Diez minutos habrían pasado cuando llegó Aramis acompañado de Grimaud y de ocho o diez caballeros. Grande fue su júbilo al abrazar a sus amigos.
—¡Ya estáis libres, hermanos, libres sin ayuda mía! ¡Y nada he podido hacer por vosotros a pesar de mis esfuerzos!
—No os aflijáis, lo que se difiere no se pierde. Si nada habéis podido hacer ahora, ya tendréis ocasión.
—Sin embargo, yo tenía bien tomadas todas mis precauciones —dijo Aramis—. El señor coadjutor me dio sesenta hombres; veinte guardan las tapias del parque, veinte el camino de Rueil a San Germán y el resto está diseminado por el bosque. En virtud de estas disposiciones estratégicas, he interceptado dos correos de Mazarino a la reina. Mazarino aplicó el oído.
—Supongo —dijo D’Artagnan— que los habréis devuelto al señor cardenal.
—¡Oh! —respondió Aramis—. No será con él con quien la eche yo de atento. En uno de los pliegos declaraba el cardenal a la reina que están vacías las arcas reales, y que S. M. carece de dinero; en otro anunciaba que iba a trasladar sus prisioneros a Melun por no parecerle Rueil punto bastante seguro. Ya conoceréis, amigo, las buenas esperanzas que me infundiría esta carta. Me embosqué con mis sesenta hombres, rodeé el castillo, mandé disponer caballos, confiándolos al inteligente Grimaud, y aguardé a que salierais. No esperaba que fuera hasta mañana por la mañana, no creía poder libertaros sin mediar alguna escaramuza. Estáis libres esta noche y sin combatir, tanto mejor. ¿Cómo habéis podido burlar la vigilancia de un ente como Mazarino? ¿Tenéis muchos motivos de queja contra él?
—No muchos —dijo D’Artagnan.
—¿Es cierto?
—Diré más, tenemos motivos para elogiarle.
—¡Imposible!
—Sí, por cierto, a él debemos nuestra libertad.
—¿A él?
—Sí; hizo que Bernouin, su ayuda de cámara, nos llevara al invernadero y desde allí pasamos en su compañía a visitar al conde de la Fère. Entonces nos ofreció la libertad; aceptamos y ha llevado su complacencia al extremo de enseñarnos el camino y guiarnos hasta la tapia del parque, que acabábamos de escalar con la mayor suerte cuando encontramos a Grimaud.
—Vamos —dijo Aramis—, eso me reconcilia con él; quisiera que estuviese aquí para decirle que no le suponía capaz de tan buena acción.
—Señor —dijo D’Artagnan sin poder contenerse más—, permitid que os presente al caballero de Herblay, que, como habéis podido oír, desea cumplimentar respetuosamente a Vuestra Eminencia.
Y retiróse dejando al confuso cardenal expuesto a las asombradas miradas de Aramis.
—¡Oh!… ¡Oh! —exclamó éste—. ¡El cardenal! ¡Excelente presa! ¡Hola!, ¡hola, amigos!, ¡los caballos!, ¡los caballos!
Acercáronse cuatro jinetes.
—¡Voto a!… —dijo Aramis—. Al fin seré útil para algo. Señor dígnese Vuestra Eminencia recibir todos mis homenajes. Apuesto a que ese san Cristóbal de Porthos es el autor de este golpe de mano. A propósito, se me olvidaba…
Y dio cierta orden en voz baja a uno de los jinetes.
—Creo que sería prudente echar a andar —dijo D’Artagnan.
—Sí, pero estoy aguardando a una persona…, a un amigo de Athos.
—¿A un amigo? —dijo el conde.
—Miradle, allí viene, a galope tendido, por entre la maleza.
—¡Señor conde! ¡Señor conde! —gritó una voz juvenil que hizo estremecer a Athos.
—¡Raúl! ¡Raúl! —exclamó el conde de la Fère.
El joven olvidó su habitual respeto por un instante, y arrojóse en brazos de su padre.
—Ved eso, señor cardenal, ¿no hubiera sido una lástima separar a personas que se quieren como nosotros? Señores —prosiguió Aramis volviéndose a los jinetes, que cada vez eran más numerosos—; señores, rodead a Su Eminencia y hacedle los honores; tiene a bien favorecernos con su compañía y espero que se lo agradeceréis. Porthos, no perdáis de vista al cardenal.
