D’Artagnan no ignoraba que la ocasión sólo tiene un cabello, y no era hombre capaz de dejarla pasar sin tirarla de él. Organizó un sistema de viaje pronto y seguro, enviando por delante caballos de relevo a Chantilly, de modo que en cinco o seis horas pudiese ponerse en París. Pero antes de echar a andar, reflexionó que en una persona de talento y de experiencia, sería un disparate ir a buscar una cosa incierta dejando otra cosa tan cierta a sus espaldas.
—Efectivamente —dijo para sí en el momento de montar a caballo para evacuar su peligrosa comisión—. Athos es por su generosidad un héroe de novela; Porthos, un material excelente, pero predispuesto siempre a sufrir cualquier influencia; Aramis tiene un rostro jeroglífico, es decir, siempre ilegible. ¿Qué producirán estos tres elementos cuando no esté yo presente para amalgamarlos?… Tal vez la libertad del cardenal. Ahora bien, la libertad del cardenal es la ruina de todas nuestras esperanzas, y nuestras esperanzas son hasta ahora la única recompensa de veinte años de trabajos, en cuya comparación fueron los de Hércules hazañas de pigmeos.
Marchó en busca de Aramis y le dijo:
—Querido Herblay, vos que sois la Fronda por esencia y por potencia, desconfiad de Athos, que no quiere mirar por los negocios de nadie, ni aún por los suyos propios. Desconfiad particularmente de Porthos, que por dar gusto al conde, a quien considera como una divinidad en la tierra, sería capaz de auxiliar la evasión de Mazarino, si tiene Mazarino el talento de representar una escena de los tiempos caballerescos.
Aramis le contestó con una sonrisa tan astuta como resuelta:
—Nada temáis: tengo condiciones que exigir. No laboro para mí, sino para otros, y es necesario que mi corta ambición produzca sus resultados en favor de las personas que a ello tienen derecho.
—Corriente —pensó D’Artagnan—; por este lado estoy tranquilo.
Dio un apretón de manos a Aramis, y marchó en busca de Porthos.
—Amigo —le dijo—, tanto habéis trabajado conmigo en el edificio de nuestra fortuna, que, estando a punto de recoger el fruto de nuestros trabajos, sería una ridiculez dejaros dominar por Aramis, cuya astucia no ignoráis; astucia que, sea dicho entre nosotros, no siempre carece de egoísmos; o por Athos, hombre generoso y desinteresado, pero también hombre hastiado de todo, y que, como nada desea para sí, no comprende que los demás tengamos deseos. ¿Qué diríais si alguien de nuestros amigos os propusiese soltar a Mazarino?
—Diría que nos había costado mucho trabajo el cogerle para soltarle de ese modo.
—Bravo, Porthos, y tendríais razón, pues con él soltaríais la baronía que ya tenéis cogida, sin contar con que apenas se viese Mazarino fuera, os mandaría ahorcar.
—¡Cómo! ¿De veras?
—Cierto.
—Entonces le mato antes que permitir que se escape.
—Y haréis bien. No es cosa, como conocéis, cuando creemos laborar por cuenta nuestra, de hacerlo por los frondistas, los cuales por otra parte no comprenden las cuestiones políticas como nosotros, que somos unos veteranos.
—No tengáis miedo, amigo —contestó Porthos—. Ahora os miro por el balcón montar a caballo, y os sigo con la vista hasta que desaparezcáis. En seguida vuelvo a instalarme junto a la puerta del cardenal cerca de una puerta vidriera que da a la alcoba. Desde allí lo veo todo, y al menor movimiento sospechoso lo aplasto.
—Muy bien —dijo entre sí D’Artagnan—; me parece que por esta parte estará bien guardado el cardenal.
Y dando otro apretón de manos al señor de Pierrefonds, marchó hacia donde permanecía Athos.
—Querido Athos —le dijo—, me voy. Una sola cosa tengo que deciros. Ya conocéis a Ana de Austria. La prisión de Mazarino es la única garantía de mi vida. Si le dejáis escapar soy perdido.
