Bien sabían Athos y Aramis que así que pusieran el pie fuera de París, a la seguridad que en él disfrutaban acontecerían los mayores peligros; pero ya saben nuestros lectores cuán poco cosa era una cuestión de peligro para hombres de su temple. Conocían además que se acercaba el desenlace de aquella segunda Odisea, y que sólo faltaba un golpe para poner fin a la obra.
Por lo demás, ni el mismo París se hallaba tranquilo: empezaban a escasear los víveres, y cuando un general de Conti deseaba acrecentar su influencia, promovía un pequeño motín, le tranquilizaba y adquiría por algunos momentos cierta superioridad sobre sus colegas.
En uno de esos motines había mandado Beaufort saquear la casa y biblioteca de Mazarino, a fin de dar, según dijo, algo que roer al pobre pueblo.
Athos y Aramis salieron de París, cuando se verificaba este golpe de Estado, que se verificó la misma tarde del día en que fueron batidos los parisienses en Charenton.
Ambos dejaron a París entregado a la indigencia, muy próximo al hambre, agitado por el temor y desgarrado por las facciones. Parisienses y frondistas esperaban encontrar en el campamento enemigo la misma miseria, los mismos temores y las mismas intrigas. Grande fue, por consiguiente, su sorpresa, cuando al pasar por San Dionisio supieron que en San Germán no se hacía otra cosa que reír, cantar y vivir muy alegremente.
Los dos caballeros encaminándose por sendas extraviadas para no caer al principio en manos de los partidarios de Mazarino, diseminados por la isla de Francia, y luego en las de los frondistas que ocupaban la Normandía, y que no hubiesen dejado de conducirlos a presencia de Longueville, a fin de que éste los conociera, bien por amigos, bien por enemigos. Luego que se vieron libres de estos peligros, entraron en el camino de Boulogne a Abbeville y le siguieron paso a paso.
Algún tiempo, sin embargo, estuvieron indecisos; ya habían visitado dos o tres posadas, e interrogado dos o tres posaderos, sin que un solo indicio diera luz a sus dudas o los guiase en sus investigaciones, cuando en Montreuil advirtió Athos que la mesa de la posada tenía cierta cosa áspera al contacto de sus delicados dedos. Levantó el mantel y leyó estos jeroglíficos profundamente grabados en la madera con un cuchillo:
Por… —Art… —2 febrero.
—Muy bien —dijo Athos, enseñando la inscripción a Aramis—; pensábamos dormir aquí pero es inútil; vámonos más lejos.
Montaron otra vez a caballo y llegaron a Abbeville, donde se detuvieron perplejos por la multitud de sus hosterías, pues ni era posible visitarlas todas, ni adivinar en cuál hubieran parado las personas que buscaban.
—Creedme, Athos —dijo Aramis—, no penséis hablar nada en Abbeville. Por el mismo apuro en que nos vemos habrán pasado también nuestros compañeros. Si Porthos viniera solo, es claro que hubiera ido a alojarse a la fonda de la Ostentación, y sólo con preguntar las señas de ésta tendríamos seguridad de hallar huellas de su paso. Pero D’Artagnan es inflexible; aunque le haya hecho presente Porthos que se moría de hambre, habrá proseguido adelante, inexorable como el destino. Busquémosle por otro sitio.
Continuaron, pues, su camino; pero sin, encontrar nada. Trabajo penoso, y sobre todo pesado, habían tomado a su cargo Athos y Aramis, y sin el triple móvil del honor, de la amistad y del reconocimiento, encrustado en su alma, mil veces hubieran renunciado a examinar la arena, a interrogar a los transeúntes, a comentar toda seña, a espiar todo semblante.
Así anduvieron hasta Perona.
Athos empezaba a perder la esperanza; cediendo a su noble e interesante carácter, se echaba la culpa de la oscuridad en que él y Aramis se hallaban: sin duda no habían buscado bien; sin duda no habían tenido en sus preguntas toda la perspicacia; ni en sus investigaciones toda la persistencia precisa. Iban ya a volver atrás, cuando al atravesar el arrabal que conducía a las puertas de la ciudad, vio Athos en una tapia blanca y en la esquina de una calle que extendíase alrededor de la muralla, un dibujo hecho con piedra negra, que representaba con toda la sencillez de los primeros ensayos del lápiz de un niño, a dos jinetes galopando desesperadamente; uno de ellos llevaba en la mano un tarjetón en que se leían escritas en español estas palabras: «Nos siguen».