Dicho esto se reunió Aramis con D’Artagnan y Athos, que estaban deliberando, y entró en consejo con ellos.
—Ea —dijo D’Artagnan después de cinco minutos de conferencia—, partamos.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Porthos.
—A vuestra casa, amigo: a Pierrefonds; vuestro admirable castillo es digno de ofrecer su hospitalidad señorial a Su Eminencia; está muy bien situado, ni muy cerca ni muy lejos de París, y desde él se podrán establecer comunicaciones fáciles con la capital. Venid, señor, allí estaréis como lo que sois, como un príncipe.
—Príncipe caído —observó lastimosamente Mazarino.
—Señor, la guerra tiene sus altas y sus bajas —respondió Athos—; pero estad seguro de que no abusaremos.
—No, pero usaremos —replicó D’Artagnan.
El resto de la noche la pasaron los raptores corriendo con su antigua e infatigable rapidez: Mazarino, triste y pensativo, se dejaba arrastrar en aquella fantástica carrera.
Al amanecer habían andado doce leguas sin descanso; la mitad de la escolta estaba sin fuerzas; algunos caballos cayeron al suelo.
—Los caballos de estos tiempos no valen lo que los antiguos —observó Porthos—: todo degenera en este mundo.
—He enviado a Grimaud a Dammartin —le respondió Aramis—, a fin de que nos traiga cinco de refresco, destinando el uno a Su Eminencia y los cuatro a nosotros. Lo principal es qué no nos separemos de monseñor; luego se nos reunirá el resto de la escolta; pasando de San Dionisio nada hemos de temer.
Efectivamente, Grimaud llevó cinco caballos; la persona a quien se había dirigido era un amigo de Porthos, que no quiso venderlos, como se le propuso, sino que los regaló. Diez minutos después se detenía la cabalgata en Ermenonville, mas los cuatro amigos siguieron su carrera con nuevo ardor escoltando a Mazarino.
A las doce del día penetraban en la alameda del castillo de Porthos.
—¡Ah! —exclamó Mosquetón, que iba con D’Artagnan y que no había pronunciado una palabra en todo el camino—. ¡Ah! Que me creáis o no, os confieso, señor, que esta es la primera vez que respiro desde que salí de Pierrefonds.
Y puso su caballo a galope para anunciar a los otros criados la llegada de Du-Vallon y sus amigos.
—Somos cuatro —dijo D’Artagnan a los demás—; nos relevaremos para vigilar a Su Eminencia, y cada cual hará centinela tres horas. Athos reconocerá el edificio, pues se trata de hacerlo inconquistable en caso de asedio. Porthos cuidará de las provisiones y Aramis de la guarnición; esto es, que Athos será ingeniero general, Porthos proveedor y Aramis gobernador de la plaza.
Entretanto instalaron al cardenal en la mejor habitación de la casa.
—Caballeros —dijo éste después de su instalación—, supongo que no pensaréis tenerme aquí mucho tiempo de incógnito.
—No, señor —respondió D’Artagnan—; por el contrario, pensamos publicar muy en breve que estáis en nuestro poder.
—Entonces os sitiarán.
—Lo suponemos.
—¿Y qué haréis?
—Defendernos. Si viviese todavía el difunto señor cardenal de Richelieu, os contaría la historia de cierto baluarte de San Gervasio, en que los cuatro, con otros tantos lacayos y doce cadáveres, hicimos frente a un ejército entero.
—Semejantes proezas se hacen una vez, señores; pero no se repiten.
—Es que tampoco necesitamos ahora tanto heroísmo; mañana recibirá aviso el ejército parisiense; pasado mañana estará aquí, y en lugar de darse la batalla en San Dionisio o en Charenton, se dará hacia Compiegne o Villers-Cotterêts.
—El señor príncipe de Condé os derrotará como siempre.
—Es posible, señor, pero antes de la batalla trasladaremos a Vuestra Eminencia a otro castillo de nuestro amigo Du-Vallon, que tiene tres como éste. No queremos exponer a Vuestra Eminencia a los azares de la guerra.
—Vaya —dijo Mazarino—, ya veo que será necesario capitular.
—¿Antes del sitio?
—Sí; quizá así sean mejores las condiciones.
—¡Ah, monseñor! En cuanto a condiciones, ya veréis cuán poco exigentes somos.
—Pues decidlas.