—Sólo esa grave consideración, querido D’Artagnan, podría determinarme a hacer el oficio de carcelero. Os prometo, bajo mi palabra, que encontraréis al cardenal donde le dejáis.
—Eso me tranquiliza más que todas las firmas regias —dijo D’Artagnan—. Habiéndome Athos dado su palabra, puedo marcharme.
Y marchóse efectivamente sin más escolta que su espada y provisto sólo de un pase de Mazarino para ver a la reina. Seis horas después de su salida de Pierrefonds, se hallaba en San Germán.
Todavía se ignoraba la desaparición de Mazarino; sólo Ana de Austria la sabía y disimulaba su inquietud a los más allegados. En la habitación que ocupaban D’Artagnan y Porthos, habían sido hallados los dos suizos con sus mordazas y sus ligaduras. Inmediatamente se les devolvió el uso de los miembros y de la palabra, pero sólo podían decir lo que sabían: la forma en que fueron pescados, maniatados y despojados de sus vestidos. Ignoraban, lo mismo que los demás habitantes del castillo, lo que hubieran hecho Porthos y D’Artagnan luego que salieron por donde antes habían entrado ellos.
Sólo Bernouin sabía algo más. Viendo que no volvía su amo y oyendo dar las doce de la noche, se arriesgó a entrar en el invernadero. Concibió algunas sospechas al ver atrancada la primera puerta; mas sin dar parte de ellas a nadie, se abrió camino con la mayor paciencia por entre los revueltos muebles. Llegó después al corredor, cuyas puertas halló abiertas de par en par, así como la de la habitación de Athos y la del parque. Llegado a éste, le fue fácil seguir las huellas marcadas en la nieve y vio que concluían en la tapia; advirtió que se repetían a la parte opuesta, que más adelante se mezclaban con las de algunos caballos, y que se terminaban en las de toda una tropa de caballería que se había alejado en dirección a Enghien. Ya no tuvo duda de que el cardenal hubiese sido robado por los tres prisioneros, puesto que éstos habían desaparecido con él, y corrió a San Germán para participar esta desaparición a la reina.
Ana de Austria encargóle silencio, y Bernouin le guardó escrupulosamente; llamó después al príncipe de Condé, se lo refirió todo, y el príncipe se puso inmediatamente en campaña con quinientos o seiscientos caballos, rogando que registrasen todas las cercanías, y condujeran a San Germán a toda tropa sospechosa que se alejase de Rueil en cualquier dirección que fuera.
Como D’Artagnan no formaba tropa, pues iba solo, como no se alejaba de Rueil, porque iba a San Germán, nadie reparó en él y su viaje se verificó con toda libertad.
La primera persona con quien se encaró el embajador al entrar en el patio del antiguo castillo, fue maese Bernouin, que esperaba en la puerta noticias de su amo.
Al ver a D’Artagnan penetrar a caballo en el patio de honor, se restregó Bernouin los ojos creyendo que se equivocaba. Pero D’Artagnan movió amistosamente la cabeza, se apeó, y entregando las riendas de su caballo a un lacayo que pasaba, se aproximó al ayuda de cámara con la sonrisa en los labios.
—¡Señor D’Artagnan! —exclamó éste con el acento de un hombre que, presa de una pesadilla, hablara durmiendo—. ¡Señor D’Artagnan!
—El mismo, Bernouin.
—¿Y qué venís a hacer aquí?
—Vengo a traer noticias recientes del señor de Mazarino.
—¿Qué ha sido de él?
—Está tan bueno como vos y como yo.
—¿Y no le ha pasado ningún lance desagradable?
—Nada de eso. Tenía deseos de hacer un viajecillo por la isla de Francia y nos rogó, al conde de la Fère, al señor Du-Vallon y a mí que le acompañásemos. ¿Cómo negarnos a tal demanda, siendo tan leales suyos? Anoche nos fuimos y aquí estoy.
—Ya lo veo.
—Su Eminencia tenía que manifestar una cosa a S. M., una cosa secreta y particular, una misión que sólo podía confiarse a un hombre seguro, y por eso me envía a San Germán. Conque, amigo Bernouin, si deseáis dar gusto a vuestro amo, decid a Su Majestad que estoy aquí y manifestadle el motivo que me trae.