—¡Oh! —exclamó Athos—, esto es evidente como la luz del día. Aunque perseguido, D’Artagnan se ha parado aquí cinco minutos, prueba de que no le seguirían muy de cerca. Tal vez haya logrado escapar.
Aramis movió la cabeza.
—Si se hubiese escapado ya le hubiéramos visto, u oído cuando menos hablar de él.
—Es verdad, Aramis; continuemos.
Pintar la inquietud y la impaciencia de los dos caballeros sería imposible. La inquietud era peculiar al tierno y amante corazón de Athos, la impaciencia al ánimo nervioso e irritable de Aramis. Los dos galoparon por espacio de tres o cuatro horas con el frenesí de los dos caballeros de la tapia. De pronto hallaron el camino casi enteramente cortado por una enorme piedra colocada en un estrecho paso entre dos eminencias. Estaba marcado su primitivo lugar en una de éstas, y la especie de alveolo que de resultas de la extracción quedaba en hueco probaba que la piedra no podía haber rodado sola abajo, mientras que su peso demostraba que para moverla había sido necesario el brazo de un Encelado o de un Briareo.
Aramis se paró.
—¡Oh! —murmuró mirando la piedra—. O Ayax, Telamon o Porthos, han andado aquí. Apeémonos y examinemos ese peñasco. Entrambos se apearon. Era evidente que la piedra había sido colocada allí con el fin de cortar el paso a la gente de caballería. Se conocía que la habían puesto a lo ancho del camino y que encontrando luego aquel obstáculo los que detrás iban, le habían separado.
Examinaron los dos amigos la piedra por todas las partes expuestas a la luz, pero no presentaba nada de particular. Entonces llamaron a Blasois y a Grimaud, y entre los cuatro lograron volver del otro lado el peñasco. En la parte que tocaba a la tierra estaba escrito lo siguiente:
«Nos persiguen soldados de caballería ligera. Si llegamos hasta Compiegne, nos pararemos en el Pavo real coronado: el hostelero es amigo».
—Esto ya es positivo —dijo Athos—, y en todo caso sabemos a qué atenernos. Vamos, pues, al Pavo real coronado.
—Sí —dijo Aramis—, pero para llegar es preciso que demos algún respiro a los caballos, que casi están en las boqueadas.
Tenía razón Aramis. Nuestros hombres se pararon en el primer ventorrillo; mandaron dar a cada caballo dos raciones de avena empapada en vino, los dejaron descansar tres horas y echaron nuevamente a andar. También ellos iban fatigados, pero los sostenía la esperanza.
Seis horas después entraban Athos y Aramis en Compiegne y preguntaron por el Pavo real coronado. Enseñáronles una muestra que representaba al dios Pan con una corona en la cabeza.
Echaron pie a tierra sin hacer alto en las pretensiones de la muestra, que en cualquier otra ocasión hubiera criticado mucho Aramis. El hostelero era un buen hombre, calvo y barrigudo como una figura chinesca; al preguntarle si tuvo alojada a alguna persona que fuese huyendo de una tropa de caballería, se dirigió sin decir palabra a un cofre y sacó la mitad de la hoja de una espada.
—¿Conocéis esto? —dijo.
Athos no necesitó echar más que una ojeada al acero para decir:
—Sí; es la espada de D’Artagnan.
—¿Del alto o del bajo? —preguntó el patrón.
—Del bajo —contestó Athos.
—Ya veo que sois amigos de esos señores.
—Decidnos, pues, qué les ha sucedido.
—Que entraron en el corral con caballos casi muertos y antes de que tuviesen tiempo para cerrar la puerta se colaron tras ellos ocho soldados de caballería ligera que los iban persiguiendo.
—¡Ocho! —dijo Aramis—. Mucho me asombra que dos valientes del temple de D’Artagnan y Porthos, se hayan dejado prender por ocho hombres.
—Tenéis razón, y no lo hubieran éstos logrado si no hubiesen reclutado en la población otros veinte del regimiento real italiano que guarnece la ciudad; de manera que vuestros dos amigos han tenido que sucumbir literalmente al número.