—Descansad por ahora, señor, mientras reflexionamos nosotros.
—No necesito descansar, señores: necesito saber si estoy entre amigos o entre enemigos.
—¡Entre amigos, señor, entre amigos!
—Decidme, entonces, sin tardanza lo que queréis, para que yo vea si es posible algún acomodo. Hablad, señor conde de la Fère.
—Señor —dijo Athos—, para mí nada tengo que pedir; para Francia, tendría que pedir demasiado. Me abstengo, pues, y cedo la palabra al caballero de Herblay.
Y Athos hizo una reverencia, dio un paso atrás y se quedó en pie recostado en la chimenea, como mero espectador.
—Hablad vos, señor de Herblay —dijo el cardenal—. ¿Qué deseáis? No os andéis en rodeos y ambigüedades. Sed claro, breve y compendioso.
—Yo, señor, jugaré a cartas vistas.
—Descubrid, pues, vuestro juego.
—En el bolsillo traigo —dijo Aramis— el programa de las condiciones que anteayer os impuso en San Germán la comisión de que formé parte. Respetando los derechos de la antigüedad, nos concederéis lo que en ese programa se pedía.
—Ya estábamos casi de acuerdo sobre él —contestó Mazarino—; pasemos a las condiciones particulares.
—¿Pensáis que las habrá? —dijo Aramis sonriéndose.
—Creo que no todos tendréis el desinterés del señor conde de la Fère —dijo Mazarino, volviéndose hacia Athos y saludándole.
—Lo acertasteis, monseñor —repuso Aramis—, y celebro que al fin hagáis justicia al conde. El señor de la Fère tiene un alma superior a los deseos vulgares y a las pasiones humanas, un alma grande y modelada a la antigua. El señor conde es un ser extraordinario. Tenéis razón, monseñor, no valemos para descalzarle, y nosotros somos los primeros en confesarlo.
—Aramis —dijo Athos—, ¿os burláis?
—No, amigo conde; digo lo que pensamos y lo que piensan cuanto os conocen; pero, en fin, no se trata de vos, sino de monseñor y de su indigno servidor el caballero de Herblay.
—Manifestad, por tanto, lo que deseáis, además de las condiciones generales, de las cuales volveremos a hablar luego.
—Deseo, señor, que se ceda la Normandía a la señora de Longueville, con plena y completa absolución y quinientas mil libras. Deseo que Su Majestad el rey se digne a ser padrino del niño que acaba de dar a luz la misma señora, y que Vuestra Eminencia, después de presenciar el bautismo, vaya a presentar sus homenajes a nuestro Santo Padre el Papa.
—Es decir, que queréis que haga dimisión de mis funciones de ministro, que salga de Francia, que me destierre.
—Quiero que V. E. sea Papa a la primera vacante, reservándome para entonces pedir indulgencias plenarias para mis amigos y para mí. Mazarino hizo un mohín difícil de definir.
—¿Y vos? —preguntó a D’Artagnan.
—Yo, señor —dijo el gascón—, soy punto por punto del mismo parecer que el caballero de Herblay, exceptuando la última cláusula, sobre la cual tengo una opinión diametralmente opuesta a la suya. Lejos de pretender que monseñor salga de Francia, quiero que se quede en París; lejos de desear que sea Papa, deseo que prosiga siendo primer ministro, porque monseñor es un político consumado. Procuraré también, en cuanto de mí dependa, que salga Vuestra Eminencia vencedor de la Fronda, mas a condición de que se acuerde un tanto de los leales servidores del rey y de que confiera la primera compañía de mosqueteros a una persona que yo designe. ¿Y vos, Du-Vallon?
—Sí, hablad, pues os corresponde hacerlo —añadió el cardenal.
—Yo —dijo Porthos— quisiera que el señor cardenal, para honrar mi casa, que le ha dado asilo, tuviese a bien, en memoria de esta aventura, erigir mis tierras, en baronía, prometiéndome, además, hacer a un amigo mío Caballero de la orden del Espíritu Santo a la primera promoción.
—Ya sabéis que para recibir una orden son precisas ciertas pruebas.
—Mi amigo las presentará, y si no hubiese otro remedio, monseñor le diría cómo se elude esta formalidad.