Ya hablase seriamente, ora fuese su discurso una continua burla, siendo cierto que en aquellas circunstancias D’Artagnan era el único que podía terminar la inquietud de Ana de Austria, no tuvo Bernouin dificultad en ir a participarle esta singular embajada, y la reina le dio afectuosamente orden de que introdujera al instante a M. D’Artagnan.
Acercóse el mosquetero a la soberana con todas las manifestaciones del más profundo respeto. A tres pasos de distancia hincó una rodilla en tierra y le presentó la carta.
Ya hemos indicado su contenido; era una carta mitad de introducción, mitad de crédito. La reina leyóla; conoció perfectamente la letra del cardenal, aunque algo temblona, y como nada le refería de lo ocurrido, pidió pormenores.
D’Artagnan lo refirió con la ingenuidad y sencillez de que sabía revestirse cuando le era necesario.
Conforme iba hablando, mirábale la reina con un progresivo asombro; no comprendía cómo podía un hombre atreverse a concebir tal empresa, y mucho menos cómo tenía la audacia de contársela a una persona que estaba interesada y casi obligada a castigarle.
—¡Cómo, caballero! —exclamó la reina sonrojada de indignación—. ¡Y osáis confesarme vuestro crimen!, ¡a referirme vuestra traición!
—Perdonadme, señora, pero creo o que me he explicado mal, o que V. M. no me ha comprendido bien: en esto no hay traición ni crimen. El señor Mazarino nos tenía presos a Du-Vallon y a mí, porque no creímos que nos hubiera enviado a Inglaterra para ver tranquilamente decapitar al rey Carlos I, al cuñado de vuestro difunto esposo, al esposo de la señora Enriqueta, hermana y huésped vuestra, y porque hicimos lo posible a fin de salvar la vida al regio mártir. Estábamos, pues, convencidos mi amigo y yo de que éramos víctimas de algún error, y de que era necesaria una franca explicación entre nosotros y Su Eminencia. Mas como para que una explicación produzca buenos resultados se requiere que se haga tranquilamente, lejos de ruido y de curiosos, condujimos al señor cardenal a un castillo de mi amigo, y allí nos hemos explicado. Y era cierto, señora, lo que nos habíamos temido: mediaba un error. El señor cardenal pensaba que habíamos servido al general Cromwell en vez de servir al rey Carlos, vergüenza que hubiera recaído sobre él y sobre V. M.; cobardía que hubiese mancillado en su tronco la soberanía de vuestro ilustre hijo. Nosotros le hemos probado lo contario y estamos prontos a probárselo también a V. M., llamando a la augusta viuda que llora en ese Louvre donde le da habitación vuestra real munificencia. Tan satisfecho ha quedado; que en muestra de satisfacción me envía, como V. M. puede ver, a fin de tratar de las reparaciones que naturalmente se deben a unos caballeros mal apreciados y equivocadamente perseguidos.
—Os estoy escuchando y admirando, caballero —dijo Ana de Austria—. Por cierto que pocas veces he visto tal exceso de imprudencia.
—Veo también que V. M. se equivoca en cuanto a nuestras intenciones, como se equivocó el señor Mazarino.
—Os equivocáis, caballero; tan poco equivocada estoy, que dentro de diez minutos os hallaréis preso, y que dentro de una hora saldré de San Germán a la cabeza de mi ejército para libertar al señor ministro.
—Estoy cierto de que V. M. no cometerá semejante imprudencia —dijo D’Artagnan—, porque sería inútil, y porque produciría los más graves resultados. Antes de que le libertaran, perecería el señor cardenal, y tan persuadido está Su Eminencia de la verdad de lo que digo, que por el contrario me ha rogado, en caso de que estuviese V. M. predispuesta de ese modo, hiciera todo lo posible para desviarla de su propósito.
—Pues bien, me limitaré a mandar que os prendan.
—Tampoco, señora, porque el caso de mi arresto está tan previsto como el de la libertad del cardenal a mano armada. Si no vuelvo mañana a una hora señalada, pasado mañana será conducido el señor cardenal a París.