—¿De modo que los han apresado? —dijo Athos—. ¿Y se sabe por qué?
—No, señor, se los llevaron inmediatamente y no tuvieron tiempo para decirme una sola palabra; pero luego que se fueron, encontré este pedazo de espada en el campo de batalla al ayudar a recoger dos muertos y unos seis heridos.
—¿Y ellos —preguntó Aramis—, recibieron algún golpe?
—Me parece que no, caballero.
—Siempre es un consuelo —repuso Aramis.
—¿Sabéis adónde los han conducido? —preguntó Athos.
—Hacia Louvres.
—Dejemos aquí a Blasois y a Grimaud a fin de que mañana se vuelvan a París con los caballos, que hoy nos dejarían plantados en el camino, y tomemos la posta.
—Tomemos la posta —repitió Aramis.
Mientras tanto iban a buscar los caballos, nuestros amigos comieron apresuradamente, pues se proponían no pararse en Louvres si encontraban allí nuevos datos.
Llegaron a Louvres, donde sólo había una posada en que se servía un licor que ha conservado su reputación hasta nuestros días, y que ya se fabricaba en aquel tiempo.
—Detengámonos aquí —dijo Athos—: D’Artagnan no habrá dejado pasar esta ocasión, no de beber, sino de suministrarnos un indicio más.
Entraron con esto, y aproximándose al mostrador pidieron dos vasos de vino, como debieron haber hecho a su vez D’Artagnan y Porthos. El mostrador sobre el cual se acostumbraba a beber, se hallaba cubierto con una placa de estaño, y en ella se veía escrito con la punta de un alfiler gordo:
«Rueil. A.»
—En Rueil están —dijo Aramis, que fue el primero que reparó en la inscripción.
—Vamos, pues, a Rueil —contestó Athos.
—Es lo mismo que meternos en la boca del lobo —repuso Aramis.
—Si yo hubiera sido amigo de Jonás como lo soy de D’Artagnan —dijo Athos—, le hubiera seguido hasta el vientre de la ballena, y vos hubierais hecho lo mismo, Aramis.
—Estoy convencido, amigo conde, de que me hacéis mejor que en realidad soy. Si viniera yo solo no sé si iría así a Rueil sin tomar grandes precauciones, pero os seguiré adondequiera que vayáis.
Dicho esto montaron a caballo y partieron para Rueil.
Creían los dos amigos que todos habían de pensar en lo que pudieran adoptar. Acababan de llegar a Rueil los diputados del Parlamento para asistir a las famosas conferencias que debían durar tres semanas y producir la incompleta paz que acarreó la prisión del príncipe de Condé. Rueil estaba lleno por parte de los parisienses, de abogados, oficiales y guardias. Era por lo tanto muy fácil guardar el incógnito en medio de aquella confusión. Las conferencias habían producido una tregua, y prender en semejantes circunstancias a dos caballeros por frondistas que fuesen, hubiera sido un ataque al derecho de gentes. Creían los dos amigos que todos habían de pensar en lo que tanto tormento daba a su espíritu, y confiando oír hablar algo de D’Artagnan y Porthos, se confundieron en los grupos; pero nadie trataba más que de artículos y de enmiendas. Athos era del parecer de hablar directamente al ministro.
—Muy excelente es esa proposición, amigo mío —objetó Aramis—; pero andad con tiento, porque la seguridad de que disfrutamos depende de nuestra oscuridad. Si nos damos a conocer de algún modo que sea, no tardaremos en reunirnos con nuestros amigos en algún calabozo a diez pies bajo tierra, del cual no nos sacaría ni Satanás en persona. Importa que no los encontremos casualmente, sino como nos convenga. Presos en Compiegne, han sido Conducidos a Rueil; de ello nos hemos cerciorado en Louvres; en Rueil les ha interrogado el cardenal, y éste, terminado el interrogatorio, o los ha conservado a su lado, o los ha enviado a San Germán. En la Bastilla no pueden estar porque la poseen los frondistas y la manda el hijo de Broussel. No han muerto porque la muerte de D’Artagnan hubiese sido ruidosa en todas partes, y en cuanto a Porthos le creo eterno como Dios, si bien con menos paciencia. No hay que desesperar; quedémonos aguardando aquí; estoy persuadido de que no han pasado de Rueil. Pero ¿qué tenéis?, ¿os ponéis pálido?