El tiro iba bastante directo. Mordióse Mazarino los labios y contestó con alguna sequedad:
—Mal se concilian esas exigencias, señores, pues, satisfaciendo a unos, tengo que descontentar a otros. Si permanezco en París, no puedo ir a Roma; si soy Papa, no puedo continuar siendo ministro, y si no soy ministro, no puedo hacer capitán al señor D’Artagnan, ni barón al señor Du-Vallon.
—Claro es —dijo Aramis—. Como estoy en minoría, retiro mi proposición en cuanto al viaje a Roma y la dimisión de Vuestra Eminencia.
—¿Con que soy ministro? —dijo Mazarino.
—Quedamos en que lo seréis, señor —dijo D’Artagnan—. Francia os necesita.
—Y yo desisto de mis pretensiones, y V. E. será como hasta aquí, primer ministro y aun íntimo de S. M. si consiente en concedernos a mis amigos y a mí lo que para Francia y para nosotros pedimos.
—Pensad en vosotros, caballeros, y dejad a Francia que se arregle conmigo como pueda.
—No, no —repuso Aramis—; es necesario que se haga un tratado con los frondistas, y V. E. tendrá a bien escribirle y firmarle a presencia nuestra, comprometiéndose en él a obtener la ratificación de la reina.
—Yo sólo puedo responder de mí —repuso Mazarino—, y no de la reina. Y si se negara S. M…
—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. Bien sabe Vuestra Eminencia que Su Majestad no puede negarle nada.
—Aquí está el trato propuesto por la diputación de los frondistas —dijo Aramis—. Dígnese V. E. leerle y examinarle.
—Ya le conozco —contestó Mazarino.
—Pues firmadle entonces.
—Advertid, señores, que mi firma, en las circunstancias en que nos encontramos, pudiera ser considerada como arrancada por fuerza.
—Allí estará monseñor para decir que la puso voluntariamente.
—Mas si yo rehusara…
—¡Oh! Entonces a nadie podría quejarse V. E. de las consecuencias de su negativa —dijo D’Artagnan.
—¿Osaríais atentar contra un cardenal?
—V. E. ha atentado contra unos mosqueteros de S. M.
—Caballeros, la reina me vengará.
—No creo tal, aunque no dudo que le sobrarían deseos; pero iremos a París con V. E., y los parisienses son gente capaz de defendernos.
—¡Qué intranquilidad debe reinar en este momento en Reuil y en San Germán! —dijo Aramis—. ¡Cómo se preguntarán todos dónde está el cardenal, qué ha sido del ministro, dónde se ha escondido el favorito!, ¡cómo buscarán a V. E. por todos los rincones!, ¡qué comentarios harán! Y si la Fronda sabe dónde está monseñor, ¡qué triunfo para la Fronda!
—¡Eso es horrible! —exclamó Mazarino.
—Firmad, pues, el tratado —dijo Aramis.
—Pero ¿y si lo firmo y se niega la reina a ratificarle?
—Yo me encargo de ver a S. M. —dijo D’Artagnan—, y lograrlo.
—Cuidad —dijo Mazarino— no os reciban en San Germán de un modo muy distinto del que esperáis.
—¡Bah! —repuso D’Artagnan—. Yo me arreglaré de manera que me reciban bien; tengo un medio.
—¿Cuál?
—Llevaré a S. M. la carta en que V. E. le anuncia que están completamente agotadas las arcas reales.
—¿Y luego? dijo Mazarino palideciendo.
—Luego que sea S. M. en la crítica situación que es consiguiente, la conduciré a Reuil, la haré entrar en el invernadero y le indicaré un resorte con que se mueve cierto cajón.
—¡Basta, caballero! —exclamó el cardenal—. ¡Basta! ¿Dónde está el tratado?
—Aquí —dijo Aramis.
—Ya veis que somos generosos —dijo D’Artagnan—. Suponed la multitud de cosas que pudiéramos hacer con semejante secreto.
—Firmad, pues —prosiguió Aramis presentándole la pluma. Incorporóse Mazarino y dio algunos paseos por la habitación, más pensativo que abatido. Detúvose luego y preguntó:
—¿Cuál será mi garantía después de firmar?
—Mi palabra de caballero, señor cardenal —dijo Athos.
Mazarino se volvió hacia el conde de la Fère, examinó un momento aquel noble y franco rostro, y tomando la pluma:
—Eso me satisface, señor conde —dijo. Y firmó, añadiendo:
—Ahora, señor D’Artagnan, disponeos a marchar a San Germán y a llevar una carta mía a la reina.