—Bien se conoce, caballero, que por vuestra posición vivís lejos de los hombres y de las cosas, porque de otro modo sabríais que el señor cardenal ha estado cinco o seis veces en París desde nuestra salida de la capital, que ha visto allí al señor de Beaufort, al señor de Bouillon, al señor coadjutor y Elbeuf, y que ninguno ha formado intención de prenderle.
—Perdonad, sé todo cuanto decís, y por esa misma razón no le entregarían al señor de Beaufort, ni al de Bouillon, ni al señor coadjutor, ni al señor de Elbeuf, en vista de que estos señores hacen la guerra por su propia cuenta, y a que el señor cardenal quedaría libre con solo concederles lo que pidiesen; pero le entregarían al Parlamento, y si bien es verdad que al Parlamento se le podría comprar al por menor, ni el mismo cardenal es bastante rico para pagarle en masa.
—Paréceme —dijo Ana de Austria clavando en D’Artagnan sus miradas, que desdeñosas en una mujer eran terribles en una reina—, paréceme que estáis amenazando a la madre de vuestro monarca.
—Si amenazo, señora, es porque me veo forzado a ello. Me engrandezco, porque necesito ponerme a la altura de los sucesos y de las personas. Pero estad muy convencida de una cosa, señora, por el corazón que late por vos en este pecho, os aseguro que habéis sido el ídolo constante de nuestra vida, arriesgada, como no ignoráis, más de veinte veces por V. M. ¡Y qué señora!, ¿no tendría V. M. piedad de sus servidores, que vegetan en la oscuridad, sin dejar traslucir por un solo suspiro los santos y solemnes secretos que tiene el honor de guardaros? Miradme, señora, a mí, que os hablo, a mí, a quien acusáis de levantar la voz y de expresarme en tono amenazador. ¿Quién soy? Un pobre oficial, sin fortuna, sin abrigo, sin porvenir, si las miradas de mi reina, que durante tanto tiempo he buscado, no se fijan en mí. Mirad al conde de la Fère, tipo de nobleza, flor de la caballería; ha tomado parte contra su reina, o mejor dicho, contra su ministro, sin la menor exigencia personal. Ved, en fin, a Du-Vallon, a esa alma fiel, a ese brazo de acero; veinte años ha que espera digáis una palabra que le haga por el blasón lo que es por sus sentimientos y por su valor. Ved, en fin, a vuestro pueblo, que debe suponer algo para una reina, a vuestro pueblo que os quiere y que, sin embargo, tiene hambre; que no desea otra cosa que bendeciros, y que, sin embargo, os… No, me equivoco, nunca os maldecirá vuestro pueblo señora… Pero pronunciad una palabra y terminará todo; y la paz sucederá a la guerra, la alegría a las lágrimas, la felicidad a las calamidades.
Ana de Austria miró con asombro el marcial semblante de D’Artagnan, revestido de una singular expresión de enternecimiento.
—¿Por qué no me manifestasteis eso antes de hacer lo que habéis hecho? —preguntó.
—Porque se trataba, señora, de probar a V. M. una cosa de que a mi parecer dudaba, esto es, que aún tenemos algún valor, y que es justo se haga algún caso de nosotros.
—Y según veo, semejante valor no retrocedería ante ningún obstáculo —dijo Ana de Austria.
—Hasta ahora así ha sucedido —respondió D’Artagnan—, ¿por qué había de retroceder en lo sucesivo?
—Y suponiendo una negativa, y por consiguiente una lucha, ¿llegaría ese valor hasta arrancarme de mi corte para entregarme a la Fronda como con mi ministro habéis hecho?
—Nunca hemos pensado en tal cosa, señora —dijo D’Artagnan con la jactancia gascona que le era habitual—; pero si entre los cuatro resolviéramos hacerlo, no dudo que lo conseguiríamos.
—Ya debía yo saberlo —murmuró Ana de Austria—; son hombres de hierro.
—¡Ah, señora! —exclamó D’Artagnan—. Eso me prueba que tenéis hace tiempo idea cabal de lo que valemos.
—¿Y si por ventura la tuviera? —preguntó Ana de Austria.