—Recuerdo —dijo Athos con insegura voz—, que Richelieu mandó construir en el castillo de Rueil un horrible calabozo subterráneo…
—¡Oh! Calmaos —respondió Aramis—; Richelieu era un caballero igual a todos nosotros por su cuna, superior por su posición. Podía, como el mismo monarca, tocar a los más elevados en la cabeza, y hacer vacilar a su contacto cualquier cabeza sobre los hombros. Mas Mazarino es un bergante que a lo más podrá cogernos por el cuello de la ropilla como un arquero. Tranquilizaos, pues, amigo; insisto en que D’Artagnan y Porthos están en Rueil vivos y sanos.
—A pesar de eso —dijo Athos—, nos convendría conseguir del coadjutor el tomar parte en las conferencias: de este modo entraríamos en Rueil.
—¿Con esos golillas?, ¿estáis en vuestro juicio, amigo?, ¿os parece que ellos se acordarán siquiera de la libertad ni del encarcelamiento de D’Artagnan y Porthos? No, soy del parecer que imaginemos otro medio.
—Pues entonces —replicó Athos—, vuelvo a mi primera idea; no conozco mejor medio que obrar con franqueza y lealtad. Iré a buscar, no a Mazarino, sino a la reina, y le diré: señora, volvednos a vuestros dos servidores y a nuestros dos amigos.
Aramis movió la cabeza.
—A ese recurso siempre podéis apelar, Athos; pero creedme, no le empleéis hasta el último extremo; para ir a parar a él hay siempre tiempo. Entretanto continuemos nuestras pesquisas.
Prosiguieron, pues, buscando y tantos informes tomaron, a tantas personas hicieron hablar, con mil pretextos a cual más ingenioso, que descubrieron por fin a un ligero, el cual les confesó que había formado parte de la escolta que había conducido a D’Artagnan y Porthos de Compiegne a Rueil. A no ser por esta escolta no se hubiera sabido siquiera la entrada de los presos en la ciudad.
Athos persistía, sin cejar un punto, en su idea de ver a la reina.
—Para ver a la reina —observaba Aramis—, es necesario ver antes al cardenal, y apenas lo veamos… tened presente lo que os manifiesto, Athos, nos reunirán con nuestros amigos; pero no del modo que deseamos, sino de otro que no me hace gracia, hablando francamente. Trabajemos libremente para trabajar bien y aprisa.
—Veré a la reina —dijo Athos.
—Si estáis decidido a cometer semejante locura, amigo mío, avisadme con un día de anticipación.
—¿Y para qué?
—A fin de aprovechar la oportunidad y hacer una visita a París.
—¿A quién?
—¿Qué sé yo? Puede que a la señora de Longueville. Allí es omnipotente esta señora, y me ayudará. Si os prenden, procurad que yo lo sepa, y daré los pasos que sean necesarios.
—¿Por qué no os arriesgáis a que os prendan conmigo, Aramis? —preguntó Athos.
—No, lo agradezco.
—Reunidos los cuatro, aunque presos, creo que no correríamos ningún peligro, porque a las veinticuatro horas estaríamos fuera todos.
—Querido, desde que maté a Chatillon, que era el ídolo de las damas de San Germán, brilla demasiado mi persona para que no deba yo temer doblemente una prisión. La reina sería capaz de poner en práctica los consejos de Mazarino, y en esta ocasión el consejo que le daría el cardenal sería el que me formaran causa.
—Pero ¿creéis, Aramis, que ame a este italiano como cree el vulgo?
—¿No amó a un inglés?
—Al fin es mujer, amigo.
—Os equivocáis, Athos; es reina.
—No obstante, arrostrándolo todo, voy a pedir audiencia a Ana de Austria.
—Adiós, Athos; yo voy a levantar un ejército.
—¿Con qué fin?
—Con el de venir a sitiar a Rueil.
—¿Dónde nos volveremos a ver?
—A los pies de la horca del cardenal.
Y los dos amigos separáronse. Aramis para volver a París, y Athos para abrirse paso hasta la reina con algunas medidas preparatorias para su seguridad.