos días. ¿Y por qué? Porque mi hermana, que en paz descanse, era demasiado blanda con él. Yo lo quiero, después de todo lleva mi misma sangre, pero me saca de quicio. Y siempre aparece cuando menos lo espero. ¿De qué vive ahora, si puede saberse?».
No obstante, después de haber rezado fervientemente a su amado san Francisco de Asís, Lilly Maldonado había tomado una decisión: lo había intentado y no había conseguido nada; Lenny no iba a cambiar, así que ella se desentendía.
La luz del vestíbulo era tenue y la mujer estaba tan decidida a soltar su discurso que no reparó en el cochecito que se ocultaba detrás de su sobrino.
Con los brazos cruzados y voz firme, dijo:
—Lenny, me preguntaste si podías quedarte unos días y ya han pasado tres semanas. No te quiero más aquí. Recoge tus cosas y márchate.
La voz estridente de Lilly sobresaltó al bebé y el débil lloriqueo derivó en un fuerte llanto.
—¿Qué es eso? —exclamó Lilly, y reparó en el cochecito. Apartó bruscamente a su sobrino y miró—. ¿Qué has hecho esta vez? —preguntó estupefacta—. ¿De dónde has sacado este bebé?
Lenny reaccionó con rapidez. No quería irse del apartamento. Era un lugar idóneo para vivir y la compañía de su tía le daba un aire de respetabilidad. Había leído la nota escrita por la madre de la criatura y enseguida concibió un plan.
—Es mía, tía Lilly. La madre es una muchacha por la que estuve loco, pero ella quiere ir a vivir a California y se ha empeñado en dar a nuestra hija en adopción. Pero yo quiero quedármela.
El llanto se había convertido en un berrido mientras unos puños diminutos golpeaban el aire.
Lilly lo contempló.
—Tiene hambre —dijo—. Por lo menos tu novia tuvo el detalle de comprar leche. —Agarró uno de los biberones y se lo entregó a Lenny—. Caliéntalo.
El semblante de la mujer cambió por completo cuando, tras retirar las mantas, levantó a la criatura y la acunó en sus brazos cálidos y reconfortantes.
—Qué bonita. ¿Cómo es posible que tu madre no te quiera? —Miró a Lenny—. ¿Cómo se llama?
Lenny pensó en el diamante del cáliz en forma de estrella.
—Estrella.
—Estrella —repitió Lilly Maldonado—. En Italia te llamaríamos Stellina, «estrellita».
Lenny observó el vínculo formado entre la pequeña y la anciana. Nadie se molestaría en buscar al bebé, pensó. No se trataba de ningún rapto y, en cualquier caso, si surgían problemas tenía la nota para demostrar que la criatura había sido abandonada. Sabía que en italiano abuela era nonna. Mientras calentaba el biberón en la cocina, se dijo con satisfacción: «Estrella, mi chiquilla, a partir de ahora yo tendré un hogar y tú una nonna».