—V. M. nos haría justicia; y haciéndonos justicia, no nos tratará como a hombres vulgares, sino que verá en mí un embajador digno de los grandes intereses que tengo la misión de discutir.
—¿Dónde está el tratado?
—Aquí.
Ana de Austria pasó la vista por el tratado que D’Artagnan le presentaba.
—Aquí no veo más —dijo— que las condiciones generales. Los intereses de Conti, de Beaufort, de Bouillon, de Elbeuf y del señor coadjutor están a cubierto. Pero ¿y los vuestros?
—Sabemos hacernos justicia, señora, aunque también ponernos a la altura que nos corresponde. Hemos creído que nuestros nombres no eran dignos de figurar al lado de esos otros tan elevados.
—Pero supongo que no habréis renunciado a exponerme vuestras pretensiones de viva voz.
—Creo, señora, que sois una reina grande y poderosa, y que sería indigno de vuestra grandeza y poderío no recompensar dignamente a los que traigan a Su Eminencia a San Germán.
—Tal es mi intención —contestó la reina—: hablad.
—El que ha intervenido en el negocio (perdonad, señora, si empiezo por mí, mas me es forzoso darme la importancia, no que he tomado, sino que han tenido a bien concederme), el que ha intervenido en el negocio del rescate del señor cardenal, a nombrado, en mi concepto, para que la recompensa no sea inferior a V. M., jefe de guardias; una cosa así como coronel de mosqueteros.
—¿Me solicitáis el puesto del señor de Tréville?
—Hace un año que dejó su puesto el señor de Tréville, señora, y todavía no se ha provisto la vacante.
—Es uno de los principales cargos militares de la casa real.
—El señor de Tréville era un segundón de Gascuña, como yo, señora, y le ha desempeñado durante veinte años.
—Para todo tenéis respuesta —dijo Ana de Austria.
Y tomando de encima de la mesa un real despacho, le llenó y le firmó.
—Por cierto, señora —dijo D’Artagnan cogiendo el despacho e inclinándose—, que me dais una recompensa noble, pero en este mundo todo es inestable y el hombre que cayese en desgracia de V. M. perdería mañana su empleo.
—¿Pues qué queréis entonces? —preguntó la reina ruborizada de que penetrase sus intenciones aquel hombre de espíritu tan sutil como el suyo.
—Cien mil escudos para este pobre capitán de mosqueteros, pagaderos el día en que V. M. se canse de sus servicios.
Ana dudaba.
—¡Pensad —prosiguió D’Artagnan—, que los parisienses ofrecían el otro día por un decreto del Parlamento seiscientos mil escudos al que les entregará al cardenal vivo o muerto; vivo para ahorcarle; muerto, para arrastrarle a un muladar!
Vamos —dijo Ana de Austria—, os ponéis en la razón, ya que no pedís a una reina más que la sexta parte de lo que el Parlamento ofrece. Y firmó un recibo de cien mil escudos.
—¿Hay algo más?
—Señora, mi amigo Du-Vallon es rico y por consiguiente en cuanto a bienes de fortuna nada desea; pero si mal no recuerdo, ha tratado con el señor cardenal de erigir sus tierras en baronía, y aun me parece que éste se lo ha prometido así formalmente.
—¡Un hombre de su esfera! —dijo Ana de Austria—. Van a reírse de él.
—Puede ser —contestó D’Artagnan—, pero de una cosa estoy seguro: de que los que lo hagan en su presencia no se reirán dos veces.
—Pase la baronía —dijo Ana de Austria. Y firmóla.
—Ahora falta el caballero o el abate de Herblay, como guste V. M.
—¿Busca ser obispo?
—No, señora; una cosa más fácil.
—¿Cuál?
—Que se digne el monarca ser padrino del hijo de la señora de Longueville.
Sonrióse la reina.
—El señor de Longueville desciende de real raza —dijo D’Artagnan.
—Sí —repuso la reina—, pero ¿y su hijo?
—Su hijo, señora…, debe descender también, como el esposo de su madre.
—¿Y nada más pide vuestro amigo para la señora de Longueville?
—No, señora, pues supone que dignándose V. M. ser padrino del hijo, no puede hacer a la madre cuando salga a misa de parida un regalo menor de quinientas mil libras, conservando como es natural al padre en el gobierno de la Normandía.
—En cuanto al gobierno de la Normandía, no tengo dificultad —dijo la reina—; mas por lo que hace a las quinientas mil libras, el señor cardenal no se cansa de repetirme que no hay dinero en el erario.
—Lo buscaremos juntos, señora, si lo permite V. M., y ya hallaremos alguno.
—Adelante.
—¿Adelante decís?
—Sí.
—No hay más.
—¿Pues no tenéis otro amigo?
—Sí, señora, el señor conde de la Fère.
—¿Qué desea?
—Nada.
—¿Nada?
—No.
—¿Existe acaso un hombre que pudiendo pedir, no pida?
—Existe el conde de la Fère; pero el conde de la Fère no es hombre.
—¿Pues qué es?
—Un semidiós, señora.
—¿No tiene un hijo o un sobrino de quien me ha hablado Comminges con elogio, y que fue portador de las banderas de Lens en compañía del señor de Chatillon?
—Tiene un pupilo llamado el vizconde de Bragelonne.
—Si diésemos a ese joven un regimiento, ¿qué diría su tutor?
—Tal vez aceptaría.
—¿Tal vez?
—Sí, como V. M. se lo rogara.
—Tenéis razón, caballero, singular persona es el conde. Pues bien, reflexionaremos, y quizá nos decidamos a rogárselo. ¿Estáis satisfecho?
—Sí, señora, pero hay una cosa que no ha firmado V. M.
—¿Cuál?
—La más interesante.
—¿Mi conformidad con el tratado?
—Sí.
—¿Para qué? Mañana le firmo.
—Puedo afirmar a V. M. que si no firma ahora, luego no tendrá tiempo para hacerlo. Suplícola, por tanto, que se digne poner al pie de este programa escrito todo de puño y letra de Mazarino, lo siguiente:
«Consiento en ratificar el tratado propuesto por los parisienses». No había salida: la reina no podía retroceder y firmó. Mas apenas lo hubo hecho, cuando se suscitó en ella el orgullo con la fuerza de una tempestad, y rompió a llorar.
Conmovióse D’Artagnan al ver sus lágrimas. En aquel tiempo lloraban las reinas como las demás mujeres.
El gascón movió la cabeza. Parecía que el regio llanto le abrasaba el corazón.
—Señora —dijo arrodillándose—, mirad al desgraciado caballero que a vuestros pies está, y que os suplica creáis que todo será posible para él, mandándolo V. M. Tiene fe en sí mismo, en sus compañeros y también quiere tenerla en su reina, y en prueba de que nada teme y de que con nada especula, traerá al señor Mazarino y le entregará a V. M. sin condiciones. Aquí tenéis, señora, los documentos autorizados por la sagrada firma de V. M.; si os parece justo me los devolveréis; pero desde este instante a nada os comprometen.
Sin levantarse y con los ojos chispeantes de orgullo y varonil intrepidez, D’Artagnan devolvió a Ana de Austria aquellos papeles que le arrancara uno a uno y con tanto sacrificio.
Hay momentos, pues aunque no todo es bueno, tampoco es todo malo en el mundo, hay momentos en que en los corazones más duros y fríos brota, regado por las lágrimas de una emoción sublime, un generoso sentimiento que pronto sofocan el cálculo y el orgullo, si otro corazón no se apodera de él cuando nace. Encontrábase Ana en uno de estos momentos. D’Artagnan, cediendo a su emoción en armonía con la de la reina, había dado el paso más profundamente diplomático que podía, e inmediatamente recibió el premio de su habilidad o de su desinterés, según se atribuya a su talento o a su corazón el motivo que le inclinara a proceder de aquella manera.
—Tenéis razón, caballero —dijo Ana—, no os había conocido. Ahí están los documentos firmados: os los devuelvo libremente, idos, y traedme cuanto antes al señor cardenal.
—Señora —repuso D’Artagnan—, veinte años ha, si no me engaña mi memoria, que tuve el honor de besar una de esas manos por detrás de un tapiz de las casas consistoriales.
—Aquí está la otra —dijo la reina—, y a fin de que la izquierda no sea menos liberal que su compañera —dijo quitándose una sortija de brillantes, semejante a la primera—, tomad, y conservad este anillo en memoria mía.
—Señora —respondió D’Artagnan levantándose—, no tengo más que un deseo, y es que la primera cosa que me pidáis sea mi vida.
Y con la gallardía que le era acostumbrada, saludó y se marchó.
—No he conocido a esos hombres —dijo Ana de Austria mirando a D’Artagnan cuando se alejaba—, y es ya muy tarde para servirme de ellos; dentro de un año será el rey mayor de edad.
Quince horas después llevaban D’Artagnan y Porthos a Mazarino a presencia de la reina, y recibían, el uno su nombramiento de capitán de mosqueteros, y el otro su diploma de barón.
—¿Quedáis contentos? —preguntó Ana de Austria.
D’Artagnan se inclinó, pero Porthos tomó el diploma y empezó a darle vueltas entre las manos mirando a Mazarino.
—Falta, señor, que me habéis prometido conferirme las insignias de una orden a la primera promoción.
—Pero, señor barón —dijo Mazarino—, ya sabéis que no se puede ser caballero de esta orden sin prueba de nobleza.
—¡Oh! —dijo Porthos—. No creáis que solicito para mí el cordón azul.
—¿Pues para quién? —preguntó Mazarino.
—Pues para mi amigo el señor conde de la Fère.
—¡Oh! Eso es distinto —dijo la reina—. Ya tiene presentadas sus pruebas.
—¿Será nombrado?
—Ya lo está.
El mismo día firmábase el tratado de París, diciéndose en público que el cardenal había estado encerrado tres días para hacerle con mayor esmero.
He aquí lo que ganaba cada individuo por este tratado:
Conti se quedaba con Dauvillers, y habiéndose acreditado lo suficiente como general, se le autorizaba para continuar la carrera militar y no ser cardenal. Pronunciáronse, además, algunas frases sueltas sobre su unión con una sobrina de Mazarino, frases que el príncipe acogió con benevolencia, pues, con tal que le casaran, le importaba poco con quién.
El duque de Beaufort volvía a la corte con todas las reparaciones debidas a las ofensas que habíansele inferido, y con todos los honores que reclamaba su categoría. Se concedía pleno y entero indulto a los que le habían ayudado en su fuga, y se le daba la futura del almirantazgo que ejercía el duque de Vendóme, su padre, indemnización por las casas y castillos de su propiedad, demolidos por mandato del Parlamento de Bretaña.
El duque de Bouillon recibía dominios de un valor equivalente al de su principado de Sedán; una indemnización por los ocho años que dejó de usufructuar este principado y el título de príncipe para sí y su familia.
El duque de Longueville, el gobierno de Pont-del-l’Arche, quinientas mil libras para su mujer, y el honor de que tuvieran a su hijo en las fuentes bautismales del rey y la joven Enriqueta de Inglaterra.
Aramis estipuló que Bazin oficiase en esta solemnidad, y que Planchet fuera el contratista de los dulces.
El duque de Elbeuf obtuvo el pago de ciertas cantidades debidas a su mujer, cien mil libras para su hijo primogénito y veinticinco mil para cada uno de los restantes.
Sólo el coadjutor no logró nada; cierto es que se le prometió tratar de su capelo con el Papa; pero no ignoraba Gondi el poco caso que debía hacer de semejante promesa, en boca de la reina y de Mazarino. Por el contrario, de Conti se veía obligado a ser militar por no poder ser cardenal.
Así fue que, cuando todo París se regocijaba con la próxima entrada del monarca, señalada para dentro de dos días, Gondi, en medio de la general alegría, estaba tan malhumorado, que envió inmediatamente a buscar a dos hombres, a quienes solía recurrir siempre que se encontraba en tal disposición de ánimo.
Estos dos hombres eran el conde de Rochefort y el mendigo de San Eustaquio.
Acudieron al llamamiento con su habitual puntualidad, y el coadjutor pasó con ellos parte de la noche.